Historia larga Moon Sons Reborn

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por Hada Negra, 30 Marzo 2020.

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    Hada Negra

    Hada Negra Faith das Schwarze Fee

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    Moon Sons Reborn
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    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
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    Acción/Épica
    Total de capítulos:
    6
     
    Palabras:
    472
    ¿Cuánta sangre debería derramarse para conseguir el respeto?
    ¿Qué tanto se debe tolerar antes de alzar la voz?
    Cuando una manada de asesinos feroces y despiadados han pisoteado tu tranquilidad, tu dignidad y tus sueños junto con los de toda la gente que amas, llegas al punto de la locura, de la rabia y la sed de venganza. Ansías tomar el control en tus manos y tener el poder para hacer justicia a cada ser humillado bajo la bota del maldito aquel que se cree superior; porque él cree que puede tomar a las mujeres y niñas y abusar de ellas, cree que puede asesinar a los hombres y niños solo por el color de su piel y la herencia de su sangre. Cree que tomará nuestros hogares, nuestras cosechas, nuestras tierras y nuestros ríos, y saldrá impune.

    Por siglos, los líderes de mi pueblo han preferido bajar la cabeza y arrodillarse ante estas basuras indignas con tal de preservar una paz que solo existe en nuestros sueños más hermosos. Mi padre fue uno de esos débiles doblegados. El más querido por el pueblo, sin duda, gracias al avance que consiguió en su relación con el rey de esos nefastos.
    Es verdad que fue un diplomático pese a la falta de guía. No tuvo un tutor ni un ejemplo a seguir, solo sus ganas de ver a su pueblo crecer y vivir feliz. Era un hombre de buen corazón e intenciones puras, con planes a futuro y buenas ideas, pero las intenciones no salvan vidas. Se necesita más que eso para proteger a los inocentes y defender su dignidad. No siempre puede vivirse a la sombra de otros. No siempre vamos a estar a voluntad y beneplácito de esos desgraciados.

    Amé a mi padre, no voy a negarlo. El siempre querido y recordado Addaí el Grande,
    sucumbió de manera misteriosa luego de días de agonía. Fue uno de los selenitas más longevos y de los últimos de sangre pura de mi pueblo, pero su tiempo expiró.
    Me vi puesto, a muy temprana edad, frente al pobre trono de quien fuera coronado como el primer rey en la historia de Selenia, pero mi ira y mi deseo de despertar al pueblo fueron más grandes que mi luto.
    Mi historia no será la de un héroe. Jamás planeé ser uno.
    Dicen por ahí que todos somos villanos en boca de alguien más, y creo que me sienta mejor ese papel. Mi juramento fue firmado con sangre la noche que me coroné ante la mirada de mi gente y con la aprobación de nuestra diosa. Y voy a cumplirlo aunque me lleve la vida en ello.

    Mi pueblo se levanta, mi pueblo tiene fe en mí. Y yo tengo fe en mi diosa.

    Este es el renacer de los Hijos de la Luna.
     
    Última edición: 25 Noviembre 2022
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    Hada Negra

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    ¡Hola, gente! Mis disculpas por esta larga y horrible ausencia . Estoy comenzando a resubir esta novela, ya que noté varias inconcistencias y huecos argumentales. La idea es que la historia quede enriquecida y sea más disfrutable. Ojalá que les guste. ¡Saludos!
     
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    Nyxbel

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    Buenas noches Hada Oscura, me pareció una excelente historia a la que darle una oportunidad.
    Pienso en los Khajitas de Skyrim cuando describes a la tribu, si piensas continuar escribiendo, me suscribo para estar al tanto.
     
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  4. Threadmarks: Moon Sons Reborn
     
    Hada Negra

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    ¡Claro que sí! Te agradezco mucho por leer mi fic <3 <3 <3
     
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    Hola. Han pasado más de 2 años desde la última vez que leí esta historia en su primera versión. Recuerdo que me gustaba mucho, aunque ya no me acuerdo demasiado del contenido de la misma y de los personajes.

    Para no ir spoileando la historia a aquellos que no han leído la versión anterior, me quedaré callado sobre las diferencias entre esta y la antigua versión, sobre todo porque esa versión ya no se encuentra disponible en el foro para que pueda ser leída. Así que, respecto a eso, seré silencioso como una tumba.

    Me acordé bastante sobre varios personajes al momento de leer sus nombres: Hervé, su hijo arrogante y cruel, Addaí, Arubino... Estoy seguro que a medida que vaya leyendo capítulos futuros iré recordando más cosas. Al momento de leer sobre el contexto, también recordé más sobre los selenitas y los cristenitas. Creo que los conflictos y todo lo demás que se vieron en la versión original son iguales.

    Algo que no recuerdo de nada es la inclusión de Sadeh, el ángel caído, aunque sea solo parte de la leyenda. Si no recuerdo mal, la anterior solamente mostraba a Selene como la diosa de la tribu. O tal vez, era un detalle tan pequeño que se me olvidó.

    En fin, si no habrá cambios muy importantes, creo que ya sé de qué tratarán los siguientes 3 capítulos. Pero quizá me sorprenda.

    Por cierto, el foro cuenta con la opción de poner un índice a cada capítulo.

    [​IMG]

    Solo le haces click al botón que dice "índice" y luego le colocas el título que quieras. A medida que vayas publicando y agregando capítulos al índice, el foro irá creando una lista para ir de un capítulo a otro. Sería recomendable, sobre todo para historias largas.

    Una cosa más, para no ir cargando este tema de mensajes, no respondas comentario por comentario a medida que vayan surgiendo. Cuando vayas a publicar un capítulo nuevo, antes del título, incluye las respuestas que quieras a los lectores. Puedes hacerlo con un contenido oculto si quieres.

    Vas a la barra de navegación del cuadro de texto, seleccionas "Insertar..." y luego eliges la opción de contenido oculto. Así no irás cargando este tema de mensajes que sean solo una respuesta a un comentario.

    Saludos, y espero ver más de esta historia en el futuro.
     
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  6. Threadmarks: Capítulo I
     
    Hada Negra

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    ¡Hola! Buenas noches a todos. Antes que nada, les agradezco por estar pendientes de las actualizaciones. Mi idea es hacerlo una vez por semana; sin embargo, me pareció conveniente que, por esta ocasión, sean dos actualizaciones dentro de la misma semana. ¿Por qué? Pues porque he logrado avanzar lo suficiente en el manuscrito como para saber que no los dejaré en pausa otros dos años (perdón ;-;), y porque deseo que entren un poco más a este mundo que estoy creando. Espero lo disfruten y comenten lo que les ha parecido. Los dejo con esto, que es el primer capítulo. ¡Gracias a todos!




    Capítulo I


    Era una fría mañana, de densa niebla y silencio sepulcral. Los rayos del sol apenas iluminaban el cielo. Avanzaban cinco carros, abandonando la espesura del bosque, al pie de la montaña, cargados con mercancía variada; desde delicioso queso oreado, hasta finas piezas de orfebrería. Arreaban, también, un pequeño grupo de doce cabrillas. Quince hombres escoltaban aquella caravana, todos pertenecientes al mismo pequeño reino que, más que un reino, era un pueblo.

    De pieles diferentes, aunque del mismo clan; altos, más que el hombre promedio. Esbeltos, de rostro alargado y mirada triste y profunda. Llevaban gruesas capas con capucha, cubrían sus cabezas sin excepción. No sólo era por el frío, sino por la existencia de una absurda ley que les obligaba a ello.

    Entre las altas figuras, destacaba un pequeño monigote. Sus diminutos pies se hundían en la nieve al dar el paso, le era difícil caminar a la par de los demás. A su lado, lentamente, avanzaba un hombre joven, de ropaje blanco. Se notaba que llevaba una larga melena platinada. Poseía, además, una piel inconfundible, pues esta se salpicaba de blanco y marrón, como si los dioses no se hubieran puesto de acuerdo de qué tono darle a su color. Además, sus ojos también eran extraños, pues tenía uno verde y otro gris. Aquello lo volvía verdaderamente enigmático. Era un buen tipo, ostentaba el título de sacerdote dentro del pueblo del que procedían, y además hacía las veces de consejero del rey y mentor del príncipe.

    El niño, molesto por no poder avanzar rápido, hizo la capucha hacia atrás, con desesperación. El joven mentor se aproximó a él y reacomodó la prenda. El niño lo miró, con gesto de berrinche.

    — Mi príncipe, debe llevar la cabeza cubierta. — explicó con cariño.

    — Pero... me estorba...

    — Lo sé, sin embargo, debemos apegarnos a la ley. No lo olvide, mi pequeño señor: cuando lleguemos al pueblo, no debe destapar su cabeza. Podríamos meternos en problemas.

    — Está bien, Athalwolf. — Refunfuñó, sin más opción.

    El sacerdote le dio un par de palmadas en la espalda y lo animó a continuar. No pasó mucho para que las primeras casas se distinguieran en la distancia, arribando a su destino. Se trataba de un pueblo mucho más grande que Selenia, el lugar de donde provenían los viajeros. Era la primera vez que el pequeño visitaba tal lugar, su padre debía acudir a una reunión especial y no podía cuidarlo. Además, el niño había suplicado mucho por ir con su mentor, que era como su segundo padre.

    Casas hermosas, de dos pisos y de madera, se erigían en aquel bello poblado. Había una plaza central enorme, donde los comerciantes exhibían sus mercancías y pregonaban, alegremente, todo aquello que vendían. Qué tan grande y vasto sería, si hasta tenían un lugar en donde compraban carne en abundancia. Los selenitas, en cambio, rara vez comían carne, pese a tener cría de cabras. Preferían aprovechar la leche y luego vender las cabras viejas, les resultaba más provechoso que engordar ganado sólo para vender la carne.

    Prendido de las ropas de su mentor, miraba boquiabierto toda la vida que resplandecía en el pueblo. Vio, entonces, a un grupo de niños persiguiéndose. Parecían divertirse tanto, que incluso contagiaron una risilla al pequeño selenita.

    — Quédate aquí, mi príncipe. — Ordenó Athalwolf, dirigiéndose a una de las tiendas y haciendo una seña con la mano a sus hombres, indicando que comenzaran a descargar los carros. Iría a negociar la venta. El pequeño, viendo que nadie le ponía atención, se escurrió de puntitas hasta donde un niño, mayor que él por un par de años, se ocultaba.

    — Hola, ¿qué haces? — miró con inocencia al chiquillo.

    — ¡Shh! — hizo una seña para pedirle silencio. Tiró de su brazo y lo ocultó a su lado. — no hagas ruido, nos verán...

    — ¿Quiénes?

    El muchachillo no respondió. Hacía lo posible por extinguir una risotada que podía estallar en cualquier momento, se asomaba con cuidado por el filo de la pared de la casa que les ocultaba. Al comprobar que no había peligro, tomó al príncipe de la mano y lo llevó con él, corriendo a toda velocidad.

    En Selenia, el joven príncipe no acostumbraba jugar con más niños, tan solo permanecía en la torre, rodeado de libros y letras aburridas, colmado de instrucciones de su mentor. Aunque tenía apenas cinco años, su padre ya lo cargaba de deberes y obligaciones. Pasaba los días de su vida hablándole de lo especial que era, y de cómo lo había colmado de bendiciones a él y a su pueblo. Él, que resultaba hijo de una joven de sangre igual o más pura que la de su padre, había retomado los míticos rasgos de los, antes llamados, hijos de la luna. Su piel era pálida, casi transparente, podían verse bien las venas surcando su cuerpo. Los capilares de su rostro le daban un tono rojizo hermoso en las mejillas. Sus ojos, grises y profundos, habían nacido rojos, en realidad. Característica que se corrigió al pasar de los años. Sus orejas eran alargadas y puntiagudas, y su cabellera era platinada y abundante. Se decía, o así lo contaba la leyenda, que los primeros hijos e Selene eran como gigantes y que poseían fuerza titánica. No obstante, el niño no parecía muy grande. Era, de hecho, más bajito que el promedio.

    Salieron otros niños de cada rincón de la ciudadela, persiguiéndolo a él y a su nuevo amiguito. Deseaba quitarse la capucha, pero recordaba las palabras de Athalwolf.

    Un muchacho, el mayor del grupo, salió de la nada con gran impulso y empujó, sin misericordia, al pequeño selenita, lanzándolo por los aires como si fuera un muñeco de trapo. En pleno vuelo, la capucha se desacomodó, dejando su cabeza al descubierto.

    — ¡Ren, no tan fuerte! — Reclamaron algunos niños, yendo a ayudar al más chico de todos. — ¡Pongan atención, de eso se trata! — Ren era un mastodonte, para su edad. Tenía doce años, pero poseía unos brazos muy bien entonados y le gustaba llevarse pesado con los más pequeños.

    Una niña, de larga cabellera roja, se abrió paso entre el tumulto y tendió la mano al príncipe, que no terminaba de comprender lo ocurrido.

    — ¿Estás bien? ¿Te hizo daño?

    — No...

    Los rasgos del selenita fueron evidentes, el rostro de Ren cambió con rapidez de expresión, llenándose de un profundo odio.

    — ¡Aléjate de esa cosa, Saeth! — vociferó al tiempo que dio grandes zancadas para llegar hasta ellos. El resto de niños se abrió paso, consternados todos ellos. Presintiendo el peligro e intención del mayor, la niña se interpuso entre él y el pequeño forastero. — ¿Qué pasa? — ¿Acaso no lo ves? Es un maldito selenita, hijo del demonio...

    Saeth volvió la mirada al niño, mas su reacción no fue de repudio al constatar la raza del pequeño. Dedicó una sonrisa amable, queriendo conferirle seguridad y confianza al chiquillo.

    — No ha hecho nada malo, Ren. Que se vaya y ya, no hay por qué molestarlo... — ¡Conoces la ley, respecto a esos monstruos!

    — Fuiste tú quien le descubrió la cabeza.

    — Pero no quien le permitió meterse entre nosotros. Esta rata de montaña no conoce su lugar... — Quiso rodear a Saeth, pero ella no lo permitió. Alzó los brazos, dispuesta a proteger al pobre niño.

    — Métete con alguien de tu tamaño, Ren.

    — A tu hermano no le gustará saber que incubres a este demonio.

    — No, a mi hermano no le gustará saber que te permití herir a un niño.

    Ren, molesto por la intromisión, empujó a Saeth a un lado, dejándose ir de inmediato sobre el selenita. El resto de niños animó al mayor, les parecía divertido que aleccionara al infante. Saeth, al no poder separarlos, salió corriendo a toda velocidad rumbo a la plaza.

    Mientras tanto, Athalwolf terminaba de cerrar tratos con el comprador. Recibía algunas bolsas de plata, constatando el peso de las mismas. Cada vez les daban menos dinero por su producto, era innegable, pero no podía reclamar. Miró, con desánimo, la estafa. Había otro negociante en el lugar, un muchacho de escasos trece años. Su estatura le ayudaba a aparentar más edad, pero su rostro terminaba por delatarlo. Debía ser un muchacho importante, pues vestía ropas finas, capa de piel de lobo y botas de la más fina piel. Lo miró por el rabillo del ojo, con recelo. Aquel muchacho había entregado mucha menos mercancía y recibía, en cambio, más dinero que él. Hizo una mueca, levantando una ceja con absoluta resignación. El hombrecillo del establecimiento lo estaba robando y no podía reclamar, siquiera.

    En ese momento, entrón Saeth con una helada ráfaga tras de sí, yendo directo a encontrar el muchacho.

    — ¡Rey! ¡Rey! ¡Ayúdame! — suplicó casi desfallecida por la carrera.

    — ¿Qué pasa?

    — ¡Ren va a golpear a ese niño!

    De pronto, Athalwolf cayó en cuenta de que no había visto al príncipe desde hacía rato y salió, espantado, detrás de los hermanos, sólo para constatar que su niño no estaba.

    — ¡Ren, suéltalo! — Se abalanzó Rey sobre el bravucón, tomándolo por los hombros y arrancándolo de sobre el indefenso niño, que no hacía otra cosa que cubrirse la cabeza.

    — ¡Rey, ese engendro...!

    — ¡Cierra la boca! — exigió Rey, enojado. — ¿Eres idiota? ¡No es más que un niño! ¡¿Qué mierda tienes en la cabeza?!

    La discusión continuaba mientras Saeth se dirigía al pobre agredido. Le ayudó a reincorporarse y buscó su mirada. Los ojos verdes de la niña hicieron contacto con los ojos grises del selenita, que hizo todo por evitar el llanto. Aún así, un puchero torcía los infantiles labios, luciendo reventados cerca a la comisura izquierda del inocente.

    — Déjame ver eso — Limpió con una suave caricia la sangre de su rostro. — Tranquilo, ya

    pasó...

    — ¡¡Arubino!! — Irrumpió Athalwolf, asustado al encontrar tal escena. Corrió hasta el príncipe y lo levantó en brazos, separándolo tajantemente de Saeth. Estrechó la pequeña cabeza contra su pecho y retrocedió un par de pasos, queriendo contener el profundo enojo que sentía.

    — Señor, lamento mucho... — pretendió disculparse Rey, pero Athalwolf retrocedió más y desvió la mirada, pues era causa de castigo el que un selenita mirase mal a un cristenita.

    — No, me disculpo yo... — se obligó a responder, con profunda amargura. — Perdón por la imprudencia de mi hijo. No volverá a repetirse. — dio la media vuelta y regresó donde la caravana. Hizo un movimiento de mano y ordenó el regreso, adelantándose por mucho a la caminata. Tuvo que mentir, no podía dejar que supieran la identidad del pequeño, pues la ofensa podía considerarse aún mayor y terminar de muy mal modo para su gente.

    Iracundo, no hizo esperar los regaños y reprimendas contra el niño, a lo largo del camino. Sermones y rapapolvos sin piedad alguna, quería que Arubino comprendiera la magnitud de su irresponsabilidad y la estupidez de sus acciones. Las lágrimas, venidas de un corazón inocente e inmaduro, brotaron como agua clara de un manantial, y rodaron sobre las mejillas del príncipe. Sus labios, aun hinchados y rojizos, rompieron en una mueca de profundo dolor. Detuvo su andar, no quería que Athalwolf lo viera llorar.

    Al percatarse, el sacerdote miró atrás y comprendió la verdad. Veía a un niño que apenas comenzaba a vivir, creciendo con más responsabilidades de las que debería, en un mundo cruel e injusto. Suficiente carga tenía ya, como para seguir acosándolo con tanto reproche. Volvió sobre sus pasos y se arrodilló frente al niño, secando las lagrimillas con cariño.

    — Arubino, debes aprender el orden de las cosas. Sé que es difícil, pero tienes que entenderlo. ¿Qué dirá tu padre cuando te vea?

    Ahogado en sentimiento, el niño luchaba por secar el mar de lágrimas con los dorsos de las diminutas manos. Pobre Arubino, era demasiado para un niño de sólo cinco años. Athalwolf lo abrazó, sin decir más, y lo estrechó fuertemente. Sentía ira, impotencia y mucho dolor. Temía que hubiera represalia de los cristenitas, y no había podido hacer nada más que mentir.

    — Tranquilo, mi niño. Tranquilo. Estoy aquí para protegerte. — Besó la mejilla del príncipe, cobijándolo luego con su cuerpo. Un suspiro salió de lo más profundo de Arubino, que aferró sus pequeñas manitas a las ropas de su mentor. — Vamos ya, todavía nos resta mucho camino por delante.

    Avanzaron un par de horas más, subiendo la montaña e internándose nuevamente al bosque. Al llegar a Selenia, Arubino miró con atención y comparó la estampa con la del pueblo cristenita. Selenia era hermosa, sí. Pero muy precaria. Las casas eran pobres y generacionales, hechas de adobe y con tejados sencillos. Frías, húmedas, rebosantes de carencia. Más adentro, al centro del pueblo, se hallaba la reja que marcaba el paso a la torre del homenaje. El castillo selenita no era como el que, contaban aquellos pocos que lo habían visto, poseía Cristenio. Juraban que las torres rasgaban los cielos, y que el puente era tan largo que podían llevarse medio día cruzándolo, a caballo. Decían que la fosa albergaba criaturas monstruosas, y que un dragón vigilaba la entrada con gran recelo. El castillo selenita, en cambio, era un grupo de casas pegadas, una tras la otra. El rey cristenita les tenía tajantemente prohibido amurallarse, por seo es que sólo tenían colocada una reja.

    Todo era injusto, muy injusto, y eso era algo que jamás antes había notado. Descubrió, de repente, miradas tristes y apagadas en los rostros de la gente que a diario veía. Se dio cuenta de que las risas sólo eran una farsa, y de que la gente se sentía temerosa y miserable. Supo que era afortunado por tener dos comidas calientes al día, pues su pueblo no tenía esa suerte. Las mujeres se llenaban de hijos que, la gran mayoría de veces, ni siquiera eran de sus maridos, pues era muy frecuente que los soldados de Hervé las tomaran por la fuerza. Arubino era demasiado niño para dar cuenta, y aún así supo que algo no andaba bien. Que a cada visita de los cristenitas hubiera una nueva camada de selenitas... Eso no podía ser coincidencia.

    Athalwolf lo llevó hasta su habitación, que estaba llena de libros y extraños artilugios. Mantenía algunas plantas dentro de frascos, flotando en líquidos de diversos colores. Buscó, entre todos ellos, un frasco en especial. Tomó un pedazo de lino limpio y lo sumergió en aquel líquido, de aroma etílico.

    — Ven acá, déjame limpiar esa herida. — colocó el fomento sobre el hinchado labio, y miró con tristeza la magullada piel de su rostro. Aquello ardía, y mucho. — Esto te desinflamará y te ayudará a mitigar el dolor, sujétalo con firmeza. — Estiró el brazo sobre un estante de madera, y alcanzó un pomo más pequeño, de contenido blanco y pastoso. Tomó con un par de dedos el ungüento e hizo a un lado la mano del niño, destapando nuevamente el labio. Untó suavemente. Aquello era grasoso, pero olía bien. — Esto te ayudará a cerrar la herida.

    — ¿Cómo sabes tanto, Athalwolf? — Inclinó su cabeza, con curiosidad, y lo miró

    inocentemente, exigiendo una respuesta.

    — He estudiado mucho, mi príncipe.

    — ¿Las palabras? — se refería al silabario, aquel que Athalwolf tanto insistía en hacerle repetir cada día.

    — Sí, las palabras, pero unas más difíciles. — sonrió amablemente. — Son palabras que hablan de plantas, de animales y del cuerpo. De cómo funciona todo.

    — ¿Me enseñarías esas palabras?

    Athalwolf revoloteó la blanca cabellera, con cariño.

    — ¿Para qué quieres saber de plantas y cuerpos, mi pequeño monarca?

    — Para poder ayudar a la gente, así como tu me ayudas a mí cuando me siento mal. — reacomodó los mechones, con un gesto de enfado. Sentía que no lo estaban tomando en serio.

    — Mi niño, tú ayudarás a mucha gente, pero lo harás de otro modo. Tú serás rey, algún día.

    — ¿Y para qué es un rey?

    — Un rey es el que cuida de su pueblo, el que lucha por él cada día. Vela por la justicia y guía a su gente.

    — Yo quiero ser un rey que cure.

    — Primero, aprende a leer y a contar. ¿Te esforzarás? — Arubino dedicó una risa traviesa, arrugando la nariz.

    — Sí, lo haré. Te lo prometo.

    La paliza que había recibido de parte del maloso cristenita sería apenas el umbral de todo lo que vendría después. Comenzó por poner más atención a las injusticias. Se preguntó a sí mismo el por qué. Se suponía que Selenia era un reino independiente, someterse a otro rey era un absurdo. ¿Y su padre? ¿Qué hacía Addaí? En lugar de expulsar a los cristenitas, parecía reverenciarlos. Si algún selenita intentaba defenderse, Addaí le reprendía con severidad.

    Arubino aprendió a leer, se esforzó tanto como pudo para hacerlo rápido. Estaba ávido de conocimiento, estaba necesitado de respuestas. Pronto dejaron de serle suficientes los libros que Athalwolf le daba, y comenzó a colarse en secreto a la biblioteca de su mentor, devorando un libro tras otro. Se sumergió en los libros de botánica y santería, leyó de principio a fin cada escrito sagrado, aquellos que, se suponía, sólo podía tener el sacerdote. Quería comprender el presente de su pueblo, y se topó con una historia de abuso absoluto de parte del reino humano.

    Cierto día, contando ya con ocho años, fue a visitar al sastre del pueblo. Debía recoger un encargo de su padre. Al llegar, le atendió la esposa del mismo, una mujer hermosa y benevolente, de larga trenza platinada y piel rosada. Estaba embarazada de su tercer hijo. El mayor de los hijos tenía diez años. El menor tenía apenas siete. Contentos por tener al príncipe de visita, le invitaron a comer mientras el sastre arreglaba los últimos detalles de un nuevo traje.

    — ¡Mira, príncipe! — Se acercó el más pequeño de los hermanos, alegre e inocente, a mostrarle que había perdido su segundo diente. — Mi diente nuevo viene en camino. — dijo orgulloso, casi a modo de balbuceo.

    — Es verdad — Le sonrió Arubino, cálidamente. Él no tenía hermanos y gustaba de soñar en tener uno, algún día.

    — ¿A ti ya se te cayeron?

    — Sí, algunos. Me han salido nuevos dientes.

    — ¿Cuáles?

    Arubino abrió la boca, dejando ver dos pares de colmillos de gran tamaño. No eran colmillos comunes, ni siquiera en adultos. Llegaban, incluso, a verse raros. Y no sólo era poco común su dimensión, sino que Arubino parecía mudar con más rapidez que el resto de los niños de la aldea.

    — ¡Asombroso! — se maravilló el niño, apoyándose con ambas manos sobre la mesa para alcanzar a ver más. — ¡Mamá! ¡Papá! ¿Tendré colmillos como esos?

    En su mayoría, los selenitas habían perdido sus colmillos. La leyenda describía grandes y desarrollados caninos, pero aquellos pocos que tenían, no los poseían de tal dimensión. Arubino, sin embargo, tenía cuatro, muy bien desarrollados y sanos.

    — Bien, está listo — Anunció el sastre al tiempo que extendió la hermosa prenda. Era de cuello alto, mangas largas, tela suave y fina, ribeteada con hilos de oro y plata. — Espero sea del agrado del rey.

    — Estoy seg... —Un ruido estremecedor interrumpió al príncipe. Asustados, salieron a ver lo que ocurría.

    Algunos selenitas corrían, aterrados. Las mujeres cogían a sus niños en brazos y buscaban asilo en la casa más cercana. Se trataba de soldados cristenitas. Llegaban a caballo, tirando todo lo que se cruzaba a su paso.

    — ¡Ey, monstruos! ¿Dónde está su jefe?

    — El rey no ha llegado... — respondió alguien, temeroso entre la muchedumbre.

    El soldado miró a sus compinches con cara divertida, echándose a reír al unísono.

    — ¿Rey? ¿Llamas a ese bueno para nada, un rey? ¡Ja! ¡No es más que la puta de Hervé! Escucha, aldeano inútil, da a tu líder ese mensaje: Los impuestos han subido. A partir de este fin de mes, deberán pagar un cuarenta por ciento de tributo. Además...

    — ¿Cuarenta? Qué locura... — susurró alguien.

    — ¿Qué han dicho? - bajó de su caballo - ¿Quién lo dijo? Monstruos miserables, no se olviden de su lugar en la cadena. — Vociferó, violentamente. Arubino escuchaba desde el interior de la humilde casa, con enojo ante tales declaraciones. — ¡Deberían estar agradecidos de que no los hemos asesinado a todos! ¡Somos misericordes! ¿Alguien más que quiera decir algo? ¿Alguien más que no esté de acuerdo?

    — Mi... Mi señor... — habló el selenita que recibía el amenazante mensaje. — Mi señor, piedad... Es demasiado, apenas nos alcanza para vivir… Sólo nos permiten el intercambio comercial una vez cada dos meses...

    — Y es demasiado, incluso.

    — Capitán — llamó uno de los soldados — estos miserables no entienden con palabras. Dejemos un regalo para su “rey” — rió con sarcástico tono — Hace tiempo que no nos divertimos.

    El capitán los miró, volviendo a su montura. Escupió al suelo e hizo una seña. Los demás estallaron en júbilo, bajando de lomos de los caballos, para comenzar a destruirlo todo. Los jarrones que el alfarero acababa de terminar, fueron a dar al piso de un solo manotazo, esparciendo los pedazos de barro ante la mirada llorosa del viejo hombre. Uno de los hijos, enojado, hizo un ademán por impedir que rompieran más, pero fue inmediatamente reprendido por los soldados, que lo golpearon sin piedad con el pomo de la espada.

    En un abrir y cerrar de ojos, se armó la trifulca y los gritos de desesperación. Los niños lloraban, asustados, viendo a sus padres caer abatidos bajo las furiosas botas de los cristenitas. Arubino no supo qué hacer, quedó congelado. Repentinamente, un hombre lo empujó con fuerza para quitarlo del umbral de la puerta, y se metió directo al encuentro de la mujer del sastre, quien había salido a ayudar al viejo alfarero. Los niños corrieron a esconderse, siendo testigos de cómo el soldado recostaba por la fuerza a su madre sobre la mesa, separándole las piernas violentamente al tiempo que levantaba la falda. Ella gritó, suplicante, pataleando para quitarse de encima al hombre. El mayor de los niños se armó de valor y fue al ataque, recibiendo una patada en el estómago, que lo sofocó de inmediato. El soldado sacó una afilada daga de entre sus ropas, y amenazó con el filo sobre el hinchado vientre de la selenita.

    — ¡Sigue dando batalla, y te juro que sacaré a tu hijo y lo dejaré clavado en el trinche de tu propia hoguera, perra!

    Asustada, la mujer cubrió su boca e hizo lo posible por silenciarse. Volteó a mirar a sus hijos, pidiendo con su sola mirada que ambos se dieran la vuelta y no vieran lo que estaba por ocurrir.

    Arubino sintió un calor ascendente por todo su cuerpo, y sus manos se endurecieron como rocas. Con la mirada desencajada y un choque eléctrico corriendo por toda su espina, tomó un leño de la hoguera y golpeó con toda su fuerza al intruso, justo al tiempo que el sastre asomó por la puerta. Viendo parte de la escena, el ofendido selenita perdió la razón y se abalanzó sobre el soldado, pisoteando su cabeza como una fiera rabiosa, hasta que no quedara más que una sangrienta masa de carne y hueso quebrado en el lugar donde estuviera antes.

    Afuera, el capitán mandó llamar a sus hombres, pues Addaí y Athalwolf aparecieron para suplicar que parasen todo aquello. Notando que uno de sus hombres no regresaba, mandó al resto a buscarlo. No pasó mucho para que descubrieran lo ocurrido. Tomaron al enorme sastre entre cuatro hombres, obligándolo a arrodillarse a los pies del capitán.

    — ¿Y bien, Addaí? ¿Qué tienes que decir?

    Arubino corrió hasta su padre, queriendo explicar lo ocurrido.

    — ¡Padre, ellos...!

    — Silencio. — Ordenó tajante. Dirigió una mirada al sacerdote, quien tomó al joven príncipe por el brazo.

    Arubino, consternado, calló y miró a su padre. El rey de Selenia, llamado “Addaí el Grande”, estaba posado frente a él. Llevaba el ceño fruncido, el rostro duro y una mirada fría. Había ira contenida en él, pero era difícil decir saber si los causantes de su furia eran los cristenitas o el sastre.

    El príncipe sintió la mano del sacerdote ciñéndose a su brazo con fuerza, al tiempo que lo arrastraba tras la turba.

    — A mi rey no le gustará saber que has ofendido a sus hombres, lo sabes, ¿verdad?

    — Eisen mond pagará por su crimen, se lo aseguro. — Bajó Addaí la mirada, apretando los dientes con fuerza.

    — Pero... ¡Padre! — Quiso intervenir Arubino.

    — Será llevado al calabozo. — prosiguió el rey, ignorando a su hijo completamente.

    — ¿Y ya? — alzó las cejas el capitán. — Addaí, tu engendro acaba de quitarme a un muy

    valioso soldado. Aún si lo matas, no compensarías mi pérdida. Hoy día no es fácil conseguir hombres que valgan la pena. ¿Qué le diré a la viuda? Tiene niños qué mantener. Dame algo de plata para ella.

    Addaí hizo un gesto a Athalwolf, que tomó una bolsa con monedas de plata que justo acababa de recibir en la misiva de la cual regresaban. Arubino lo vio, con rostro desencajado. Sintió su alma abandonando el cuerpo.

    — Bien, esto compensa a la viuda. — dijo el capitán, pulsando el peso de la bolsa.—¿Qué hay de mi pérdida, Addaí?

    — Toma a cuatro de mis hombres, en compensación. Por favor.

    — Ya nos vamos entendiendo, selenita. Vamos a ver... No quiero viejos. Quiero poder entrenarlos y moldearlos a mi gusto... — puso su vista sobre los llorosos hijos del sastre, que se aferraban al vestido de su madre. — Esos dos. Me parece justo. Ese soldado era como un hijo para mí, así que me llevaré a esos mocosos.

    — No…¡Por piedad…! — intentó reclamar Eisen mond, recibiendo un golpe seco en la boca del estómago. La esposa intentó defender a los niños, pero fue en vano. Aunque se arrastró y se aferró a la pierna de uno de los soldados, le fueron arrancados sus hijos. Arubino se tironeó con fuerza, queriendo liberarse de Athalwolf.

    — Vendré por el otro crío en cuanto haya nacido. Con esos basta.

    El espectáculo que daba Eisen mond era deplorable, aquel gigante hombretón tenía el rostro bañado en lágrimas y berreaba suplicando ser castigado él, a cambio de la libertad de sus hijos.

    — Castiga a tu perro rabioso, Addaí. No quiero que esto vuelva a repetirse, o seré más severo.

    Los hombres montaron sus caballos, llevando consigo a ambos infantes. Tomaron marcha de regreso a Cristenio, y se ahogaron los llantos en la lejanía. La gente se disipó, buscando consuelo unos con otros. Eisen mond fue llevado, en peso muerto, hasta el calabozo. Finalmente, Athalwolf soltó al príncipe.

    — ¿Por qué? — No atinó a decir nada más. Quería reclamar, quería gritar... Pero se ahogaba de culpa. Y mientras su cuerpo se desvanecía sin fuerza sobre el suelo,su padre no hizo más que desviar la mirada y dar la media vuelta.

    Esa noche, el silencio invadió Selenia. Era como si la propia montaña supiera lo que sucedía. Como si los animales guardaran luto ante la tragedia vivida. No había grillos, ni mosquitos, ni búhos, ni ranas… Sólo silencio y frío. Mucho frío.

    Desde ese día, Arubino no quiso salir más de su habitación. Siendo un niño, su alegría se esfumó, dejando en su lugar unas ojeras profundas. Un torbellino de pensamientos e ideas invadió su cabeza, al tiempo que lo dejaba en los huesos. Los días pasaban efímeramente. Las noches caminaban pesadumbrosas. Estaba claro: el rey no protegía ni daba justicia. Eso jamás lo iba a olvidar.

    Al paso de los años, los hijos bastardos continuaron naciendo. Addaí, por su parte, lucía cada día más cansado e incapaz. El aire ya no le alcanzaba. Había perdido todo contacto con su hijo y ello le afectaba demasiado. Athalwolf, preocupado, buscó y buscó en cada libro algún remedio que aliviara la fatiga crónica del rey, sin éxito en su misión, hasta que un día, sin más, su corazón dejó de latir. El más apenado por la pérdida fue el sacerdote. El pueblo sentía temor, pues, aunque Addaí jamás consiguió dar fin a las humillaciones, sí era el símbolo de su reino. Sin él, Hervé podría fácilmente reclamar las tierras de la montaña. Athalwolf reflexionó lo delicado de la situación, su líder ahora sería un niño de once años. Niño que, por cierto, no se había molestado siquiera en visitar a su padre en sus últimos días. Había cambiado demasiado, ya no había luz en su mirada, y se negaba a comer cual fuera el manjar que le sirvieran.

    El pálido muchachillo, escuálido y casi sin rubor, permaneció sentado en su cama, con la mirada perdida en la nada y ojos secos. Athalwolf se sentó a su lado tras darle la noticia del deceso, pero no vio reacción alguna en él. Quiso ponerse en su lugar y comprenderlo, quiso justificar su ausencia de dolor. Athalwolf también había quedado huérfano desde muy niño, pero él no cargó con la responsabilidad de un pueblo sobre sus hombros. No sabía bien qué decir, pero se obligó a pronunciar una oración.

    — Arubino, la gente te espera abajo. Necesitas ir y llevarles consuelo. —El niño no lo miró.

    Sus manos jugueteaban con la figurilla de madera de un rey, que llevaba su corona y su espada. — No tienes porqué sentirte solo, yo estaré contigo siempre que lo necesites.— Athalwolf sentía cierta lástima por el muchachillo. Creyó que aquellos jugueteos eran parte de su intento por comprender el nuevo rol que desempeñaría. Lo único que podía pintar la prematura asunción de Arubino, era un época oscura para Selenia, en la que un niño inexperto sería pisoteado por el rey más poderoso del continente. Todo ello le causaba un muy profundo terror e incertidumbre, pero no estaba dispuesto a desistir y dejar al niño que había criado él mismo con toda aquella responsabilidad.

    Quiso besar su frente, pero se detuvo a media intención. Revolvió el cabello de Arubino y salió de la habitación, esperando que reaccionara y bajara a tiempo para el cortejo fúnebre.

    Esa noche, el pueblo entero se reunió al centro de Selenia en torno al lecho de muerte de Addaí. Estaba construido con ramas secas e inciensos, y llevaba el difunto sus mejores ropas. El marchito rostro del rey dejaba un hueco entre los presentes, pues tenía una expresión de dolor y agonía, como si algo le preocupara. Arubino, de pie junto a su padre y acompañado por Athalwolf, recibió de manos del sacerdote una antorcha. Debía dar algunas palabras de despedida y dirigir la oración final, mientras encendía la hoguera en un orden específico, haciendo con el fuego el símbolo de Selene. Sin embargo, antes de recibir instrucción de nada, se adelantó y lanzó la antorcha directo al centro de la hoguera, comenzando una llamarada viva que consumiría rápidamente el cadáver real. Los rostros se vieron iluminados, con sombras danzantes sobre ellos. Atónitas y consternadas las miradas, sobre todo la de Athalwolf. Parecía que Arubino tenía un profundo desprecio por su padre. Se sabía que los dolientes, en ocasiones, tendían a culpar al difunto y a negarse la aceptación del deceso. Aquello era algo normal, pero no a ese grado. Quiso justificarlo.

    Repentinamente, Arubino dio la media vuelta, sin reverencia alguna, y se retiró del lugar. El sacerdote no supo qué hacer, no quería dejar ir al niño, pero su obligación le dictaba permanecer hasta que el cuerpo se consumiera. Se quedó.

    Mientras tanto, Arubino se dirigió al calabozo y permaneció unos segundos en la entrada, buscando el valor para adentrarse al frío hueco del castillo. Finalmente, bajó la escalinata. Todo era penumbra, hasta que por fin terminó el descenso y se topó con una llama raquítica, casi extinta, tratando de iluminar toda el área. El sitio era frío y húmedo, podía verse el bao saliendo de las bocas de los reclusos. Se abrazaban a sí mismos, arrinconados en sus celdas, temblando y tosiendo.

    La celda que buscaba Arubino estaba a unos pasos de él. Se acercó y miró, con dolor verdadero, al que moraba en ella.

    — Eisen Mond... — llamó el joven monarca. La silueta del enorme hombre pareció moverse, como si hubiera vuelto la mirada a él, pero no respondió. Sería por estar enojado, sería por sentirse demasiado débil, no podía saberlo. Era imposible leer su rostro. — Eisen Mond, perdóname... — se rompió la vocecilla. Llamado por aquel gesto, el gigante dirigió la mirada, y pudo distinguir lágrimas rodando por las mejillas del príncipe. La culpabilidad lo azoraba desde el día que la familia del sastre se vio inmersa en la desesperanza. Desde aquel triste día, Eisen Mond parecía haberse roto. Pasaba las noches en vilo, a ratos llorando, a ratos recordando y riendo por las travesuras de sus hijos. Tenía las manos heridas todo el tiempo, por los golpes que daba a la rocosa pared. Cómo no iba a estar tan lastimado, no sabía nada de sus hijos, si vivían o habían muerto, si comían o no. Y, su mujer... Ella había preferido suicidarse antes de entregar a su bebé, pues sabía que Eisen Mond no saldría de prisión tras asesinar al soldado cristenita. Y sabía, también, que nunca jamás volvería a ver a sus niños.

    La situación de la mayoría era muy similar. Algunos rostros resultaban conocidos para Arubino, a otros nunca los había visto. Tenían algo en común, además de la desgracia que habían vivido: todos ellos eran hombres enormes, de dos o más metros de altura. Fuertes, duros. Aquel rasgo era propio de los hombres puros, que, además, tenían cierta tendencia a ser más violentos cuando se les provocaba. Si algo les hacía enojar, perdían el sentido común y agredían sin piedad, sin parar, hasta ver aquello que les había ofendido completamente destrozado. Era por ello que Addaí no quería sacarlos de su prisión, y ellos lo entendían, hasta cierto punto. Les habían hecho creer que su herencia era aberrante.

    — No ha sido culpa suya, príncipe... — replicó Eisen Mond, con voz débil, casi inaudible. El resto de presos comenzaba a dar más atención a lo que ocurría, tenían dentro suyo sentimientos encontrados, desde rencor profundo hacia Addaí, hasta una culpa absurda e injusta, que no los abandonaba ni para dormir. — Fui yo, por no controlar mis impulsos, no debí... — sus palabras se ahogaron en un gemido lastimoso y miserable, que pronto se convirtió en llanto.

    — No tenías por qué controlarte, ni tenías por qué humillarte. Y, mi padre, no tenía por qué darte la espalda ni castigarte...

    Se aproximaron los reclusos a los barrotes de sus respectivas celdas. Aquello parecía querer culminar en una voz esperanzadora, en una segunda oportunidad, y querían estar seguros de lo próximo que el pequeño soberano dijera.

    — Puse en riesgo a mi pueblo...

    — Nuestro pueblo nunca ha dejado de estar en riesgo, Eisen Mond. Hemos bajado la cabeza, queriendo prolongar una paz que en realidad jamás se nos confirió.

    — El rey...

    — El rey soy yo.— Interrumpió al hombretón, con absoluta seguridad. — Mi padre ha muerto. La corona me pertenece, por derecho. Eisen Mond, tú y todo aquel que consideres encerrado injustamente, saldrán de aquí. Subiré mañana a la montaña, y seré puesto a prueba. Pasaré mi periodo de ayuno, y volveré para que ustedes sean legítimamente libres. Seré ungido. — Todos lo miraban. El júbilo asomó a sus corazones por primera vez en muchos años. Los pensamientos eran muy variados, pero todos coincidían en querer estar fuera, una vez más. — Cuando vuelva convertido en rey, Eisen Mond, no quiero volver a verte ensamblando ropas para los señores de Cristenio, ni quiero verte bajar la cabeza otra vez. Serás mi brazo derecho, Eisen Mond. Tenemos que devolver al reino la soberanía y la dignidad que un día tuvo.

    Eisen Mond, sorprendido con las repentinas palabras de Arubino, caminó a tumbos hasta la reja, se arrodilló y agarró con fuerza los barrotes.

    — ¿Es verdad? ¿Eso va a pasar?

    — Te lo juro con mi vida. Mi reinado comienza, y no será una historia más entre todos los patriarcas que han dejado pisotear a Selenia.

    Al salir del calabozo, Athalwolf ya lo esperaba, preocupado. Arubino lo vio, sin darle gran importancia, y continuó su camino.

    — ¿Pero qué significa esto, Arubino?

    — Significa redención. Mañana, durante mi asunción, quiero que todos los reclusos estén presentes. Ninguno debe faltar.

    Athalwolf no supo qué responder, el niño que tenía frente a él no era el mismo chiquillo temeroso y llorica que conocía. Parecía, de hecho, todo un hombre. Sin embargo, las decisiones que comenzaba a tomar no eran lo que él esperaba. Los prisioneros estaban allí por una particularidad que Addaí reconocía, y es que la sangre de Sadeh era demasiado fuerte en ellos. Fue para diluir aquella sangre, que los hombres cristenitas habían comenzado la campaña de abusos a las mujeres de Selenia. Mientras más mestizos fueran, menos peligro había para la raza humana. Perdían el deseo de matar, perdían la tan legendaria fuerza sobrehumana, perdían su longevidad. Estaban absolutamente conquistados.

    — Addaí... Qué va a ser de nosotros... — dijo para sí mismo, viendo al muchacho alejarse.
     
    Última edición: 3 Abril 2020
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    Nyxbel

    Nyxbel ♣ El Orgen ♣ Game Master

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    Hada Negra

    Encantado con éste primer capítulo. Tengo muchas cosas que destacar;
    1. Las descripciones que realizas sigo afirmando que son excelentes, me han sumergido en un mundo imaginario que estoy ansioso por conocer aún mas.
    2. Los personajes me han gustado y hasta ahora Arubino me lo imagino como el prota; de hecho, a tan joven edad comienzo a creer que hará grande proezas para cuando ya sea un adulto y quiero ver su astucia y audacia a la hora de enfrentar al Reino de Herve (creo recordar).
    3. El transfondo de personalidad de los personajes es lo que más vida le otorga a tu obra junto con las descripciones, el principé fue forzado a madurar y saber la realidad "Tenía que volver fuerte a los Selenitas". sin embargo, también pudo observar que algunos de ellos no eran malos, como Saeth; espero que un futuro el bravucón ese sea pisoteado por Arubino o algún amigo de él.
    Bueno estaré atento a más capítulos, tu obra me parece excelente :)
    Salu2
     
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    Agus estresado

    Agus estresado Equipo administrativo Comentarista empedernido

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    Hola. Me pareció muy raro que el foro no me diera la alerta de este capítulo. Me enteré porque me llegó una alerta de que Nyxbel comentó, algo bastante raro XD. Pero bueno, quizá sí me haya llegado y se me haya perdido por tanto spam.

    Ahora que estoy aquí, comenzaré a comentar. He visto a otros dos usuarios publicar una historia, para luego borrarla para darle un reinicio. A ellos les dije que hicieron lo correcto, y lo mismo aplica en este caso. Este primer capítulo ya superó a todos los demás de la versión antigua. Me gustó mucho.

    Las descripciones de los lugares, los hechos, los personajes y de todo en general están muy bien hechas. Aunque la historia esté narrada en tercera persona, uno se puede meter de lleno en el personaje de Arubino, al punto de que casi ni se notaría ninguna clase de diferencia entre que estuviera narrada o no en tercera persona.

    Pero lo que más me gusta de esta versión es algo que en la historia anterior era un problema. La versión anterior contaba, mientras que esta versión muestra. Salvo excepciones como la forma en la que Saeth y Rey defendieron a Arubino del bravucón, este capítulo mostró todo lo que el primer capítulo de la versión anterior contó. En la versión anterior se contó que Arubino odiaba a Addaí, pero en esta se mostró una escena de él sometiéndose a los salvajes cristenitas. En la versión anterior, los cristenitas no aparecían en el pueblo a destruir todo, demostrando su opresión a los selenitas. Simplemente está el relato de que eran opresores y uno lo tenía que imaginar.

    Pero lo más importante es el asunto de Eisen Mond. En la versión anterior, Arubino lo liberó y lo volvió su mano derecha así nada más. Aquí se mostró como él fue encarcelado por defenderse, algo que no es un crimen, por las órdenes de Addaí ante la vista del príncipe. En la anterior versión nunca se nos contó de su encarcelamiento (cosa que en un capítulo de flashback no habría tenido un impacto como lo tendría saberlo ahora). Yo siempre sostuve la idea de que Arubino fue muy imprudente en la versión anterior por liberar a los criminales, pero en esta versión ya se nos explica que estos criminales no cometieron delitos graves, o incluso leves. Eso hasta ayuda a entender por qué los criminales siguen a Arubino en lugar de aprovechar su libertad, cosa que en la versión anterior no pasaba, y yo siempre estaba con el pensamiento de que estos tenían pensado usarlo para aplastar a Hervé y luego traicionarlo. Por la conversación entre Arubino con los demás presos, se entendería una confianza de recíproca entre los dos lados.

    En fin, muero de ganas por seguir explorando la historia y ver que clase de cambios nos encontramos en el futuro. Te señalaré un par de errores que encontré.

    Allí pusiste un guión en el medio sin agregar narración.

    La palabra correcta sería "encubres".

    Allí hay saltos de línea que cortan el párrafo a la mitad.

    Vi otras cosas, como por ejemplo, hay veces en la que el apellido Mond está en minúscula y no en mayúscula cuando se trata de un nombre propio, y unas tildes que faltaron, pero no he podido citarlas a todas.

    Eso será todo por ahora. Adiós, y la próxima vez que actualices, veré si me llega la alerta.
     
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  9. Threadmarks: Capítulo II
     
    Hada Negra

    Hada Negra Faith das Schwarze Fee

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    ¡Hola! Gracias, nuevamente, a quienes se toman el tiempo y la molestia de leer y comentar mi novela. Hago lo posible por seguir los tips que me dan y les pido, por favor, que no se detengan en darme su opinión.
    Los dejo con ésto, que es el segundo capítulo. Ojalá sea de su agrado. ¡Nos leemos pronto!




    Capítulo II


    La noche de la asunción finalmente llegó. La ceremonia se daría en torno al lago principal de Selenia, aquel de donde nacían las aguas que alimentaban el río de la montaña y que surcaba el continente hasta desembocar en el mar. El frío, como era usual, calaba los huesos y hacía congelar a cualquiera que no llevara abrigo.

    El gentío se aglomeró en torno al lago sagrado, cercando con sus cuerpos una barrera entre la espesura del bosque y la zona de ceremonia. Permanecía Arubino de pie, junto al lago de Los Espejos, desnudo y apenas cubierta su cadera con una seda blanca, enredada al cuerpo. Una hermosa corona de Flor de Luna, de tonos lilas y blancos, fue ceñida en la frente del príncipe. Ungió, el sacerdote, el símbolo selénico sobre la frente de Arubino, aquel indicaba la luna menguante, la luna llena y la luna creciente, atravesada en el centro por una cruz. Sobre su espalda, con aceite rojo, marcó Athalwolf el símbolo de Sadeh, que iba desde la nuca hasta la cadera del muchacho. Se representaba por una estrella de cinco puntas: una hacia arriba, dos a los costados y dos hacia abajo. Trazó letras antiguas, que ya ni se usaban, dentro de cada punta.
    El trazo de la estrella había sido particularmente complicado, pues el torso del nuevo rey era demasiado pequeño y estrecho. Recordaba, inmisericorde, que aquel era sólo un niño.

    Terminados ambos símbolos, caminó Arubino, adentrándose al lago casi congelado, que clavaba múltiples cuchillas sobre su desnudez. Hacía contraer el abdomen involuntariamente, arrancando el aliento. Al llegar donde el reflejo de la luna, que se daba a través de un claro del bosque, tomó una gran bocanada de aire y se sumergió. Los antiguos escritos decían que, cuando el nuevo ungido era del agrado de la diosa, éste debía ser capaz de verla y escucharla bajo las aguas del lago.

    Todo estaba oscuro. Sus oídos se inundaron y escuchaba el latir de su corazón, agitado. No podía permanecer con los ojos abiertos por mucho, pero se esforzaba. Los segundos se volvieron eternos, y no había señal alguna de la diosa. La superficie del lago burbujeó, haciendo que el sacerdote se preocupara, mas no debía interrumpir. Si el muchacho podía resistir hasta ver a la diosa, sería apto para tomar el trono. Si salía sin verla, debería declinar el poder. Finalmente, Arubino salió de las aguas. Miró a Athalwolf, asintiendo lentamente, y salió del lago ante la mirada esperanzada de la gente, que ya estaba enterada de su primer mandato al prometer libertad a los prisioneros.

    Al llegar a tierra, Athalwolf le entregó una esfera de cristal pesada y muy antigua. A unos pasos del lago, había una vieja escalinata de piedra. El muchacho caminó hasta ella y subió, en solitario. Esa era la segunda fase de la ceremonia, la más larga. La escalada lo llevaría hasta una explanada de piedra, lugar al que sólo recién ungidos, patriarcas y sacerdotes podían acceder. Se sentó, empapado de pies a cabeza, en una enorme plancha de piedra. Cruzó las piernas, cerró los ojos. Debería permanecer en esa posición por cinco días con sus noches. Sin alimento alguno, sin descanso. En vigilia total. Tendría que meditar y buscar la conexión con la madre de Selenia. Allí, la diosa daría la misión correspondiente al ungido en turno. Si para la mañana del sexto día no conseguía ver a la diosa, declinar sería obligatorio. El sacerdote tendría que encontrar una marca particular en el cuerpo del muchacho, una que sólo él debería que reconocer. La gente se dispersó, regresando cada quién a su casa, y recibiendo con gusto a los antiguos prisioneros. Ellos deseaban ver bajar a Arubino con la aprobación de la diosa, así, sus seres queridos no regresarían al calabozo. Mientras tanto, Athalwolf vigilaría la paz en el reino.

    Los días pasaron lentamente para los pobladores, que permanecían con la zozobra de si Arubino sería el elegido para guiarlos. De ser así, no importaría la edad del muchacho, ni lo locas que fueran sus peticiones, ellos lo obedecerían como el vínculo que representaba entre Selenia y su madre creadora.

    Arubino, por su lado, padecía ya de dolor en la espalda. Tenía las piernas completamente adormecidas y luchaba por concentrarse lo suficiente para ver a la diosa. Pero nada había ocurrido hasta entonces. El hambre era inclemente, devoraba su propio estómago. Tenía miedo, pues no había conseguido ver nada bajo el agua. ¿Qué pasaría si, aún con toda su sed de justicia, Selene no lo elegía? ¿Qué sería de su pueblo si la diosa prefería nombrar a otro pacifista, igual a su padre? Ninguna de sus acciones habrían merecido la pena... Se llenó de impotencia cada vez que caía en cuenta de que no estaba funcionando ni su ayuno ni su concentración. Era ya el término del tercer día de meditación.

    Un pensamiento asaltó la mente de Arubino, que lentamente quería perder la cordura: Qué ilógico que un pueblo entero se base en las leyendas de un libro para poder gobernarse. ¿Cómo estaban seguros de que el ungido en cuestión no mentía respecto a las visiones? ¿Acaso su padre había visto algo? Jamás hablaron al respecto. Al principio, porque era muy niño para tratar el tema. Y luego, porque no quiso estar cerca de Addaí, pues lo consideraba un traidor para su pueblo, un vendepatrias. Vinieron a él todos los libros que había tomado de la biblioteca de Athalwolf, aquellos que -en teoría- debían heredarse sólo a los sacerdotes. Supo que Athalwolf era mucho más joven que su padre y que, por lo tanto, había sido el ancestro del sacerdote quien se encargara de ungir a Addaí. ¿Cómo podría Athalwolf saber si era genuinamente elegido o no? Múltiples ideas revolotearon por su mente, y dejó de concentrarse en la diosa para encontrar una solución pronta, ya que su día límite se acercaba.

    Mientras tanto, en la aldea; Athalwolf caminaba por los corrales, supervisando el trabajo de los criadores. Había que tener listas las mercancías para el intercambio, si es que querían tener un poco de dinero y recursos. Recordó cuando daba su caminata al lado del rey. Addaí tenía grandes planes para Selenia. Lastimosamente, había partido antes de verlos realizados. En edad humana, Addaí tendría noventa y seis años, cumplidos. Aún así, para tratarse de un selenita de su pureza, su deceso había ocurrido demasiado pronto. Se sabía que el selenita más longevo había fallecido a los doscientos años, y había sido por causa humana, no por enfermedad.

    Se llegó la noche del día cuatro, Arubino temblaba de frío, sentado en su posición, sujetando el cuarzo entre sus manos. Podía escuchar claramente su respiración, se sentía en un punto medio entre la vigilia y el sueño. De pronto, escuchó un extraño crujido, como de huesos siendo roídos, entre los arbustos, a unos metros de él. Abrió los ojos, sólo para percatarse de que le era imposible mover su cuerpo. Estaba completamente adormecido. Sintió un vuelco dentro de su cabeza, como si el mundo entero hubiera dado un giro repentino.

    Entre las ramas, a ras de piso, centellearon un par de ojos rojos, como rubíes, y comenzaron a elevarse. Algo en las penumbras se ponía de pie. Algo verdaderamente enorme. Por fin, a una altura de casi tres metros, el ascenso encontró un límite. Salió, entonces, un hombre colosal, de piel pulcra y cabellera larga, de hebras plateadas. Ostentaba un par de cuernos sobre su frente, y orejas puntiagudas, además de un par de alas hermosas y emplumadas. El extraño se acercó a él, lentamente, sin apartarle la vista de encima.

    — ¿Quién eres tú? — interrogó aquella criatura, sin mover los labios ni gesticular — Responde, ¿quién eres y a qué vienes? ¿Quién te ha entregado ese pedazo de luna?

    — Mi nombre es Arubino Kaltemond — respondió el joven, temeroso.

    — Ponte de pie y ven a mí. Quiero verte. — La voz era profunda y muy grave, empujada por un muy fortalecido diafragma. Se escuchaba vibrar el viento a través de las relajadas cuerdas de aquel ser tan inusual, provocando la sensación de que retumbara en el cuerpo del propio príncipe.

    Ni siquiera supo en qué momento se levantó, sólo sintió elevarse hasta estar al parejo de aquel extraño hombre.

    — Hijo de la Luna, no me queda duda de ello. Has nacido de carne pura y de sangre pura. Eres hijo mío, también. ¿Por qué estás aquí?

    — Porque deseo dar libertad a mi gente, no los quiero ver sufrir más.

    — Podrás lograrlo, porque veo en ti la sed de venganza que tuve yo. Sin embargo, ¿estás dispuesto a pagar el costo? Estrecharás mi mano y recibirás mi gracia y mi favor. Acambio, llevarás una maldición, pues a la diosa le entristece ver sangre por su causa, y ofrenda su vida por la vida inocente.

    — ¿Maldición? ¿Por defender a sus hijos?

    — Por querer hacer justicia con tus manos. Al mortal no le confiere la decisión de lo justo e injusto.

    — Pues no estoy de acuerdo. Haré lo que me digas, no me importa la maldición de Selene.

    — Vivirás poco, Arubino. Perderás la razón a mitad del camino y no disfrutarás de tus propias glorias. No tendrás derecho a sentarte al lado de tu madre y caerás directo al bajo astral, junto a todos los verdugos y criminales.

    — No me importa. Quiero hacerlo...

    El ente, extendió la mano hasta él. Arubino correspondió, aceptando el trato y convirtiéndose en hijo de Sadeh.

    Una opresión en el pecho le evitó respirar, su corazón se aceleró repentinamente. Sadeh desapareció, sin dejar rastro de sí mismo, y Arubino recuperó su movilidad. Resultó que nunca se puso de pie, seguía sentado en el mismo lugar y en la misma postura. Era el mediodía, del quinto día. ¿Sería real? Fue incapaz de ver a Selene, pero en su lugar, vio al padre destructor, al juez en la Tierra... a Sadeh.

    No fue sino hasta la mañana del sexto día, que sacerdote y pueblo entero se dieron cita en la escalinata del lago. Esperaban ver bajar al nuevo rey, deseosos de descubrirlo como el nuevo elegido. El silencio imperó cuando Athalwolf vio descender una silueta y alzó la mano. Todos prestaron atención.

    Envuelto aún en la seda blanca, bajó Arubino. Tenía los ojos hundidos y la piel frágil, pero mantenía viva una llamarada dentro de sí. Se notaba en su mirada.
    El sacerdote se aproximó a él, buscando la nuca del chico, para dar con la señal de Selene. Hizo a un lado los mechones de la crecida cabellera, las miradas se posaron sobre él. Allí estaba... Su rostro se iluminó al descubrir la marca de Selene, que era un estigma justo en la base del cráneo.

    — ¡El nuevo Rey ha descendido! — Anunció con voz firme — La bendición de la diosa ha sido dada, larga vida al rey Arubino Kaltemond. Que los dioses guíen sus pasos e iluminen el sendero.

    El pueblo ovacionó, todos se abrazaron entre sí y lanzaron al aire pétalos de flor de luna. Arubino tenía semblante seguro y calmado, sólo él sabía el terror que sentía de ser descubierto... La marca la había hecho él mismo, con una espina y midiendo con sus dedos. Se apegó lo más posible al sello visto en los libros del sacerdote. Si la visión de Sadeh había sido real o había sido producto de su desesperación, era algo que no tenía manera de comprobar.

    El sacerdote le extendió una túnica ceremonial, con la que fue cubierto y llevado hasta su castillo. Allí, podría descansar de su ayuno y recuperarse. Lo tenía permitido. Sin embargo, se negó a hacerlo... Reposó un par de horas y volvió a ponerse de pie, solicitando a Athalwolf que reuniera a los antiguos reclusos con él, en la gran mesa del castillo.

    Eisen Mond fue el primero en llegar. Hizo una reverencia al rey y tomó un lugar en la mesa, siendo secundado por el resto de invitados.

    — Ahora, son libres. Todos y cada uno de ustedes. Pueden hacer de su vida lo que mejor les plazca. Pueden hacer una familia y vivir lo que les quede a su lado, pero, sean sinceros: ¿quién, de los aquí presentes, se siente seguro en Selenia?

    Nadie respondió a la pregunta. Athalwolf, de pie a la derecha del rey, los observó uno a uno.

    — Ustedes tienen la opción de pelear en una batalla injusta, donde lo más seguro es que mueran. O pueden ver partir a todos sus hijos, prematuramente, a manos de los humanos. No sé qué piensen ustedes, pero yo no quiero dejar estas tierras en manos extrañas. Selenia es de los selenitas, somos los hijos de la diosa, somos carne del dios destructor. Merecemos tener libertad, dignidad y un lugar propio. — El rey hablaba calmado, decidido. No parecía un niño de once años, el ayuno y la meditación lo habían cambiado por completo. Athalwolf lo notó de inmediato. — No necesitamos de Cristenio, ni de su patético rey. Selenitas, luchemos por nuestra gente. Luchemos por nuestros hijos, y por los hijos de ellos. Deseo ver, en un futuro no muy lejano, a los selenitas como una estirpe dignificada y gloriosa, donde nadie deba avergonzarse de ser portador del linaje de la luna.

    — Mi señor... — Habló uno de los presentes, con timidez — Nosotros no somos guerreros, somos simples obreros...

    — Claro que somos guerreros, es solo que lo hemos olvidado por culpa de los humanos. Dejarán las telas, las masas y los herrajes. Tomarán las armas y me ayudarán a darle a Selenia lo que realmente merece.

    — Yo estoy con usted — replicó Eisen Mond, inmediatamente. Él ya no tenía nada que perder, y sí tenía una gran necesidad por hacer pagar a quienes le habían destruido la vida entera. — Cuente conmigo, mi rey. Si muero, que sea por nuestra madre, Selene.

    Le siguieron, uno a uno, cada invitado a la mesa. Athalwolf, consternado, se limitó a mantener las manos sobre su manto, rezando discretamente e implorando piedad. Nada de esto parecía sensato.

    Los días siguientes, se dedicaron a cambiar las herramientas por armas. El que antes fuera herrero, tuvo que aprender a ser armero, fallando a ratos y acertando, también. Los hombres dejaron la labranza para dedicarse a ser la nueva milicia selenita, convirtiéndose en el orgullo de los más pequeños. Las mujeres, valientes como ellas solas, y dispuestas a erradicar el peligro para sus hijos, dejaron los bordados y tomaron la labranza, pues alguien debía encargarse de ella para no caer en desabasto. Aún así, los recursos eran pocos y la fecha de intercambio se acercaba. Si los cristenitas no los veían en el pueblo, mandarían a alguien a averiguar la causa. Estaban sometidos y a raya.

    Un grupo pequeño salió, en completo desconocimiento de Athalwolf, con la tarea de explorar los asentamientos humanos, montaña abajo. Para su sorpresa, descubrieron un pueblo muy cercano a ellos y lejos de la protección del rey. Ello causó indignación entre los selenitas, pues sólo era constante del poquísimo respeto que los cristenitas les tenían. Llevaron el informe al rey, y pareció una buena noticia para él. Pensó que podrían saquearlos y aumentar sus recursos. Secuestrarían la aldea y nadie se daría cuenta de nada. Concluyó, Arubino, que hablar de ello con el sacerdote sería una terrible idea, pues estaba éste bien adiestrado en el trato a con los de Cristenio.

    Era irreal e insano que un pueblo entero creyera en las visiones de un monarca tan joven y, aún así, lo hacían. Cada discurso suyo fue motivación para seguir adelante. Todo el rencor que guardaban los selenitas, se veía premiado e incentivado con la inmadura y precoz decisión del rey. El reino estaba tomando una nueva dirección que era, en definitiva, peligrosa, incierta e insegura. Claramente, el propio Athalwolf estaba deseoso de ser respetado y de no temer más a los humanos, pero no estaba seguro de que se estuviera actuando de la mejor manera. Intentaría él, por cualquier método posible, hacer recapacitar al naciente rey. Mas no tenía éxito en ello.

    Cierto día, el rey mandó llamar a Athalwolf, pues tenía una misión especialmente para él. Le encomendó ir más allá, pasando la cordillera, donde habitaban las tribus exiliadas. Aquellos grupos humanos habían sido condenados por Hervé y sus antepasados, destinados a sortear sus vidas en tierras estériles y áridas.

    — Arubino, que los exiliados odien a Hervé no significa que me van a recibir con los brazos abiertos... — Los ojos del sacerdote estaban desencajados. Se había secado su garganta de solo escuchar la idea del monarca.

    — No quiero que vayas a hacerte cariños con ellos, Athalwolf. Quiero que les hables y los convenzas de unirse a nosotros. Llevarás algunos presentes para ellos, y te acompañaran algunos hombres. Athalwolf, esto es importante, necesito que te comprometas a regresar con buenas noticias.

    Respiró profundo, cerrando los ojos. Sintió el viento sobre su rostro. El aroma a pino llenó sus pulmones y fue como sentir la mano de su amada diosa, brindándole consuelo. Finalmente, aceptó.
    — Primero debo hacer lo posible por regresar en una pieza.

    — Partirás en tres días. Confío en ti.

    Athalwolf sabía de aquellas gentes del olvido, pues los compendios de la biblioteca eran muy específicas respecto a ellos: las tribus exiliadas están acostumbradas a matar por comida. Algunas tienen siglos sin contacto con la civilización, y pueden ser extremadamente agresivas.
    Parecía un auténtico suicidio ir allá, pero debía obedecer.
    Tal cual le fue dicho, veinte hombres se aprestaron a servir de compañía, llevando un carro con mercancía. Elevó la mirada al cielo, cerró los ojos, respiró profundo y echó a andar. Debía encontrar la fe y la fuerza para cumplir su misión.
    Si bien era cierto que Arubino requería la ayuda del sacerdote en tal proyecto, su principal intención era deshacerse de él para efectuar su siguiente movimiento. El ataque a la aldea humana estaba planeado, se daría la noche misma que el sacerdote partiera.

    El día llegó.

    Parecía haber fiesta en el pueblo. La gente bailaba en torno a una hoguera, al ritmo de viento-maderas y cuerdas. Las casas no eran la gran cosa, eran, de hecho, más precarias que las casas selenitas. Se escuchaban risotadas por cada rincón del pueblo, todos bebían o comían algo.

    Un muchacho de cabellera roja, vestido con elegante jubón de terciopelo azul, se alejó de su grupo de amigos y fue a ver a su hermana. La preciosa doncella, de cabello tan flameante como el suyo, no quería bailar ni embriagarse. Se contentaba con asar manzanas, apartada del tumulto. El joven besó su frente y se sentó a su lado, dejándose caer con tal brusquedad, que casi derramó la cerveza que llevaba consigo.

    — Qué apagada estás, hermanita.¡Ni siquiera has aceptado un trago de vino o cerveza!

    — No me agrada mucho.

    — No es el vino lo que te disgusta. Es el festejo en sí, ¿o me equivoco?

    — Es sólo que me parece irrelevante. — dijo con gesto desenfadado, arrugando la nariz, sin despegar la vista del fuego.

    — ¿Irrelevante? Hermana, es mi nombramiento, ¿cómo puede ser eso “irrelevante”?

    — Rey, siempre has tenido responsabilidades y obligaciones en la aldea. No es nada nuevo. ¡Ya deja de beber, perderás el sentido! — intentó arrebatar el tarro de cerveza, pero su hermano fue más rápido. Incluso tan tomado como estaba.

    — ¡Ajá! Con que era eso, yo sabía que estabas rara... Hermana, no todos los días tengo la oportunidad de beber...

    — Y aún así lo haces. Ya no te reconozco, Rey, de un tiempo acá te ha dado por beber y beber, y seguir bebiendo.

    — Qué seria. Te prometo que ya solo será hoy, te lo juro por padre y madre. — la abrazó con fuerza, intentando besar su frente. Pero Saeth lo apartó de ella y retiro el rostro. No soportaba el olor a alcohol.

    — Basta.

    — ¡Deja tu nube gris! Ven, te tengo una sorpresa... ¡Ven! ¡Vamos! — Se puso de pie, tambaleante, tirando de su brazo. Ella se levantó de mala gana y lo acompañó.

    — ¡Demian! ¡Ven acá! — Salió un chico, de cabello rubio y rizado, de entre la multitud. Saeth supo lo que vendría a continuación. — Saeth, Demian me ha pedido tu mano, y no podría estar más feliz y conforme que con él. Prometí a mi padre que te entregaría a un hombre digno, y ese es Demian. — Juntó las manos de ambos jóvenes ante el silencio de la multitud. Cuando estuvieron una con la otra, todos aplaudieron y vitorearon.

    — Seré un buen esposo, Saeth... Se lo prometo.

    — Demian es un hombre trabajador y honrado — aseguró Rey — él sabrá amarte y hacerte feliz, hermana. Y yo vigilaré que nada te haga falta.

    Saeth no supo qué decir, aunque definitivamente no se sentía feliz ni complacida. Su hermano había cumplido ya veinte años. Estaba casado con una mujer hermosa, tenía dos hijos pequeños y parecía feliz. En su boda, hace tres años, habían cerrado lazos con un pueblo del sur. Podía decirse que Rey era el patriarca de dos clanes. Saeth, que en aquel entonces tenía doce años, fue feliz cuando su hermano se casó con la doncella sureña, pero le embargó, a la vez, un miedo profundo. Sabía que no faltaría mucho para que ella tuviera que hacer lo mismo, y no quería. Tenía un secreto que le robaba el sueño.

    Demian, que era primo de su cuñada, parecía, de hecho, un buen muchacho. Tenía diecisiete años, la misma edad de Rey cuando contrajo nupcias. No podía decirse que fuera feo, era en realidad muy apuesto y sano. Un buen prospecto para marido. Amablemente, Demian besó la mano de Saeth y le entregó un collar tejido, como muestra de su compromiso. Saeth le sonrió. No tenía más opción que hacerse a la idea de, algún día, compartir el lecho matrimonial con aquel joven.
    Cuando Demian, tímidamente, se retrajo de vuelta al gentío, Saeth se giró y caminó hasta su cabaña. Sus pasos fueron tranquilos solo al principio, mientras salía de la vista de los presentes. Sintió sus ojos humedesiéndose, y la nariz le empezó a gotear. Su mano temblorosa limpió rápido, y con un medio giro del dorso, el agua que escurría por sobre su labio superior. Su entrecejo se frunció pese a hacer todo lo posible por mantener un semblante firme.
    Finalmente, llegó a su casa. Abrió la puerta de un golpe y caminó hasta su habitación, dejándose caer en su cama... Las lágrimas brotaron inconteniblemente. Llevó ambas manos a su boca, pues no quería dejar escapar ningún sollozo que pudiera delatarla. Se levantó nuevamente, y caminó hasta la ventana. Entonces, presenció una escena que le hizo cesar el llanto, hundiéndola en un pensamiento muy profundo.

    — ¡Papá! — Corrió un niño pequeño, de apenas tres años, a encontrarse con Rey.
    El niño era la copia fiel de su hermano, era alegre y activo como él. Rey lo tomó en brazos y lo besó por toda la cara. ¿Cómo había hecho su hermano para ser feliz? Cuando Roy, su padre, falleció, quedaron al cuidado de la persona de más confianza del jefe. Braulio, era su nombre. Él los enseñó a hacerse cargo del pueblo, y fue también quien pactó a Rey en promesa de matrimonio con su actual esposa. Así, sin conocerse, sin nunca antes haberse visto. Y se llevaban tan bien, que cualquiera juraría que se amaban genuinamente. Pero Saeth no podía resignarse a ello... Quizá los libros de poesía y sonetos que había leído estaban nublando su juicio. Quizá era por ello que no se le permitía leer a las mujeres, porque les formaba ideas equivocadas y las desviaba de su misión de vida. Saeth soñaba con enamorarse de alguien y con casarse por amor, no por obligación. Eso lo hubiera podido tolerar su hermano, quizá hasta lo hubiera consentido. Sin embargo, cuando cerraba los ojos, no había hombre que se revelase entre sus deseos pasionales, sino... una mujer. Aquella no tenía rostro aún, pero le seducía la cadencia de sus caderas y sus muslos fuertes. Desde niña, prefirió las espadas antes que las costuras, y ello disgustaba sobremanera a su madre. Cuando estaba cerca de otra niña, le era imposible comportarse como debía. Su pecho se agrandaba y parecía andar más derecha. Se sentía fuerte. Y débil, al mismo tiempo. Llegaba a hacer o decir tonterías, reía sin tener por qué. Eso jamás le había sucedido con ningún niño.
    Cuando sus amigas tuvieron el periodo y comenzaron a interesarse en los jovenes del pueblo, supo que algo no iba bien. Sentía celos al verlas tan cerca de ellos, y trataba de competir por su atención.

    Pese a todo, la suerte ya estaba jugada. Ahora, oficialmente, se encontraba prometida a un hombre.
    Repentinamente y al tiempo que pensaba en ello, la saliva se le volvió líquida y una contracción en la boca del estómago le hizo devolver todo lo que había cenado esa noche. Apenas si alcanzó a tomar un balde de debajo de su cama dónde tirar todo aquello.
    Estaba limpiando las comisuras de su boca, cuando le pareció ver algo raro entre la arboleda. Caminó despacio hasta su ventana, forzando la mirada en lucha con la oscuridad, cuando sucedió...
    Los selenitas saltaron de la nada, rodeando la aldea. La gente, asustada, se retrajo en un círculo al centro del poblado, quedando los varones adultos al rededor del mismo y con lo primero que hayaron a mano para defenderse. Desde azadones hasta machetes. Algunos sí tenían espada. Rey, con su acero desenfundado, caminó unos pasos al frente. No le tomó mucho distinguir a los que tenía delante.

    — Selenita, ¿qué significa esto? — interrogó, más enrarecido que enojado,pero ninguno le respondió.

    Eisen Mond, que lideraba al grupo de la luna, lo miró detenidamente. Algo llamó su atención desde el primer segundo de cruzarse con el pelirrojo.

    — Ese jubón... ¿De dónde lo has sacado? — Aquella pieza fina de terciopelo, de cuello alto, manga larga y ribeteada en hilos de oro y plata, resultaba por demás conocida para el antiguo sastre de Addaí. Rey miró su propia vestimenta, sin entender nada. Equivocadamente, enfundó la espada.

    — Bajen sus armas y explíqueme alguien la razón de su venida.

    — ¡Silencio, humano detestable!

    — No tengo idea de a qué se debe este atropello...

    — Desgraciado, cretino... — refunfuñó Eisen Mond. — ¡¿Te parece un atropello?! En verdad que no tienes ni idea... ¡SELENIA! — rugió, llamando a cada hombre a atacar. En un abrir y cerrar de ojos, los gigantes estaban ya sobre los aldeanos.
    Aunque la gente de Rey era mayor en número, Arubino había sabido bien a quién mandar. Los que iniciaban a la riña eran aquellos con mayor fuerza y poder. Aquellos sustraídos de la prisión del castillo.

    Los hombres de Rey se vieron rápidamente menguados ante la aplastante fuerza bruta de los invasores. El joven líder había vuelto a tomar su espada y quiso hacer frente, pero fue inútil. Saeth, asustada, había corrido hasta el altar de sus padres, donde permanecía la espada de Roy. La tomó y salió dispuesta a pelear. Sin embargo, al llegar afuera, el caótico escenario lleno de sangre y muertos regados por el suelo, le hizo congelarse.
    Selenia había prendido fuego a varias viviendas, y las sombras bailoteaban sobre los rostros y cuerpos de todo aquel presente. Las súplicas y plegarias invadieron la quietud del bosque y el olor a sangre comenzó a exparcirse por todo el ambiente. Había cuerpos cersenados. Algunos aún vivían y se arrastraban miserablemente, intentado salvarse o salvar a sus seres queridos. Se había vuelto una auténtica pesadilla.

    Mientras temblaba allí, empedernida frente al umbral de su casa, uno de los selenitas la encontró. Sonrió y pasó la lengua por los labios, como si saboreara el dolor y el pánico de la indefensa joven. El pálido agresor alzó el acero por sobre su cabeza, y lanzó con fuerza un tajo terrible. Saeth cerró los ojos, dejando caer la vieja espada al suelo, sin atinar a nada más que cubrir su cabeza con ambos brazos.
    Un sonido vibrante y metálico simbró sus oídos.
    — ¡Saeth, vete! — Estaba su hermano, resistiendo con toda su fuerza, el peso de tan colosal ataque.

    — Rey...

    — ¡Vete, carajo! ¡Vete! ¡Toma a mis hijos y huye!

    Su cuñada, con ambos niños en brazos, esperó a que Saeth la alcanzara. La mente de Saeth estaba completamente en blanco. Veía todo pasar, pero no conseguía procesarlo. Su hermano gritaba cosas que ella no podía entender, y su cuñada la llamaba desesperadamente. Por fin, comprendió que debía correr.

    — ¡Que no escape! — Ordenó el selenita. Todo aquello se había salido de control, pues el instinto asesino de los hombres de la luna había despertado. Pronto, no entendieron razones ni explicaciones, olvidaron las órdenes que tenían, y comenzaron a matar sin piedad a todo aquel que se les cruzaba.

    Con el calor de las llamas a su espalda, Saeth y su cuñada estaban cerca a salir de La Villa. Las enaguas de la rubia ondeaban como bandera. Sujetaba a sus hijos con fuerza mientras contenía las ganas de gritar ante el terror que embargaba su pecho. De pronto, otro de los atacantes salió frente a ellas, armado con un hacha de carnicero. Avanzó con risa siniestra, lentamente, posando sus ojos perversos sobre las jóvenes. Los niños chillaron, aterrados, suplicando que su padre los salvara. Cuando Rey dio cuenta de lo que ocurría, hizo todo por sacarse de encima a quien seguía dando batalla contra él, y quiso correr hasta su familia.

    — Señor, piedad, se lo suplico... — Se arrodilló la esposa de Rey, cubriendo a sus niños.

    Saeth, cayendo en cuenta de que había tirado la espada, se lanzó a puño cerrado contra el agresor. Sin embargo, de nada sirvió. El gigante acertó un golpe seco sobre su mejilla izquierda, y la arrojó a un par de metros, dejándola fuera de juego. Sin dar tiempo a ninguna otra jugada, empuñó el hacha con fuerza en dirección a la humillada madre, acertando el duro golpe sobre su cráneo. Cayó sin vida el cuerpo, dejando ambos niños a merced del despiadado sicario. La sangre salpicó sobre los infantiles rostros, llenando sus miradas de un sentimiento de desprotección que jamás, en sus cortas vidas, imaginaron que llegarían a sentir. Las comisuras de sus bocas se tensaron al límite, dejando salir el pavoroso grito en el que parecían dejar sus almas. El gigante no se tentó el corazón ni por un segundo, dando un final igual de horroroso a ambos pequeños. Tomó al mayor de ambos y le arrancó la cabeza en un sólo movimiento, para luego atrapar al más pequeño por el tobillo en el momento exacto en que Rey miró en su dirección. El diminuto cuerpo fue estrellado contra un árbol en múltiples ocasiones, dejándo manchones de sangre que escurrieron por toda la corteza. Algo se partió dentro de Rey, ahogando cualquier grito o gemido.
    Aquellos no eran hombres, ni bestias… Eran el demonio en persona. Las fuerzas de todo su cuerpo lo abandonaron, a un punto tal que no pudo ni defender una estocada que atravesó su estómago. Supo que había sido herido porque sintió el tirón de la espada al salir, pero no le importó... Su corazón latía con fuerza, en el sólo deseo de dar el impulso final para llegar hasta su familia. Gorgoteó la sangre fuera de su cuerpo a gran velocidad. La visión se le volvió borrosa y sus rodillas se temblaron descontroladamente, haciéndole caer irremediablemente y teniendo por última imagen al selenita que jugaba con el cadáver de su hijo, abanicándolo por los aires hasta lanzarlo de regreso al interior de la aldea.

    Cuando los gemidos y sollozos cesaron, Eisen Mond volvió en sí.
    Estaba todo envuelto en llamas, inundando con aroma a cabello y carne quemada todo el bosque. Los cuerpos que quedaron regados eran irreconocibles. Habían matado hasta a los animales. La misión había resultado, por completo, un fracaso total. No sólo habían quemado todo lo que, supuestamente, debían saquear, sino que también habían hecho una carnicería sin sentido. Eisen Mond supo la magnitud de sus actos, y se llevó las manos a la cabeza, bañado en sangre ajena y hediondo a óxido. Habría que llevar las noticias al rey, y no estaría nada feliz al respecto. Sin más, ordenó la retirada.

    Algunas horas después, cuando el fuego comenzó a extinguir, se movió un cuerpo. Saeth, que había quedado inconsciente durante el resto del ataque, recobraba lentamente la razón y el sentido. Se levantó, adolorida y temerosa de haberse roto algo, sofocada. Lo primero que vio fue el cuerpo de la que, en vida, fuera esposa de su hermano. Su cabeza machacada haría imposible para cualquiera el reconocerla. A su lado yacía un cuerpo pequeño, decapitado. Sintió su garganta secarse. Algo corrió por su cuerpo y le arrancó el aliento. Sus hombros se volvieron pesados y sus pies se movieron por cuenta propia. Caminó, con semejanza a cualquier alma en pena, hasta el interior de su pueblo. Allí estaba su hermano, con la expresión de un dolor inconmensurable, recostado en un charco de su propia sangre. Andando entre cuerpos y escombros, vinieron las lágrimas al tiempo que movía cada objeto con la intención de encontrar al más pequeño de sus sobrinos, sin éxito alguno. Probablemente se habría calcinado. No había ningún sobreviviente más.
    Ningún golpe podía resultar más doloroso que el ver a su gente y familia masacrada. Se dejó caer, sin ánimo y con deseos de muerte, arrodillada a mitad de la nada. Volvió a observar el panorama.
    No supo en qué momento la venció el sueño, simplemente volvió a abrir los ojos con el sol naciente y suabe al oriente. De pronto, escuchó pasos aproximándose, y voces gruesas, muy conocidas. Sin saber realmente por qué, sin gobernar su propio cuerpo, se puso de pie y corrió, aterrada. En su escape rumbo a la arboleda, resbaló cuesta abajo entre piedra y hojarasca. Apenas pudo frenar la caída, see arrastró hasta una madriguera que encontró. No le importó lo que pudiera salir de ella, sólo quería esconderse.

    Arubino, plantado a mitad del desastre, observó la destrucción en completo desapruebo. Eisen Mond, avergonzado por su incapacidad para cumplir una simple orden, permaneció con la mirada baja y manos a la espalda.

    — ¿Te parece que esto era lo que quería? — Interrogó el joven rey, decepcionado

    — Lo lamento, mi señor... Fuimos incapaces de controlarnos.

    — Entonces, era por eso... — Dijo casi para sí mismo, reflexionando las decisiones de su padre. Estaba molesto, mas no tanto como para castigar a sus hombres. En cierto modo, los excusó bajo el pretexto de estar sedientos de justicia y venganza. Ojo por ojo, como decían los humanos. Sin embargo, conforme recorrió la zona, sintió un vuelco al corazón... Reconoció un rostro entre los caídos.

    — No es posible...

    — Este hombre llevaba una de las prendas de su padre, mi señor. Es, para ser exactos, uno de mis trabajos.

    El día que Eisen Mond perdió a su familia, acababa de terminar aquella pieza. Justamente había sido enviado Arubino, para recogerla. Era una encomienda de su padre. Luego de la trifulca de aquel día, no supieron más ni prestaron atención al destino de la prenda. Supuso, sin embargo, al encontrarla en territorio humano, que los soldados de aquel día la habían robado. Siendo así, el jefe de la aldea la había conseguido, posiblemente, como obsequio o herencia de aquellos hombres. Pero no era el jubón lo que perturbaba a Arubino. Al darse cuenta de que no estaba en un error, no evitó derramar las lágrimas. Por primera vez, desde hacía ya seis años, asomaba el niño que realmente era.

    — ¿Mi señor? — enrareció Eisen Mond

    — Este hombre, yo lo conocía... Él me ayudó, hace años... ¿Qué hacía aquí? ¿Por qué...? — un recuerdo le vino como rayo, y se levantó, asustado — ¿Había una mujer con él? Joven, no lo sé, como de catorce a dieciséis años... De cabello rojo, como el suyo.

    — Había una mujer... Uno de los nuestros le dio alcance y se encargó de ella...

    — Maldita sea... — se cubrió el rostro, apenado y consternado por tan macabra coincidencia. La ira se hizo presente en él, pero no supo contra quién debía desatarla. Después de todo, la orden de atacar había sido suya, si bien no había pedido que se masacrara a la población. Dio la media vuelta, mordiendo con rabia el dorso de su mano, queriendo encontrar nuevamente la razón. — Toma a ese hombre y tráelo a Selenia. Busquen a la mujer que iba con él, los quiero en el panteón de la diosa.

    Eisen Mond supo que no era prudente cuestionar al rey luego de tan terrible desobediencia. Calló y tomó el cuerpo, dando la orden de buscar a la otra mujer. Al localizarlo. El rey se negó a mirarla. Sencillamente, supo que no podría volver a conciliar el sueño si veía el rostro de quien años antes lo había salvado.
    La tribu de Luna se retiró del lugar, llevando consigo los dos cuerpos que el rey había solicitado. Saeth, temerosa, aguardó tanto como pudo, hasta no escuchar más nada alrededor. Una vez sintiéndose fuera de peligro, fu en busca de la espada de su padre y salió huyendo, montaña abajo. Sin rumbo real, sin un plan. Sólo obedeciendo el instinto de supervivencia, que era el que dominaba en ese momento en particular.
     
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    Nyxbel

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    Super entretenido con éste segundo capítulo, le has dado un toque de gore muy explícito en detalles que me ha encantado y la crueldad a la realidad se hace presente en torno cuando asesinan a la esposa de Rey y su par de infantes, eso fue lo más llamativo en los párrafos de acción, pues no esperaba ese giro de acontecimientos, sin embargo, quiero ver en futuro como se desarrolla el escrito con respecto a Saeth y Arubino.

    Gracias por el Capítulo :)
     
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    Agus estresado

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    Hola. Paso a comentar el capitulo.

    Me encuentro desde el celular, por lo que me es imposible marcar errores. He visto algunos, pero son muy pequeños, así que no merece que los señale. Seguro el editor del foro te permite encontrarlos.

    Tal y como lo pensé, este capítulo trataría sobre el ataque de Eisen a los cristenitas del pueblo más cercano. Nuevamente, esta versión se come completa a la anterior. En la anterior, la narración fue muy excasa, cuando aquí fue muy abundante.

    Sin miedo a equivocarme, diría que este capítulo ha sido el mejor narrado que he leído en todo el año. Muy descriptiva, pero no por eso pesada o irrelevante.

    La ceremonia de Arubino no la recuerdo en la versión anterior, pero en dicha versión tampoco existía Sadeh como un dios, unicamente existía Selene. Imagino que su inclusión en esta versión tenía este propósito, de darle a Arubino una influencia diferente a la de la diosa de su gente. Me pregunto que sucederá si en algún momento se revela que él falsificó su asunción como nuevo rey de su gente. Pero quizá no viva para contarlo.

    Luego de eso, comentaré el ataque. En esta versión la escena fue mucho más impactante. Ya que, aquí se muestran cosas que lo vuelven así. En la versión anterior Eisen era un simple prisionero, pero acá se encuentra con uno de los cristenitas que llevaba puesto una de las prendas que él hizo en su trabajo. Rey en esta ocasión estaba casado e incluso tenía dos hijos, cosa que en la anterior no se mostraba. Pero al final de todo, el destino de Saeth terminó siendo igual. Ahora queda saber como se manejará en el futuro.

    No recuerdo en la versión anterior si Athalwolf fue enviado a reunir a los habitantes del pueblo de otros lugares, pero eso tanbién se me hace muy interesante de explorar en un futuro.

    Por ahora eso será todo. Hasta la próxima.
     
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  12. Threadmarks: Capítulo III
     
    Hada Negra

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    5000
    ¡Hola, buenas noches! Lamento la demora, he aquí el tercer capítulo.
    No tengo mucho que decir, sólo agradecer a quienes me leen y a quienes se toman la molestia de comentar. Estuve un poco en duda respecto a si era el momento adecuado para publicar el siguiente texto. Habrá partes de la historia que representen un vistazo al pasado, con el fin de enriquecer este mundo y ahondar más en los personajes. Ojalá lo disfruten y puedan darme su opinión. Hasta pronto n_n



    Capítulo III


    La tarde caía ya. El cielo era rojizo y el viento soplaba helado. Estremecía un raro sentimiento, algo en el ambiente. Pese a la bella postal que enmarcaban los pinos de la montaña, había una sensación de adrenalina y miedo, y un penetrante aroma a sangre.

    Yacían dos cuerpos, boca abajo, bañados de un rojo brillante. Ambos vestían armaduras doradas y capas color vino tinto. Pertenecían a la armada real de Cristenio. A unos metros de ellos, se encontraba un hombre vestido de manera muy similar, de cabello rojo fuego y ojos verdes. Apretaba con fuerza su brazo izquierdo, sujetando el colgajo de carne que había dejado la supuesta espada amiga. Respiraba agitado, sin comprender aún lo que acababa de suceder.

    La figura de un hombre alto emergió de entre los árboles, llevaba ropas de frío, botas gruesas y capa. El sujeto, de orejas peculiares y larga cabellera platinada, se aproximó a él, llevando consigo un pellejo a modo de ánfora. Se arrodilló a su lado y ofreció agua. El herido dudó por un instante, pues estaba amaestrado para ver en los de la luna al enemigo. Mas recordó aquello que el selenita acababa de hacer en su favor, y despejó su desconfianza. Extrañado, tomó de sus manos el pellejo y bebió hasta saciar. Mientras tanto, el enorme individuo rasgó un trozo de capa y fijó un torniquete sobre el brazo lesionado, parando la hemorragia.

    — Peor sería nada, ¿no? — Se sentó a su lado, dejando salir un muy profundo suspiro. Parecía aliviado.

    — Supongo... — respondió el soldado, con un mar de preguntas en su mente.

    — Descansa un poco, para que puedas continuar tu camino. Yo no puedo llevarte a mi pueblo, creo que no lo tomarían bien.

    — Gracias... Por todo.

    Miró al gigante de modo minucioso mientras luchaba por normalizar su respiración, y le pareció que también su acompañante buscaba la forma de tranquilizarse. Volvió la vista a los de armadura.

    Aquellos que ahora se encontraban muertos eran compañeros suyos. Solía llevarse bien con ellos. Charlaban a menudo, habían compartido pan y vino… Pero, aun con eso, sentían profunda envidia contra él y se las habían arreglado para llevarlo a una zona desolada, en territorio selenita. Cuando menos lo esperaba, ambos lo emboscaron con la sola misión de asesinarlo. Después de todo, podrían alegar el ataque de la tribu contraria y excusar la muerte del pelirrojo. Todo hubiera estado perdido pero, para sorpresa de los tres hombres, sí había un selenita cerca del lugar. El pálido hombre intervino sin pensarlo, arrojándose de inmediato contra los dos traidores. En algún punto, perdió el control de sí y dejó salir toda la furia reprimida. Los soldados habían sido masacrados en un abrir y cerrar de ojos. Se escuchó crujir algo, durante el proceso. Quizá las armaduras, o quizá los huesos… O una combinación de ambos. Por fortuna, logró retomar el control de sus emociones y no dañó al pelirrojo.

    — ¿Por...por qué...? Tú... — habló tímidamente el lesionado.

    — No lo sé, en realidad. Supongo que estoy harto de la maldita injusticia. Estoy cansado de ver a “los que pueden” pisoteando a los que no tienen modo de defenderse.

    Había rastros de preocupación en su mirada. Distraía la vista hacia la puesta de sol, como si buscara algo más allá.

    — ¿Te sientes mal por todo ésto?

    — No. Siento algo de miedo… Si tu rey sabe de ésto… Maldición. Debí controlarme.

    — Me salvaste la vida. Lo menos que puedo hacer es devolver el favor y hacer algo por ti. Le diré al general que ellos me atacaron, y diré que fui yo quien los mató. Le diré que los cuerpos cayeron por un barranco durante la pelea. Seguro va a castigarme, pero no creo que pase de eso. Mi linaje me protege mucho. — sonrió al selenita. Tras unos segundos en silencio, prosiguió. — Jamás olvidaré lo que has hecho por mí. ¿Cuál es tu nombre?

    — Me llamo Addaí Kaltemond. ¿Qué hay del tuyo?

    — Raimon, de la casa Falkenhorst. Estaré eternamente agradecido contigo, Addaí.

    — No hace falta. ¿Seguro que funcionará con tu general?. — Se puso de pie, extendiendo la mano a Raimon. — ¿Vas a estar bien?

    — Lo estaré. Voy a regresar a castillo, mi caballo no debe estar lejos. Addaí, si algún día necesitas algo, puedes pedírmelo.

    — Si después de ésto sigo viviendo, no habrá más que pueda pedirte. Habrás hecho ya suficiente.

    Anduvo un par de pasos cojeando adolorido para luego mirar de nuevo al selenita y despedirse con una sonrisa amigable.
    Raimon Falkenhorst, descendiente directo de la mítica Dama de Cristal y gracias a la cual el reino tomaba su nombre, era un caballero de casa respetable. Sin embargo, nada de lo que tenía le había costado. Nació en una familia potentada, con todo lo que cualquiera habría soñado. Tuvo educación en armas y educación en letras, pero se sentía vacío. Al llegar a la mitad de su vida, declinó el heroísmo que, supuestamente, debía reflejar en su persona, y comenzó a beber sin límite. Pronto, ya no era ni la sombra de lo que su linaje le exigía, y pese a ello ostentaba el puesto de capitán, sin ningún merecimiento. Fue gracias a eso que ganó el odio y enemistad de hombres que se esforzaban al doble o triple que él, pero que carecían del cobijo de un apellido importante.

    Tal como lo dijo, habló con su general y le contó parte de lo sucedido.

    —Bebimos demasiado y las cosas salieron mal. Me declaro culpable, mi general. Peleamos luego de perder una apuesta y terminé lanzándolos por un precipicio. Ambos están muertos, yo mismo lo comprobé.

    El general estaba realmente molesto y arrestó a Raimon. Lo confinó a una celda en solitario e impuso juicio sobre él. Sin embargo, tal como advirtiera Raimon, su apellido se encargó de amortiguar las consecuencias. Los jueces dieron una sanción menor y le permitieron continuar como capitán del ejército de Hervé.

    Durante esos días pudo darse cuenta de aquello que jamás antes había visto: él era una persona realmente detestada. Y no sólo lo odiaban los ciudadanos y soldados, sino que su propia familia había gestado un profundo desprecio por él. No era el héroe que sus hijos querían por padre. No era el gallardo capitán que su esposa creía. Era sólo un ebrio con espada que iba de mal en peor. Apenas pudieron valerse por sí solos, sus seis hijos mayores partieron de casa, uno a uno. En cuanto a su esposa, aunque seguía perteneciéndole cada vez que la buscaba, le había dejado muy en claro que lo despreciaba profundamente. “Si la ley no lo prohibiera, me habría ido de tu casa hace años”.

    Cierta tarde, sentado a la luz del candil y recargado en la mesa de la cava, comenzó a llorar. Las canas invadían la espesura de su roja cabellera, y luchaban por arrastrarlo a la fase de la vida que más temía. Las arrugas surcaban su rostro y su fuerza ya no era la misma. Sirvió más vino en su copa y miró dentro de ella. Deseaba encontrar al joven que había visto, hace no mucho, en el espejo.

    — ¿Papá? — la triste voz infantil resonó en sus oídos, y lo extrajo por completo de sus pensamientos.

    — Roy… Hijo, ¿qué haces aquí? Te he dicho que no debes entrar a este lugar.

    — Afuera me siento solo. ¿Tú también te sientes solo, papá? ¿Por eso lloras?

    Raimon secó sus lágrimas rápidamente, y cambió el semblante tanto como pudo. El más pequeño de sus hijos era el único que lo seguía amando y admirando. Para Roy, su padre era el mejor. Nadie era tan fuerte, tan grande y tan valiente como aquel que le diera la vida. Antes que respondiera nada, se abrazó de él con fuerza.

    — Papá, no te rindas.

    Un grueso nudo se formó en la garganta de Raimon. Supo entonces que aun no lo perdía todo, pues le quedaba su niño. Besó su frente, haciendo a un lado los rojizos mechones, y lo encerró entre sus brazos. No podía rendirse, Su hijo se lo había pedido.

    A la mañana siguiente, montó a caballo y salió rumbo a la montaña, buscando el lugar donde años antes conociera al selenita. Se plantó a mitad del bosque y miró alrededor. Tenía la esperanza de verlo una vez más, aunque desde aquel día no habían vuelto a procurarse.

    — ¡Addaí! ¡Addaí! ¡¿Me escuchas?! ¡Te lo suplico! — Las aves revolotearon entre los majestuosos pinos. — Necesito que me salves… por favor…

    — ¿De nuevo? — apareció el selenita. Los años no habían pasado sobre él, seguía viéndose tal como Raimon lo recordaba.

    Ambos amigos se estrecharon. La armadura de Raimon ya no era lustrosa y perfecta como antes. Quizá reflejaba el alma del cristenita, pues parecía triste y desesperanzada. Addaí miró al hombre, preocupado. Se sentaron al pie de un pino y Raimon comenzó a hablar.

    Todo aquello que le contaba era una historia llena de fracasos. Un drama sin fin. Las lágrimas se apoderaban nuevamente del pelirrojo.

    — ¿Alguna vez has preferido la muerte, Addaí?

    — No me digas eso — rió el selenita — ¿Ahora quieres morir? Vaya, no debí molestarme en salvar tu vida.

    — Perdona, no fue mi intención. Es solo que... las cosas no son como creí que eran. Si muriera, seguro que mis hijos y mi esposa volverían a respetarme.

    — Eso puede lograrse de más modos, no sólo muriendo.

    — Addaí, lo tuve todo y no lo cuidé. No vi que era afortunado. ¿Qué le dejaré a mi hijo? No me queda mucho camino por delante y he sido una cagada sobre otra. ¿Cómo podría corregir eso? Addaí… Si no fuera por mi niño, yo...

    — La miseria del alma no puede llenarse con oro ni plata. Eso se cura haciendo el bien. Cuando tu espíritu descubre la gloria de ayudar a otros, es cuando comienzas a vivir. ¿Cuándo has ayudado a alguien?

    — Mi trabajo es ayudar a la gente.

    — ¿De verdad? ¿Lo has hecho porque te gusta? Amigo mío, aun tienes camino por delante. Dos años que fueran. Nunca es tarde para hacer el bien a otros. Tu hijo te ama y admira, no lo defraudes. Lucha por tu gente y lucha por él. Cuando tu tiempo llegue, tu hijo sabrá que te equivocaste pero aun así no te rendiste. Se sentirá orgulloso del padre que tuvo. Seguirá tu ejemplo.
    Aquellas palabras resonaron fuertemente en su mente y supo lo que tenía que hacer. Los años siguientes se dedicó a observar a su gente. Notó que muchos en su ciudad se veía miserables, y que sufrían con la negligencia que la propia armada real ejercía. Cuando quiso hacer un cambio y hablar con el rey al respecto, éste se negó.

    — ¿Me dirás cómo debo hacer mi trabajo tú, ebrio de mala muerte? Escucha, Raimon, el mundo no funciona con buenas intenciones. Funciona con hechos y mano dura. No se puede tener feliz al cien por ciento de la población, no habría equilibrio en ello. Sufre una minoría, por el bien del reino. No te amargues pensando en quienes no valen la pena.

    El rey no lo entendía, aquello ya se volvía insoportable de ver. Niños de la edad de su hijo, Roy, deambulaban por las plazas mendigando migas de pan. Y a Hervé no le importaba eso. Entonces, tuvo una idea enorme: tomar a los más pobres y desamparados y llevarlos consigo a una nueva tierra, donde pudieran ser felices, tener hijos y disfrutar la vida. Cuando su hijo, Roy, maduró un poco más, habló con él de su sueño, y éste lo adoptó como propio. Por fin, su propósito de vida estaba claro: debía dar libertad a todo aquel humillado y olvidado por la corona.

    Lastimosamente, fue demasiado tarde. Raimon no pudo concretar aquello que tanto anhelaba, mas no todo fue una pérdida. Roy, que se había jurado a la espada al cumplir los quince años, tal como todos sus antepasados, continuó madurando la idea. Él tenía un sentido más agudo de la justicia, y no quería llegar a la tumba con el mismo dolor que su padre. Así, se dio cita con el selenita que, a últimas instancias en la vida de Raimon, fuera su único amigo. El selenita recibió al muchacho con los brazos abiertos.


    — Mi padre tenía un sueño, y yo quiero que ese sueño se cumpla. Aunque eso implique renunciar al favor de la corona. — Habló el pelirrojo con abspluta decisión y convicción. — Sé que mi padre deseaba hacer eso, pero siempre tuvo miedo de dejarnos a mí y a mis hermanos en la nada. Hoy es el momento de hacerlo, pues yo no tengo familia todavía. No deseo un linaje fino que se conforme con ser un adorno de la corona y no proteja lo que juró proteger.


    — Eres valiente, niño. — Dijo Addaí, admirado. — Quizá tu padre no lo se percató, pero logró el mayor éxito de su vida: criarte. En memoria a él, y para seguir su gran sueño, voy a ayudarte.

    — ¿Es verdad eso?

    — Claro que lo es, Roy. Ven a la montaña. No puedo darte un lugar entre mi gente, porque están muy heridos por los tuyos y no quiero arriesgarme a que te lastimen. Algún día, lograremos juntar nuestros clanes y crear una ciudad próspera, donde haya justicia e igualdad. Hay una zona de terreno plano, más arriba, antes de llegar a Selenia. Siéntete libre de poblarlo y ver crecer allí a tus hijos.

    Motivado y lleno de esperanza, Roy puso en marcha sus planes. Abrió las puertas de la enorme casona heredada por su familia y dejó pasar a los más desvalidos de la ciudad, volviéndose la burla de los soldados y caballeros, y la admiración y el salvador de los desprotegidos. De entre todos los caballeros, sires y lores, hubo sólo uno que dobló la rodilla ante él, como si de un rey se tratara. Chéstibor, era su nombre. Admiró profundamente la labor de Roy que, aún siendo joven, tenía la entereza para construir su sueño y el de su padre.

    Finalmente llegó el día en que se presentó ante Hervé I, que estaba acompañado en aquella ocasión por su hijo, el príncipe Hervé II. De rodillas frente al soberano, sujetó solemnemente una funda forrada de joyas y bordada con hilo de oro, y desenvainó la preciada reliquia familiar:la legendaria Doncella. La espada forjada en acero meteórico era la auténtica arma blandida por la Dama Cristal. Era el bien más preciado de la casa Falkenhorst, uno que valía no sólo por su historia, sino por la fina joyería y la rareza de su hoja. Los ojos del rey deslumbraron al contemplarla.

    — Su majestad, le ofrezco esta espada forjada por los dioses a cambio de la libertad de mi gente. Tómela, es suya.

    — Roy, ¿estás consciente de que habrás renunciando a tu estatus de caballero, a tu linaje y a todas las riquezas que trae consigo? Perderás la protección del reino y tendrás que ingeniártelas por tu cuenta…

    — Lo sé, alteza. Y confío en su buen juicio. Entrego mi linaje y mis derechos, y todas mis propiedades y títulos, a cambio de estos hombres y mujeres. Juro, mi señor, no molestarlo de este día en adelante, si acepta mi petición.

    — La Doncella…

    — Es toda suya, majestad.

    — Bien. Adelante. Toma a tu gente y salgan del reino, pero no te quiero ver de regreso.

    El príncipe, que miraba la escena con desapruebo, se sentía ofendido y burlado. Si por él fuera, habría ordenado decapitar al desertor y a toda su banda de traidores y malagradecidos. El rey, no obstante, era un poco más misericorde y simplemente o dejó ir.

    La pequeña comunidad partió de Cristenio, ante las miradas atónitas el pueblo. Encontraron alojo, tal como lo había prometido el selenita, en la montaña, en terreno plano y cerca del río. Si bien no estarían allí en comunión con el pueblo de la luna, tener al rey de lado suyo era suficiente.

    Roy conoció a la que sería su mujer entre las jóvenes que le acompañaban. Una doncella hermosa, llanada Yvonne, menuda de estatura, de cintura estrecha y cadera amplia. Con ella, Roy tendría a sus dos hijos: su primogénito, un varoncito saludable y alegre, que se convertiría en el primer rey de la aldea que estaban creando. Por ello, lo nombró así, Rey Falkenhorst. Y su segundo bebé, una niña hermosa y dulce, pero tenaz y aguerrida, a la que nombró Saeth Falkenhorst.

    Supo que Addaí había contraído matrimonio también, por fin y después de años de ser solo. Sin embargo, la suerte no había sido tanta para el rey selenita, pues su esposa moriría el día del parto. El hijo del rey fue nombrado Arubino Kaltemond, por petición y última voluntad de su madre. Roy lamentó la pérdida de Addaí, y lo invitó una noche a su aldea, donde ofrecerían una misa para la difunta reina. Aquel día, viendo lo estrechos que se habían vuelto ambos clanes, Roy prometió su hija en matrimonio para el recién nacido príncipe de luna.

    — Para cuando nuestros hijos hayan crecido, Addaí, nuestras aldeas serán más cercanas. Mi gente está al tanto de lo que tu pueblo representa para nosotros, y deseamos estrechar ambas casas.

    Addaí confiaba en que podría hacer a Selenia aceptar a una aldea humana, pero ello le tomaría tiempo. El matrimonio de sus hijos estaba pactado para cuando Arubino cumpliera los diecisiete años, así que tendría el margen suficiente. Sin embargo, la tragedia alcanzó muy temprano al jefe de la naciente aldea, pues sería emboscado por soldados de Hervé II, que acababa de ascender al trono y no estaba dispuesto a perdonar la burla de la casa Falkenhorst.

    En una batalla injusta, siete a uno, pereció Roy Falkenhorst, dejando a su esposa, Yvonne, como encargada de La Villa. Ella se esforzó por preparar a sus hijos, pues un presentimiento oscuro la embargaba. Y no se había equivocado... Dos años después, ella también sería víctima de hombres cristenitas. Así, los hermanos quedaron huérfanos desde muy niños. Rey tenía solo ocho años, Saeth apenas tres. Por suerte, un leal amigo de su padre, haría las veces de mentor y líder del pueblo, en lo que los hermanos tenían edad suficiente para hacerse cargo.

    Es bien sabido por todos que los dioses son caprichosos y, a veces, muy inmaduros. Así, se encargaron de llevar las cosas por un rumbo diferente. Tras la muerte de Roy e Yvonne, Addaí tuvo que mantenerse más al margen, pues no quería que se malentendiera algún interés de su parte hacia el pueblo que fundara su buen amigo. Los visitó de vez en cuando y en solitario. Como un simple pariente lejano, que llega con regalos y buenas energías a casa de la familia. El pueblo de Roy no tenía rencores hacia la gente de Selene, sino todo lo contrario. Se sentían profundamente agradecidos por la hospitalidad del rey, y eran amables con él, como si fuera uno más de los suyos.

    Para el decimoséptimo cumpleaños de Rey, Addaí pidió al sastre que elaborara un jubón digno de un monarca. La prenda no estaría confeccionada exactamente al tamaño de Rey, pues sería complicado hacer entender a un selenita tan purista y cerrado como Eisen Mond, que éste sería un obsequio para alguien fuera de la aldea, lógicamente humano. Addaí hubiera deseado tenerlo listo justo el día que Rey contrajera nupcias, más no había sido posible. Éste llegaría con algunos días de demora. Pese a ello, el rey no se perdió el tan importante evento del joven líder de La Villa. Aquel día, Addaí no estaba solo, como era su costumbre. En esta ocasión llevaba consigo a su hombre de mayor confianza: Athalwolf.

    El sacerdote se adentraba con profunda desconfianza y recelo entre la multitud, siguiendo muy de cerca al rey. Casi como una sombra. Bajaba el mentón y humillaba la mirada, esquivando todo contacto con los humanos. Ellos, en cambio, los recibían con júbilo y gran alegría.
    Tras mucho caminar entre los pobladores, se hallaron finalmente con el joven.
    Abrió los brazos con total honestidad y alegría. El rey Addaí era como un segundo padre para él. Lo estrechó con fuerza y palmeó su espalda. Athalwolf sólo se limitaba a esperar, impaciente, que la hora de retirarse llegara. Cuando por fin se atrevió a subir la mirada, reconoció el rostro de aquel muchacho.

    Los rojizos mechones cubrían la frente del joven, y se resaltaban los ojos de color de esmeralda. Llevaba una corona de flores -por motivo de su boda- y una túnica blanca.

    — No tiene idea del gusto que me da verlo aquí, Addaí. Gracias...

    — ¿Gracias de qué, hijo? No me perdería este evento por nada del mundo. — Posó las manos sobre los hombros de Rey, que ya eran tan recios y duros como los de cualquier hombre. — Mírate, has crecido tanto. Tu padre estaría tan orgulloso de ti.

    Rey sonrió, conteniendo un par de lagrimillas, recordando con nostalgia aquella imagen que a poco estaba de borrarse.
    Roy... ¿Qué diría si estuviera presente?
    La joven esposa, dos años más chica que Rey, se aproximó tímidamente, abrazándose del brazo de su marido. Era una muchacha de cabello cobrizo, ondulado. De piel rosada y ojos castaños, muy hermosos. Nunca había visto a un selenita tan de cerca, pero si su marido estaba bien con eso, ella también.

    — No cabe duda, sus hijos serán tan fuertes como hermosos.

    La pareja se miró, sonrojada, al tiempo que Addaí dejaba escapar una risa.

    — ¿Dónde está tu hermana, Rey? Quisiera verla.

    Rey miró tras de sí e hizo un ademán con la mano, llamando a la chica. Saeth se acercó. Aunque no había estado a la vista del rey, sí que estaba pendiente de lo dicho. Había permanecido mirando a Athalwolf con gran curiosidad. Athalwolf notó la mirada, y supo de inmediato de quién se trataba. Hundió el rostro, cubriéndose tanto como le era posible con la capucha.

    — Vaya, también has crecido, Saeth. ¿Qué edad tienes?

    — Cumpliré doce, en unos meses más. — sonrió la joven.

    Addaí recordaba las palabras de su amigo Roy, y deseaba que se cumplieran en algún momento. La hija de Falkenhorst era bella y saludable. Algunos años mayor que el príncipe selenita, pero no importaba de mucho. A sabiendas de que ambos hermanos ignoraban aquel mutuo deseo entre su padre y él, Addaí prefirió conservarlo en secreto. Por lo menos hasta que Arubino estuviera listo. Sería un día memorable, sin duda. Le hacía mucha ilusión, pues sería la unión final de dos pueblos marginados.

    — Mi señor… — interrumpió Athalwolf sin levantar la cara. — Se hace tarde, es mejor marchar...

    Los curiosos ojos de Saeth buscaban cruzar la mirada con el sacerdote, pues deseaba saludarlo y preguntarle por su hijo. Athalwolf no estaba ausente de la situación, y era aquello lo que le apremiaba a querer salir inmediatamente.

    — Tranquilo, Athalwolf. ¿Cuál es la prisa?

    Antes que pudiera responder, un hombre se aproximó hasta Rey, con un mensaje.

    — Señor, tenemos mensaje de los vigías. Hay movimiento en el camino, se aproxima un grupo de soldados cristenitas.

    — ¿Vienen hacia acá?

    — Más bien… —miró con preocupación a Addaí — van camino a Selenia.

    La sonrisa se borró de labios del monarca. En ese momento, sin poder decir nada más, emprendió la marcha hacia su reino. Athalwolf lo siguió de inmediato, no sin antes devolver una mirada fugaz hacia la joven Falkenhorst.
    El rey cristenita desconocía, totalmente, la relación fraternal entre ambos pueblos. Quizá, de haber sabido los planes de unión que tenían, los hubiera atacado ya. Por eso era tan importante mantener el secreto, por lo menos, hasta tener la seguridad de avanzar al sur.

    — Mi señor… — habló Athalwolf mientras apresuraba el paso, alcanzando al rey. — Mi señor, esto es demasiado peligroso… Si Cristenio se entera…

    — Pero no lo hará. — Interrumpió tajantemente. — ¿Crees que me gusta que nos pisotéen, Athalwolf? ¿Crees que le veo futuro a nuestra raza, si seguimos como vamos? El momento de unirnos llegará. La Villa es un pueblo que desciende de guerreros, ellos nos ayudarán y enseñarán a avanzar.

    — ¿Acaso quiere una guerra?

    — Quiero libertad, Athalwolf. Dignidad. Dime, el día que tengas hijos, ¿vas a tolerar que esos hombres vengan y los hieran? — Athalwolf permaneció en silencio. Las platinadas melenas se agitaban de un lado a otro mientras ambos selenitas corrían rumbo a su pueblo. — Prométeme… No. Júrame, Athalwolf, que no hablarás de esto con nadie. Cuando llegue el momento, lo haré yo. — El sacerdote continuaba en silencio. — Athalwolf…

    — Sí, rey Addaí. Será lo que usted ordene.

    Al llegar a Selenia, el panorama era desalentador. Algunas casas humeaban y las diversas mercancías comerciables yacían en el suelo, rotas.

    — ¡Es el rey, Addaí! — Anunció alguien con completa esperanza y alivio. Los selenitas se abrieron paso. El capitán cristenita se llevó las manos a la cintura, borrando la sonrisa que todo aquello le había provocado. Alzó el mentón, y sonrió de lado. Aunque el capitán era un hombre alto, no rebasaba al rey. Aún así, no se intimidaba ante el selenita.

    — Vaya, por fin decides aparecer. ¿Dónde estabas?

    — Detén todo esto…

    — ¿Por qué? Tú no me mandas, ¿lo olvidas, perro de la luna?

    La ira corría por todo su cuerpo, y luchaba por controlarse. Con qué facilidad se hubiera abalanzado sobre el soldado. Con qué gusto le habría arrancado la cabeza desde la raíz. Pero debía mantenerse tan estoico como fuera posible, por bien de su gente.

    — Te lo suplico.

    — Creo que no te escucho. Humillate, Addaí.

    — ¡Eso no…! — Intervino Athalwolf, pero la mano del rey lo tomó por el hombro.

    — Adelante. — continuó divertido el capitán.— Sólo así detendrás la masacre. Arrodíllate y besa mi bota.

    Los gritos de cada niño en Selenia retumbaba en sus oídos. El llanto de las mujeres y los golpes secos de los soldados sobre todo aquel que se atravesara.

    Sin más, Addaí se acercó al capitán, dobló las rodillas y besó la bota del hombre. El gigante cuerpo sólo podía encorvarse y encogerse allí, sobajado, en el suelo.

    — Ahora, suplica.

    — Por favor, detenga esto…

    — ¿Por qué, Addaí?

    — Porque… ya hemos aprendido.

    — Buen muchacho. Ponte de pie, Addaí.

    El selenita se levantó, desertando la ayuda que el sacerdote le ofrecía para lograrlo. Sacudió las rodillas empolvadas y apretó la quijada. Sus cejas querían arquearse, sus comisuras deseaban echarse atrás, y su nariz se contraía… Debía apaciguar el cúmulo de odio y rabia que sólo iba en ascenso. Apretó los puños.

    El capitán alzó la mano, ordenando parar a sus soldados.

    — En formación y firmes. — exigió. Todos los soldados tomaron sus lugares, pero faltaba uno. — Ve por Samuel, ahora. — A la orden, uno de los hombres se dirigió a buscar al mencionado.

    Cuál sería su sorpresa al descubrir que Samuel ya no existía más. En su lugar, un furioso gigante rugía y derribaba al que se acercase.

    Más hombres acudieron al sitio, lazando al selenita y sacándolo a rastras hasta el capitán.

    — ¿Y ésto? ¿Cómo respondes a ello?

    El pequeño príncipe salió corriendo al encuentro de su padre, aterrado y suplicante. Temía que hicieran pagar al enorme sastre por alguna injusticia. Los ojos del pequeño, llenos de lágirmas, buscaban desesperadamente la mirada de su padre. Lo tomó de la manga derecha, tirando con fuerza para llamar su atención antes que el capitán.

    — ¡Padre! ¡Padre, ellos…!

    — ¡Silencio! — Ordenó Addaí, luchando por deshacerse del nudo en la garganta. No podía mostrar dolor, ni frustración. No podía demostrar ni siquiera odio. No quería verse débil ante su hijo, ni demasiado inconforme ante su enemigo. Athalwolf atinó en tomar al pequeño y retirarlo. Comprendía la situación y de algún modo debía ayudar a su rey.

    El engreído capitán no paraba de hablar como si el ofendido fuera él. Cada palabra salida de su boca resultaba más irritante que la anterior, y parecía no pensar en detenerse.

    Las miradas del pueblo se posaron sobre Addaí. Las miradas de los soldados se posaron sobre Addaí. La mirada del capitán se posó sobre Addaí. La mirada de su hijo… Esa era la que más pesaba. Sintió como si una carga de piedra le hubiera sido puesta sobre los hombros. El capitán no cerraba la boca. “La ofensa de tu pueblo”, “la pérdida para la viuda”... Addaí no pudo más que ofrecer a algunos hombres como compensación, con tal de que el capitán se largara. Sin embargo, y como era costumbre, aquello no sería suficiente. El engreído hombre en armadura exigió a los hijos del sastre como paga por la osadía. No era negociable, simplemente era un aviso.

    Addaí cerró los puños, bajó la cabeza y asintió, lentamente. El pequeño príncipe se desplomó tras de sí. Él lo hubiera hecho también, mas debía guardar compostura. Los soldados se retiraron, llevando a los dos pequeños selenitas atados por las muñecas hacia las sillas de los caballos. Gritaban y suplicaban, rogaban con toda inocencia y profundo dolor. No entendían por qué debían irse.

    La gente en Selenia, dolida y llorosa, comenzó a dispersarse. El sastre fue llevado al calabozo, aunque era ya sólo un montón de huesos y carne sin voluntad.

    Athalwolf se acercó al rey, con gran tristeza. Tocó su hombro.

    — ¿A dónde fue mi hijo?

    — Se ha dirigido a su habitación, mi señor. ¿Desea que…?

    — Déjalo. Ésto ha sido demasiado para él.

    — Creo… que ha sido demasiado para todos, mi señor. Y, aún así, el que usted quiera hacer alianza con hombres…

    — Por favor, te pedí discreción. Ellos son diferentes, Athalwolf. Algún día vas a verlo. Prométeme que, cuando ese momento llegue, estarás conmigo, Athalwolf. Pase lo que pase.

    — Se lo prometo, rey Addaí.
     
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    Hola, paso a comentar el capítulo.

    Tengo que decir que con cada capítulo que pasa, la historia cada vez se pone mejor. Esto explica a la perfección como es que la espada de la familia Falkenhorst, la Doncella, quedó fuera del alcance de sus ancestros, y explicará a la perfección un suceso que creo que se verá en los próximos capítulos. Nuevamente, te agradezco por esta decisión de haber reiniciado la historia, para que se puedan apreciar mucho mejor esta clase de detalles. Entre todos ellos, el origen del nuevo pueblo que se formó y la razón por la cual los selenitas estaban tan cerca de ellos.

    Esto da nueva información a la historia, ya que se menciona que Saeth y Rey eran nietos de Raimon, un hombre que tiene otros hijos además de Roy. Quiere decir que, en el futuro, Saeth podría ir a buscar la ayuda de sus tíos para los planes que tiene pensado tras la masacre de los suyos. Quizá ese era tu plan en la historia original, pero no se llegó tan lejos como para poder verlo concretarse.

    Este capítulo cumple bien su propósito de ser tanto un capítulo explicativo como de hacer que la masacre que se vio en el capítulo anterior fuera todavía peor de lo que se vio. El pueblo fundado por Roy por el sueño de Raimon fue destruido por nada más y nada menos que por los hombres que servían al hijo de Addaí. Si bien, la intención de Arubino no fue esa, imagino que sería muy chocante para Raimon que su hijo siguió su sueño, que su nieto continuó tras su muerte y que luego toda su gente fuera masacrada por un ataque a las órdenes del hijo de su amigo. Mucho más teniendo en cuenta que Roy y Addaí tenían la intención de unir a sus pueblos por la libertad. Pensar que solo quedó una sobreviviente, y que la masacre no la causó Hervé es algo duro.

    Todo eso fue culpa de Addaí y su manía de guardar cosas en secreto. Él podría haberse tomado el tiempo de hablar con Arubino para explicarles las cosas, aunque sea que los pueblerinos que estaban cerca de Selenia eran personas que escaparon de Hervé, para que él no dirigiera su furia sobre ellos en ningún momento. Eso refleja lo importante que es hablar algunas veces y no esconder secretos, lo cual termina haciendo todavía mejor al capítulo.

    Te marcaré un par de errores:

    Allí sería "simplemente lo dejó ir".

    Allí sería "ante la mirada atónita del pueblo" o también podría ser "ante las miradas atónitas de los pobladores".

    Un consejo para capítulos futuros. Es algo que yo he hecho en mis historias. En este capítulo no ha sido necesario, porque su totalidad narró un hecho del pasado, pero si en algún momento llegas a incluir algún fragmento del pasado en una porción del capítulo, sugiero que utilices la letra cursiva para marcar la transición.

    De esta forma:

    Sucesos del presente.

    Sucesos del pasado.

    Regreso a los sucesos del presente.

    Así se podrá distinguir perfectamente entre un suceso actual y un flashback que se encontrara en el medio del capítulo. Sé que hay veces donde meter un flashback para mostrar o explicar algo es necesario, y lo bueno sería usar un cambio en el tipo de letra, en lugar de indicar "Inicio de flashback/Fin de flashback" en el capítulo. Como dije, en este capítulo no era necesario, dado a que todo el capítulo narró eventos del pasado. Pero cuando no sea así, sí sería necesario.

    Eso será todo por ahora. Hasta luego.
     
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  14.  
    Sensy

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    Hola Hada Negra. Vengo a comentar la crítica que me solicitaste. Tal y como he acordado contigo, verás que en mi ficha de crítica, puedo comentar un máximo de cuatro capítulos en total. Si por alguna razón, te animas a escribir un quinto capítulo, no dudaré en comentártelo si tu no me has solicitado sobre el mismo ya que será todo un placer hacerlo.

    • Crítica sobre el prefacio
    - Ortografía y gramática básica (no es beteo): Nada más leer todo el prefacio, he hecho una observación y veo que tienes dificultades en cuanto a los signos de puntuación, y uno de ellos es la coma. Veo dentro del contexto que la usas de este modo: coma que puede sobrar o quitar, coma mal colocada y más si lo lees en voz alta en todo el escrito y coma que sobra en otra frase dentro del contexto. Eso es lo que me he dado cuenta y puedes mejorar más. En cambio, los acentos son impecables y la sintaxis de todas las oraciones es del todo correcto, por ello te felicito enormemente: se nota que tienes nivel y que vas practicando.
    Normalmente, un crítico no tiende a explicar con todo detalle sobre el tema de la ortografía y la gramática puesto que, este trabajo, se le considera mucho mejor a un Beta-reader. Si a estas alturas sigues teniendo problemas en general sobre los signos de puntuación, como por ejemplo: la coma, el punto y coma, los puntos suspensivos o los dos puntos, no dudes en solicitar los servicios de un Beta-reader: ellos te pueden ayudar en profundidad acerca de este tema e incluso, te pueden ayudar con las sintaxis por si notas que necesitas mejorar más o no recuerdas algún que otro aspecto a mejorar.

    - En cuanto a los aspectos formales del escrito: Aquí te señalaré solo una de las tres cosas: construcción de párrafos, uso de los espacios y la construcción de los personajes.
    La construcción de los personajes: la construcción de párrafos es muy buena y el uso de los espacios es correcta, clara y concisa pero, en la construcción de los personajes está bien dentro del contexto porqué encaja perfectamente y eso hace que tenga sentido, eso está muy bien. Ahora bien, en el momento en que escribes y explicas quién es cada personaje y lo describes en el mismo contexto, tiende a frenar un poco la trama principal resumida de tu escrito. Me despista un poco a la hora de la lectura, y debo hacer una nota mental cuando leo quién es cada personaje, por lo que te sugiero poner un punto y aparte por si te animas a describir en profundidad a los personajes principales y secundarios respetando los tres pasos del planteamiento de una introducción: inicio, nudo y desenlace.

    - En relación a texto-lector: Nada más leer la trama principal entera, la persona que lo lee por primera vez, siente que va a ser una trepidante aventura llena de mucha acción y emoción por encontrarse en muchas situaciones de las que él mismo, tiende a atraparse y a averiguar qué es lo que sucede a continuación y con lo cual, no deja indiferente a nadie. Con esta introducción, dejas atrapado pues, la narración es tan buena, que por mi parte, no tengo nada a escribir de lo que puedes mejorar ya que eso, es un punto bueno y a favor de la escritora.

    Cabe explicar también que quería opinar acerca de la narración de tu escrito, pero como podrás ver, no he añadido nada más porque considero que ésta es totalmente coherente, las explicaciones son perfectas y las acciones de lo que cuentas me han dejado sin palabras, con lo cual por mi parte, cabe mencionar que me lo pasaré muy bien leyendo entero el primer capítulo.

    Y nada más Hada Negra :3. Dime si mi crítica te ha ayudado en algo ya que, puedes comentar desde donde sea: en mi perfil, respondiendo este comentario o por mensaje privado (o por conversación que viene siendo lo mismo.)

    ¡Saludos y sigue escribiendo!
     
    Última edición: 30 Abril 2020
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  15. Threadmarks: Capítulo IV
     
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    ¡Buenas noches! Lamento enormemente la ausencia. Me encontraba un poco atorada con algunos dilemas e ideas que quería plasmar y no sabía cómo. Al fin, y luego de aproximadamente seis intentos de capítulo, les traigo esta actualización. Ojalá puedan leerla, me sentiré honrada si es así y si pueden darme su opinión al respecto. Mil gracias a los que se toman la molestia.
    ¡Hasta pronto!




    Capítulo IV

    Habían pasado tres días desde el ataque a La Villa. Saeth continuaba avanzando, aunque sólo por las noches para poder resguardarse en la oscuridad, pues le aterraba que la luz del día pudiera delatarla ante sus verdugos. Deseaba dormir, su cuerpo le reclamaba por ello y lo había intentado, pero los fantasmales rostros de los hombres de la Luna continuaban revelándose en sus sueños como espectros morbosos, empeñados en hacerla sufrir tanto como les fuera posible, obligándola a despertar sobresaltada en cada intento de descanso.

    Acababa de amanecer. El sol resplandecía y se elevaba lentamente, acariciando la montaña con un calor apenas perceptible. Los pies de la joven se arrastraban por entre la hojarasca, empapándose del sereno que retozaba en los arbustos. Sus pulmones se llenaban con el helado aliento del bosque. El que solía ser su momento favorito del día pasaba ahora ante su mirada como un cuento confuso del que ella se mantenía ajena, como simple espectadora. Como aquel que ha bebido durante un día y una noche, y se sienta a mirar la danza de los bailarines en una feria sin comprender nada más allá del alboroto a su alrededor. Su agotamiento no tenía precedentes. Era algo que no le permitía ya, ni siquiera, reconocerse en el espacio que ella misma estaba ocupando. Los ecos moribundos pero incesantes del rugir selenita parecían resurgir de cada rincón y cada arbusto. De debajo de cada roca. Del viento mismo.

    Pensó que era lógico. «La montaña completa es hija de Selene, es por eso que también conspira en mi contra…»

    Pero, ¿por qué? Ella había nacido en sus faldas, cobijada bajo sus estrellas y había amado cada brisa, cada gota de rocío e inclusive el gélido clima propio de esas tierras. La pregunta se mantenía a flote en su cabeza, repitiéndose y golpeando sin piedad, como un enjambre furioso revoloteando a su alrededor. Era esa segunda voz que todos tenemos por dentro y que a veces juega en contra de uno mismo. Una voz obstinada que exige respuestas, porque nada de lo que ha visto es medianamente congruente. Porque todo aquello que ha atestiguado fue no más que un giro innecesario. Un monstruo no nacido, que maduró antes de crecer y que murió antes de vivir.

    «¿Por qué? ¿Por qué? Si compartimos nuestro y bebimos de la misma copa... ¡¿Por qué?!»

    El canto de las aves, aquel que fuera alegre y melodioso, se estaba volviendo en una monstruosa sinfonía disonante.

    «Es la voz de la montaña… Me está reclamando. Está de lado de ellos, los protege… Es la montaña… Es la montaña…»

    — Silencio, por favor… ¡Silencio!

    El grito desgarró su garganta y rompió la poca cordura que le quedaba, aquella que le servía de ancla al mundo real.

    Se dejó caer de rodillas. El acero de la espada que llevaba guindada al cinto golpeó contra las piedrecillas esparcidas por la tierra. Saeth se apretó la cabeza con fuerza, bañándose al instante de lágrimas gruesas. Los torrenciales que manaban de sus ojos no tardaron en desbordar el río de su raciocinio hasta convertirle en un montón de dudas revueltas y reclamos sin respuesta. Le punzaban las sienes con un piquete frecuente que se negaba a parar y que tampoco tenía la fuerza suficiente para llamarlo “dolor”. Un frío extraño recorría su cuerpo y paraba en la boca de su estómago provocándole arcadas. Desde el día del ataque y aquel par de manzanas asadas, no sólo no había comido, sino que, por el contrario, había devuelto lo poco. Los jugos gástricos subían constantemente hasta su garganta y le dejaban ese asqueroso sabor amargo en la lengua.

    Temblorosa y débil, se recostó boca arriba observando cómo los pinos giraban en torno suyo, causando que sus náuseas se volvieran más frecuentes. Más lento de lo que hubiera querido, la sensación de naufragar en mar abierto fue apaciguándose. Los ojos se le fueron cerrando tan pronto como su cuerpo pudo reconocer el tacto de su espalda en el suelo, y sus oídos se apagaron gradualmente hasta privarla del mundo exterior. Pronto, lo único que pudo distinguir fue esa vocecilla interior. Al principio, sonaba como un murmullo irreconocible, pero después todo cobraba sentido.

    «¿Qué voy a hacer? No tengo nada ni a nadie. No puedo volver a mi pueblo, ni puedo hacer nada por él. Simplemente ya no existe. Y yo tampoco debería hacerlo…»

    Silencio.

    La hojarasca seca crujió a cierta distancia de ella. Alguien estaba acercándose. Bueno, no alguien, sino varios de ellos. Sin embargo, Saeth se sentía más y más tranquila a medida que esas personas se le acercaban. Una parte de sí misma que jamás antes había conocido estaba haciendo contacto con algo más allá de la materia. Era un contacto diferente, de espíritu a espíritu. No los veía, pero vaya que los conocía. Se supo arropada y amada.

    — No puedes quedarte aquí, hermanita. Lo sabes. — La caricia aterciopelada y cálida, aquella que la acurrucó durante toda su vida, rozó su frente y se deslizó por su mejilla. Hubiera deseado tanto poder abrir los ojos y mirarlo una vez más…

    — Me siento demasiado cansada, Rey… Siento los párpados pesados, sólo quiero dormir.

    — Tonterías. Sé que vas a lograrlo.

    Saeth sonrió con la poca fuerza que le quedaba. A la voz de su hermano le secundó la de su padre. Y luego la de su madre.

    — Hija, arriba. — resonó la voz profunda y vibrante de Roy, tal como la recordaba. Su mano firme se posó sobre su pecho, a la altura de su corazón, como si con ello intentase transmitirle toda su energía — Te has esforzado mucho y vas por buen camino. Un poco más, hija mía. Un poco más.

    — Conoces la montaña, mi pequeña Saeth. — complementó Yvonne, sujetando su mano con un apretón fuerte. Era una mano tan segura como dulce, tierna y fiera al mismo tiempo. — Falta poco, debes esforzarte más. Ya casi sales del peligro.

    — ¿Y qué más da? — frunció el entrecejo sin poder controlarlo. Su voz se quebraba nuevamente — ¿Qué se supone que haga? ¿Con quién se supone que busque ayuda? Yo no debería estar aquí, sino con ustedes…


    — Tu lugar es aquí, mi niña. Aún tienes cosas qué hacer. Búscalo a él. — Respondió Roy. — Ve al pueblo y búscalo a él. Él puede ayudarte.


    — Lord Chéstibor Zamochnik. — resonó la voz de Yvonne — Él puede ayudarte.


    — Háblale de su promesa, hermana. Él puede ayudarte. Sólo nos quedas tú… Sólo nos quedas tú…

    Las voces se fueron disipando en la lejanía hasta volverse ecos y, finalmente, fusionarse al canto de las aves y al susurro del viento.

    Para cuando despertó, notó que el sol se hallaba frente a ella. Su calor era más abrasador.

    Tenía los ojos hinchados y el cuerpo ligeramente entumecido. Se sentó pensando, todavía, en aquello que su familia había venido a decirle. Probablemente las almas de sus seres queridos seguían penando por la montaña. Aunque, también, era posible que hubieran buscado la puerta para llegar una vez más hasta ella y darle el impulso que le hacía falta. Tenían razón: ella se había olvidado por completo de muchas cosas importantes. Se había rendido apenas comenzada la batalla y eso no era digno de un Falkenhorst.

    «Mi padre puso su vida en peligro tantas veces. Él podía darlo todo por la gente que amaba, y así fue hasta el final. Solo una traición pudo cegarlo y arrancarlo de este mundo. Si mi padre estuviera aquí, estoy segura que él haría todo y más por evitar que esta tragedia se repita. Y mi madre… Mi madre siempre fue una persona de justicia y de palabra. Jamás la vi rendirse, ni siquiera cuando le arrebataron a mi padre. Ella continuó enseñando a mi hermano porque confiaba en que él llevaría la memoria de mi padre en lo alto. Sé que jamás se rendiría si estuviera en mi lugar. Hermano… Estabas tan orgulloso de tu herencia. Querías hacer realidad aquella obra inconclusa que dejó papá. Tuviste errores, como todos, pero jamás permitiste que tu gente resintiera las carencias. ¿Y yo?» Miró sus manos. Estaban heridas y sucias, pero habían dejado de temblar. «¿Acaso dejaré que el orgullo de mi sangre sea enterrado y olvidado? Soy la última Falkenhorst, descendiente de la Dama Cristal, vencedora y guerrera en nombre del único Dios Verdadero…Además de temblar y llorar, ¿qué hice por mi pueblo?»

    — No puedo quedarme aquí… — se giró sobre sus rodillas y luchó por volver a ponerse de pie, plantando el pie izquierdo con fuerza. — No puedo, no debo… ¡Tengo prohibida la derrota! Por mi madre, por mi padre, por mi hermano… — apoyó el segundo pie, manteniendo el equilibrio e irguiéndose lentamente. Estaba aporreada, pero, de algún modo, con el ánimo renovado y una misión que no podía (y no debía) ignorar. Se aseguró que la espada de Roy siguiera en su cinto. Tal como su madre se lo había dicho, ella conocía el camino y no había por qué seguir demorando el arribo a Tanessi, una de las llamadas Ciudades Gemelas, jurada y rendida ante el reino de Cristenio. Allí, buscaría al lord protector.

    Esta vez no esperaría la noche, pues consideró que estaba lo suficientemente lejos de los selenitas. Por primera vez desde la noche del ataque, podía hacer de lado el velo del terror y ver con claridad el orden de las cosas que debía hacer. Así, retomó su marcha al sur. No tomó el viejo camino, pues era probable encontrar algún legionario de Hervé merodeando por el lugar. En su condición de “hija del traidor” — que era como el rey se refería a Roy —, debía cuidarse de los cristenitas tanto como de los selenitas.



    Al cabo de unas horas, pudo salir de las faldas de la montaña. Los cultivos de trigo y cebada se extendían ante su mirada como interminables campos de ensueño, tal como siempre había sido en tierras del rey. Los rayos del sol teñían con debilidad el cielo, coloreándolo de tonos rozados, anaranjados y violetas. Saeth lo miró ocultarse y sintió como si su familia le sonriera y se despidiera de ella. Al igual que el sol, sabía que si volvía a necesitarlos ellos regresarían, tal como lo habían hecho justo cuando estaba por rendirse.


    II​

    El pueblo apagaba su actividad lentamente al tiempo que las casas encendían las velas y hogueras. El aroma a jazmines invadía las callejuelas empedradas. Había sido un día ajetreado tanto para los comerciantes como para los agricultores, y no había mayor recompensa que poder disfrutar un trozo de pan y un tazón de sopa antes de ir a dormir.

    Saeth anduvo un rato por las calles buscando a cualquiera que pudiera indicarle dónde encontrar el castillo de Zamochnik y rezando por no haber olvidado o confundido aquel nombre que su familia le había mencionado con tanta insistencia. Hacía años, cuando era muy pequeña, Roy le había presentado al hombre en cuestión. No recordaba con claridad su rostro, pero sí que era buen amigo de su padre y que parecía un tipo de honor, al igual que el pelirrojo. De no ser por la visita que su familia le había hecho esta mañana, seguro habría pasado por alto aquel dato.

    Admiró por breves instantes la belleza de las casas que sea alzaban generacionalmente en la, ahora, ciudad de Tanessi. Era un poblado que crecía a pasos agigantados y eso solo podía deberse al buen manejo de su señor feudal. Se preguntó, fugazmente, si quizá La Villa habría podido llegar a ser como Tanessi. Quizá solo era cuestión de trabajo y paciencia. Era una visión hermosa que, cruelmente, le había sido arrebatada de tajo.

    Estaba tan inmersa en su pensamiento, que no notó la luz de un cantil que se acercaba lentamente a sus espaldas.

    — ¿Quién anda ahí? — Se alzó una voz masculina firme y autoritaria, provocando que la pelirroja diera un respingo y se girara hacia el hombre.

    — Hola… Yo… Mi nombre es Saeth… — hizo una pausa. Pensó que revelar su casa inmediatamente no sería buena idea, pues no sabía si estaba cruzando con amigo o enemigo.

    Notó entonces que eran dos hombres los que estaban frente a ella, solo que el segundo se había limitado de decir cualquier cosa y se mantenía a espaldas del primero, con la mano lista sobre el pomo de su espada. Simplemente la observaba con detenimiento de pies a cabeza. El escrutinio en su rostro injuriaba con claro repudio a la joven que tenían frente a ellos. Saeth tenía facha de vagabunda o algo peor, cubierta de lodo, hojas secas y heridas en varias partes de su cuerpo. Al guardia no le interesaba en lo más mínimo lo que pudiera sentir o pensar respecto a la obvia crítica de la que le estaba haciendo objeto. Total, la extraña allí era ella y los portadores de la justicia, eran ellos.

    — ¿Qué se supone que haces a estas horas aquí, merodeando el pueblo? Jamás te había visto.

    — Debo disculparme por las molestias. Busco al Lord Protector.

    — ¡Ah, claro! Seguro que te llevaremos hasta él. ¡Te apuesto a que nos invitará a comer pastelillos y a contar cuentos junto a su hoguera! — el tono sarcástico fue acompañado de un gesto muy claro en su rostro. Había dado la orden a su compañero de sujetarla.

    Tal cual lo supuso, el segundo hombre se abalanzó sobre ella atándole las manos a la espalda y despojándola de su única posesión: la espada de su padre.

    Lo siguiente que sintió fue el impacto seco contra la pared de una de las casas, seguido de su gemido sofocado. De nada le valía luchar. Por alta que fuera, aquel hombre le superaba tanto en tamaño como en fuerza. Aún si no hubiera estado herida, tenía la pelea perdida.


    — Te llevaré al cuarto de invitados, pequeña. Disfrútalo, porque será tu morada hasta que las leyes dicten lo contrario.

    El recorrido a través del pueblo fue presuroso, pues los hombres tiraban de la soga, más en afán de hacerle caer que con la intención de llegar rápido al calabozo.

    A diferencia del resto de ciudades, que mantenían los calabozos en el castillo feudal, Tanessi tenía una edificación exclusivamente destinada a albergar a delincuentes. La cárcel quedaba de espaldas a la montaña y cercana al río.

    Saeth admiró la magnitud del edificio, aunque no pudo detallar la estructura. El enorme rastrillo se elevó sobre sus cabezas, revelando frente a ella el patio musgoso y cantidad de celdas. Eran tres niveles con un patio central que daba vista completa desde cualquiera de ellos. Las antorchas colocadas en los pilares apenas daban iluminación suficiente al terreno, porque en realidad no estaban todas encendidas. Quizá tres de cada diez se hallaban en uso. Aún así, el que la guiaba dejó la lámpara colgada en uno de los muros.

    Las siluetas dentro de cada celda se movían curiosas. Pudo adivinar que los moradores se asomaban para tratar de mirarla, pero no decían nada. Sólo observaban.

    — Esta será tu habitación, niña bonita. — La arrojó su guía apenas el más serio abrió la reja.

    — ¿Por qué se supone que me encierran? Comprendo que soy una desconocida a altas horas dentro de sus tierras, pero…

    — ¿Por qué íbamos a darte una explicación? Te quedarás aquí porque nosotros lo hemos decidido. Y saldrás de aquí cuando nosotros lo consideremos.

    — Se los suplico, el Lord Protector debe saber que estoy aquí. Mi padre…

    — Mañana se verá. Cierra la boca y duerme.

    Ambos hombres se retiraron a paso lento, retomando la farola del muro para salir de vuelta a sus rondines.

    Además de ellos y los prisioneros, se distinguían a medias las siluetas de otros posibles guardias. Nadie hablaba.

    Sin más, pensó que quizá aquello era lo mejor. Después de todo, no tenía un sitio claro al cuál llegar y dormiría, probablemente, bajo algún carromato o árbol cercano. Ahora tenía, en cambio, un pequeño recoveco en el cual acurrucarse sin peligrar ante fieras o insectos. Por lo menos eso era lo que su inocencia le daba en creer.

    Al amanecer, el golpe seco de martillos sobre yunques y los vibratos del acero forjado le hicieron recobrar conciencia. De día, pudo distinguir mejor la explanada y la cantidad de hombres habitando el edificio. Había muchos soldados, quizá unos cien o hasta doscientos. Algunos vigilaban desde las torres de la prisión, mientras que otros caminaban de un lado a otro en secciones específicas. Llevaban los cascos puestos y las espadas fajadas, así como cotas de malla y hombreras.

    Por su parte, los prisioneros eran variopintos. Unos lucían desgraciados y a punto de desfallecer, y otros parecían lo suficientemente fuertes como para desatar un motín en el momento que les diera la gana. Algunos tenían el terror y la desesperanza tatuada en el rostro, y alguna minoría se resignaba a su vida entre los muros de piedra.

    Los más fuertes trabajaban en la fragua, subyugados por la mirada viperina de los guardias a cargo. Saeth supuso que debían ser muy estrictos para lograr la proeza de someterlos con tan solo su presencia.

    En general, los prisioneros se mantenían realizando labores diversas. Iban encadenados de manos, de pies o hasta con grilletes en el cuello, dependiendo la actividad que se les asignara. Desde limpiar las caballerizas —que recién notaba bastante extensas—, preparar alimentos, asear las celdas o asistir a guardias en aparente entrenamiento. De entre todo, lo que más brincoteó en su pensamiento al finalizar el análisis, fue el hecho de ser la única mujer encerrada en aquella cárcel.

    — ¿Qué estás haciendo? ¡Sal de ahí! — ordenó un hombre alto, vestido con armadura y casco, mientras azotaba la reja.

    Sobresaltada, Saeth se puso de pie dificultosamente y obedeció. Su cuerpo tomaba una postura encorvada sin que ella tuviera control del mismo. El labio inferior le temblaba, aunque no sabía si era por haber dormido en el frío lodo de su celda o si era por miedo a lo que podría venir. O probablemente fuera que la estatura del guardia le hiciera recordar, inconscientemente, a los selenitas.

    El soldado le sujetó bruscamente y colocó un par de grilletes en sus muñecas.

    — ¿Qué se supone que vamos a hacer contigo? Esos idiotas no debieron traerte aquí. ¡Anda a los hornos y ayuda al panadero, inútil!

    — ¿Cómo propone que ayude a quien sea estando esposada…?

    La mano enorme y tosca del hombre aterrizó sobre la mejilla de la joven, haciéndole dar medio giro para aterrizar de boca al lodazal.

    — ¡Hablas cuando yo te diga que lo hagas, idiota!

    Sacudió la cabeza para alejarse un mechón de la boca, y escupió el lodo que había tragado. La mejilla iba a reventarle de dolor. No la veía, pero sabía que estaba enrojecida, podía sentirlo. La mitad de su rostro estaba entumido.

    Se puso de pie con lágrimas nacientes, pero negándose a dejarles caer, y se colocó de frente al hombre, con la vista clavada a sus ojos. La frente en alto.

    «No hagas estupideces, Saeth, contrólate…»

    Un segundo impacto llegó a su otra mejilla, infligido por el dorso de la misma mano que ya le había hecho daño. Esta vez, si bien tampoco lo esperaba, pudo oponer la fuerza suficiente para no caer de nuevo. Sintió cómo su labio se hinchaba al tiempo que algo brotaba de la comisura. Su barbilla tembló y las aletas de la nariz insistían en elevarse a la vez que su entrecejo. El primer par de lágrimas cayó al fango y se odió por ello. Al parecer, su postura había resultado demasiado retadora para el uniformado. Tuvo más cuidado al levantar de nuevo el rostro, evitando el contacto visual con él.

    — Parece que entiendes rápido. Ve con el panadero y dile que te envío yo. Si le eres útil, que te ponga a hacer algo. Y si no… — dejó inconclusa su frase y se alejó caminando a paso firme.

    Sin más, la pelirroja obedeció. Encontrar los hornos no era difícil si seguía la columna de humo y el aroma, además de que temía entablar conversación con cualquier otra persona.

    Por su parte, el enorme soldado atravesó la explanada en un par de zancadas y llegó hasta el salón de los guardias. Se paró frente al pesado par de puertas de madera tallada, custodiada por dos vigías que le abrieron inmediatamente.

    Al interior del salón, se hallaba una gran mesa con sillas alrededor, una chimenea enorme y diversas estanterías con libros. Allí, aguardaban algunos hombres canosos que discutían y bebían vino.

    — ¿Qué sucede, Wolten? Te ves ofuscado… — le sonrió uno de los sujetos.

    — ¿Acaso no han visto lo que trajeron ese par de idiotas, anoche?

    — Traían un prisionero.

    — Querrás decir una PRISIONERA. Saben perfecto que aquí no enjuiciamos mujeres, para eso está la Cohorte de Zamochnik.

    — Por supuesto. Todo inválido, anciano o mujer es competencia de la Cohorte. Probablemente regresen por ella hoy. Quizá no querían caminar hasta el castillo. Y… ¿Eso es todo? ¿Eso te ha hecho enojar? — soltó una carcajada que invitó al resto a seguirle.

    Wolten, sin embargo, se mantuvo serio. Para él, las irregularidades en el trabajo de los dos veladores estaban volviéndose más frecuentes e incómodas. No habían registrado a la prisionera, no dieron un motivo para aprehenderla, ni siquiera le informaron que la llevarían. De haber estado despierto cuando arribaron a dejarla, él les habría negado la entrada. Pero no había sido así. Tenía una prisión completa qué vigilar y mantener a raya y daba la impresión que nadie se lo tomaba en serio. El Consejo, que era aquel puñado de viejos, solo estaba para comer y beber a sus anchas todo el día, y para llevar alguna prostituta de vez en cuando. Eran ocasiones discretas y muy contadas, pero por demás incómodas para Wolten. Si tan solo Lord Chéstibor le prestara más atención a las necesidades de la prisión…

    El hombretón se dejó caer en una silla, quitándose el casco y frotándose los ojos con hastío. Tantos problemas, tantas carencias, tantas necesidades… Por mucho que le pesara, tendría que buscar o mandar traer a los dos veladores culpables del encierro de la pelirroja. No quería tener la responsabilidad de una mujer entre los cientos de reos. Y de paso aprovecharía para solicitar, una vez más, la audiencia que tanto pedía con Lord Zamochnik.

    Inhaló profundamente, cerrando los ojos y reteniendo el aire, para luego exhalar en un gesto de auténtico cansancio. El Consejo lo observaba, divertido, pero él los ignoró a todos. Puso la vista en los travesaños del techo, como buscando una respuesta o una pista en ellos. Detestaba admitirlo, pero necesitaba ayuda con su cargo. Alguien debía haber entre los conocidos de Zamochnik que pudiera apoyarlo del modo que él tanto quería. Alguien con la ética suficiente, las virtudes y la entereza para evitar el eminente derrumbe de la prisión. Alguien que comprendiera su visión —y la del propio Chéstibor— respecto a lo que una prisión debe ser y a la misión de esta.
     
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    Agus estresado

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    Hola. Paso a comentar el capítulo. Tengo que decir que fue bastante agradable de leer, a pesar de haberse centrado únicamente en el punto de vista de Saeth.

    Como este capítulo solamente contó su punto de vista de la historia, mi comentario no será muy largo. Se ve que Saeth sigue teniendo presentes a todos sus familiares, ya sea bien porque ha enloquecido o porque sus espíritus siguen presentes. La forma en la que describes como se siente al caminar es excelente y muy acorde a la situación. Ella es la única que queda con vida de su gente, y vivir con ese recuerdo, mucho más doloroso sabiendo que fueron los selenitas que su padre tanto admiraba y no los cristenitas de los que se separaron, seguro será un golpe duro que será permanente. Aunque no haya sido parte del plan de los selenitas, lo cierto es que el plan de Arubino podía haber fallado al involucrar a los prisioneros en un ataque así sin tener información de quienes eran a los que iban a atacar. Y bueno, las cosas pasaron como pasaron.

    Sin importar la razón, la familia de Saeth la guió a su encuentro con Chestibor, cosa que se aprecia, ya que se da una pequeña información de por qué él es tan importante para la chica de Falkenhorst, y por qué Saeth lo buscó, cosa que en la historia original no fue contada. Eso le da muchos puntos a este reinicio.

    Por último, me sorprende la introducción de un personaje como Wolten. Él en la versión anterior no estaba, o al menos no lo recuerdo, por lo que será interesante ver qué tipo de rol le hayas preparado para esta parte. Asumo que será importante, de lo contrario, no le habrías dado un nombre, pero una cosa es ser importante y otra es ser un personaje principal.

    Como dije, este capítulo será muy breve por haberse centrado en el viaje de Saeth tras la masacre que sufrieron los suyos. Quedo a la espera del siguiente. Saludos.
     
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  17. Threadmarks: Capítulo V
     
    Hada Negra

    Hada Negra Faith das Schwarze Fee

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    ¡Buenas noches! Les traigo la actualización de esta historia, esperando que sea de su agrado. Recuerden que toda opinión y crítica es bienvenida. ¡Nos leemos próximamente!


    Capítulo V



    Había cabalgado durante algunas horas. Escuchaba el golpe acompasado de los cascos contra el camino empedrado, seguido del trinar de las aves y el canto de algunos gallos por cada rincón de la ciudad. El vaho salía de su boca y sentía la punta de la nariz helada. Pese a todas las prendas que llevaba debajo, el frío seguía calando y, aún con ello, ya se veía gente labrando la tierra. Así eran las mañanas en Tanessi, y lo amaba. Amaba ese algo tan característico de sus habitantes; ese ímpetu trabajador y las ganas de salir adelante. Y lo tenían todo para lograrlo: las tierras, los ánimos y la protección de un lord justo que, pese a estar jurado a la corona, defendía con su vida a cada habitante de la ciudad. Parecía un mundo aparte: mientras en el resto de las ciudades y pueblos cristenitas el yugo del rey pintaba una sombra sangrienta y desalentadora en la mirada de todos, las tierras de Chéstibor Zamochnik brindaban un bálsamo fresco y mentolado que desinflamaba los golpes constantes de La Corona. Por eso es que le molestaba tanto saber que día con día surgían más “delincuentes” y llenaban una prisión que, si bien era grande, no estaba destinada a llenarse tan rápido.


    Su armadura reflectaba los escasos rayos de sol, aunque aquellos que lo conocían podían asegurar que lo que le hacía brillar de tal modo era su orgullo, pues se trataba de una pieza que le había costado no sólo dinero, sino también mucho esfuerzo. Recordaba con cariño todos aquellos entrenamientos: los días y las noches de constante ejercicio y estudio cuando pasó de ser un insignificante mozo de cuadras a escudero del propio Lord, quien lo había recogido y cuidado como a un hijo. Probablemente porque nunca había podido tener uno propio.

    Aquella aparente aventura juvenil embarneció hasta llevarlo frente al rey a prestar juramento. El buen Chéstibor lo asistió como su padrino durante todo el proceso y era, sin dudas, el momento que más atesoraba con más cariño en sus memorias.

    Aquel hombre al que tanto admiraba, sin embargo, iba en descenso. Uno muy estrepitoso…

    Zamochnik no era tan viejo, pero ya se sentía cansado. Se había dedicado en cuerpo y alma a sus tierras, mismas que había heredado en una línea de doce lores anteriores. Mas triste era la vida, pues su gran sueño de criar a un hijo para heredar Tanessi se había ido atado a la pata de algún cuervo que jamás trajo respuesta. Tenía dos hijas legítimas y, al menos, otras seis vagando por ahí, fruto de su amorío con diferentes mujeres. Parecía una maldición o una muy mala broma de parte de “los dioses”, como solía decir él. Wolten, por su cuenta, se inclinaba a creer que sí era una venganza. Una que venía de el único y verdadero Dios y que castigaba a Zamochnik por no reconocerlo como tal. Habían hablado un par de veces al respecto, pero el lord se negaba a otorgarle ese punto.

    Wolten sonrió con sólo recordarlo. Vaya que Chéstibor podía ser un hombre necio en ocasiones.

    Levantó la visera del yelmo, observando a lo lejos el castillo. En su época, había sido una construcción magnífica. Quizá seguiría pareciéndolo de no existir la prisión, pues ahora rondaban las mismas dimensiones o, por lo menos, unas demasiado similares.

    Se rascó la barbilla con el dedo anular antes de bajar la visera de nuevo y continuó el camino. Pronto, los guardias le dieron la bienvenida y levantaron el rastrillo. Wolten saludó inclinando ligeramente la cabeza.

    — ¡Wolten, es usted…! — saludó una joven rubia sin poder hacer pasar su gusto como simple sorpresa. Su mirada se llenaba de luz cada vez que veía al caballero de melena negra.

    — Lady Elin, qué gusto verla. — hizo una reverencia hacia la doncella, que no era otra más que la hija menor de Chéstibor. — He venido a buscar a su padre.

    — Él está… Bueno… un poco ocupado. — hizo una mueca entrecerrando el ojo derecho. — Se encuentra en las caballerizas traseras. Un viejo “amigo” suyo ha venido a verlo.

    — Vaya. Parece que su padre es muy solicitado desde las primeras horas, mi lady. — desmontó el caballo. Al girarse hacia ella, quedó a pocos centímetros suyos deslumbrándole con la sonrisa de lado que tanto cautivaba a la joven. Y lo sabía.

    La muchachilla contuvo un suspiro y disimuló bajando la mirada hacia un costado mientras acomodaba un mechón tras su oreja derecha. Su sonrojo hacia palidecer las brasas de cualquier fragua.

    — ¿Está usted bien, mi lady?

    — S-sí… Lo estoy. Iré a cumplir mis deberes, si me lo permite usted. Ya le he dicho dónde puede encontrar a mi padre.

    — Se lo agradezco mucho.

    Era un hombre innegablemente atractivo para muchas jóvenes de Tanessi. Alto, atlético, hombros anchos... Se estaba dejando la perilla, además.

    Una verdad que permanecía sin mención entre la gente del castillo era que Chéstibor veía a Wolten como su futuro yerno. Sería el heredero de Tanessi una vez que se casara con su hija, Elin. Incluso, era muy probable que heredara también las otras tierras del lord. Después de todo, conocía a Wolten mejor que nadie y era la mejor manera de evitar que su legado familiar cayera en manos de una casa oportunista. Sin embargo, ello no le hacía mucha gracia a la Señora Zamochnik, quien prefería saber a su hija casada con algún lord en vez de con un naciente caballero, venido de Dios sabe dónde. A Elin no le desagradaba la idea. Había pasado sus días y noches suspirando por el pupilo de su padre desde que era muy niña.

    Wolten llegó finalmente a las caballerizas traseras y se retiró el yelmo, pasando los dedos entre los mechones para peinarse un poco. Tal como Elin se lo había dicho, Chéstibor se hallaba conversando con un hombre —desconocido para él— de edad muy similar. El sujeto vestía ropas elegantes y no portaba espadas ni armaduras. Parecía ser algún político de la capital. Chéstibor lo escuchaba con la mirada baja, un poco triste si podía decirse.

    — Es por el bien de todos, Chéstibor. — recalcó el hombre tras dirigir una mirada fugaz sobre Wolten para luego estrechar la mano del lord y retirarse. Chéstibor no respondió.

    El hombre pasó junto a Wolten, siendo recibido por otros más jóvenes a los que el caballero no había visto.

    — ¿Está usted bien, mi lord?

    — Estoy bien… — respondió sin ánimo, con las manos en la cintura. — ¿Tienes tiempo de un par de copas?

    — Claro que sí, mi señor.

    Se dirigieron a una mesa cercana, bajo la palapa favorita del lord. Siempre tenía las copas listas y la jarra de vino bien frío. Le sirvió al muchacho y luego hizo lo mismo con la suya. Tardó más llenándolas que vaciando la propia.

    — El rey se niega a darme otra prórroga, Wolten. —habló cabizbajo — Seamos honestos: no puedo con este paquete. Malamente me doy abasto con mis tierras. No puedo con Tessenia.

    — ¿El rey ha vuelto a reclamarla?

    — Así es. Desde que Jürgen la abandonó, ha querido dársela a alguno de sus allegados.

    La noticia no era nueva, pero impactaba a Wolten. De pronto, vio su futuro como lord de una ciudad y no de dos, como siempre lo había creído.

    — Mi lord, ya le había dicho que puedo trasladarme a Tessenia y hacerme cargo de ella.

    — El rey no quiere eso. Se lo propuse, hijo. Más de una vez.

    — ¿A quién le dará esas tierras?

    — No lo sé. A cualquier lamebotas que se de cuenta de la oportunidad.

    Wolten no comprendía del todo la necedad de Chéstibor por mantener Tessenia a su cargo. Sabía que, si podía retenerla, entonces pasaría a ser suya al casarse con Elin. Pero, de no resultar así, tampoco se sentía del todo perdido. El lord debía tener algún secreto en aquellas tierras. Era lo único que podría justificar ese afán. Quizá fuera otra familia a la cual mantenía en secreto, y no era algo descabellado. Chéstibor mantenía contacto con sus relaciones extramaritales y mantenía a sus hijas lo mejor que podía. A final de cuentas, ni las niñas ni las mujeres tenían culpa de su mala suerte en concebir un varón.

    — En fin. ¿A qué debo tu visita, muchacho?

    — Mi lord, se trata del Consejo. De ellos y de todo lo que ocurre a nivel de leyes y orden en Tanessi.

    — ¿Qué ocurre?

    — Mi lord, la prisión está a tope. No tenemos espacio para más reos y los guardias de la ciudad los siguen trayendo. Incluso han llevado a una mujer.

    — ¿Una mujer? Ella está bajo mi juicio, no del Consejo.

    — Exactamente, mi lord.

    — Yo no he sabido que la delincuencia se desate en Tanessi, Wolten.

    — No lo ha hecho. Simplemente traen gente de Dios sabe dónde y llenan sus formas con historias ridículas. Algunas resultan, de hecho, inverosímiles. Es por eso que me urgía hablar con usted, mi lord. Sé que la idea de crear al Consejo es volver efectiva la ley… Pero están haciendo todo lo contrario.

    Chéstibor se sirvió una copa más de vino. Su mirada era triste y desesperanzada, hasta podía jurarse que había lágrimas contenidas en ella. Bebió y continuó hablando.

    — Mis descuidos están saliendo demasiado caros. Y lo peor no es eso, sino que al final ni siquiera tuve el resultado que quería. Vayamos a la prisión. Muéstrame qué es lo que te tiene tan intranquilo y pongamos una solución de una buena vez.

    Todo había sido dicho con el mismo gesto en su cara, sin siquiera voltear a ver a Wolten.


    II

    Tenemos cerca de cuatrocientos prisioneros. De todos ellos, una tercera parte tiene historial comprobable, otro tanto tiene una historia poco creíble, y el resto ni siquiera tiene registro real. Tanessi y Tessenia cumplen una función ya sea como barreras contra cualquier invasión extranjera, o simplemente como limitantes contra posibles desertores y traidores. El rey Hervé no perdona la traición y contribuye con una cantidad proporcional a la cantidad de reclusos. Desea que nuestras tierras continúen la buena labor como azote y martillo de La Corona. Sin embargo, no hay una inversión clara de ese dinero. No en la construcción, no en la manutención. No en la remuneración de nuestros soldados. Los guardias y veladores han contribuido a acrecentar la población de la cárcel.

    Wolten hablaba fluido y firme todo lo que quería exponer al lord. El Consejo, que estaba en la misma sala que su señor feudal, escuchaba con profunda incomodidad la declaración del caballero que ostentaba el puesto como Guardia General.

    — La ciudad ha crecido demasiado. Pensé que sería bueno organizar de otro modo la aplicación de la ley, sin embargo… — miraba Chéstibor a los hombres del Consejo.

    — Mi señor, si me permite darle una explicación… — solicitó el más viejo de ellos. Chéstibor asintió sin quitarse la mano de la barbilla. — Tenemos cantidad de gente foránea merodeando la ciudad, así sin más. Sin oficio ni beneficio. La escoria de la capital ha venido huyendo de las leyes del rey y buscan el modo de mendigar para sobrevivir lejos del escrutinio real. Si usted va y pregunta a cualquiera de ellos, sabrá que ni siquiera son de aquí, mi lord. Sí, la depuración ha sido lenta, debo admitir… Pero le recuerdo que por orden de mi lord las ejecuciones deben ser la última instancia en casos difíciles. Ahora, si es por el dinero recibido, le propongo una fácil solución: podemos solicitar que, en vez de una aportación, el apoyo se haga deducible de impuestos. De cualquier modo, si mi lord desea revisar los libros de contabilidad, puede hacerlo. Encontrará todo en orden, se lo garantizo — hizo un ademán con la mano solicitando que alguno de sus colegas le pasara el último registro contable. — Aquí lo tiene, mi señor. Tenemos fondos suficientes. Quizá no lo ha visto reflejado en el edificio, pero sepa que mantener a cuatrocientos reclusos alimentados es costoso. Sin contar los sueldos de los guardias y su manutención.

    Wolten tenía el rostro completamente desencajado. Había pedido una explicación en muchas ocasiones y el Consejo se limitaba solo a decir que no había dinero, o que la ley era lenta cuando se aplicaba con justicia.

    — Wolten me ha hablado de la aprensión de una mujer. ¿Qué pasa con ella?

    — ¿Una mujer? — volteó a ver al resto del Consejo

    — ¡Ah! ¡La niña! — contestó uno de ellos.

    — ¡Oh…! ¡Oh, sí! — Se dio unos golpecitos en la frente, como si reprendiese su mala memoria.

    — ¿Niña? — observó Chéstibor a Wolten, enrarecido por completo. Su caballero había hablado de una mujer, no de una niña.

    — Sí, mi señor. Un caso menor. Anoche los veladores la sorprendieron tratando de hurtar una gallina, no muy lejos de aquí. Tenía un par de pertenencias robadas que ya se le recogieron. Los veladores no la llevaron a la Corte porque ya era demasiado tarde y porque estaban más cerca de aquí. De hecho, regresaron esta mañana a buscarla para dar el procedimiento correspondiente, pero no le vimos caso.

    — ¿A qué hora se supone que vinieron? — reclamó Wolten conteniendo el enojo.

    — A la hora que usted se fue a buscar al Lord Protector, mi estimado Guardia General. La niña es foránea, aunque no ha dicho mucho. No requiere mayor condena, a no ser, claro, que usted así lo ordene. Por lo pronto, le hemos permitido una ducha, la alimentamos y atendimos sus heridas. Venía en condiciones deplorables.

    Chéstibor había cambiado la expresión por completo y asentía mientras revisaba las hojas de contabilidad. Se sentía decepcionado de Wolten, no había necesidad de preguntárselo.

    — Me temo que nuestro estimado Guardia General ha estado bajo demasiada presión los últimos días, mi lord. En realidad, es él quien se ha comportado un poco por fuera de lo esperado.

    — Muy poco, en realidad. — habló otro de los consejeros al fondo de la sala, en supuesta defensa del joven.

    — ¡¿Que yo qué?! — saltó Wolten de su lugar, iracundo y completamente indignado por las acusaciones.

    — No es difícil de comprobarlo. Por favor — pidió a cualquiera del consejo. — hagan venir a la niña, para que nos ayude a corroborar los hechos.

    Casi de inmediato, Saeth fue ingresada al salón. Se veía golpeada todavía, sobre todo era su labio el que lucía más lastimado. Estaba limpia y se notaba menos temerosa. Por lo menos hasta que se encontró con la mirada de Wolten.

    — Mi niña, perdona que te moleste. Me disculparé con el panadero por ello. Necesito que me cuentes algunas cosas. Por favor, limítate a contestar sólo lo que te pregunto, porque nuestro lord lleva algo de prisa, ¿bien? Dime, pequeña, ¿eres de aquí?

    — N-no… — sus ojos rehuían la mirada de Wolten.

    — ¿Cuánto llegaste con nosotros?

    — Anoche…

    — ¿Vino alguien a buscarte esta mañana?

    — Sí, los guardias que me trajeron…

    — ¿Comiste algo, pequeña?

    — Sí, señor.

    — Por favor, dime, ¿qué te pasó en el labio? — Saeth se encorvó inmediatamente. — No, no, pequeña. Tranquila. Nadie te hará daño. Responde, por favor.

    — Me golpearon…

    — ¿Quién? ¿Fue acaso el caballero Wolten?

    Saeth no respondió. Ni siquiera volteó a ver a quienes le interrogaban. Cuando quiso levantar la mirada y se topó con los ojos de Wolten, se agachó nuevamente.

    — Ya está bien, pequeña. Puedes regresar a tus labores.

    Wolten se frotó la cara con desesperación. Todo lo que se había dicho era una verdad a medias o, por lo menos, contada muy a conveniencia del Consejo. Completamente cegado por la rabia que le invadía, dio la media vuelta y salió del salón. Chéstibor no intentó detenerlo. El viejo consejero se encogió de hombros y elevó las cejas.

    — Wolten es un hombre joven, mi señor. Muy capaz, sin dudas, pero inexperto y quizá un poco inmaduro. No quiero decir que el puesto que le ha dado le quede grande, pero quizá podría restarle un poco de responsabilidades y compartirlas con alguien más para aliviar su carga.

    — No nos molestamos por las acusaciones. — intervino aquel que supuestamente abogaba por el caballero. — Él solo hizo lo que creyó correcto en el cumplimiento de sus obligaciones. Creo que hablo por todos al decir que cualquiera de nosotros está dispuesto a tenderle una mano tanto a usted como al joven Wolten.

    — Les agradezco. — se levantó el lord. — Pensaré al respecto y les daré una resolución mañana mismo. Antes de irme, quisiera saber qué harán con la niña.

    — Pues hemos coincidido en dejarle estar aquí un tiempo, en lo que recupera sus fuerzas al cien por ciento. Al panadero le viene bien tener un ayudante y sé que los soldados podrán protegerla de cualquier intención maliciosa. A menos, claro, que usted proponga algo más.

    Chéstibor no se había tomado el tiempo suficiente para prestar atención a la pelirroja, pero algo en ella había llamado su atención. No pudo poner palabras a ello y sólo asintió en apruebo a la propuesta del Consejo.


    III


    Muy lejos de allí, más allá de donde los cristenitas y selenitas mismos conocían, continuaba su andanza la caravana enviada por Arubino a cargo de Athalwolf. Días y noches eternas habían pasado desde que el sacerdote partió de Selenia. Habían caminado montaña abajo, hacia el noreste, contemplando con miedo y nostalgia cómo el bosque desaparecía a medida que avanzaban. El sentimiento de desprotección les invadía en cada rincón del pensamiento. Estaban vulnerables. Propensos a morir lejos de sus hogares sin oportunidad de dar las últimas palabras a sus seres queridos. Era una derrota moral absoluta y Athalwolf se cuestionó si quizá era esa la idea de Arubino.

    «¿Le habré estorbado? ¿Por qué enviarnos a un viaje sin destino claro? Le está apostando al humo, y lo peor es que lo que apuesta son nuestras vidas… No. Debes dejar esos pensamientos, Athalwolf. ¡Enfócate!»


    No sabían cómo o en qué momento había ocurrido, pero para cuando acordaron, el infinito se dibujaba tanto al frente como a sus espaldas. El calor les hería los ojos y hacía que cualquier silueta en la lejanía danzara como si se burlara de ellos. Era una visión que solo habían conocido al mirar sobre el fuego.

    El sol se posaba sobre sus cabezas inclemente, sin árbol alguno que ofreciera sombra. La reserva de agua se había agotado y estaban comenzando a comer los frutos que llevaban en la carreta para, supuestamente, obsequiar a los exiliados.

    Los hombres, cansados y tullidos de dolor, miraban a Athalwolf suplicando la orden de volver sobre sus pasos, pero el sacerdote se negaba rotundamente.


    Las tierras de más allá de la cordillera resultaban más heladas por las noches y extremadamente calurosas durante el día. Aquella era una zona estéril, rocosa y absolutamente inhabitable. La vegetación crecía por manchones a lo largo del paisaje. No había señal alguna de asentamientos ni fuentes de agua.


    El sacerdote observó alrededor suyo, jadeando y limpiando el sudor de sus ojos con el dorso de la mano. Mantenía íntegro su hábito, pese a lo grueso y caliente que resultaba. Generacionalmente, los sacerdotes de la Diosa tenían prohibido despojarse de la túnica investida. Hacerlo sería equivalente a la renuncia de su religión, aunque claro que no había precedentes de sacerdotes selenitas en el desierto.


    «¿Acaso esto es todo, madre? ¿No hay nada más para nosotros?»

    El carro con los presentes les pesaba demasiado, aún estando más vacío que al principio. Los pies de cada uno iban sangrantes y ampollados. Ardían como si pisaran carbones encendidos.

    Detuvieron su andar y se sentaron donde primero pudieron.

    — Mi señora, danos fuerza… — elevó la plegaria uno de los hombres a punto de desfallecer.

    Athalwolf lo vio con tristeza. Se sentía conmovido. Aquella era la razón por la cual no debía darse por vencido pues, a pesar de las dificultades, su gente seguía procurando la comunión con Selene. Eran un pueblo noble y creyente.

    Entonces, recordó la oración que los antiguos rezaban cuando la adversidad les abatía. Lo único que necesitaba era un poco de agua para hacer contacto con su señora, pero… ¿agua? ¿A mitad del desierto? ¿De dónde?

    El vínculo entre Selene y sus hijos era el agua, y no había ni gota de ella. Esa era una razón más que les hacía sentirse abandonados. Su gente necesitaba un impulso. Era urgente.

    Tomó un plato de entre los “obsequios a los exiliados” y lo puso bajo su barbilla. El sudor escurría abundantemente por su frente y mejillas, y comenzó a acelerar su descenso restregando el pulgar contra su piel. Sus compañeros lo miraron, extrañados. Él rezaba con los ojos cerrados a la espera de colectar lo suficiente. Una vez lo hubo conseguido, colocó el tazón en el piso y se abrió el dedo medio con la punta del puñal que llevaba siempre oculto en la cintura. No era un pinchazo, sino más bien una herida alargada a la cual le clavó la uña del pulgar para abrir la carne y dejar gotear con más facilidad la sangre.

    Mantuvo el brazo recto e hizo oración en voz baja.

    «Madre de los Cielos, señora protectora, piadosa, bondadosa: vengo a ti implorando la fuerza y la inteligencia para vencer a mi enemigo. Ayúdame a dar ese salto que necesito. Brinda tu fuerza al hijo que suplica y que poco ha hecho para merecerte, pero que se compromete a ser tuyo en esta vida y las vidas siguientes… Frömmigkeit und Stärke. Wer lebt, soll sich durchsetzen. Diejenigen, die kämpfen, lassen sie ihre Herzen für den Muttermond opfern. Amen. »1

    Jamás habían visto el ritual ni escuchado aquella oración. A decir verdad, poco habían entendido de ella. Parte porque lo dijo casi como un susurro, parte porque usaba palabras antiguas. Aún así, les quedaba claro que su líder de misión estaba entregado en cuerpo y alma a ellos, y que no les abandonaría fácilmente.

    Al terminar su rito, la parte siguiente tomó por sorpresa a los hombres de la luna… Athalwolf les entregó el tazón: tendrían que beber de él.

    — Sé que no es agradable, pero podría salvarnos la vida. Debe alcanzar para todos, así que solo se mojarán los labios.

    Así lo hicieron. Cerraron los ojos y uno por uno fue probando el sudor ensangrentado.

    El rito de curación estaba reservado sólo para el rey —antes patriarca— y su familia. Había hecho eso antes para Addaí, aunque ya parecía designio de la diosa el recoger al cansado rey.

    La tarde fue cayendo lenta y tortuosamente. Ahora, el frío era el que calaba a los acompañantes de Athalwolf. Dormitaban tanto como les era posible acurrucado uno junto al otro, temblando. Sería hasta el amanecer cuando se dieran cuenta de que el sacrificio de Athalwolf había funcionado.

    Miraron sus manos sanas al igual que sus pies, y sintieron la fuerza suficiente para andar por otro rato. No sentían hambre ni sed. Se observaron maravillados los unos a los otros para luego volver la mirada al sacerdote, que aún no despertaba.

    — ¿Señor? — le sacudieron del hombro. Al ver que no respondía, la preocupación les fue invadiendo. — ¿Señor? ¡Despierte!

    — ¿Qué hacemos? ¡No se nos ocurrió darle a beber a él también!

    — ¡Despierte, por favor! — daban palmadillas suaves en su rostro. Estaban tan distraídos, que no sintieron la presencia de extraños rodeándoles.

    De pronto, se vieron apuntados con lanzas y cuchillos. Había demasiados hombres mirándolos. Llevaban el torso apenas cubierto por telas ligeras. No era ropa como tal, sino más bien parecían túnicas o capas que se abrían con el viento, dejando ver la piel tostada y rojiza bajo ellas. El sudor les escurría por el cuerpo, corriendo sobre cicatrices hechas con patrones específicos.

    Los selenitas enmudecieron instantáneamente, levantando los brazos en señal de rendición.

    — ¿Qué hay aquí? Vaya que es raro encontrar gente por estos lares. ¿De dónde vienen? — el hombre que les hablaba era tosco y barbudo. El vello en su rostro estaba cubierto de arena y sudor, y parecía que llevaba toda su vida sin conocer lo que es una ducha.

    — Por favor, no nos ataquen… Venimos en son de paz…

    Los extraños estallaron al unísono en una carcajada que les hizo doblarse.

    — Pues lo parece, sí. Pero no me responde la duda, muchacho. ¿Qué demonios hacen aquí?

    — Son perritos… — susurró alguien a espaldas del barbudo.

    — ¿Perritos? — repitieron todos con sorpresa. Los selenitas no sabían qué contestar.

    — ¿Acaso es verdad eso? — continuó el de la barba sucia — ¿Son perritos?

    — No entiendo, señor…

    — Los de Selenia. Ya sabes, los lamebolas de Hervé. — sonrió con gran descaro. La caravana, por su parte, parecía indignada con aquella descripción. —¿Lo son o no?

    — Pues… Venimos de Selenia, es cierto. Pero no somos eso que dice...

    — ¿Que no? ¿Ya lograron su absoluta independencia? ¿Ya no pagan por su libertad al rey?

    — Bue-bueno…

    — Entonces sí lo son. Son una jauría de perros golpeados y humillados, del tipo que mueve la cola y le enseña la panza a sus captores con tal de que no les de una paliza. ¿Y qué hacen aquí? Están algo lejos de su cuevita, ¿no?

    — Hemos venido… — susurró Athalwolf con debilidad. No podía ni abrir los ojos, pero estaba escuchando todo. — Hemos venido a buscarlos y a hacerles una propuesta…

    — Este perrito se está muriendo. Alguien deme agua. — Estiró la mano derecha a su costado e inmediatamente recibió un pellejo lleno.

    Athalwolf se sujetó con desesperación y bebió. Cuando recordó que su gente seguía sin probar ni gota y que, además, podía ser víctima de alguna treta, devolvió el pellejo.

    — ¿Qué clase de propuesta, perrito?

    — Llévanos con tu líder y se los diré a detalle. Es algo que les conviene tanto como a nosotros.







    1. Oración de poder: Piedad y fuerza. El que vive, que prevalezca. Los que luchen, que sacrifiquen sus corazones por la madre luna. Amén.
     
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    Vaya... El texto siempre se ve más largo en Word ;-;
     
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    Hola, paso a comentar el capítulo.

    La verdad es que me ha gustado bastante, siendo el capítulo que más me ha gustado hasta el momento. La narración ha estado muy bien, y ver varios puntos de vista en un solo capítulo es agradable, ya que la trama no se siente como si estuviera moviéndose bruscamente. Me sorprendí cuando vi a Wolten, ya que él no era un personaje de la versión anterior (o al menos no llegó a aparecer) y en este capítulo fue protagonista de uno de los segmentos del capítulo, y también tuvo su aparición en otro. No recuerdo muy bien, pero creo que en la versión anterior, Chestibor no tenía herederos, pero tampoco se veía sumergido en dicho problema. Por lo que se puede observar, parece que Chestibor no conoce a Saeth, por lo cual es bastante extraño que "los fantasmas" de su familia le sugirieran ir allí. Lo que me asombró bastante fue que Saeth no dijera nada sobre su pueblo y su identidad, aunque quizá quisiera hacerlo estando a solas.

    La historia de Wolten tiene algo de sentido, y el hecho de que fuera a convertirse en el heredero de las tierras de su suegro será interesante, ya que le tocará a él lidiar con cosas como el trato que Hervé les da. Si él está algo alterado por ver que la prisión se está llenando de gente, no quiero imaginar cuando él sea dueño de las tierras y deba gestionar una extensión mayor de terreno.

    Lo que me ha gustado de este capítulo, y creo que fue lo que hizo que me gustara más que los demás, fue que se mostraron cosas que son comunes al mundo de la historia, tal y como la corrupción del consejo, quienes en pocas palabras demostraron lo mentirosos que pueden llegar a ser; y por otro lado, la fé de los selenitas, o por lo menos de Athalwolf. Otro aspecto interesante ha sido la oración y el "milagro" que ha logrado crear para sanar a los suyos. Ahora que se ha encontrado con los hombres del desierto, estoy seguro que de entre ellos saldrá algún otro personaje interesante a tener en cuenta. Siendo así, estoy esperando porque ese momento llegue.

    En fin, por el momento eso será todo. No creo haber observado errores. Será hasta la siguiente ocasión. Saludos.
     
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