Al ritmo de la orquesta

Tema en 'Relatos' iniciado por LágrimadeLuna, 17 Septiembre 2012.

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    LágrimadeLuna

    LágrimadeLuna Guest

    Título:
    Al ritmo de la orquesta
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Aventura
    Total de capítulos:
    2
     
    Palabras:
    1142
    Esta historia es 100% mía y no consiento que nadie la "tome prestada sin permiso". Seamos originales, por favor.
    Advertencia: contiene escenas fuertes. Ninguna de lemon, pero sí hay bastante sangre. Debo avisar a las personas sensibles de que se abstengan de leer.
    Esta historia la escribí hace unos meses y al final no la publiqué. Me ha dado el venazo de hacerlo ahora.
    Recomendación sobre la historia: no le busquéis el sentido.




    La familiar sensación de atravesar la carne con un cuchillo nunca se me hizo agradable, pero sí increíblemente satisfactoria.
    Di un pequeño paso atrás para evitar que mis elegantes zapatos de charol negros se vieran manchados con el fino río escarlata que brotaba del cuerpo de la joven, quien tirada en el suelo luchaba por respirar. La vida sonrojada se escapaba de sus venas y la elegante daga clavada en su vientre temblaba con lo débil de su respiración, la cual no tardaría en apagarse. Sus ojos azules desorbitados, tan pálidos como su piel, me miraban incrédulos, como si realmente no me creyera capaz de matarla. Qué hipocresía la suya cuando los dos habíamos hablado ya de recurrir al ángel negro de la muerte para permanecer juntos bajo la oscura sombra de sus alas en otra vida, ya que en la presente ese disfrute se nos había negado.
    Me arrodillé a un lado de su bella faz, y hundí una de mis manos en su mar de cabello dorado, disfrutando de su tacto y de su olor. Una vez satisfechos mis sentidos, llevé mi pulgar a sus labios, tan rojos como la sangre en la que se bañaba debido a los afeites que usaban las damas, y los acaricié deseando degustarlos una vez más.
    En lo crudo de la escena, el sonido de la orquesta de la fiesta llegaba hasta la alejada habitación, resonando en sus paredes. El solo del órgano siendo tocado por un músico maestro acompañaba el ritmo de las respiraciones de mi bella compañera, volviéndolo todo más macabro, y supe de alguna manera que su vida se extinguiría cuando acabara la pieza.
    No me quedaba tiempo. Incliné mi cabeza buscando sus labios y ella no opuso resistencia. De hecho, hubiera sido gracioso que aún tuviera fuerza para hacerlo. Nuestros labios se sellaron, la música se aceleraba y nuestras lenguas iniciaron una ardiente danza en lo frío de su boca, buscando fundirse en una sola o destruirse con su furia. Porque sí, había rencor en ese beso. Porque habíamos planeado irnos juntos de este mundo, y sin embargo sólo se iba ella. No sufras mi amor, yo aún tengo asuntos en mi haber, pero sabes que no rompo mis promesas.
    Nos separamos. Ella buscaba dar sus últimas bocanadas; yo seguir respirando. Me miró, queriendo grabar mi imagen en su retina para llevársela de recuerdo a su próximo destino, y sabiendo en el fondo que yo la seguiría pronto, sus ojos quedaron vacíos de vida instantes después. Silencio.
    Tendí su cabeza suavemente en el suelo dejándola reposar. Sus cabellos de oro estaban ensangrentados y se pegaban a su nuca. Me erguí asegurándome de que mi traje de gala seguía tan impoluto como en al momento de personarme en la fiesta y salí de aquella habitación, no sin antes dejar mi marca. La rosa negra del escudo de mi familia era mi seña, y como tal, deshice la corona de pétalos de la flor y los esparcí alrededor del cadáver. Después de todo, antes de que nadie pudiera inculparme yo ya me habría reunido con ella.
    Cerré la puerta tras de mí y me encaminé al origen del sonido de violín. Hacía unos minutos que el órgano había dejado de sonar, y le llegaba el turno al frágil instrumento. Una vez en el gran salón, lleno de elegantes florituras, la orquesta al fondo dirigida por la elegante batuta del director, los bailarines danzando en la pista como hojas arrastradas por el viento.
    No me detuve ante el hipnótico espectáculo y me abrí paso entre las parejas, llegando a danzar con ellos para evitar colisionar. La música me atrapaba, el ambiente me seducía, y la danza me excitaba. Pero ni por un instante perdí de vista mi objetivo.
    Con cada uno de mis pasos en medio del hechizante baile la distancia menguaba entre mí y el anfitrión de la fiesta. Aquel hombre de facciones duras, serio y rígido, que contemplaba con orgullo el éxito de su baile. Una vez llegué frente a él, me miró como si fuera lo más repugnante que hubiera pisado la faz de la tierra. Y en cierto modo no le culpaba; le había arrebatado a su hija su último aliento esa misma noche aunque aún no lo supiera.
    No fue difícil convencerle de salir a tomar el aire un momento, después de todo hacía calor. Fue en una hermosa terraza con balcón donde miré fijamente al hombre que se había convertido en el carcelero de su hija, el que en todo momento se interpuso entre nosotros, el que me negó su mano. El que debía pagar por ello.
    No apartaba la vista de mí, entrecerraba sus ojos cual fiera y no se decía hablar, esperando tal vez que le explicara con palabras qué motivo me había impulsado a sacarlo de la fiesta. Palabras que nunca llegaron. Llevé la mano, ahora enguantada, a mi pecho y rebusqué en el interior de mi chaqueta. Sus ojos escrutaban todos mis movimientos y no pudieron evitar ensancharse cuando saqué de mi bolsillo interior una diminuta pistola plateada. Tal vez intentó decir algo, pero nunca lo sabría a ciencia cierta, pues la bala se hundió con fuerza en su frente antes de darle tiempo a experimentar el miedo.
    El sonido del disparo llegó a cada rincón de la aislada mansión en el campo, el violín se detuvo y se oyeron voces asustadas. Supe entonces que no me quedaba mucho tiempo.
    Disfruté de la vista de su cuerpo inerte en el suelo. Hacía tanto que soñaba con verlo muerto…
    La puerta de la terraza se abrió a mis espaldas y escuché las voces horrorizadas de los guardias. No se habían recuperado de su espanto cuando corrí hacía la barandilla y salté al vacío del acantilado.
    Ya no oía las voces asustadas gritar de horror, ya no llegaba a mis oídos el sonido del violín, ni tampoco alcanzaba a imaginar el profundo canto del órgano. Ya no recordaba ni siquiera mi nombre. Tan sólo la recordaba a ella, la que ahora se mecía en los brazos de la muerte, y yo seguí cayendo, cayendo, cayendo…





    Lo que yo decía; no le busquéis sentido.
    Gracias por leer.
     
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