Vidas rotas

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por Lionflute, 17 Enero 2016.

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    Lionflute

    Lionflute Usuario popular Comentarista empedernido

    Aries
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    4 Marzo 2006
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    682
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Vidas rotas
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    4016
    CAPÍTULO I
    Adriana


    Se levantó de su cama con los ruidos de todas las mañanas. El camión del gas que pasaba por afuera con su percusión odiosa de agudo sonido metálico y su madre llamándola a comer. Se puso de pie sacándose la modorra a estirones y bostezando aún por haberse quedado despierta hasta tarde mirando el techo, pensando en tantos futuros mejores. Entró al baño y, luego de limpiar el vapor de agua que había en el espejo por la anterior ducha de su hermana, se miró al espejo y, como de costumbre, odió todo lo que vio. Desde que cumplió los trece y comenzó a notar que su cuerpo cambiaba, pensó que con el pasar de los años podría acostumbrarse a los cambios, pero cada día era peor, cada día iba encontrando cosas nuevas y, a pesar de lo paulatino, a sus ya diecisiete años veía que su cuerpo era cada vez menos lo que ella quería y eso la tenía mal hace ya varias semanas. Cerró la puerta con el pestillo improvisado que tenía y limpió el también empañado espejo que se encontraba atrás de la puerta y que le permitiría verse de cuerpo entero. Se desvistió y recorrió por el espejo cada rincón. Vio su cuerpo grueso, al contrario de los finos cuerpos de sus compañeras a las que tanto admiraba; vio sus labios finos y toscos, en lugar de los labios gruesos y suculentos que siempre había deseado; sus caderas chatas, sin forma, que le parecían mas dignas de un muñeco que de una mujer; vio sus pechos que, aún a sus diecisiete años, no parecían querer siquiera tomar forma. Se miró directo a los ojos y quiso llorar y entonces observó con odio la parte que más odiaba de su cuerpo, la parte que más dolor le daba reconocer, y era que entre sus piernas se hallaba algo que sentía que no le pertenecía, un órgano que repudiaba, puesto que la sumía en un papel que ella nunca quiso representar, que la hacía vivir una vida que ella nunca quiso vivir.

    —¡Marcelo! —Gritó su madre desde la cocina, utilizando ese nombre que tanto repudiaba —. ¡El desayuno está listo, ven a comer! —

    Quiso llorar con ganas, pero había que seguir viviendo. Con un suspiro profundo se tragó el llanto y se metió a la ducha para lavarse las penas del cuerpo.

    Con el agua cayéndole en la frente, se sentía un bicho raro. ¿Por qué ella, por qué? Llevaba tiempo haciéndose esa pregunta. Horas enteras dándole vueltas por las noches no la habían conducido a ninguna respuesta y sólo la hacían sentir peor. El día anterior había tenido una discusión con su madre y las cosas no habían terminado bien. Resulta que aprovechando que estaba conversando en casa de una vecina, ella decidió ir a la casa y tomar el maquillaje que guardaba en el mueble del baño. Nunca había estado tan emocionada como aquel día en que por primera vez podría pintarse el rostro de la manera que siempre quiso desde pequeña, desde que veía a su madre ir a las fiestas familiares pintada tan exhuberantemente con su sombra de ojos azul y su labial rojo como la sangre, o cuando a su hermana, que ya tenía quince años, le habían regalado su primer set de maquillaje y había comenzado a usarlo, siempre usándolo a ella como jueza de todos sus intentos. Hoy por primera vez se atrevía a llevar a cabo ese deseo que hace tanto tenía guardado y, al ver ya todos aquellos frascos en sus manos, la emoción se le desbordó e intentó todo lo que pudo. Nunca había utilizado maquillaje, ni siquiera para pintar a su hermana, porque cada vez que siquiera se lo insinuaba, esta se reía.

    —Pero si eso es cosa de mujeres po, Marcelo — le decía entre carcajadas que no pretendían herir a nadie, pero el que lo desconocieran como mujer era algo que realmente le dolía aunque nunca lo dijera.

    Sin embargo, había visto a su hermana hacerlo, por lo que intentó hacer lo posible por imitarla. Un poco de base, delineador en los ojos, rimel en las pestañas, sombra en los ojos, polvo en las mejillas y por último, un toque de labial para engrosar sus labios. Se miró al espejo y, aunque no estaba del todo conforme con su trabajo, se sintió más linda de lo que nunca se había sentido en la vida. Durante varios minutos se admiró frente al espejo, hasta el punto de perder la noción del tiempo. Movía los labios para admirar el color de estos. Movía las pestañas coquetamente, que era lo que más le gustaba y, ensimismada en la dicha, sus ojos empezaron a llorar y le corrieron el rimel, que le fue corriendo por las mejillas poco a poco como un río negro, pero de felicidad. Sin embargo, tarde escuchó a su madre golpear la puerta al entrar y dirigirse al baño. No hubo ni tiempo de limpiarse todo de la cara y, al tratar de arreglar la escena de los hechos, dejó caer la mitad del maquillaje al piso justo en el momento en que su madre la ve con una cara que nunca le había visto.

    —¡Qué estai haciendo, cabro'e miéchica! —gritó la madre al verlo pintarrajeado a mitad del baño, mientras ya estaba levantando la mano para pegarle —¡maricón de mierda! —

    Luego de un par de golpes a mano abierta, lo tomó de la camisa blanca del colegio que traía puesta y lo arrastró hasta la habitación. Que “cómo se le ocurría hacer algo así, en esta casa quiero un hombre, ya que tu papá, ese cobarde, nos dejó botados. No te voy a permitir que hagas estas mariconadas, no en mi casa. ¿No ves que está tu hermana y tienes que ser un ejemplo para ella? ¿Acaso no tienes conciencia? Métete bien en la cabeza que eres un hombre, Marcelo, y no te quiero ver otra vez con mi maquillaje, que encima más lo que me cuesta y me lo viene a ocupar mi hijo. Maricón. Eso no se hace, y si se te ocurre hacerlo de nuevo, te me vas de esta casa, que aquí queremos hombres, ¿me escuchaste?”. Eso y tantas cosas más le dijo y ella asintió con la cabeza. Con el llanto el rimel le llegó hasta a manchar la camisa blanca que su madre le mandó a lavar a mano, y con el mismo llanto se fue a acostar, mirando el techo hasta altas horas de la noche.

    Todo eso había pasado ayer y en aquello pensaba bajo la ducha. Cerró la llave, se secó y se dirigió a su cuarto, donde tenía un bolso que había preparado a eso de las tres de la mañana, cuando su resolución se hizo clara en su cabeza y sentía que ya no había vuelta atrás. Se vistió y tomó el bolso antes de dirigirse a la cocina y, al llegar a la mesa, su hermana estaba tomando desayuno y al verlo vestido con ropa de calle la asaltó la duda.

    —¿Pa' dónde vas con eso, Marcelo? —le dijo sin entender, puesto que ella no estuvo presente el día anterior para la pelea y al llegar no se enteró siquiera por su madre.

    La madre, que estaba lavando un poco de loza, al escuchar a su hija se voltea para entender de qué habla.

    —¿Por qué no estai vestido pa' la escuela? —dice la madre en tono severo, sin darle importancia al bolso. —Partiste a cambiarte si no querí que castigue.

    No se movió ni un poco. Quería revelar su resolución, pero le tenía miedo a su madre y las palabras se le atoraban en la garganta y sus labios no se movían. Finalmente, cuando la madre se da cuenta de que no le está haciendo caso, deja de lavar los platos y apoya ambas manos sobre la mesa.

    —¿Creís que te estoy hueveando, caramba? —le dijo firmemente la madre y ambos se miraron profundamente mientras su hermana no entendía nada de lo que sucedía —. ¡Responde, Marcelo! —
    —¡No me llames Marcelo! —le dijo finalmente —. Estoy cansado de vivir aquí y de sentirme como me siento. Yo no soy un hombre, mamá. Toda mi vida crecí con un montón de gente que me lo decía, pero en el fondo yo sé que soy mujer. Yo lo sé. Y si tú no eres capaz de entenderlo igual que como lo entiendo yo, entonces me voy de esta casa.

    El silencio se apoderó del lugar por unos segundos. Jacqueline, la hermana, no entendía lo que estaba sucediendo. Siempre vio a su hermano un poco distinto a los otros hombres, pero por el contrario siempre se había llevado mucho mejor con él que con cualquier otro. Una parte de ella quería reconfortarlo, hacerlo sentir aceptado, pero la otra parte no entendía nada y temía de que apoyarlo realmente fuera lo correcto. Pero entonces la madre rompió el silencio.

    —¡De nuevo con tus mariconadas, conchetumare! —y dicho esto se le abalanzó encima.

    Jacqueline se paró rápidamente de la mesa e impidió que la madre alcanzara a Marcelo y entonces éste salió corriendo de la casa. Con los gritos de su madre atrás. Gritaba insultos, gritaba cosas muy feas que poco a poco se fueron cubriendo de la entonación de un llanto rabioso y al rato se fueron perdiendo por las calles del cerro.

    Bajó el Cerro Cordillera corriendo por sus escaleras, con una sensación de libertad apagada por un nudo en la garganta que le impedía respirar con tranquilidad. La gente reunida en la Plaza Echaurren a esas horas de la mañana poco y nada tenían que ver con lo que acababa de vivir hace unos minutos y nadie se extrañó o se acercó cuando por fin soltó el llanto. El cielo de Valparaíso estaba limpio ese día y decidió caminar a Caleta el Membrillo, para aclarar un poco la mente.

    Mientras iba caminando, con su bolso a cuestas, el mar rugía a su derecha y pensaba en su familia y lo que ellos pensarían al respecto de lo sucedido. Pensó en sus tías, que aunque lo querían mucho, estaba seguro de que pensaban como su mamá. Pensó en sus primos, que seguro usarían todo esto para burlarse de ella como siempre lo habían hecho por su forma de ser desde que la vieron llegar con una muñeca para jugar. Sentía que no tenía ningún apoyo en la familia salvo su hermana, pero que esta estaba atrapada en casa con su madre y no había forma de que pudiera realmente ayudarle. Si tan sólo la abuela siguiera viva. Su abuela Adriana era la única que hacía callar a sus primos cuando empezaban a molestarle. Siempre había sido muy cariñosa con ella desde muy pequeña y, estando enfermó, ella la había ido a visitar todos los días hasta el día de su muerte. Era la única persona de la familia en la que tenía confianza plena y a quién alguna vez le insinuó un par de cosas.

    —Abuela —le dijo una vez mientras le cambiaba las sábanas a la cama — ¿te puedo preguntar algo?
    —A éstas alturas, mijo, usté' sabe que puede preguntarme lo que quiera —
    —... —demoró un poco en formular la pregunta, por lo que la abuela volteó para mirarle —¿Me querrías si yo fuese niña? —
    —¡Ay, pero Marcelito, las preguntas que hace! —le respondió con una sonrisa — ¡Claro que te querría! A demás serías una mujer muy bella, estoy segura.

    Ambas se rieron y esa respuesta se quedó grabada en su memoria. Qué lástima que ella no estuviera viva ahora, qué lastima. En esto pensaba cuando llegó finalmente a la playa y se acostó en la arena para observar las escasas nubes en aquel cielo de primavera. Respiró profundamente y se dio cuenta de algo que debió pensar antes: No tenía dinero, ni como conseguirlo ni dónde ir y pasó aquel día en la playa hasta que anocheció, escuchando las olas, sintiendo la arena en su espalda, pensando, llorando y recordando.

    Se instaló aquella noche en algún rincón de Valparaíso, en alguna escalera de algún cerro, de esas que están abandonadas del contacto humano, donde no pudo siquiera pegar un ojo por miedo a ser atacado por algún delincuente. La vida en la calle no era lo que él quería, pero debió pensarlo antes de salir de casa por un arrebato. Sentía que fue un tonto y recordó cuántas veces en la vida se lo habían dicho. Efectivamente nunca fue el alumno más brillante en el colegio. Repitió dos veces de curso e incluso este año sentía que la historia se iba a repetir y ya así sería igualmente expulsado. Y es que en la vida había tenido tantas cosas más para pensar que nunca sintió el colegio como una prioridad. Desde pequeño las peleas en casa, con su madre golpeando a su padre porque algunas cosas habían desaparecido de la casa. Haber tenido que ayudarla tantas veces a entrar el cuerpo lacio de su padre tirado en la puerta de entrada, con drogas que le llegaban de quién sabe donde. La huida de su padre cuando se enteró que su madre estaba embarazada por tercera vez y la pérdida de aquel bebé tiempo después por causas naturales. El haber encontrado un día, volviendo a casa de la escuela, el cuerpo de su padre tirado en un callejón, con los ojos perdidos y, aunque no se atrevió a acercarse para tocarlo, darlo por muerto y nunca hablar de ello, guardárselo en el fondo del alma como una pena latente. La vida no había sido fácil hasta ahora y, por una decisión apresurada, sentía que nuevamente la vida se le iba en picada hacia un abismo. Se sentía bruta y no dejaba de repetírselo. Bruto, como le habían dicho desde que empezó a tener malas notas. Bruto, como cuando le pegó a uno de sus compañeros cuando era pequeña y la molestaban por querer usar vestido como las niñas del salón. Bruto, como le dijo una vez un profesor por hacer una pregunta en clases, pregunta que ya había sido respondida pero que ella no había escuchado por pensar en la imagen de su padre en el callejón y con los ojos perdidos. Se sintió bruta y lloró desconsoladamente.

    Los días siguientes le fueron confusos, puesto que encontró un grupo de vagabundos que se reunían en una casa ocupa cerca del terminal de buses, que le tendieron la mano y que lo aceptaron tal cual como era. Le ofrecieron de la poca comida que tenían y le ofrecieron también sus propios métodos para evadir la realidad en la que se encontraban. El alcohol y las drogas de distintas índoles, que conseguían quién sabe cómo, le iban llegando a las manos y con tal de evadirse probó cuanto le permitió su turbio juicio, se dejó llevar por las manos de uno que otro y lloró en sus intervalos de lucidez y sobriedad en que aquel edificio roído le comía el poco tino que le iba quedando. La vida ya no le valía nada y así mismo fue cayendo en el hoyo que ella misma se fue formando.

    Un día, iba pasando por aquel sector una mujer de gruesas proporciones en unos grandes tacos y una cabellera de un rubio tan falso como el mismo pelo de esta. Maquillaje desproporcionado, un vestido con el diseño de las manchas de una cebra, espalda ancha y una cartera colgando del brazo derecho. Desde que apareció por la esquina, no pudo dejar de mirarla. Todo en ella le encantaba, a pesar de su caminar masculino, la sentía tanto más hermosa que ella misma que apenas tuvo oportunidad, se le acercó ante los silbidos de los otros vagabundos ebrios que estaban ahí también.

    —Disculpa —le dice mientras la detiene en la calle.

    Aquel mujerón en un principio se asusta por el aspecto sucio y demacrado de quien a todas luces era un adolescente ebrio, sin embargo algo la intrigó al escuchar su entonación dulce y su voz aguda.

    —¿Dónde puedo conseguir ropa como esa? —le pregunta finalmente y mirándola a los ojos.

    Al observarla como hombre y en semejantes condiciones, la mujer se apiada y lo toma por los hombros. La mira de pies a cabeza, analizando por todos lados y mirándola con una expresión de labios fruncidos que le hacían resaltar sus sobrepintados labios.

    —¿De verdad quieres verte como yo? —le pregunta
    —Es lo que siempre he querido —y dicho esto último y con la sensibilidad que otorga el alcohol, dejó caer unas lágrimas que terminaron por robarle el corazón a la mujer de gran espalda.
    —¡Ay, mi niño, cómo es que terminaste así! —fue lo último que le dijo antes de tomarla por el brazo y llevársela ante las quejas de algunos vagabundos que habían ya reclamado su cuerpo y lo querían de vuelta, pero que estaban demasiado borrachos para ir a buscarlo.

    El mujerón aquel se hacía llamar “La Raquel” y era bastante conocida al parecer, porque varios la saludaron mientras subían un cerro que ella no conocía. Llegaron finalmente a una casona vieja donde los atendió una vieja gorda y de voz ronca, pero de aspecto bonachón.

    —¡¿Qué me trajiste, Raquel?! —gritó la mujer al ver al muchacho en tan mal estado y con una mueca rara entre asco y compasión.
    —El pobrecito estaba en la calle —
    —Bueno, pero aquí no hacemos caridad con los borrachos de la calle po, Raquel —

    Ante esto último, ella las miraba aún mareado por los efectos del alcohol y se sintió avergonzado por estar en aquellas condiciones en ese momento.

    —¡Ay, Marta! ¡Tan pesada que saliste! —dice “La Raquel” —. Este cabrito es como yo y lo voy a cuidar, así que me lo dejas entrar que se queda conmigo.
    —¿Y acaso tú le pagarás la comida? —dice la mujer con cara de preocupación —Vivir no es gratis po, Raquel —
    —Pa' eso trabajo, mierda —dice el mujerón mientras la empuja hacia adentro —, además, el cabro estando sobrio, está sanito, así que nos va a ayudar con la limpieza y así se gana la vida. —
    —Ay, Raquel. Tan caritativa que saliste. —

    Así entonces “La Raquel” se encargó de bañarla y le consiguió un modesto sofá-cama donde la dejó acostada, con un camisón blanco, en una habitación con olor a humedad durante la tarde para que se le pasara la borrachera y, ya sobria, despertó asustada al no recordar bien cómo es que había llegado ahí. Asustada intentó ponerse de pie para empreneder la fuga, pero “La Raquel” se le acercó tranquilamente y le explicó lo sucedido, tranquilizándola un poco.

    —Ahora, mi linda, te vas a comer una sopa de pollo que te preparó la Marta para que se te pase la caña (resaca) —le dijo mientras le tendía la mano para levantarla —y después te vuelves para acá que te tengo una sorpresa.

    No entendía casi nada de lo que estaba sucediendo, sin embargo “La Raquel” no le parecía alguien de quién desconfiar y la casa, si bien vieja, le parecía un mucho mejor lugar que la calle donde recordaba estaba antes. Entonces bajó para tomarse la primera sopa de pollo que probaba en mucho tiempo y que se engulló en un par de minutos. Agradeció a Marta por ella, que le respondió con una sonrisa, y luego volvió a la habitación, donde “La Raquel” la esperaba con una sorpresa que le arrancó una enorme sonrisa.

    —Todo esto es para ti —le dijo mientras le mostraba una peluca, unos vestidos, un poco de maquillaje, un par de zapatos de tacón y unos cuantos accesorios más.
    —Gracias... muchas gracias —respondió apenas de la emoción y abrazó a “La Raquel” con mucha felicidad.
    —Cuando te me hablaste en la calle me hice una idea de tu situación, porque yo también pasé por lo mismo, aunque llegué acá en condiciones mucho peores —comenzó a contarle —, pero cuando te estaba bañando me contaste tu historia y entonces estuve segura. Nadie merece ser echado de su casa como lo hemos sido nosotros. —

    Entonces agachó la cabeza, porque sabía que técnicamente a ella no la habían echado, sino que se había ido por su cuenta, por bruta, pero no dijo ni una palabra por la vergüenza que esto le provocaba.

    —Anda, pruébatelo todo —dijo finalmente “La Raquel”

    Pasaron un buen rato maquillándose y probándose vestidos accesorios hasta que finalmente se sintió cómoda y se miró al espejo. No lo podía creer. Era la primera vez que se veía como la mujer que siempre sintió en su interior. Tenía rasgos masculinos en su rostro y formas de hombre en su cuerpo, pero aún así se sentía mujer sobre los tacones y con el vestido que la hacía ver tan femenina. La peluca le sentaba perfecto a sus ojos y el maquillaje le parecía espléndido.

    —Me imagino que has de tener un nombre, ¿verdad? —preguntó “La Raquel”
    —Pues, Marcelo —dijo ella, tímida.
    —Bueno, eso ya me lo contaste en el baño —le dijo mientras se llevaba una mano a la cabeza —Mi nombre en los papeles es Eduardo, pero me llamo Raquel, ¿te fijas?

    Nunca había pensado en un nombre para sí. Siempre se conformó con que le llamaran Marcelo aunque nunca le gustó ese nombre. Ahora que se veía como mujer, menos le gustaba y le tomó unos cinco minutos encontrarse uno que sintió que le quedaba perfecto.

    —Adriana —dijo con convicción —. Me llamo Adriana.

    Y así fue bautizada en aquella casa, donde “La Raquel” estuvo a cargo de ella.

    Todos los días le dieron de trabajo limpiar la casa, que prefería hacerlo sin peluca ni tacos, pues sentía que le estorbaban, pero así y todo nadie volvió a llamarlo Marcelo y se convirtió rápidamente en Adrianita. Durante la noche, se volvía mujer otra vez y atendía el mesón para que Marta se ocupara de echar a los clientes mal portados. Aquella mujer tenía aspecto bonachón, pero los brazos de un bucanero y, al primero que pillaba molestando a una de sus mujeres, lo echaba con viento fresco al exterior. A eso de las nueve llegaban los primeros clientes y Adriana estaba a cargo de distribuir las habitaciones y atender a los clientes mientras estas se desocupaban. Se volvió muy conocida en aquel burdel y nadie se atrevía a molestarla, puesto que al mínimo insulto saltaban todas las putas que estaban libres, la Marta y hasta algún cliente asiduo del lugar que le había ganado cariño. Muchas veces también la pidieron, pero Adriana nunca quiso hacerlo y, cuando algún cliente salía obstinado, era la misma Raquel la que salía a defenderla y a ella sí que nadie se le enfrentaba.

    Los siguientes meses pasaron relativamente felices. Adriana estaba contenta junto a las chicas de aquel burdel de Valparaíso. De vez en cuando le daba por llorar algunas noches pensando en su familia, recuerdos que le llegaban de repente y le interrumpían el sueño con pesadillas, pero siempre estuvo “La Raquel” para consolarla. La solía llevar al mirador para admirar la ciudad de noche, donde se podían ver todas las luces del puerto y, por primera vez en mucho tiempo, sentía que las cosas iban tomando su sitio, hasta aquel día en que sonó la puerta a eso de las nueve de la mañana y Adriana, que se había despertado muy temprano por una pesadilla, decidió abrir la puerta.

    —Sabía que te había visto —dice una chica al otro lado de la puerta que, por el corte de pelo, le costó un rato reconocer.
    —¡Jacqui! ¡Hermana! —grita entusiasmada Adriana antes de abrazarla.
    —Tienes que ir a la casa, Marcelo —dice Jacqueline con lágrimas en los ojos que se querían ocultar tras la sonrisa de volver a ver a su hermano.
    —Ya no me llamo Marcelo. Ahora soy Adriana —le responde secamente —. Y yo no tengo na' que hacer allá, donde no me quieren.
    —Mar... Adriana, fue la mamá que me mandó a buscarte —entonces ambos se miran a los ojos y Jacqueline apenas puede sostener las lágrimas en sus ojos —. Le diagnosticaron cáncer.
     
    Última edición: 17 Enero 2016
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    Marina

    Marina Usuario VIP Comentarista Top

    Tauro
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    Escritora
    Marcelo, un joven que se siente mujer y quiere vivir como una, así que supongo que también se inclina por los chicos dado que sus sentimientos son como los de una mujer. El título y la etiqueta me arrojó muchas ideas a cerca de lo que trataba la historia, pero jamás pensé que fuera por este estilo. Me encanta como escribes. Tu narración sobre los escenarios y sentimientos es muy buena, pero debo admitir que el tema no se adapta a mis gustos.

    No es prejuicio, de hecho Marcelo me recordó a alguien que no veo hace años y esa personita era una lindura y yo sentía mucho cariño por él porque en su casa nadie lo comprendía, así que hasta que nos separamos por causas ajenas a nosotros, fuimos muy buenos amigos y ahora lo recuerdo con mucho cariño. Si un día lo vuelvo a ver, estoy segura que recordaremos viejos tiempos xD Es solo cuestión de gustos en cuanto a la lectura, incluida la música y las películas xD

    Saludos.
     

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