Mitología Griega La Gigantomaquia

Tema en 'Otros Fanfiction' iniciado por joseleg, 7 Agosto 2023.

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    joseleg

    joseleg Usuario común

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    4 Enero 2011
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    306
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    La Gigantomaquia
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Acción/Épica
    Total de capítulos:
    4
     
    Palabras:
    512
    En las vastas estepas del tiempo, donde las leyendas y los mitos se entrelazan, emerge un nombre que trasciende las páginas de la historia: Heracles, el hombre detrás de la fuerza, la mente detrás de los músculos. Mucho se ha cantado sobre sus hazañas colosales y su destreza física imponente, pero en lo más profundo de su historia yace un aspecto que ha permanecido en las sombras, una faceta que ahora deseo explorar.

    Mientras compartía las epopeyas de los Doce Trabajos de Heracles con mis estudiantes, una chispa de curiosidad se encendió en mi mente. ¿Quién era el hombre detrás de los músculos? ¿Qué pasajes secretos se ocultaban entre los pliegues de sus legendarias hazañas? Y así, como un arqueólogo de las palabras, me aventuré en la búsqueda de la verdad detrás del mito, de la complejidad detrás de la fuerza descomunal.

    A pesar de lo anterior, esta es una obra en la que como un aedo que ha olvidado partes de lo que pretende narrar, inventa nuevas escenas para articular la narrativa, nuevos personajes que enriquecen la trama. Pues después de todo, de Heracles se ha cantado tanto que cada uno de sus actos puede contradecirse con otro, y eso nos da la libertad de trabajar con el personaje y su mito. Como pinceles en manos de un artista, las palabras se entretejen para dar vida a las sombras que yacen en los intersticios de su leyenda, revelando fragmentos que la historia olvidó o tal vez nunca conoció.

    La historia de Heracles trasciende las victorias y los aplausos, se sumerge en la tragedia y la lucha interna. Pero lo que más me atrajo fue la astucia que tejía la red detrás de su aparente invulnerabilidad. A medida que desenredaba los hilos del pasado, descubrí que su camino hacia la grandeza estaba pavimentado con inteligencia, conocimiento y persuasión. Fue la mente, la habilidad para resolver los enigmas más intrincados, lo que lo elevó a los cielos mitológicos.

    En estas páginas, he decidido trazar una narrativa que honre no solo la fuerza física de Heracles, sino también la agudeza de su intelecto. He buscado los momentos en los que su mente brilló como una estrella en la oscuridad, donde sus palabras y estratagemas se convirtieron en armas más poderosas que cualquier club. Desde la confrontación con leones y hidras hasta los enfrentamientos con dioses y desafíos insondables, he explorado la sutileza de sus decisiones, las elecciones que lo definieron como más que un simple héroe, sino como una figura trágica en la que la sabiduría y la fuerza se entrelazaron en una danza etérea.

    Que esta obra sea un tributo a la mente detrás del mito, una ventana hacia el corazón de un hombre que soportó las cargas del destino y emergió como un faro de perseverancia y agudeza. Que los relatos que aquí se tejen sean una ofrenda a la astucia, al ingenio y a la humanidad que subyacen en la saga de Heracles, un recordatorio de que incluso en las sombras de la leyenda, la luz de la inteligencia siempre brilla.
     
  2. Threadmarks: Capítulo 1. El desterrado
     
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    En la corte real, tragedia se tejió. Alcides, el príncipe, oscuros caminos recorrió. Celos y arrepentimiento, un corazón dividido. El destierro marcó su destino, un lazo partido.

    El pequeño niño se encontraba en frente de la corte del rey Anfitrión, sus ojos se abrieron como platos y su corazón latía rápidamente. Frente a él, el trono del rey se alzaba majestuosamente, un símbolo imponente del poder y la autoridad del gobernante. El trono, tallado en madera de roble y decorado con intrincados detalles, presentaba un respaldo alto y curvado, adornado con motivos grabados que representaban escenas de batallas y triunfos. Los brazos del trono estaban esculpidos con figuras de leones rugientes, simbolizando la ferocidad y la valentía. El asiento estaba cubierto con cojines de terciopelo carmesí, bordados con hilos dorados que formaban patrones geométricos y florales. El palacio que albergaba el trono reflejaba la grandeza y la opulencia del rey Anfitrión. Sus paredes estaban revestidas con paneles de madera tallada y pintada, representando escenas de los dioses y hazañas heroicas. Grandes columnas de piedra sostenían el techo, talladas con imágenes de dioses y monstruos descendientes de Equidna en cada detalle. La sala de la corte, donde se encontraba el trono, era amplia y bien iluminada. Grandes ventanales permitían que la luz del sol iluminara la estancia, destacando los colores ricos de los tapices que adornaban las paredes. Una gran alfombra tejida a mano cubría el suelo de mármol, enriqueciendo el ambiente con sus colores vivos y patrones elaborados. A lo largo de la sala, cortesanos y nobles se reunían, vestidos con túnicas ricamente bordadas y joyas relucientes. El aire estaba lleno de un aura de expectación y respeto, mientras todos se preparaban para la audiencia con el rey. En el centro de la sala, el trono se alzaba como el punto focal, un recordatorio constante del poder y la autoridad que el rey ejercía sobre su ciudad.

    En medio de los nobles, en el corazón de la corte llena de miradas expectantes, se encontraba el niño cuyo destino pendía en la balanza. Sus pequeños hombros temblaban bajo la presión de las circunstancias, su figura contrastando fuertemente con la majestuosidad que lo rodeaba. A pesar de su juventud, su rostro estaba empapado en lágrimas y los mocos le resbalaban de la nariz, signos inequívocos de la tristeza y el tormento que lo envolvían. Sus ropajes, aunque evocaban la pompa de la realeza, estaban desordenados y manchados por el rastro de emociones que lo habían abrumado. Vestía atuendos de príncipe, una vestimenta similar a la del rey, con detalles que reflejaban su linaje noble. Sin embargo, sus ojos negros, como pozos profundos de dolor y desconcierto, revelaban una vulnerabilidad que contradecía su posición. Su cabello, largo y oscuro, caía en mechones que enmarcaban su rostro en una cascada de negrura similar a la del rey. Los mechones negros descendían hasta los hombros, como sombras que rodeaban su semblante infantil. Aunque compartía este rasgo con su padre, su expresión contrastaba con la firmeza del rey, mostrando un mosaico de confusión y anhelo. Lo más sorprendente, sin embargo, era la sorprendente tonificación de su cuerpo. A pesar de su edad temprana, sus brazos y piernas revelaban músculos anormalmente desarrollados, un testimonio silencioso de su inusual fuerza. Era como si estuviera destinado a la grandeza física, incluso antes de iniciar el entrenamiento de armas que se esperaba de él en los años venideros.

    Los nobles susurraban con desprecio: "asesino", "monstruo", "ser sin alma", "muerte", "destierro". El niño absorbía esas palabras con una claridad sorprendente, su percepción agudizada superando las expectativas para alguien de su edad. Sin embargo, este don era también su dilema. Su cuerpo y fuerzas a veces parecían desbocarse, como si al liberar sus sentimientos o ejercer toda la energía de su pequeño cuerpo, una fuerza arrolladora, imposible de contener, se desatara, superando incluso a la capacidad de control de un adulto. La figura imponente de la reina Alcmena se materializó en la estancia, su semblante completamente descontrolado por la pena. Su presencia marcada por un atuendo que emanaba esplendor y realeza. Vestía una túnica larga y fluida, confeccionada en fina lana teñida de tonos rojizos profundos, que caía en pliegues elegantes a sus pies. Sobre sus hombros, un manto suntuoso y adornado añadía un toque de majestuosidad a su imagen. Su cabello castaño oscuro, trenzado con destreza, se enmarcaba alrededor de su rostro en una coronilla de elegantes rizos que se entrelazaban con cintas tejidas y delicadas perlas. Sus ojos, de forma almendrada y centelleantes como gemas, reflejaban un mundo de emociones descontroladas por la aflicción del momento. Sus lágrimas habían borrado el maquillaje que solía adornar sus mejillas rosadas, dejando rastros oscuros en su camino. "Piedad, mi señor, piedad", suplicó en un tono quebrado.

    El rey Anfitrión, un hombre en sus cincuenta y tantos años, irradiaba una presencia que abarcaba sabiduría y autoridad. Su cabello, una vez negro azabache como la medianoche, ahora llevaba trazas de canas que se entrelazaban con la oscuridad, otorgándole un aire distinguido y respetable. Una barba rizada y cuidada se fundía con su mandíbula, resaltando la dignidad y el tiempo que había transcurrido en el trono. Sus ojos, como dos zafiros brillantes, reflejaban un tormento interno profundo y desgarrador. Mientras se enfrentaba a las inquebrantables demandas de los nobles y a la compleja red de lealtades que tejían su corte, esa chispa de vitalidad se oscurecía por el peso abrumador de su deber como rey y su amor como padre. Anfitrión vestía un manto que fusionaba la modestia con la realeza, una prenda que hablaba de su posición sin alardear. El manto, de un tono terroso y cálido, estaba tejido con la habilidad artesanal que solo los mejores artesanos podían lograr. Aunque relativamente simple en diseño, sus bordes dorados formaban un delicado tributo a su estatus, sin embargo, evitando la ostentación excesiva que podría ser inapropiada. El manto caía sobre sus hombros con una elegancia que solo los años de liderazgo podían otorgar, y se ajustaba alrededor de su figura con una gracia natural. En su mano, sostenía un cetro tallado con motivos religiosos y símbolos de su realeza, un recordatorio constante de su papel como gobernante.

    Crineo, un noble de cuarenta y tantos años que compartía un inconfundible parecido con el rey por su herencia familiar, avanzó hacia la reina Alcmena con los ojos empañados por lágrimas contenidas. Su porte, digno y cargado de pena, resonaba en cada paso que daba en el salón. Sus ropajes, aunque ricos y adornados con detalles que denotaban su estatus, carecían del brillo usual, eclipsados por la tristeza que lo embargaba. El cabello de Crineo, similar al del rey pero ligeramente más oscuro, caía en mechones desordenados sobre su frente. Su barba, igualmente tupida, parecía enredarse con la angustia que albergaba en su corazón. Pero eran sus ojos, esos espejos del alma, los que narraban una historia de dolor y decepción. En su mirada se reflejaba una mezcla de incredulidad y aflicción, como si estuviera luchando por reconciliar lo impensable con la realidad. Sus palabras brotaron temblorosas, cada sílaba cargada de un peso que parecía aplastarlo. Con voz entrecortada, Crineo se acercó a la reina Alcmena y, entre pausas repletas de angustia, compartió la dolorosa verdad que había llegado a sus oídos. "Mi señora", comenzó con voz quebrantada, "debo relataros una tragedia que ha estremecido nuestras vidas. El príncipe Alcides, hijo del rey, ha tomado la vida de mi hijo, su propio primo en un momento de arrebato."

    Un silencio cargado de asombro y conmoción llenó el aire mientras Crineo continuaba, sus ojos fijos en la reina, buscando comprensión en su mirada. "Acuso a Alcides de cegarse por la rabia y la envidia que sentía hacia mi hijo", dijo Crineo con una mezcla de dolor y resolución, "celos se apoderaron de su juicio y, en un instante irreflexivo, un acto irreversible cambió el rumbo de dos familias." Las palabras de Crineo resonaron en el aire, llenas de un pesar profundo y una confusión que parecía no tener fin. La reina Alcmena escuchaba atentamente, sus ojos almendrados reflejando una mezcla de incredulidad y tristeza. Era un relato que desafiaba la lógica y rasgaba el corazón, una confesión que cambiaba para siempre la percepción de la realidad. Crineo, entre lágrimas contenidas y sollozos silenciados, intentaba encontrar sentido en la tragedia que había ensombrecido sus vidas. Había tejido una versión de los hechos que apuntaba a los celos del príncipe, urdiendo una historia que ahora circulaba entre los nobles de la corte, alimentando el rumor y la incertidumbre. Enfrentar a la reina Alcmena, madre de Alcides, con la noticia era un acto de valentía y tormento. Crineo buscaba respuestas en su mirada, tratando de entender cómo un príncipe podía haber cometido tal atrocidad. Su corazón anhelaba una explicación, un consuelo que ayudara a encajar las piezas de un rompecabezas doloroso, aunque estuviera basado en una versión distorsionada de la verdad.

    El rey Anfitrión, con una mezcla de preocupación y anhelo en sus ojos, intentó acercarse a su hijo Alcides en repetidas ocasiones. "Hijo mío, necesito saber la verdad de lo sucedido. ¿Puedes explicarme lo que pasó?", preguntó con suavidad, esperando una respuesta que pudiera arrojar luz sobre el doloroso incidente. Alcides, con la mirada perdida en el suelo y las palabras atascadas en su garganta, intentó responder, pero sus labios apenas lograron articular una respuesta coherente. Sus ojos negros, llenos de tormento interno, buscaban desesperadamente una manera de comunicar lo que había ocurrido, pero su elocuencia no estaba a la altura de su angustia. En ese momento, su hermano Íficles, notablemente más hábil en el arte de la palabra, intervino con gentileza. "Padre, Alcides no es elocuente en palabras, pero yo puedo intentar explicar lo que pudo haber pasado. Quizás su intención fue malinterpretada", propuso, deseando ser la voz de Alcides en ese momento. El príncipe Íficles, gemelo idéntico de Alcides, surgía como la manifestación de la simetría perfecta en la realeza. Como si la misma paleta divina hubiera trazado dos lienzos iguales, pero con detalles ligeramente diferentes. Su cabello, similar al de su hermano, se bañaba en una cascada de tonos más claros, como el ciprés tallado entrelazados con el brillo del sol. Los ojos grises de Íficles, como espejos que reflejaban un mundo de observación y astucia, se destacaban en su rostro, dotándolo de un aire de misterio y perspicacia. Cada parpadeo parecía ocultar secretos profundos, una ventana a su mente elocuente y analítica. Siendo el gemelo opuesto en el aspecto físico, Íficles también se destacaba por su habilidad en la expresión verbal. A pesar de su corta edad, su elocuencia era notablemente avanzada, como si hubiera absorbido las artes de la retórica desde su nacimiento. Sus palabras fluían con gracia y facilidad, tejidas con una destreza que sorprendía a aquellos que escuchaban. Mientras Alcides luchaba por encontrar las palabras adecuadas, Íficles las hilvanaba en discursos fluidos y persuasivos. Sus ropas, conscientemente seleccionadas para proyectar su papel como príncipe, eran más pomposas y refinadas que las de Alcides. Cada tela parecía haber sido elegida con meticuloso cuidado, los bordados dorados y las telas de colores ricos anunciaban su estatus como una figura prominente en la corte.

    A pesar de las diferencias en la apariencia y la habilidad, los lazos profundos de hermandad entre Alcides e Íficles eran innegables. Sus vidas y destinos entrelazados desde el momento de su nacimiento, representaban dos caras de una misma moneda, dos caminos que se bifurcaban en su camino hacia la grandeza. Íficles, con su carisma y facilidad de palabra, complementaba la fuerza y la determinación de Alcides, creando un equilibrio inquebrantable entre dos individuos inseparables. Sin embargo, el rey Anfitrión, con la firmeza de un león protector, levantó su mano en señal de detención. "Íficles, entiendo tu deseo de ayudar, pero un hombre debe aprender a defenderse por sí mismo. Alcides necesita encontrar su voz, enfrentar sus acciones y explicarlas. No permitiré que nadie hable por él en este momento crucial", declaró, su voz resonando con autoridad. Alcides, aunque lento para hablar, sintió una mezcla de gratitud y tristeza ante las palabras de su padre. Sabía que enfrentar sus errores con sus propias palabras era un desafío que debía asumir. A pesar de la dificultad, se comprometió a encontrar la manera de expresarse, de luchar contra su limitación lingüística y demostrar su verdad, tal como su padre esperaba.

    Alcides, luchando con sus propias limitaciones de expresión, hizo un esfuerzo para relatar los acontecimientos. Sus palabras salían con titubeos y pausas, como si cada frase fuera un rompecabezas difícil de ensamblar. "Yo... primo... esclava... no bien", susurro, su voz temblorosa mientras intentaba articular su versión. Sus ojos negros reflejaban la confusión y la angustia que lo abrumaban. A medida que avanzaba, sus manos se movían torpemente, tratando de recrear la escena que había presenciado. "Empujé... no quería... mal", intentó explicar, su voz apenas más que un susurro en la brisa cargada de tensión. Sin embargo, las palabras exactas de lo sucedido, la verdad cruda y compleja que debería haber emergido, permanecían atrapadas en su interior. El conflicto entre la necesidad de defenderse y el temor a la reacción de su padre lo dejaban atascado en un mar de palabras fragmentadas. El rey Anfitrión, aunque comprendía la dificultad de Alcides para expresarse, podía sentir que algo no cuadraba completamente en su relato. Observaba con atención, sus ojos buscando desesperadamente una pista en la mirada de su hijo. Finalmente, Alcides, agobiado por su incapacidad de comunicar la totalidad de los hechos, suspiró y dijo con una mezcla de frustración y resignación: "Al final, fui yo... ¿cuál es mi castigo?". La pregunta flotó en el aire, una especie de confesión incompleta, cargada de arrepentimiento y deseos de enfrentar las consecuencias de sus acciones, aunque la verdad completa permaneciera oculta bajo la superficie.

    La sala del trono quedó sumida en un silencio tenso mientras el rey Anfitrión contemplaba las palabras de su hijo, sintiendo la complejidad de la situación pesar en sus hombros como un yunque de juicio y responsabilidad. El rey respiró hondo, buscando la solidez necesaria para pronunciar la sentencia que sabía que era su deber, aunque doliera en su corazón como un corte profundo. "Alcides," comenzó el rey, su voz resonando con solemnidad, "has confesado tu participación en este acto, aunque las palabras que intentaste compartir no revelen la totalidad de la verdad. Aunque veo en tus ojos la angustia y el arrepentimiento, también reconozco que las acciones cometidas han dejado una herida en nuestra casa, en nuestra comunidad." Las palabras del rey Anfitrión eran firmes, pero no carecían de empatía. Sabía que su hijo, lento para hablar y comunicarse, había enfrentado un desafío abrumador al intentar expresar su versión de los hechos. Pero también sabía que la verdad completa era esquiva. "Como rey y como padre, debo tomar una decisión que honre tanto la justicia como la responsabilidad que recae sobre mis hombros," continuó el rey, su mirada reposando en su hijo, cuyos ojos bajaron ante la mirada severa y comprensiva de su padre. "Alcides, en consideración de tus actos y en aras de preservar la integridad de nuestra casa y la paz de nuestro reino, debo tomar medidas drásticas." La voz del rey resonó con un tono que llevaba la tristeza de un padre que se veía obligado a despojar a su propio hijo de su investidura real y su lugar en la familia. "Serás despojado de todo manto e investidura real, ya no serás mi heredero. No podrás usar el nombre de nuestra casa, ni vivir más en la ciudad de Tirinto. Te conviertes en un desterrado, un hombre sin patria, sin padres y sin hogar. Esta es mi decisión final," declaró el rey Anfitrión con una mezcla de determinación y pesar, su voz resonando como un veredicto inquebrantable. El rey miró a su hijo, y luego a su esposa, Alcmena, cuyos ojos reflejaban una angustia profunda y sin palabras. El rey sintió como un cuchillo de angustia le atravesó el estómago al enfrentar las consecuencias de su decisión, sabiendo que la justicia demandaba esta medida, pero también consciente del dolor que infligía a su familia. La sentencia fue pronunciada, y el destino de Alcides fue sellado, su camino irrevocablemente alterado por las acciones que había cometido. La sala del trono, una vez llena de vida y actividad, se convirtió en un testigo silencioso de la tragedia que había dividido a una familia y un reino.
     
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    Anfitrión se encontró con su leal confidente, Anfidamante, cuya presencia resonaba con la fuerza de los antiguos guerreros de la Edad de Bronce. Vestía una coraza singularmente forjada, cuidadosamente ajustada para combinar la protección del guerrero con la comodidad necesaria para los viajes largos. El bronce relucía en un tono envejecido por las muchas travesías compartidas, y los grabados en la coraza narraban las historias de batallas pasadas. Su atuendo hablaba de la experiencia de un veterano que había visto más de una era de conflictos. La tela de sus ropajes estaba tejida con hilos resistentes y terrosos, permitiendo la movilidad necesaria para un viaje sin restricciones. Sobre sus hombros llevaba un manto, desgastado por el tiempo y los elementos, pero aún portador de su aura de autoridad. Los destellos de plata en su cabello eran testigos de los años que habían transcurrido desde sus primeros días de lucha. Su melena, una vez negra como el carbón, ahora reflejaba la experiencia en hebras de plata que se entrelazaban con el paso del tiempo. Marcas de batalla adornaban su rostro, con una cicatriz que cruzaba su ojo izquierdo y una mirada almendrada en el ojo derecho que parecía capaz de discernir las verdades ocultas. Su piel, una vez pálida y suave, había sido curtida por los rayos del sol y los vientos de la batalla. Manchas de exposición adornaban su piel, testigos mudos de incontables días bajo el sol abrasador. Pero detrás de esas marcas había una firmeza en su expresión, un reflejo de la sabiduría ganada a través de los años de servicio y sacrificio. Anfidamante, el hombre de la "lengua de plata y la daga de bronce", era un retrato vivo de la historia de los campos de batalla y la lealtad inquebrantable. Su presencia aportaba un sentido de confianza y camaradería, recordando a Anfitrión no solo de las luchas pasadas, sino también del camino que aún quedaba por recorrer.
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    Anfidamante se acercó al rey Anfitrión con una mirada grave y respetuosa en sus ojos. "Mi señor", comenzó, "hay algo que debo comunicaros. Alcides intervino de manera noble y valiente para salvar la virtud de una de las esclavas consagradas a la reina. Su honor y su acto de coraje son dignos de reconocimiento." El rey Anfitrión asintió, aunque su mirada parecía estar en algún lugar lejano, como si ya supiera lo que iba a decirle. "Lo sé, Anfidamante. He estado al tanto de esta situación desde el principio. No pasó desapercibido para mí." Anfidamante pareció sorprendido por la respuesta del rey, pero continuó con su relato. "Mi señor, permitidme decir que el príncipe Alcides actuó en defensa de la virtud y la justicia en una situación delicada. Sus acciones demuestran su nobleza y su integridad." El rey Anfitrión exhaló profundamente, su expresión mezclando tristeza y resignación. "Anfidamante, comprendo la magnitud de lo que Alcides ha hecho. Pero debéis entender que esta situación ha sido profetizada. Hace tiempo, se me reveló que Alcides se enfrentaría a un destino sombrío en el que mataría a un hermano."

    Anfidamante quedó petrificado ante las palabras del rey. "Mi señor, ¿cómo habéis llegado a conocer esta verdad?" El rey Anfitrión dejó caer la mirada por un instante antes de proseguir. "Fue una revelación divina. Comprendí que Alcides estaba destinado a desencadenar un acto irrevocable, y su intervención para preservar la vida de la esclava solo consolida la trágica naturaleza de su destino. No es mi elección desterrarlo, sino una orden emanada de los dioses." Anfidamante procesó las palabras del rey con un asombro mezclado con comprensión. "Entiendo, mi señor. Entonces, ¿es por eso que incorporasteis a Linus en la corte? ¿Para prevenir la materialización de esta profecía?" El rey Anfitrión asintió pausadamente. "Sí, Anfidamante. El hijo de mi hermano es también mi hijo, solía decir mi padre. Coloqué a Linus, hijo de Crineo, en la corte como una medida preventiva. Siempre fui consciente de que Alcides era más inclinado a la audacia y a la impulsividad, aunque jamás dañó a Íficles." Una sonrisa nostálgica cruzó su rostro. "Hace unas semanas, durante una partida de caza, unos perros salvajes los acorralaron. ¿Lo recuerdas?" "Claro que sí", respondió Anfidamante. "Encontramos a tres enormes perros asilvestrados, sabuesos con mandíbulas colosales, pero les habían fracturado la quijada. Uno de ellos incluso tenía la mandíbula separada de su hocico. Y el príncipe Alcides, manchado de sangre, sin embargo, sus manos y brazos quedaron milagrosamente ilesos". Anfitrión asintió, recordando el incidente. "Ificles me contó que Alcides se lanzó contra los perros, antes que permitirles hacerle daño. Si esta profecía se cumple, el daño en la mente de Alcides sería irrevocable. Pero luego escuché de mi espía, el hijo de mi hermano, que estaba planeando una rebelión, primero contra su padre por las tierras, y luego contra mí por el trono. Por eso lo invitamos aquí." Anfidamante sintió un escalofrío recorrer su espalda. "El hijo de vuestro hermano es vuestro hijo", murmuró en reconocimiento.

    "Un hijo ambicioso perecerá, un hermano altivo y malicioso también encontrará su fin", afirmó Anfitrión con firmeza. "Mientras tanto, mis dos verdaderos hijos vivirán. Es una decisión que solo puede tomar un rey. Con el tiempo, Ificles se convertirá en un rey astuto, y revocará la sentencia impuesta sobre Alcides. Pero para que eso ocurra más rápidamente, necesito tu colaboración." En la penumbra del imponente salón, Anfitrión se volvió hacia su leal consejero, Anfidamante, quien lo observaba con una mezcla de asombro y respeto. "Durante años he tejido cuidadosamente esta trama", confesó el rey en un susurro cargado de secretos ancestrales. "Desde que la pitia desveló la profecía que atormenta el futuro de mi linaje, me embarqué en una búsqueda incansable por hallar al mejor maestro de armas en toda Helade." El rincón de los ojos de Anfidamante parpadeó con incredulidad. "¿Y encontraste al elegido?", indagó, cautivado por la trama que se desenvolvía ante él.

    Anfitrión asintió solemnemente. "No, no lo encontré. Hasta que otra revelación divina iluminó mi camino. 'Solo la lengua de plata y la daga de bronce que acompaña al desterrado puede preguntar por el mejor maestro de armas en Helade ante la pitia'", recitó con una solemnidad que trascendía los siglos “Pero para hacer la pregunta primero deben ir a ciudad de la diosa de ojos verdes y hacer un sacrificio”. "¿La diosa de ojos verdes se refiere a Atenea?", inquirió Anfidamante, dejando escapar un rastro de desprecio en su tono. "Los atenienses adoran a una deidad guerrera, y sin embargo, carecen del temple marcial que uno esperaría." Los ojos del rey brillaron con complicidad. "Así es, amigo mío. Y tú eres el elegido para llevar a cabo esta intrincada danza de destinos." Anfitrión detuvo su relato por un instante, como si sus palabras resonaran con un significado más profundo. "Tu misión es acompañar a mi hijo, Alcides, primero a Atenas, donde debe ofrecer una ofrenda a la diosa, luego a Delfos, para consultar a la pitia y descubrir la senda que los dioses han trazado para él. Y finalmente, deberás conducirlo hacia el maestro de armas designado por las divinidades."

    La mirada de Anfidamante se intensificó, reflejando una devoción sin fisuras. "Mi señor, con mi vida si es necesario, cumpliré esta encomienda. Aseguraré que el destino de Alcides se desenvuelva según las pautas de los dioses y que el linaje real perdure." Anfitrión sonrió, un gesto que parecía portar el peso de siglos de maquinaciones y sacrificios. "Entonces, en tus manos confío esta empresa, querido amigo. Que los dioses guíen tus pasos y moldeen el futuro de nuestro reino en esta partida que se juega en los hilos del tiempo." Y así, en el oscuro santuario de estrategias divinas, sellaron su pacto, uniendo sus destinos en un juego donde los hilos de la profecía se entretejían con las decisiones mortales.



    El Palacio de Tirinto se alzaba imponente en la colina, con sus altos muros de piedra que parecían fundirse con la misma tierra que los sostenía. Sus paredes, desgastadas por el paso del tiempo y marcadas por las huellas de batallas pasadas, eran un testimonio silente de la antigua grandeza de la fortaleza. A diferencia de las fincas lujosas y refinadas que a menudo se asociaban con los aristócratas del campo, este edificio estaba más dedicado a la función bélica que a la ostentación hedonista. La puerta principal del palacio, protegida por enormes bloques de piedra tallada, se abría como un umbral hacia una era olvidada. La entrada estaba flanqueada por dos figuras imponentes, estatuas de guerreros antiguos cuyas expresiones talladas en piedra transmitían determinación y fuerza. Estas guardianas parecían vigilar con ojos eternos la entrada y salida de aquellos que cruzaban el umbral. En este momento, el sequito de la reina Alcmena se reunía en la entrada principal. La reina, con su cabello castaño oscuro y ojos almendrados, irradiaba una mezcla de orgullo materno y tristeza contenida. A su lado, el joven príncipe Alcides se erguía, sus rasgos marcados por una mezcla de emociones. El peso de su destino pendía en el aire, y su mirada se dirigía hacia el camino que se extendía más allá de los muros de la fortaleza.

    Acompañando a la reina y al príncipe, Anfidamante, el hombre de confianza de Anfitrión, vigilaba atentamente los alrededores. Vestido con una coraza y armamento de aspecto robusto, reflejaba la función esencial de la fortaleza: proteger y defender. Las cicatrices en su piel curtida por el sol eran una prueba de su experiencia en batallas pasadas, y su cabello platinado ondeaba ligeramente al viento, otorgándole una apariencia de un guerrero que había resistido el paso de los años. Unos soldados de la guardia real flanqueaban la entrada, armados y en posición de alerta. Su presencia enfatizaba la naturaleza defensiva de la fortaleza, que estaba estratégicamente ubicada para proteger una ruta comercial crucial. Aunque los soldados permanecían en silencio, su presencia hablaba de un compromiso inquebrantable con la seguridad de la ciudad y de aquellos que transitaban por sus caminos.

    Alcmena tomó la mano de su hijo Alcides con ternura, sus ojos almendrados reflejando una mezcla de amor maternal y aprehensión. El viento susurraba antiguas historias de valentía y sacrificio mientras el séquito se preparaba para despedirse. En el lugar se encontraba una embajada de la ciudad vecina de Esparta, cuyos miembros quedaron asombrados ante aquella escena. Observaron con admiración y respeto mientras la reina Alcmena y el príncipe Alcides compartían un abrazo cargado de significado. Era un rito que trascendía el tiempo, una muestra de amor y sacrificio que resonaba en un mundo donde la valentía y la lealtad a menudo se encontraban en un equilibrio delicado. Aquella imagen, grabada en la memoria de los espectadores, sería llevada de regreso a Esparta y se convertiría en un rito de iniciación para las futuras generaciones de sus descendientes, un legado de fortaleza y honor que se transmitiría a través de los años.

    En ese momento, las palabras brotaron entre madre e hijo, un diálogo que transmitía más que meras palabras: un legado de fortaleza y esperanza en medio de la incertidumbre. "Ve con valentía, mi querido Alcides. Tu camino es desafiante, pero llevas en tu sangre la fuerza de los antiguos héroes", susurró Alcmena, sus palabras llevando consigo el eco de las leyendas que habían forjado la historia de su tierra. El príncipe Alcides luchó por controlar sus emociones, su mirada fija en el horizonte. Tartamudeó suavemente, luchando por encontrar las palabras adecuadas. "Ma-madre, se-seguiré este ca-ca-camino con la cabeza en a-alto", sus palabras emergieron entrecortadas, pero cargadas de determinación. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras luchaba por expresar lo que sentía. "Honraré nu-nuestro linaje y p-protegeré nu-nuestro hogar", afirmó finalmente con voz firme, su promesa flotando en el aire, más poderosa que cualquier juramento ancestral. Sin poder expresar sus sentimientos con fluidez, se abrazó a su madre y permitió que las lágrimas hablaran en su lugar, encontrando consuelo en su regazo.

    Anfidamante observaba esta emotiva despedida con respeto, consciente de que la fortaleza de un reino no solo se construía con piedra y bronce, sino también con el coraje y la lealtad de sus habitantes. Esa escena en la entrada del palacio encapsulaba la esencia de la fortaleza de Tirinto: un baluarte que defendía tanto rutas comerciales como el honor de su pueblo, y cuyas historias resonarían a través de los siglos. Las lágrimas de las esclavas fluían como ríos silenciosos de angustia y gratitud, mezclando sus sentimientos en un torrente de emociones contenidas. Sus ojos, llenos de dolor y alivio, reflejaban la experiencia traumática que habían enfrentado y la esperanza que renacía en sus corazones. Unas doncellas, con rostros empáticos y manos amorosas, rodeaban a la esclava que había sido rescatada de una posible violación. Con palabras suaves y caricias reconfortantes, intentaban calmar el dolor que se manifestaba tanto física como emocionalmente en la joven. Susurros de consuelo se mezclaban con súplicas de que todo estuviera bien, que el príncipe hubiera llegado a tiempo para salvarla. El deseo de que su sufrimiento se desvaneciera era palpable en el aire, y cada una de las doncellas luchaba por ser un apoyo en medio de la tragedia.

    Entre la sombra de los soldados, sus rostros ocultos bajo cascos que velaban por su identidad, también se percibían lágrimas secretas. A pesar de su apariencia impenetrable, el corazón de cada soldado resonaba con el respeto y la admiración que sentían por el príncipe Alcides. Sabían de sus hazañas pasadas, de sus acciones heroicas que habían demostrado su valentía y compasión. Y ahora, en medio de una situación tan cruda y desgarradora, no podían evitar sentir una profunda conexión con el joven príncipe que siempre había mostrado amabilidad y consideración hacia todos. Las lágrimas que caían, silenciosas y sinceras, eran un testimonio de la humanidad compartida en ese momento de tristeza y esperanza. En medio de la angustia y la incertidumbre, todos, desde las esclavas hasta las doncellas y los soldados, lloraban juntos, unidos por el respeto y el afecto que sentían por el príncipe Alcides, un líder que había demostrado su valía en cada gesto y acto. "Mi príncipe, es el momento", indicó Anfidamante con voz firme, su mirada reflejando una mezcla de resolución y apoyo. La esclava salvada, con gratitud y admiración en sus ojos, se arrojó a los pies del príncipe, expresando su gratitud en un gesto silencioso pero poderoso.

    Alcides, con su característica tartamudez acentuada por la emoción del momento, respondió con valentía y determinación, "Yo no... príncipe", su voz entrecortada por la intensidad de sus sentimientos. Sus palabras, aunque sencillas, resonaron con un profundo significado que trascendía las limitaciones de su habla. El coro de voces se unió en un eco armonioso, todos alrededor expresando su afecto y cariño hacia Alcides. "Tú siempre serás el príncipe en nuestros corazones", afirmaron con convicción, sus palabras llevando consigo una verdad que trascendía cualquier dificultad o adversidad. El viejo guerrero, de mirada sabia y experiencia tallada en su rostro, alzó la voz. "Es tiempo ya", anunció, su tono resonando con autoridad y respeto. Señaló hacia las imponentes puertas de la ciudad y más allá, hacia el bosque de los Leones Dorados. Era un paso que desafiaba lo convencional, un camino intrincado y peligroso que parecía más allá de la posibilidad de travesía.

    Sin embargo, Anfitrión había previsto esta opción como la más segura. Había anticipado las intenciones de su hermano y las vías por las cuales podría buscar venganza. Las rutas comerciales hacia Argos y Esparta eran vulnerables y predecibles, pero el bosque de los Leones Dorados ofrecía un manto de protección impenetrable. Un lugar donde el valor y la habilidad eran la única esperanza de superar los desafíos. Anfidamante cerró los ojos por un instante, permitiéndose absorber las palabras de su rey que resonaban en su mente. "Tú eres el único que sabe pasar por ese bosque, salido del Tártaro, amigo mío", había dicho Anfitrión con confianza. Era un peso y una responsabilidad abrumadores, pero también un honor inigualable. Con la memoria de esas palabras como guía, Anfidamante estaba listo para enfrentar el camino que se abría ante él y el príncipe Alcides. Anfidamante se despojó de su pesada armadura de general con determinación, dejando ver el manto simple de un viajero que llevaba debajo. Sus movimientos eran fluidos y seguros, como si hubiera realizado esa acción innumerables veces antes. Acomodando su mirada en el príncipe Alcides, dijo con una voz serena pero cargada de compromiso: "Mi pecho será el escudo y la coraza de mi señor príncipe. Nada atravesará mi lealtad y protegeré tu camino con mi vida si es necesario." Sus palabras resonaron en el aire como un juramento ancestral, reforzando la conexión y la confianza entre ellos en medio de la densidad del bosque y los secretos que guardaba.



    Ambos salieron caminando, acompañados por una mula de carga, vestidos modestamente como simples viajeros, sin un ápice de la nobleza que en realidad llevaban en su linaje. La apariencia exterior no reflejaba la grandeza que su sangre ocultaba. El príncipe Alcides, sumido en su habitual mudez debido a su tartamudez exacerbada por la emoción, recorrió el viaje en silencio, su mirada perdida en el horizonte que se desplegaba ante él. El camino serpenteaba a través de colinas y valles, llevándolos hacia el Bosque de los Leones Dorados. Este bosque, aunque compuesto por especies típicas de Helade, era un enigma en sí mismo. Anormalmente alto, denso y oscuro, sus árboles parecían estirarse hacia el cielo como si intentaran alcanzar las mismas estrellas. A medida que avanzaban, la atmósfera se volvía cargada de una energía que trascendía lo natural. Era como si el poder de los dioses y de los seres ancestrales, descendientes de Tifón y Equidna, fuera palpable en cada rincón. La curiosidad se dibujó en el rostro de Alcides mientras avanzaban entre la espesura. Finalmente, rompió su silencio en voz tartamuda, preguntando por el nombre de aquel enigmático lugar. Anfidamante, con su conocimiento del bosque y su historia, respondió con calma. "Este es el Bosque de los Leones Dorados", comenzó a explicar, su voz firme. "Está maldito con bestias peligrosas, entre las cuales destacan los leones monstruosos, descendientes del linaje bestial de Tifón y Equidna. Sus pelajes dorados son tan duros como el bronce mismo, cada hebra de pelo es más fuerte que cualquier metal. Las armas humanas apenas pueden atravesar sus defensas rasguñándolos, normalmente el dolos basta para alejarlos y cuando no, es una masacre. Entre ellos, se rumorea que hay uno aún más grande y feroz, que asola la tierra cada diez o veinte años, y su furia se dirige a la primera parada de nuestro viaje: Nemea". La narración parece alejarse como una cámara invisible, dejando atrás a los viajeros sumergidos en la misteriosa densidad del bosque. La vegetación, tupida y opresiva, se alza como un océano verde entre las montañas de Arcadia. Mientras el tiempo avanza en su ritmo eterno, en la distancia, las murallas de la pequeña ciudad de Nemea se perfilan en el horizonte, una parada en su camino marcado por el destino y la voluntad de los dioses.
     
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  4. Threadmarks: Capítulo3. El rugido en la oscuridad
     
    joseleg

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    Anfidamante, con su mirada perceptiva, pronto notó que Alcides luchaba por comunicarse plenamente. Al observar sus dificultades, recordó las historias de su abuelo materno, quien había enfrentado el mismo desafío en su juventud. Comprendiendo la frustración que podría estar sintiendo el joven príncipe, Anfidamante decidió tomar un enfoque amable y sabio para ayudar. Mientras caminaban por los senderos que atravesaban aquel laberinto de verde y sombra, Anfidamante se detuvo y posó su mano con cariño en el hombro de Alcides. "Mi príncipe, sé que tus palabras son valiosas y que a veces enfrentas dificultades para expresarlas. Pero déjame compartir contigo algo que aprendí de mi abuelo. Él también luchó con las palabras, pero encontró un camino para superar ese desafío" El viejo guerrero sonrió con dulzura. "Él solía recitar rimas sencillas, como los ecos de las antiguas historias. Repetía las palabras una y otra vez, como si tejiera un patrón con ellas. Las rimas se convirtieron en un ritmo que guio su lengua, y poco a poco encontró su voz. ¿Te gustaría intentarlo, Alcides?". Alcides asintió con cautela, pareciendo dispuesto a embarcarse en esta nueva aventura de expresión. Anfidamante comenzó a recitar rimas suaves y melódicas, invitando a Alcides a unirse. Juntos, crearon un ritmo, un flujo de palabras que parecían danzar en el aire. Al principio, las palabras eran torpes y entrecortadas, pero con cada repetición, Alcides comenzó a encontrar un ritmo propio.

    Caminaron durante casi todo el día, sumidos en una melodía alegre que se entrelazaba con el canto de las aves. Los rayos del sol danzaban a través del dosel de hojas, tejiendo patrones luminosos en el suelo que pisaban con paso firme. Cada nota que entonaban era como un eco de la naturaleza, un eco de alegría que vibraba en el aire. Sin embargo, su alegre serenata se vio interrumpida cuando finalmente llegaron a una aldea que parecía haber sido abandonada hace mucho tiempo. Los restos de casas de adobe se alineaban en un orden olvidado, como los fantasmas silenciosos de un pasado lejano. Un riachuelo corría cerca, pero su murmullo ahora era apenas un susurro, como si el tiempo hubiera mermado su voz. Un escalofrío recorrió la espalda de Anfidamante al observar el escenario ante ellos. Aquella aldea que había sido un refugio ahora parecía estar imbuida de un aura sombría y desolada. Algo no estaba bien, y su instinto de viejo soldado se agitó como una bandera roja en medio del viento. Se acercaron al riachuelo y quedaron perplejos al contemplar la transformación. Lo que antes había sido un claro en el bosque ahora estaba ocupado por una extensa hilera de árboles de granada, cuyas raíces se habían entrelazado en una maraña intrincada que se extendía sobre el lecho del río. El agua, una vez juguetona y cristalina, ahora era apenas un hilo tenue y desolado, como si las raíces sedientas hubieran absorbido su vitalidad. Anfidamante comprendió en ese instante que estaban en peligro, que algo oscuro y desconocido acechaba en aquel lugar. Sus arrugadas cejas se fruncieron mientras su mente evaluaba las posibilidades. Los recuerdos de batallas pasadas y estrategias de supervivencia se agitaron en su cabeza, y una mirada decidida brilló en sus ojos. Sabía que debían actuar con cautela y preparación, pues el enemigo que enfrentaban no era un adversario común.

    Mientras Alcides observaba a su mentor con preocupación, Anfidamante trazó un plan en su mente. Era hora de confiar en su experiencia y liderazgo, de proteger al joven príncipe y superar este nuevo desafío. El viejo guerrero tomó una respiración profunda, sus músculos tensos y sus sentidos alerta. El bosque, que en otro tiempo había sido un lugar de paz y belleza, ahora se erigía como un campo de pruebas donde la valentía y la sabiduría se encontrarían con la oscuridad y el misterio. "¿Los gatos temen al agua, sin agua gatos cerca?" tartamudearía Alcides, sorprendentemente más fluido en su habla. Anfidamante captaría en ese momento que el niño no lento de entendimiento como habían llegado a creer en la corte del rey, pero ahora no era el momento de profundizar en ello. Con la situación en suspenso y el refugio seguro del pasado ahora desvanecido, el veterano guerrero sabía que debían tomar decisiones rápidas y calculadas. La pregunta de Alcides llevó a Anfidamante a pensar en cómo usar ese conocimiento a su favor. Los gatos, conocidos por su aversión al agua, podrían indicar la presencia de una fuente cercana, quizás un arroyo o una corriente. Sin embargo, la realidad era que ahora no tenían un puerto seguro, y la búsqueda de agua tendría que esperar, ya que la caída de la noche amenazaba con traer consigo otros peligros. Con mirada aguda y determinación en cada paso, Anfidamante guió a Alcides hacia una pequeña gruta que había divisado en la distancia. Sería su refugio temporal en esa noche incierta. La entrada de la gruta era estrecha pero lo suficientemente grande como para acomodarlos. El viejo guerrero ayudó a Alcides a acomodarse en un rincón, asegurando que estuviera resguardado y protegido del viento y la oscuridad. Mientras la noche caía y las sombras se alargaban, los roncos rugidos de leones comenzaron a resonar en el aire, envolviéndolos en una atmósfera de tensión. Anfidamante se mantuvo alerta, sus oídos entrenados captando cada sonido que emergía de la oscuridad. Los rugidos eran una advertencia, un recordatorio de que, en ese mundo salvaje, ellos eran meros visitantes y debían respetar las reglas de la naturaleza.

    La gruta se convirtió en su refugio, un oasis momentáneo de seguridad en medio de la incertidumbre. Anfidamante sabía que el desafío apenas comenzaba y que el camino por delante sería arduo y peligroso. A su lado, Alcides observaba con ojos inquisitivos y un corazón valiente, dispuesto a enfrentar cualquier obstáculo que se cruzara en su camino. En esa gruta, en la oscuridad de la noche y rodeados por los rugidos de las bestias, la relación entre mentor y aprendiz se fortalecería aún más, preparándolos para lo que estaba por venir. Al día siguiente, continuaron su camino a través de la aldea, observando los restos de la empalizada rudimentaria que habían construido. La madera estaba rota en varios puntos, y las profundas huellas de garras se hundían en el material. Aunque el interior de la aldea parecía desolado y vacío, pronto se encontrarían con una figura inesperada. Un macho joven, cuya melena apenas comenzaba a transformarse en un resplandeciente tono dorado, se alzaba en su camino. Anfidamante sabía que debían ser cautelosos y atacar en los puntos donde el pelaje aún no había tomado el inusual tono metálico. Justo cuando Anfidamante intentaba advertir a Alcides que se mantuviera quieto, un parpadeo fugaz lo distrajo por un instante. En el siguiente aliento, presenció sorprendido cómo Alcides se lanzaba al ataque. Un puñetazo poderoso conectó de lleno con el cráneo del joven monstruo, haciendo que este retrocediera con violencia mientras agitaba su cabeza en confusión. Alcides fue arrojado a los pies del soldado, quien reaccionó de inmediato. Con su arco en mano y rápidos movimientos, Anfidamante se preparó para enfrentar la amenaza. Aprovechando la aturdimiento del monstruo, disparó un dardo preciso. La flecha encontró su objetivo, penetrando las costillas del joven monstruo. Aunque no fue lo suficientemente profunda como para alcanzar un órgano vital, logró infligir daño suficiente para que el monstruo aullara y se retirara apresuradamente hacia la espesura del bosque. Anfidamante dejó escapar un suspiro aliviado, observando cómo la bestia se alejaba. Con el corazón latiendo aceleradamente y el sudor en su frente, se sentó en el suelo, jactándose con un tono cansado que ya estaba "demasiado viejo para estas situaciones". Alcides, con su aliento agitado pero su mirada determinada, se acercó a Anfidamante. A pesar del peligro enfrentado, la chispa de coraje ardía en sus ojos. En ese momento, entre la aldea abandonada y la densidad del bosque, su vínculo se fortaleció aún más, sellando la unión entre el veterano guerrero y el joven príncipe que estaba comenzando a forjar su propio camino en el mundo peligroso que los rodeaba.

    Avanzaron en su trayecto, con cada nueva búsqueda de una fuente de agua fresca resultando en el mismo desolador panorama: las antinaturales granadas enredadas en crecimiento secante. Aunque las cantimploras de agua fresca que llevaban con ellos calmaban su sed, la necesidad de hallar una fuente de agua fresca y abundante persistía, ya que inexplicablemente parecía actuar como un repelente para los leones dorados. La urgencia por encontrar un lugar de descanso aumentaba a medida que seguían adelante. Anfidamante había perfeccionado la estrategia de trayectos cortos de agua a agua en sus viajes anteriores por la zona, como una forma de evitar los peligrosos encuentros con los leones dorados. Mientras tanto, Alcides permanecía enfocado en repetir las rimas que su mentor le enseñaba, inmerso en su práctica. Aunque para él se trataba de un simple paseo, Anfidamante sabía que estaban avanzando más de lo necesario en el maldito bosque. En silencio, Anfidamante reflexionaba sobre el reciente encuentro con el joven león dorado. Reconocía que era la primera vez que se encontraba tan cerca de una de estas temibles bestias en toda su vida. Sin embargo, mantenía estos pensamientos para sí mismo, ya que su principal preocupación era la protección de su príncipe y el cumplimiento de su encomienda. La percepción de los peligros ocultos del bosque solo reforzaba su determinación en llevar a Alcides a salvo, incluso si eso significaba ocultar algunas de sus propias inquietudes.

    En medio de su travesía, Anfidamante no pudo evitar soltar una ligera ironía. "Parece que deberíamos hacer un sacrificio a Hera en el próximo pueblo que encontremos", comentó con un tono sarcástico. Alcides, aunque enfocado en su práctica de rimas, alzó la mirada con curiosidad. La curiosidad parpadeó en los ojos de Alcides, y Anfidamante captó su interés implícito. Con un suspiro, el veterano guerrero decidió tomar un momento para desentrañar los misterios de la deidad que era Hera. "Hera, mi príncipe, es la reina de los dioses ", comenzó a explicar con voz serena mientras caminaban a paso constante. "Ella es la protectora del matrimonio y la familia, y su influencia abarca el poder y la autoridad en el mundo divino." Alcides asimiló la información con atención, su ceño fruncido denotando concentración mientras escuchaba. Anfidamante continuó describiendo cómo Hera estaba involucrada en numerosos mitos y leyendas, y cómo su papel en el destino de héroes y dioses a menudo era crucial. "Sus acciones y decisiones pueden desencadenar eventos de gran trascendencia en nuestro mundo, moldeando la realidad a través de sus intervenciones." La expresión ingenua en los ojos de Alcides no pasó desapercibida para Anfidamante mientras compartía las palabras sobre Hera y su significado. El joven príncipe pareció reflexionar en silencio durante un instante, como si las piezas de un enigma estuvieran encajando en su mente. "Entonces, Hera sería como una madre para todos nosotros, ¿verdad?", pronunció con más fluidez, aunque aún con la leve tartamudez que acompañaba sus palabras. "Ella cuidaría de nosotros como cuida de sus hijos." Anfidamante asintió con una sonrisa cálida ante la comprensión de Alcides. "Exacto, mi príncipe. La figura materna de Hera se extiende a su protección y cuidado sobre todos sus devotos, velando por su bienestar y su destino." Sin embargo, la sorpresa se apoderó del anciano soldado cuando Alcides continuó, su voz luchando contra la tartamudez, pero con una determinación que no podía pasar desapercibida. "Entonces, si queremos que Hera proteja a nuestra madre y a todos nosotros, deberíamos hacer un gran sacrificio", afirmó, su mirada buscando el apoyo de Anfidamante. La sorpresa que invadió al veterano guerrero no pasó desapercibida. Alcides había avanzado en su fluidez y expresión más rápido de lo que Anfidamante había imaginado. La pregunta que surgió en su mente fue inevitable: ¿por qué no habían buscado tutores o maestros para ayudar al príncipe a superar su tartamudez antes? El soldado asintió lentamente, impresionado por el progreso del joven y cómo estaba aplicando su comprensión de los dioses en su situación actual.

    "Has llegado a una conclusión muy astuta, mi príncipe", respondió Anfidamante, su voz resonando con orgullo por el crecimiento de Alcides. "Siendo sincero, estoy asombrado por tu entendimiento y tu avance en tan poco tiempo. Es una verdad profunda que deberíamos considerar." No obstante, el soldado se encontró incapaz de evitar desviar la conversación hacia el enigma que los rodeaba. "Pero aquí, en nuestro viaje, estas granadas", dijo con un gesto hacia los árboles entrelazados con las antinaturales granadas, "tienen un significado más profundo. Son consideradas plantas sagradas, un vínculo tangible entre Hera y sus devotos." Anfidamante suspiró, su expresión visiblemente perturbada por el giro inexplicable que estaba tomando su travesía. "Por lo general, las granadas se plantan cerca de los templos de Hera como símbolo de protección y bendición divina." La preocupación nublaba sus pensamientos mientras miraba a su alrededor, sus ojos recorriendo las intrincadas enredaderas que rodeaban cada fuente. Era como si la naturaleza misma se hubiera aliado para bloquear su camino y dificultar su avance. Anfidamante frunció el ceño, sintiendo una mezcla de asombro e inquietud por el comportamiento anormal de la vegetación que les rodeaba. "Mi príncipe", dijo con seriedad, volviendo su atención hacia Alcides, "esto es diferente de lo que jamás haya experimentado. Parece que estas granadas están conspirando para obstaculizar nuestro camino. No puedo evitar sentir que algo fuera de lo común está en juego aquí." La mirada de Alcides seguía fija en las ramas entrelazadas, sus ojos reflejando su propia intranquilidad. "Entonces, ¿crees que esto tiene algún propósito, Anfidamante? ¿Que los dioses están intentando decirnos algo?" El soldado no tenía una respuesta clara para eso. Pero mientras observaba las granadas retorciéndose como guardianes obstinados en su camino, una extraña sensación de que estaban siendo observados comenzó a crecer en su mente. "No lo sé, mi príncipe", respondió con sinceridad, "pero estoy seguro de que debemos estar alerta y preparados para cualquier eventualidad. Si los dioses están intentando decirnos algo, debemos escuchar con atención." La mirada de Alcides se tornó pensativa mientras internalizaba la información. A medida que avanzaban, el viento susurraba a través de las hojas de las granadas, y el soldado dejó escapar una breve risa irónica.

    Con cada paso que daban, la incertidumbre sobre su destino se profundizaba, y Anfidamante sabía que debían mantenerse alerta y vigilantes en medio de este enigma que rodeaba su viaje. Cada vez que el viento susurraba entre las hojas o una rama crujía bajo sus pies, un escalofrío recorría su espina dorsal. Aunque la belleza del bosque era innegable, estaba teñida por la sensación de que algo inusual estaba ocurriendo, algo que iba más allá de la comprensión humana. El nerviosismo se acrecentaría en el anciano a medida que avanzaban, su intuición le advertía que estaban siendo observados, que algo más grande y amenazante los rondaba. Anfidamante mantenía su mano cerca de su arco y sus ojos escudriñaban los alrededores, buscando cualquier signo de peligro. Era consciente de que un macho más adulto los había estado acechando por horas, su melena ya resplandecía como el bronce bruñido de una falange de guerreros. A medida que avanzaban, el macho se perfilaba más claramente en su mente, sus instintos de soldado le advertían sobre la transformación que había sufrido: su piel de león, antes tan imponente, ahora estaba completamente cambiada por la piel metálica. La incógnita de cómo enfrentar a esta bestia se convertía en una preocupación constante. Sabía que ni sus flechas ni su espada podrían penetrar en la piel metálica que la cubría, lo que complicaba aún más la situación. Mientras Alcides avanzaba, Anfidamante mantenía su único ojo en el joven príncipe, consciente de su papel como protector y guía en este peligroso viaje.


    Entonces, en medio de la creciente tensión, Anfidamante susurró en voz baja, como si hablara consigo mismo, "Si tan solo tuviéramos un escorpión..." Las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera contenerlas, y Alcides, intrigado, preguntó qué era un escorpión. El viejo guerrero miró al joven príncipe y decidió que era el momento de compartir un conocimiento crucial. Sentados en un pequeño claro, Anfidamante miró pensativamente el horizonte antes de hablar, "Si tan solo tuviéramos un escorpión..." Sus palabras escaparon en un murmullo, lo suficientemente audible para que Alcides las escuchara. El joven príncipe, con una mirada curiosa, lo instó a continuar. Anfidamante sonrió ante la oportunidad de compartir un conocimiento que rara vez se discutía. "Alcides, un escorpión no es el insecto que te imaginas. Es un arma singular, diseñada por los hombres más sabios de nuestra época. Imagina un arco, pero de mayor tamaño y con una fuerza formidable. Sin embargo, lo que lo hace excepcional son las flechas que dispara, están hechas de maderas resistentes, con puntas reforzadas con cuerdas trenzadas y materiales más duros que el bronce. Es esa combinación de diseño y materiales lo que les da el poder de penetrar la piel más densa." Anfidamante hablaba con una mezcla de nostalgia y admiración por estas invenciones.

    Anfidamante compartí un poco de pan con el príncipe mientras continuaba su relato, "Los escorpiones, mi joven príncipe, son armas notables. Permiten a los defensores enfrentar las amenazas de las bestias como los leones dorados. Son utilizados en la protección de las ciudades, y su impacto es de vital importancia para nuestra supervivencia.” Alcides asintió, capturado por el relato. "¿Pueden matar leones dorados?" Asintiendo, Anfidamante continuó, "Exactamente. Atenea, la diosa de la sabiduría, inspiró a un sabio a crear estas armas. Las puntas de las flechas son auténticas maravillas de la ingeniería. Seleccionan maderas resistentes y flexibles para construirlas, luego trenzan cuerdas que proporcionaban la fuerza necesaria. Pero la clave estaba en las puntas, cuidadosamente forjadas para penetrar las defensas más duras de las criaturas, como los leones dorados o los muros de otras ciudades." El rostro de Anfidamante mostraba una mezcla de asombro y gratitud mientras compartía esta historia. "Es difícil imaginar la magnitud de la lucha contra estas bestias. Las invenciones como los escorpiones, alimentadas por la visión de Atenea, nos brindaron una forma de enfrentar y defender nuestro mundo contra lo que parecían amenazas insuperables." Alcides escuchaba con atención, asimilando la información con un destello de comprensión en sus ojos. Pasaron la noche encaramados en las altas ramas de un robusto árbol, sus cuerpos en tensión sobre las ramas más delgadas mientras el cielo oscuro estaba lleno de estrellas. El imponente macho de los leones dorados, al no encontrar una presa fácil, finalmente cedió en su acecho y se retiró, quizás en busca de una oportunidad más propicia. Con la llegada del amanecer, Anfidamante y Alcides continuaron su camino, sintiendo un ligero alivio al dejar atrás la presencia del feroz depredador.

    La siguiente mañana los encontró llegando a las puertas de la pequeña ciudad fortificada de Nemea. Las murallas de piedra se alzaban en torno a la ciudad, una defensa sólida contra las amenazas que acechaban en los bosques circundantes. Torres de vigilancia se erguían en puntos estratégicos, y el aire estaba impregnado del aroma de incienso que se elevaba desde los altares dispersos por las calles empedradas. En la entrada principal de la ciudad, una estatua imponente de un león dorado se alzaba como símbolo de protección y advertencia. Los habitantes de Nemea vivían bajo la sombra constante de los leones dorados, cuyos rugidos resonaban en los límites del bosque. Motivados por su temor y respeto a estas bestias míticas, sus creencias religiosas se centraban en honrar a los dioses para obtener su protección. En los templos dedicados a Hera y a Atenea, realizaban rituales y ofrendas para aplacar la ira de los dioses y evitar que los leones dorados descendieran sobre la ciudad. La necesidad de fortificaciones y de prácticas religiosas reflejaba la constante amenaza que estas criaturas imponían sobre la vida cotidiana de los habitantes de Nemea. Nemea se alzaba como un importante punto en la ruta comercial que conectaba Corinto y Micenas, dos grandes ciudades con un intercambio constante de bienes y cultura. La ciudad habría sido aún más grande y próspera si no fuera por su peculiar geografía. A pesar de su riqueza, Nemea estaba atravesada por varios ríos pequeños que fluían en todas direcciones, dando lugar a una serie de puentes y caminos que cruzaban los cursos de agua. Esta red de ríos, tanto naturales como creados artificialmente, tenía un propósito estratégico. Las corrientes servían como límites naturales y como defensa, creando claros en el bosque y manteniendo a raya a los temibles leones dorados, criaturas míticas que a menudo asolaban las regiones circundantes. Sin embargo, un león en particular, conocido como "El Grande", desafiaba estas barreras y cruzaba los ríos para atacar Nemea en intervalos de diez o veinte años. Este majestuoso pero aterrador depredador era considerado la gran sombra que acechaba sobre la ciudad y su gente. Este León de Nemea era tanto una fuente de temor como un recordatorio de la resistencia de la ciudad. Aunque su presencia era amenazante, su infrecuente aparición permitía a Nemea florecer en los intervalos entre sus ataques. Durante generaciones, los habitantes habían tejido leyendas en torno a esta criatura, y los mitos y cuentos pasaban de padres a hijos. En los últimos 25 años, no se había avistado al León de Nemea, lo que creó un sentimiento de relativa tranquilidad en la ciudad.

    A pesar de los desafíos que presentaban los ríos y la amenaza ocasional del León de Nemea, la ciudad se mantenía como un nodo crucial en la ruta comercial entre Corinto y Micenas. La población se enorgullecía de su capacidad para sobrevivir y prosperar en un entorno tan desafiante, y los vínculos comerciales y culturales que forjaban con otras ciudades enriquecían la vida en Nemea y la convertían en un centro vibrante de intercambio y actividad. En ese momento, Alcides interrumpió sus rimas con una pregunta curiosa. "¿Dónde ahora?" inquirió, mirando al interior de la ciudad. "Mi príncipe, iremos a una xenodoquia", respondió el soldado con una sonrisa. "Un lugar donde los viajeros pueden descansar en camas suaves y disfrutar de un poco de vino civilizado. Así que esta noche podremos descansar adecuadamente y mañana haremos sacrificios a Hera. Al día siguiente, continuaremos nuestro camino." La palabra "xenodoquia" era nueva para Alcides, y su tartamudez se hizo más evidente al intentar pronunciarla. "¿Xenodoquia tener nombre aquí?" preguntó el príncipe, luchando con la palabra. El anciano soldado sonrió, reconociendo la dificultad del término. "El león sonriente", respondió con una pizca de ironía en su voz. La referencia al león en su historia personal le hizo morderse la lengua en un gesto involuntario para evitar reír. Sin embargo, rápidamente recuperó su compostura y continuó. "El lugar fue fundado por un antiguo capitán mío, conocido por su humor negro y sus extravagancias. El dueño actual su hijo, así que puedes estar seguro de que la hospitalidad y la comida estarán garantizadas."
     
  5.  
    Durazno

    Durazno Vagando por ahí

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    Hice mi tesis de lic. en Literatura sobre Heracles en la poesía pindárica y debo de decir que este fic es producto de la ñoñez típica de un orate de la mitología griega.

    Me encanta.
     
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