Drama Adelaida

I ​

Tomó un trago de aquel vodka barato que había comprado aquella misma mañana en el supermercado de la esquina y sintió el ingrato líquido recorrer su garganta, quemándole y al mismo tiempo satisfaciéndole de una forma que para ella no era normal. Miró a su compañero de cama, durmiendo plácidamente y cerró los ojos, tratando de recordar cómo se llamaba.

Chasqueó la lengua molesta, al no poder recordar un simple nombre.

—A quién le importa un estúpido nombre, ha sido una buena noche —murmuró por lo bajo.

Aquel hombre sin nombre pronto se despertó y no hubo más besos, no hubo más caricias, solamente caras indiferentes y despedidas vacías. No, no la iba a llamar como había prometido, no, no lo haría y a ella le parecía completamente normal, después de todo, había sido una buena noche, solo una.

Bebió de aquel vodka hasta que el sueño le pudo y estuvo durante horas durmiendo. No sabría decir cuántas, ¿pero a quién le importaba?

El teléfono la despertó, sonaba sin parar. Una y otra vez. Decidió levantarse para ver quién la reclamaba en estos momentos.

—¿Adelaida? —preguntó la voz de un hombre.

—Se ha equivocado, aquí no hay ninguna Adelaida.

—Pero es el númer… —no le dio ni tiempo a hablar a su interlocutor, colgó directamente.

Adelaida no estaba allí. ¿Pero dónde estaría ahora? No era la primera vez que llamaban a aquel número preguntando por Adelaida. Seguramente era una jovencita que le había dado el número mal a alguien que la estaba acosando en alguna discoteca y con tan mala suerte, que fue a darle justo el de su casa.

—Adelaida… —susurró casi mientras se restregaba los ojos, la luz del día la molestaba.

Miró la hora. Ya pasaban de las tres de la tarde, pero no tenía hambre. ¿Qué estaría haciendo Adelaida en esos momentos? Quizás estaría paseando de la mano con algún chico que le ha prometido amor verdadero o quizás estaría estudiando para un examen de final de carrera. Sí, alguna de esas cosas parecía propia de alguien que se llamase Adelaida.

Se sentó frente al televisor. No lo encendió y pensó en lo que podría hacer aquella noche. Podría salir otra vez, quizás tendría la suerte de poder disfrutar de la compañía de algún chico o quizás, al menos podría divertirse. Parecía un buen plan, aunque fuese el plan de siempre.

Estuvo un largo rato sumida en sus pensamientos y el timbre de su casa le sacó de su ensimismamiento. ¿Quién estaría a esas horas de la tarde allí?

 

II​

Antes de abrir la puerta maldijo el hecho de no tener una mirilla para poder observar quién estaba del otro lado. Pero igualmente, abrió la puerta, no sin antes colocarse un poco su revuelto pelo con las manos. Se asomó un poco y pudo ver a una señora mayor que traía una cestita en la mano, dentro de ella parecía haber magdalenas.

—Hola hija, te traigo magdalenas, ¿quieres? —dijo sonriente, dejando ver que le faltaba algún que otro diente.

En algún momento por su mente cruzó la imagen de la madrasta de Blancanieves, pero pronto quitó aquella idea absurda de su cabeza y abrió la puerta a la anciana, invitándola a pasar.

—Acompáñeme hasta la cocina, allí hablaremos de negocios —dijo con una sonrisa, a lo que la señora le correspondió igualmente.

La señora caminaba despacio, pero ella la acompañó con paciencia hasta la cocina y la invitó a sentarse en una silla con un ademán.

—¿Qué tipo de magdalenas tiene, señora? —le preguntó gentilmente.

—Tengo magdalenas rellenas de mermelada, de chocolate y las de toda la vida, hija. ¿Qué deseas hoy?

No sabía por cuáles decidirse y tampoco quería quedarse con las ganas de ningunas, así que tomó una decisión rápida. No quería perder mucho tiempo, tenía que pensar en qué hacer a la noche.

—¿Qué tal si me da un par de cada? Parecen todas muy ricas y me gustaría probarlas todas.

—Está bien, hija, como quieras… aunque creo que las de chocolate te gustarán más que las otras.

—¿Ah sí? —se quedó pensativa, sopesando si debía hacerle caso a la anciana— pues póngame entonces seis de esas, señora.

Luego de eso, pocas palabras más se cruzaron. Le pagó a la señora y la acompañó hasta la puerta, donde se despidieron.

—Ha sido un gusto comprarle, gracias por la magdalena de regalo. Espero volver a verla.

—Nos volveremos a ver. Espero que las disfrutes, Adelaida.

¿Cómo le había llamado? ¿Por qué otra vez aquel nombre? ¿Por qué de nuevo alguien se dirigía a ella como Adelaida? Estaba bien segura de cómo se llamaba. Sí, lo estaba. ¿Pero por qué aquello le había causado aquella extraña sensación? Cuando quiso replicar, la anciana ya se había ido. Así que cerró la puerta de su casa y se adentró en la misma. Por alguna razón aquellas magdalenas que tan deliciosas le habían parecido anteriormente, ahora no le parecían tanto y las guardó en una cajita. Ahora mismo no quería eso. Estaba pensando en lo que había dicho aquella mujer. ¿Por qué demonios le llamaban así?

En un arrebato se dirigió a su habitación, cogió su bolso y buscó su identificación. Allí estaba. Aquel documento de identidad corroboraba la verdad. Ella no era Adelaida. ¿Pero por qué se empeñaban en llamarla así? Y lo peor de todo, ¿por qué dudaba de algo tan absurdo como su propia identidad? Se rió por lo bajo, pensando que si alguien la veía en aquellas circunstancias pensaría que estaba loca… Realmente era fácil. La antigua inquilina de aquella casa seguramente se llamase Adelaida. Ella misma heredó su número de teléfono y seguramente la señora mayor que le había vendido las magdalenas había conocido a la anterior inquilina y por eso le había llamado así, porque no vería demasiado bien y la habría confundido con ella. Era simple, era tan simple como eso. No sería la primera vez que una persona mayor, que ya no tiene todas sus capacidades perfectas, se confunde de nombre. No tenía mayor importancia. No. No la tenía.

Se frotó la cara y pensó en que una ducha le sentaría bien. Y por supuesto, así fue. Agarró el móvil al salir de la ducha y le escribió a su mejor amiga.

“Te espero en la cafetería de anoche. Tenemos que divertirnos tanto como ayer. Te contaré qué tal me fue.”

Esperó a que lo viese, sentada, con una toalla rodeando su cuerpo húmedo y desnudo y el pelo recogido, goteando sobre su nuca.

“Hoy no puedo. Quizás mañana.”

¿Qué era eso de que quizás mañana? Chasqueó la lengua molesta. Pues mañana quizás no le apetecía a ella, por lo que hoy sí iba a salir, con o sin su mejor amiga, quería salir. Se preparó, con un vestido negro ajustado, unos tacones altos rojos y unos labios pintados de un rojo tan fuerte que el mismísimo Drácula querría comer esa boca. Cuando se hubo preparado salió de casa, con su bolso cargado con todo lo que necesitaba y con ganas de comerse el mundo esa noche. Sería una buena noche.

Llegó a la puerta de la cafetería de la noche pasada, pero no le dieron ganas de entrar. Algo le decía que aquella conservadora cafetería no era lo suficientemente divertida para aquella noche. Por lo que se dirigió un par de calles más abajo. Aquel bar era ideal, tenía música después de las doce de la noche y las luces bajaban, era perfecto para lo que quería aquella noche. Un poco de diversión, aunque estuviese sola.

Se acercó a la barra y le guiñó el ojo al camarero. El chico le sonrió y le preguntó que quería. Era hora de coquetear aunque fuese con el camarero, por lo que solo le respondió un “sorpréndeme”. Él sonrió de nuevo, esta vez de forma más pícara y se agachó para coger la bebida. Los camareros estaban cansadísimos de ligar, realmente estaban más que acostumbrados a que las hembras como ellas le dijesen cuatro palabras salidas de tono en la noche. Por lo que para aquel chico no era nada nuevo.

—Un cóctel para la hermosa señorita —dijo el chico, mientras agitaba algo y luego lo depositó en una copa, junto con un par de cerezas- creo que le gustará.

¿Le gustaría? Miró aquel cóctel y sonrió al chico como agradecimiento, al mismo tiempo que le extendía un billete para que le cobrase, que él rechazó con una galante sonrisa y diciéndole que a esa copa la invitaba él.

Se quedó mirando la copa un rato, y tomó un pequeño sorbo. Era agradable el sabor, mejor que el vodka barato al que estaba acostumbrada.

 

III​

Se despertó de sopetón, como si hubiese estado en una terrible pesadilla. Se incorporó en la cama y miró a un lado, vio que había dormido con una chica, al parecer. Estaba volteada y no podía ver su rostro, medio hundido en la almohada. ¿Tanto se le había ido de las manos la noche anterior? Pasó las manos por su rostro, tratando de alejar los pensamientos que estaba teniendo y se dijo a sí misma que no tenía importancia.

Justo cuando iba a levantarse vio como se despertaba aquella mujer que tenía al lado. Se quedó observándola, con un leve rubor en las mejillas, la chica estaba semidesnuda. Estaba claro que algo habían hecho aquella noche.

—Buenos días —dijo tratando de quitarle un poco de hierro al asunto, pero no estuvo segura de si su voz había sonado bien o realmente ridícula.

La chica no contestó, se frotaba los ojos con pereza y todavía no se daba la vuelta para observarla. Entonces pensó en lo incómodo que debería resultar para ella que le hablase en esos momentos, que por eso no le estaba contestando seguramente. En realidad lo que hubiese pasado se había quedado ya bastante atrás, en la noche, ahogado por el alcohol que habían consumido ambas, seguramente.

Una vez se hubo desperezado su compañera de cama, esta se dio la vuelta y el rostro que encontró le dejó completamente anonadada. Su boca se desencajó y sus ojos se abrieron como platos. ¿Qué demonios era aquello?

La sonrisa lobuna que le dedicó la chica delató que ella no estaba para nada sorprendida.

—Buenos días, Adelaida —le dijo la chica.

Otra vez, otra vez ese nombre. Se levantó corriendo y se miró al espejo. El rostro que le devolvió el mismo le resultó lejanamente familiar. ¿De verdad aquel era su rostro? ¿O era el de otra persona?

—¿Quién demonios eres? ¿Qué pasó anoche?

La chica rió con sorna.

—Es una pena que no te acuerdes, salí a buscar un poco de diversión y no veas si la encontré —dijo acariciando suavemente la cama- ¿no quieres un poco de diversión matutina?

—Eh, no… ¡No! ¡Claro que no! Ni siquiera me van esos rollos… no, no me van y se supone, se supone que era yo la que salió a buscar diversión… No tú… Aunque quizás —se quedó pensativa— no, no tiene sentido.

—¿Qué es lo que no tiene sentido, Adelaida?

—¡No tiene sentido que me llames Adelaida!

—Yo creo que sí tiene sentido, mucho sentido. Es tu nombre o al menos el nombre que me diste anoche.

—Pero es que mi rostro, tu rostro…

Se sentó en el suelo, confundida, llevó sus manos a la cabeza. Estaba confusa. Muy confusa. El rostro del espejo. El rostro de aquella chica. El nombre de Adelaida… ¿Por qué Adelaida?

—Te dejo mi número en la mesilla de noche. Si quieres otra noche de diversión, llámame —dijo mientras se vestía— veo que hoy estás algo indispuesta.

Adelaida. Fue corriendo a mirar su identificación para corroborar que aquello solamente era una mentira, un mal sueño, que recuperaría su rostro y que este no se estaba yendo por la puerta en aquel momento y allí lo vio. Vio su nombre, vio su rostro, su verdadero rostro, el de Adelaida.

Miró la cama. Miró su habitación y entonces pudo ver, aquella lóbrega y oscura habitación. Llena de suciedad y desolación. De quejidos y de lamentos. De soledad y tristeza. Y nada encima de la mesilla. Siempre había sido Adelaida. ¿Pero por cuánto se daría cuenta de ello?