Frenesí llameante.

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por Dreamer, 5 Julio 2012.

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  1.  
    Dreamer

    Dreamer Guest

    Título:
    Frenesí llameante.
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    3
     
    Palabras:
    5463
    Prólogo.

    William Haworth observó con aprensión los límites del inmenso bosque que se extendía ante sus ojos y se estremeció. El Bosque Sombrío. Ante él se encontraba el orígen y escenario de los cuentos que las madres contaban a los niños para transmitirles alguna enseñanza. Se decía que aquel bosque marcaba el límite entre lo que se consideraba común y lo que se consideraba sobrenatural, pues los rumores decían que existían extrañas criaturas y grandes poderes en las lejanas tierras del Norte, más allá de la Cordillera Rugiente; poderes y bestias que sólo podían existir en las peores pesadillas.
    — ¿Qué te ocurre, hermanito? —le preguntó Loren, su hermano mayor, que mantenía una postura erguida y firme sobre su corcel.
    —No me gusta ese bosque. —respondió William, aferrando con fuerza las riendas de su montura, que relinchaba nerviosamente.
    —No me digas que te siguen asustando los cuentos de nuestra vieja aya—se burló su hermano.
    El menor de los dos hermanos Haworth negó con la cabeza y trató de no demostrar el temor que sentía al encontrarse tan cerca de aquel bosque maldito, cosa difícil cuando su caballo experimentaba su misma incomodidad. Desde que ambos eran pequeños, habían crecido escuchando las historias de su nodriza, una mujer ya mayor que aseguraba que el Bosque Sombrío no era otra cosa que el puente entre el mundo de los vivos y el infierno. No era fácil deshacerse de las viejas supersticiones cuando se hallaban arraigadas en el tuétano de los huesos y en las profundidades del alma.
    —Ya eres mayor para seguir creyendo en esos cuentos de viejas, William. —intervino su padre, que se había estado ocupando de organizar la estrategia con sus hombres. —. Nuestros enemigos no son criaturas nacidas de la imaginación, sino bandidos que asolan nuestras tierras sin piedad cada vez que el sol se oculta; saquean nuestros bienes y torturan y violan a nuestros paisanos para ocultarse como los cobardes que son en la espesura del bosque que tenemos enfrente. Nuestros enemigos son de carne y hueso y pueden matarnos, pero eso significa que nosotros también podemos matarlos a ellos, de modo que estad preparados para blandir las espadas.
    Hinchando el pecho, Loren asintió y cabalgó orgullosamente hasta el frente del batallón que le habían asignado, donde comenzó a animar a los soldados para que le siguieran y buscaran a los bandidos en la región occidental del bosque. William, por el contrario, no estaba nada convencido. Pensaba que su padre, sir Gredway Haworth, un señor feudal que servía al rey Alvein, tenía motivos para sentirse seguro de sí mismo, pues su corpulencia y su destreza en batalla resultaban temibles (por eso nunca había existido una pelea entre sus dos hijos que durara demasiado), pero él no había heredado tales dotes. Loren compartía la complexión robusta del señor feudal mientras que William había heredado la delgadez y los finos y delicados rasgos de la rama materna.
    —¿Ocurre algo, hijo? —le preguntó su padre, observando fijamente su rostro.
    —No, padre.
    —Hay algo que quiero que sepas, William, y es que el mayor enemigo con el que se puede topar cualquier persona, sin importar su estatus social ni su ocupación, es el miedo nacido de su propia mente—William miró a su padre con asombro—. Sí, incontables son las veces en las que, durante mi juventud, mi espada ha quedado congelada por el miedo a lo que podría pasarme de encontrarme con un enemigo. Un guerrero debe saber dominar ese miedo para que le ayude a mantenerse atento a los peligros que le rodean sin llegar a nublar su raciocinio.—colocó una mano en el hombro de su hijo y le aconsejó—. No pienses en lo que pueda salir mal en la batalla, muchacho, sino en las historias que hablarán de tus hazañas cuando regreses a casa después de triunfar, ¿entendido?
    Alentado por las palabras de su padre, William asintió y ocupó rápidamente su lugar al frente del batallón establecido a su cargo. Unos instantes después, el aire se estremecía con el bramor de las trompetas y la tierra temblaba bajo el peso un centenar de caballos y sus jinetes, que trotaban lenta pero inexorablemente hacia el frondoso bosque.
    — ¡En nombre del rey Alvein, purgaremos esta tierra de esos malditos bandidos! —gritó sir Gredway, alzando su espada ante las tropas—. ¡No permitiremos que la futura reina llegue a un país dañado por semejante escoria!
    El clamor de los hombres se unió al estruendo de las trompetas y el constante y rítmico golpeteo de los cascos de los corceles.
    “Vamos allá.” se dijo William, indicando a sus hombres que se desviaran hacia la región oriental del bosque.
    No se conocía muy bien la naturaleza exacta del enemigo, pero los terribles daños que había ocasionado y las grandes distancias que separaban entre sí los pueblos afectados indicaban que se trataba de un grupo numeroso y disperso, seguramente para obligar a las tropas de sir Gredway a separarse. Por ese motivo, el señor feudal había decidido lanzar una ofensiva contra el Bosque Oscuro, el mejor lugar estratégico en el que los bandidos podían haber establecido sus campamentos, atacando en tres puntos diferentes. William y Loren atacarían desde el este y el oeste respectivamente para obligar a los bandidos a reunirse en el centro, quedando atrapados entre la Cordilleras Rugiente y las tropas de su padre.
    “Es una estrategia perfecta.” pensó William, más seguro al pensar que no se encontraba solo. “Debo dar lo mejor de mí.”
    A medida que su comitiva se aproximaba al bosque, la confianza del joven Haworth se desmoronó. Aunque pudiera parecer infantil, no dejaba de pensar que el bosque era en realidad un ejército de centinelas más viejos que los soldados que le acompañaban pero mucho más poderosos. Una estremecedora brisa procedente de las lejanas cordilleras recorrió el bosque y salió a su encuentro como si quisiera darle un mensaje: “No sois bienvenidos.”
    “Tranquilízate, sólo es el viento.” se reprendió el capitán antes de ordenar a sus tropas que atravesaran las lindes del bosque.
    El interior del Bosque Sombrío daba la impresión de ser un mundo diferente al que conocían, pues las espesas copas de los árboles atenuaban perceptiblemente la luz del sol y bloqueaban cualquier sonido procedente del exterior. William sentía que el bosque no los quería allí pero se daba cuenta de que un bosque no podía tener conciencia propia ni expulsar a nadie del terreno. Aún así, se dijo que había algo extraño en el bosque, pues no escuchaba el canto de los pájaros ni el choque de las astas de los ciervos que deberían estar luchando por el derecho a aparearse con una hembra; aparte de la espesa y diversa vegetación que crecía a su alrededor, parecía que el bosque no poseía ningún tipo de vida.
    — ¡Descabalgad y formad dos hileras! —ordenó cuando el espacio entre los árboles se volvió demasiado pequeño para que los caballos pudieran pasar—. ¡Avanzad y mantened una distancia máxima de tres metros!
    Los veinte soldados desmontaron y formaron dos filas, una detrás de otra, dejando el espacio suficiente para poder mover las espadas con libertad y acudir en auxilio de un compañero cercano si fuese necesario.
    William también descabalgó y desenvainó su arma, mucho más inquieto que antes. Tenía la apremiante sensación de que estaba siendo vigilado. Su mente no dejaba de jugarle malas pasadas haciéndole ver ancianos y serenos rostros en la rugosa corteza de los árboles así como furiosos y salvajes ojos, tan rojos como la misma sangre, que llameaban desde sus escondites entre las sombras. El joven capitán recordó el consejo de su padre y procuró mantener la angustia que había invadido su corazón bajo control imaginándose lo que le esperaría al regresar a casa: su hermano se quedaría patidifuso al ver que había cumplido su misión y no volvería a burlarse de él; los juglares compondrían canciones sobre su victoria; y las damas..., bueno, las jóvenes damas siempre deseaban estar en compañía de valientes guerreros.
    “Seré un héroe.” soncluyó el muchacho, sonriendo y sintiéndose seguro por primera vez desde que su padre le comunicara su intención de adentrarse en el Bosque Sombrío para acabar con el problema de los bandidos.
    El batallón continuó adentrándose en el bosque con pasos cuidadosos hasta que llegó a una zona mucho más espaciosa, pues gran parte de la misma era atravesada por un pequeño río. En otras circunstancias, William se habría animado mucho al ver algo tan común como un río en un lugar tan tenebroso, pero las circunstancias no eran las adecuadas. El agua del río, que debería haber sido pura y cristalina por su inalterable descenso desde lo más alto de la Cordillera Rugiente, estaba teñida de rojo y estropeada por la presencia de un cadáver atrapado entre dos rocas.
    —Esperad aquí—les ordenó William a sus hombres y se adentró en el río con cuidado de no resbalar con las rocas del fondo.
    Con el corazón en un puño, se aproximó al cadáver y reconoció que se trataba de uno de los hombres a las órdenes de Loren. La batalla debía de haber comenzado en la región occidental y el río, cuyo curso provenía de que aquella dirección, debía de haber arrastrado el cuerpo de una de las víctimas de la batalla. Al darle la vuelta al cuerpo, descubrió la causa de la muerte de aquel hombre: una flecha había atravesado el peto de su armadura y sehabía clavado en su pecho. Preguntándose qué tipo de flecha podía superar una armadura de esa forma, William arrancó la flecha del cuerpo (le costó mucho, pues estaba profundamente clavada) y examinó la brillante punta empadada de sangre. Le flecha presentaba un aspecto normal en casi todos los aspectos salvo en la punta, que parecía haber sido fabricada con un metal de naturaleza desconocida y había sido tallada de forma que su diseño fuese espiral.
    — ¿Qué opináis de esto, sir Rorick? —le preguntó a su segundo al mando después de salir del río.
    Rodrick Foxter, un soldado experimentado en la fabricación de todo tipo de artilugios de carácter bélico que llevaba veinte años al servicio de la Casa Haworth, tomó la saeta y la sometió a un intenso escrutinio.
    —No conozco el metal del que está compuesta la punta pero puedo asegurar que es más resistente que el que yo manejo habitualmente—declaró al cabo de unos minutos, deslizando los dedos sobre las ranuras que le otorgabana a la punta su extraña forma espiral—. Han adaptado la forma de la punta para que adquiera mayor poder de penetración, indicio de que su fabricante debe de ser un experto en su trabajo. Es muy extraño que unos simples bandidos posean armas semejantes.
    —Podrían habérselas robado a su propietario—intervino otro soldado.
    —Es una posibilidad.
    A William se le ocurrió otra posibilidad, una mucho más aterradora. Tras llevar a cabo numerosas investigaciones, su padre había llegado a la conclusión de que los atacantes eran bandidos que atacaban las aldeas por la noche y se ocultaban durante el día. ¿Y si aquella conclusión había sido errónea desde el principio? ¿Y si los ataques hubiesen sido llevados a cabo por un ejército bien organizado? En el momento en que abrió la boca para expresar abiertamente sus sospechas, unos horribles alaridos rasgaron el tenso silencio que gobernaba en aquel bosque.
    — ¡En posición! —exclamó el capitán.
    Los soldados se colocaron espalda contra espalda, formando un amplio círculo para poder observar los alrededores a la vez que protegían el punto ciego de sus compañeros. Tras examinar un momento la posición, William advirtió que faltaba un soldado.
    — ¿Dónde está sir Gregor? —les preguntó a sus hombres, que se sorprendieron al descubrir la desaparición de su compañero. Se separó del grupo y llamó a gritos al noble, de quien no quedaba ni rastro—. ¡Sir Gregor, ¿dónde estáis?!
    Una sustancia cálida y viscosa cayó sobre su mejilla izquierda. Pensando que se trataba de la savia que se escapaba de las ramas más altas de los árboles, el joven capitán se pasó una mano por su rostro y descubrió con horror que aquel líquido no era savia, sino sangre. Alzó la mirada, temblando de la cabeza a los pies, y su cara recibió una lluvia de sangre.
    — ¡Wargs! —gritó para alertar a los demás soldados tras descubrir qué había sido de sir Gregor.
    Como si su grito hubiese dado inicio a una cacería, numerosas sombras abandonaron sus escondites y se abalanzaron sobre el batallón a gran velocidad. Wargs. Aquellos lobos gigantes, tan grandes como un caballo completamente desarrollado, eran unos de los muchos monstruos terribles que poblaban las historias referidas al Bosque Sombrío. Dotados de colmillos y garras tan fuertes como para cortar el acero, su ferocidad y su sed de sangre eran proporcionales a su enorme cuerpo, que sólo podía nutrirse con la carne de los humanos.
    “Los monstruos de las leyendas también son de carne y hueso, padre.” pensó William, tan asustado como un niño pequeño que acabara de vivir la peor de sus pesadillas.
    Las bestias cayeron sobre el grupo, imparables y destructivas cual viento huracanado. Sus garras y colmillos despedazaban a los soldados con absoluta facilidad, pero las espadas no lograban atravesar su denso pelaje oscuro. En pocos minutos, el hijo menor de Gredway Haworth se convirtió en el único superviviente, rodeado por los mutilados cadáveres de los hombres a los que había dirigido a su horrible muerte.
    “Este es el fin.” pensó al sentir los ardientes ojos de los lobos fijos en él.
    Al menos una decena de aquellas fieras formaron un semicírculo para evitar que William pudiese escapar, acción que el jóven jamás habría emprendido debido al sopor en el que el pánico había sumido su cuerpo y su mente. De hecho, durante un instante, el muchacho pensó que estaba soñando, pues estaba contemplando cómo la más hermosa de las mujeres que jamás había visto se abría paso a través del escenario de la masacre, aparentemente tranquila a pesar de la cercanía de los lobos. Su cabello, su piel, su vestido de seda....Todo en ella era del blanco más puro y parecía desprender un brillo natural, como la nieve recién caída; era como si un rayo de luna hubiese adoptado una forma humana perfecta.
    “Sus labios son rojos.” pensó William cuando la mujer acortó distancias y se inclinó sobre él para besarle.
    Una extraña y espesa niebla engulló hasta el último recoveco de su mente, borrando todos sus recuerdos y cualquier capacidad racional. La mujer era la única que permanecía presente en la mente del muchacho.



    Una mueca burlona atravesó el ceniciento rostro de Lizzard cuando las tropas de Gredway se adentraron en la inmensidad del Bosque Sombrío, un error que les costaría la vida. Levantó una mano y los arqueros dispuestos en lo alto de los árboles cargaron sus arcos y tensaron las cuerdas, listos para disparar en cuanto el elfo les diera la señal. Lizzard aguardó a que todos los enemigos atravesaran las fronteras del bosque y dejó caer la mano para dar comienzo al ataque, desatando una lluvia de flechas sobre las tropas, que sufrieron no menos de una docena de pérdidas bajo aquella descarga.
    — ¡Escudos! —gritó sir Gredway.
    Los jinetes alzaron sus escudos y lograron detener la mayor parte de las flechas, algunas de las cuales atravesaban las defensas y herían a los caballos. Al comprobar que las flechas habían dejado de ser efectivas, Lizzard desenvainó sus espadas y convocó a los lanceros, que avanzaron con sus armas en ristre y permanecieron a la espera de que los jinetes se encontraran con ellos. De no ser por la oportuna orden de detención de Gredway, los jinetes que se hallaban en primera línea de batalla habrían acabado ensartados.
    — ¡Enviad a esos invasores al abismo! —gritó el señor feudal a la vez que abandonaba su montura y desenvainaba su espada para abalanzarse sobre la unidad de infantería de Lizzard, siendo seguido rápidamente por el resto de sus tropas.
    Los lanceros se dispersaron y dejaron paso a un grupo de guerreros hábiles con la espada para entablar la lucha a corta distancia. Al cabo de unos instantes, los dos frentes se encontraron y llenaron el bosque con el sonido de las espadas chocando y los gritos de dolor de los soldados caídos.
    Lizzard arrugó la nariz al ver que el ejército de Gredway se mantenía firmemente al mismo nivel que el de sus hombres y decidió intervenir. Saltó de la copa del árbol al que se había subido para poder apreciar la situación a vista de pájaro y se posó con suavidad sobre los mullidos helechos que crecían alrededor del tronco, momento en que fue atacado por uno de los enemigos. Sonriendo y burlándose en silencio, esquivó la hoja del soldado con un ligero movimiento de pies y le atravesó el corazón sin que su adversario se diese cuenta. Inmediatamente después, se vio obligado a detenerse y acabar con dos soldados que le atacaron por la espalda. Finalmente llegó a la zona del bosque donde se encontraba sir Gredway Haworth, que acababa de atravesar el cuello de uno de los “bandidos”.
    —He de reconocer que tus hombres están muy preparados, señor feudal—declaró sin darle importancia al hecho de estar rodeado por los cadáveres de muchos vasallos—. Pensaba que utilizar este bosque como zona de batalla nos daría la ventaja de campo, pero parece que no sois fáciles de derrotar bajo ninguna circunstancia.
    —No pensamos dejar que unos cobardes como vosotros, que atacáis a gente inocente cuando no tiene oportunidad de defenderse, nos superen—replicó el patriarca de la familia Haworth, arrancando la espada del cadáver y apuntando con ella al líder enemigo.
    —Ha sido una simple estrategia militar—se explicó el elfo, cuyas picudas orejas se hallaban ocultas bajo el largo cabello negro, que empuñó sus armas con fuerza y adoptó una postura ofensiva—. Era necesario atraeros hasta este lugar para derrotaros—. Acto seguido se abalanzó sobre sir Gredway y trató de atravesar su pecho con las dos espadas gemelas que empuñaba.
    El noble alzó su escudo justo a tiempo de evitar la letal estocada, pues la hoja de aquellas armas parecían estar hechas del mismo metal que las flechas.
    — ¿Qué sacas atacando nuestras aldeas, maldito bastardo? —preguntó a la vez que empujaba a su rival hacia atrás y contraatacaba.
    Lizzard bloqueó el mandoble de Gredway entrecruzando sus espadas por encima de la cabeza. A pesar de la gran fuerza física del señor feudal, aquel joven de aspecto cadavérico no había tenido ninguna dificultad en interceptar su ofensiva.
    — ¿Qué piensas tú que es la guerra, Gredway? —preguntó el elfo, sonriendo al ver el rostro de su adversario cubierto de sudor por el esfuerzo—. En mi humilde y sincera opinión, la guerra no es más que otro tipo de arte.
    — ¿Cómo dices?
    —El arte requiere una gran precisión y un carácter escrupuloso, es un proceso lento en el que los detalles cumplen un papel esencial. La belleza de la guerra radica en la capacidad de los jugadores de medir correctamente sus pasos y de ejecutar sus estrategias sin prisa. Incluso la más grande de las montañas está compuesto por elementos más simples e individuales que se entrelazan para formar un todo mayor.
    Aquellas palabras calaron hondo en la mente de sir Gredway, que incrementó la fuerza con la que empujaba su arma para superar las defensas de Lizzard. ¿Acaso todas aquellas muertes, todos aquellos poblados destruidos, no eran nada más que los primeros pasos de un plan mayor? Enfurecido, se separó de su enemigo y trató de atravesarle la frente con su espada pero falló y le cortó una larga cortina de pelo que caía sobre el lado izquierdo de su rostro, dejando al descubierto una oreja acabada en punta.
    — ¿Qué...eres tú? —susurró al ver aquella característica tan poco humana.
    —Según los adultos de vuestra sociedad, no soy más que una quimera de vuestra imaginación—replicó el elfo oscuro, cuyo cabello perdido se regeneró en un abrir y cerrar de ojos—. Si te queda fuerza para intentar asesinarme una vez más, no te contengas. Cualquiera diría que eres una mujer intentando usar una escoba como espada.
    Herido en su orgullo, Gredway intentó abalanzarse sobre Lizzard pero descubrió con horror que su cuerpo estaba paralizado, como si estuviera clavado en el suelo. Por mucho que intentó usar toda su voluntad para moverlo, ni uno solo de sus músculos dio la menor señal de haber escuchado sus órdenes.
    —Sois un hombre muy honorable, sir Gredway, al darme la oportunidad de atacar—se mofó su contrincante.
    — ¡Eres un cobarde! —gritó el señor feudal, aliviado al comprobar que podía hablar, aunque no le sirviese de mucho en aquella situación.
    Lizzard caminó hacia él y apoyó una mano en el peto de su armadura. Incluso con el metal de por medio, Gredway pudo sentir una horrible sensación invadiendo su cuerpo a partir de aquella mano de pálida piel y afiladas uñas carmesíes.
    — ¿Acaso no eres tú un cobarde por usar armadura, escudo y espada en la batalla en lugar de luchar con tus propias manos? —le preguntó el elfo—. ¿Y no es tu rey un cobarde por ocultarse en su castillo mientras vosotros perecéis en este bosque?
    — ¡No compares al rey con una escoria como tú!
    —Lamento escuchar esas palabras, sir Gredway.
    Lizzard presionó el peto de la armadura de su enemigo, cuyo metal adquirió un extraño brillo incandescente.
    ¡Oslupmi! —gritó con una voz tan terrible que incluso los árboles se estremecieron al escucharla.
    La armadura de Gredway se quebró como si hubiese recibido el impacto de una maza de hierro y el noble salió volando hacia atrás hasta chocar contra un árbol y deslizarse ,casi inconsciente, hasta las raíces del mismo. La sangre que empezó a salir de su boca le indicó que aquel ataque había provocado daños internos en su organismo.
    “¿Cómo puedo vencer a alguien capaz de enviarme volando con una simple palabra?” pensó con desesperación, intentando moverse a pesar de las quejas de su cuerpo.
    —No puedes, así de sencillo—replicó Lizzard, que parecía haber escuchado aquel pensamiento—. Tú eres un ratón y yo soy un gato. El ratón nunca podrá superar al gato.
    —Te llevarías una sorpresa—se burló el señor feudal, renunciando a moverse y aceptando que había sido derrotado.
    Lizzard deslizó sus huesudas manos sobre un grupo de arbustos, cuyos tejidos quedaron reducidos a cenizas en cuestión de segundos.
    —He vivido doscientos años, Gredway—declaró fríamente mientras aproximaba su mortífera piel al rostro del noble—, de modo que no hay nada que pueda asombrarme.
    En cuanto terminó de pronunciar aquellas palabras, el elfo oscuro dejó escapar un horrible aullido y se agarró con fuerza la mano derecha, que acababa de ser atravesada por una flecha. Apretando los dientes en un intento por soportar el dolor, se dio la vuelta y descubrió a Loren Haworth apuntándole con su arco desde la grupa de su corcel.
    —Por lo que parece, sí que eres capaz de sorprenderte—declaró el mayor de los hijos de Gredway.
    Lizzard volvió a examinar la flecha, que había adoptado el mismo tono rojizo que había adquirido la armadura de Gredway antes de quebrarse. Ante el asombro de padre e hijo, la saeta se desintegró y la herida que había abierto en la mano del elfo se cerró sin dejar ninguna cicatriz.
    —Hace falta algo más que un simple palito para derrotarme, mocoso—Alzó las manos y exclamó—: ¡Oslupmi!
    Una fuerza invisible hizo pedazos el arco del muchacho y le tiró de la silla, haciendo huir al caballo. Con la armadura cubierta de hojas y parcialmente dañada, Loren se incorporó y desenvainó su espada.
    —Hijo, tienes que huir—susurró Gred, cuyo estado empeoraba rápidamente debido a la pérdida de sangre.
    — ¿De verdad crees que merece la pena que tu primogénito huya? —intervino Lizzard, moviendo levemente sus picudas orejas para percibir un sonido que los demás no podían oír—. ¿Merece la pena seguir luchando ahora que vuestro segundo hijo a perecido?
    Tanto para Gredway como para Loren, la batalla perdió todo sonido y movimiento, desprovista de todo significado. Lizzard no podía haber dicho palabras más apropiadas para desmoronar el ánimo de ambos Haworth.
    —No es posible que William esté muerto—dijo Loren.
    —Parece ser cierto que los humanos os cerráis a la verdad—El elfo oscuro se encogió de hombros, despreocupado—. Tanto vuestro pariente como sus hombres se han convertido en las presas de los wargs, de cuyo ataque nadie logra escapar con vida.
    —Mientes.
    — ¿Qué necesidad tengo de mentiros a vosotros, que habéis perdido la batalla? El cuerpo de ese muchacho pasará a formar parte de estas tierras para dar sustento a todas sus...
    Se vio obligado a interrumpir su discurso para esquivar la feroz estocada de Loren, que había perdido el control y se había propuesto no darle al elfo ni un segundo de respiro. Por desgracia, su adversario poseía unos reflejos y una agilidad muy superiores a las de los humanos y pudo esquivar todos sus ataques sin problemas.
    —Joven caballero, la supervivencia de un guerrero no depende de la habilidad ni de la valentía—Lizzard dio un salto y se sentó en una rama de un árbol cercano para observar al joven Haworth con una sonrisa burlona—. Lo único que garantiza la supervivencia de un guerrero en la batalla es la capacidad de controlar las emociones, que no son más que simples piedras en los zapatos.
    — ¡Cállate y lucha como un hombre! —gritó Loren.
    —Creo que debo enseñarte la lección por las malas—Lizzard se dejó caer de la rama y extendió las manos para mostrar sus extrañas y afiladas uñas.
    Un mal presentimiento empujó a Loren a levantar su escudo para bloquear el arañazo de aquellas uñas brillantes como el fuego. Fue una acción idónea, pues el escudo comenzó a resquebrajarse y a fundirse a partir del punto en el que las uñas del elfo lo habían arañado.
    “No sé qué tipo de habilidad posee pero debo evitar que toque cualquier parte de mi cuerpo.” se dijo al comprender que lo ocurrido al escudo se debía al contacto con la piel de su enemigo.
    Retrocedió unos pasos para dejar la mayor distancia posible entre su adversario y él y desenvainó una de sus dagas para usarla como arma arrojadiza. Antes de que Lizzard pudiese volver a atacar, la daga salió volando de las manos de Loren y se clavó en el muslo de su pierna izquierda.
    —Reconozco que eres muy hábil, muchacho—gruñó el elfo, arrancándose la daga de la carne. Incluso habiéndose alejado, Loren pudo ver que la hoja del arma se había fundido y que la herida de la pierna de Lizzard se había cerrado instantáneamente en un resplandor llameante—, pero ningún humano puede derrotarme.
    Haciendo de tripas corazón, Loren pasó a la ofensiva y se abalanzó sobre Lizzard, que extendió los brazos y permitió que la hoja del joven le atravesara el pezho hasta la empuñadura. Aún así, Loren comprobó con horror que Lizzard seguía observándole con aquella sonrisa de superioridad.
    —Los jóvenes nunca hacéis caso de las palabras de los mayores—declaró con sorna mientras la espada se fundía hasta quedar convertida en un charco de metal líquido incandescente—. Como ya te he dicho, ningún humano puede derrotarme.
    Acto seguido agarró al primogénito de Gredway del brazo y permitió que su extraña habilidad acabara con las diversas protecciones, provocando que el chico gritara al sentir cómo la cota de malla derretida entraba en contacto con su piel.
    —Muere con honor, muchacho—susurró a la vez que colocaba sus manos alrededor de su cuello para que las llamas consumieran su cuerpo.
    Herido de gravedad, Gredway contempló cómo su primogénito quedaba convertido en cenizas ardientes y arrugó la nariz al notar el desagradable olor a carne humana quemada. Demasiado débil para expresar ira o miedo, supo que Lizzard se encontraba en cuclillas ante él al notar el hedor de su aliento acariciándole la cara.
    — ¿Cuál es tu objetivo? —preguntó, jadeando por culpa de las costillas que habían perforado sus pulmones.
    A través de la niebla que había ocupado su mente, pudo sentir un doloroso ardor en la frente a la vez que oía a Lizzard decir:
    —Los muertos no necesitan saber lo que persiguen los vivos.
     
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  2.  
    Dark RS

    Dark RS Caballero De Sheccid Comentarista empedernido

    Capricornio
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    Escritor
    Saludos:
    Gracias por invitarme a leer tu historia. Tienes muy buena ortografía, no encontré ninguna falta que pueda recordar. Tiene un estilo muy parecido a juego de tronos, y me encantan esos libros. :D
    Aunque en mi opinión es bastante largo, casi no lo leo hasta que vi elfo escrito en alguna parte. : P
    Sigue así.
     
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  3.  
    Dreamer

    Dreamer Guest

    Título:
    Frenesí llameante.
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    3
     
    Palabras:
    13362
    Capítulo 1
    La peligrosa máscara de la virtud
    Laira se tapó el rostro para no ver a su amigo resbalar y caer de la rama de aquel roble tan alto que crecía a las afueras de la ciudad de Raimlys, cosa que no llegó a suceder gracias a la gran destreza de Rendall, que se agarró con fuerza a una rama más alta y logró salvarse de una caída de no menos de una decena de metros que seguramente podría haberle dejado tullido para siempre.
    —No sea tan cobarde, princesa—se burló el muchacho, escalando con cuidado para alcanzar el nido que se encontraba a unos escasos pasos de él, desde donde un par de alondras le observaban y agitaban las alas para advertirle que se defenderían si osaba amenazar a sus crías.
    Laira, que nunca había permitido a su amigo tratarla con la formalidad que exigía su posición, le sacó la lengua y replicó:
    —No seas tan insensato, Rendall.
    Sonriendo levemente, el aspirante a caballero llevó una mano a la bolsa que llevaba atada a la cintura y sacó al pequeño pájaro que se encontraba en su interior. Dos semanas atrás, la princesa había encontrado a aquella pobre cría con un ala rota a los pies del árbol, probablemente arrojada del nido por las rachas de viento que frecuentaban aquella región de Arlien, y había decidido cuidarla hasta que se recuperara lo suficiente como para ser devuelta al nido y que tuviera las mismas posibilidades de sobrevivir que sus hermanos.
    —Aquí tenéis a vuestro pequeño—susurró Rendall, depositando a la cría en el interior del nido, donde fue recibida por el trinar de sus padres y sus hermanos. Levantó un pulgar para indicarle a Laira que el polluelo estaba a salvo y descendió del roble con tanta facilidad como lo haría un mono—. Lo mejor será que regresemos al castillo para prepararnos; hay mucho que celebrar.
    —Supongo que sí—dijo la princesa, algo compungida, espoleando a su caballo e iniciando el regreso a la ciudad.
    — ¿Qué pasa? —le preguntó su compañero, que cabalgaba a su lado y siempre parecía ser consciente de sus cambios de humor.
    Laira tiró de las riendas y obligó a la yegua que montaba a detenerse. Aquel animal había sido un leal compañero desde su décimo cumpleaños, cuando su madre se lo regaló siendo nada más que una hermosa potranca completamente blanca. Siete años después, la potranca se había convertido en una preciosa yegua cuya blancura no parecía corromperse con el barro ni el sudor por mucho tiempo que pasara al aire libre. La gente no podía pensar en un animal mejor para ser la mascota de la princesa, pues el emblema real de Arlien era precisamente un caballo blanco galopando a través de una pradera dorada.
    —Es que...no sé muy bien qué pensar de que mi padre vuelva a casarse—respondió con tristeza, inclinándose para aspirar el aroma floral que desprendían las crines de Luna, su preciada yegua—. Me incomoda un poco la idea de tener una madrastra.
    —Sabes que las madrastras no son necesariamente como las de los cuentos, ¿verdad? —le preguntó Rendall en plan burlón.
    Laira le dio un golpecito juguetón en el hombro.
    —Es imposible que mi padre se enamore de una mala persona, así que estoy tranquila en ese aspecto. Lo que me preocupa es el cómo se desarrollará nuestra relación y si nos llevaremos bien.
    En realidad, un temor mucho mayor atenazaba su corazón, pero no estaba dispuesta a revelarlo porque estaba segura de que la haría parecer una niña tonta ante su amigo. Sin embargo, Rendall vio perfectamente cuál era ese miedo.
    —No importa qué clase de mujer sea la futura reina; no ocupará el lugar de tu madre ni te obligará a olvidarla—La princesa sonrió; debería haber imaginado que el joven Ketharn no se dejaría engañar por unas pocas palabras—. Deja de preocuparte tanto por lo que podría ser, ¿de acuerdo?
    —De acuerdo—aceptó Laira—. ¿Qué te parece si echamos una carrera hasta la puerta principal de la ciudad?
    Siendo un gran entusiasta de los desafíos, Rendall no tardó en caer en el mismo fallo que cometía siempre. Luna, al ser la yegua de una princesa, no había sido entrenada para la batalla como los corceles de guerra, pero sus patas eran por naturaleza muy largas y fuertes y le permitían ser más veloz que cualquier caballo de guerra, para los que era más importante la fuerza y la resistencia que la velocidad. Por esa razón, Rendall y su caballo siempre eran sobrepasados por la princesa y su yegua, aunque seguían aceptando todos sus retos. Aquel día, por enésima vez, Laira y Luna saborearon la victoria al llegar a la puerta antes que Rendall y su corcel, que atravesaron el portón cabizbajos.



    Cinco años atrás, la princesa Laira cayó gravemente enferma a causa de un extraño mal arrastrado por el viento desde las lejanas y misteriosas tierras ocultas tras la Cordillera Rugiente. A pesar de que el rey contaba con los servicios de los mejores galenos de la corte, aquella dolencia parecía haber echado raíces en el cuerpo de la pequeña heredera y no desaparecía por muchos tratamientos a los que fuese sometida. Sin embargo, al menos un mes después de que la princesa quedara infectada, su madre, la reina Emerial, se encerró con ella en su habitación y permaneció allí durante siete días y siete noches. Tras el transcurso de aquella semana, el rey entró en la habitación por la fuerza y descubrió a su hija en plenas facultades y a su esposa muerta. Nadie sabía qué había ocurrido, ni siquiera Laira, pero muchos cuchicheaban y murmuraban que la reina había recurrido a algún tipo de hechicería pra transmitirle a su hija su gran vitalidad. La muerte de la madre de Laira supuso un duro golpe para el rey Alvein, que trató de sobrellevar la tristeza ocupándose de su hija y ejerciendo sus tareas como soberano de las tierras de Arlien sin ninguna compañera hasta que recibió una petición de ayuda del reino de Warth, que estaba siendo atacado por una flota de piratas.
    —Lady Diana proviene de esas tierras, ¿verdad? —le preguntó Laira a su padre cuando se reunieron en la sala del trono para comer. Lady Diana era la soberana del reino de Warth, viuda por culpa del acoso que sus tierras sufrían por parte de los piratas, y futura esposa del rey Alvein—. ¿Cómo es Warth? ¿Es como nuestro hogar?
    Bajo la larga y canosa barba del rey se perfiló una sonrisa divertida.
    —Tal vez deberías guardar todas esas preguntas y hacérselas a la propia Diana cuando llegue mañana por la mañana—declaró, tomando su copa para tomar un breve trago de vino—. Sin embargo, puedo decirte que su reino no es como el nuestro, pues no disfruta de las fértiles tierras de las que disponemos aquí. El reino de Warth es un archipiélago y la vida de todos sus habitantes gira en torno al mar.
    — ¿Y pueden sobrevivir de lo que les da el mar? —le preguntó Laira, escuchándole con expresión embelesada.
    —A los warthianos se les da tan bien vivir del mar como se nos da a nosotros vivir de la tierra—El rey se incorporó y se aproximó a la ventana para observar el inmenso cielo estrellado. El tiempo se había mostrado muy amable con los arlienos durante las últimas semanas—. Lo mejor será que te acuestes ahora, hija mía, ya que mañana tendremos que estar preparados para recibir a nuestros invitados.
    Como sabía el enorme esfuerzo que habían requerido los preparativos para la recepción de la reina de las islas orientales y su séquito, compuesto por no menos de un millar de jinetes y doscientos soldados de infantería, Laira se apresuró a despedirse de su padre dándole un beso en la mejilla y abandonó la sala del trono para dirigirse a sus aposentos, situados en la torre norte, la más alta del castillo. Una vez allí, las dos jóvenes criadas que se encontraban a su servicio se ocuparon de desvestirla y preparar el lecho para después desenredar la larga trenza en la que la princesa llevaba el largo cabello negro recogido. Muchas veces había oído a las chicas quejándose de la longitud de su cabello y sugiriendo que se lo cortara un poco pero no estaba dispuesta a hacerlo: aquel largo y negro cabello era un rasgo que compartía con su difunta madre.
    —Mañana nos encargaremos de que se despierte temprano y de que se encuentre espléndida para recibir a la futura reina—dijo Elisabeth, la más joven de las dos hermanas, tomando una caja del interior de un armario y colocándola sobre un sillón—. Vuestro padre encargó este vestido a los mejores sastres del reino especialmente para esta ocasión. Debéis presentar un aspecto magnífico ante la futura reina y sus vasallos.
    —Y ante vuestros propios vasallos, por supuesto—añadió Felicia, su hermana mayor, que sonreía de forma muy extraña, como si ocultara algún secreto—. El joven Rendall quedará encantado cuando os vea con el vestido puesto.
    — ¿Todavía más? —intervino Elisabeth, y las dos se echaron a reír como chiquillas tontas.
    Laira dejó de prestar atención a su reflejo y dirigió a las chicas una mirada interrogativa. ¿Qué habían querido decir con eso de que Rendall se quedaría prendado de ella aún más? Tal vez porque pensaran que aquella cuestión era evidente o porque sencillamente no querían hablar de ello, las dos hermanas no añadieron nada más, de modo que la princesa les preguntó:
    — ¿Puedo saber a qué viene esa actitud? ¿Por qué habláis de ese modo de Rendall?
    — ¿Es posible que no os hayáis dado cuenta? —Tras un nuevo ataque de risa, Felicia se puso seria—. Si no os molesta que os lo pregunte, ¿de qué forma veis al heredero de los Warlen?
    —No entiendo muy bien qué quieres preguntarme con eso, Felicia—replicó Laira, echándose el largo cabello libre sobre su espalda—, pero supongo que le veo como un amigo.
    — ¿Le veis del mismo modo que cuando erais niños o de un modo más adulto? —le preguntó Elisabeth, que acababa de comenzar a cepillarle el pelo, tarea larga y difícil debido a la densidad del mismo.
    — ¿Y qué importancia tiene eso?
    —Disculpad el atrevimiento, pero no creo que el joven Warlen os siga viendo como la niña de la que se hizo amigo hace años. Es algo natural si tenemos en cuenta que ya sois prácticamente hombre y mujer.
    Laira lo comprendió todo repentinamente y frunció el ceño al imaginar a los ciudadanos cuchicheando acerca de la existencia de una relación romántica entre Rendall y ella. Sorprendida por el tipo de rumores que podía desatar el hecho de que dos jóvenes de sexos opuestos pasasen mucho tiempo juntos, trató de mantener la calma y dijo:
    —No sé si podré disculpar ese atrevimiento, Elisabeth.
    —Lo lamento, princesa—se disculpó la chica tras recibir un codazo por parte de su hermana—. ¿Quiere que la dejemos sola?
    —Por favor.
    Las criadas le dedicaron una reverencia y abandonaron la estancia intercambiando una mirada de complicidad. Laira las observó marcharse mediante la imagen reflejada en el espejo y se separó del tocador para aproximarse a la ventana y mirar la lejana Cordillera Rugiente, una serie de picos tan altos que podían verse desde una distancia equivalente a un viaje de cinco días a caballo. La gente siempre decía que aquella cadena montañosa era una especie de frontera que separaba la civilización y el orden de las tierras sureñas del caos y el salvajismo de las regiones norteñas y que era una verdadera suerte que existiese semejante barrera. Laira, a diferencia de la mayor parte de la gente, no se estremecía al ver aquellos gigantes de roca alzándose en la lejanía ni trataba de ignorar el rugido de las tormentas de nieve que azotaban sus cumbres, sino que se divertía imaginando las cosas emocionantes que podían estar ocurriendo al otro lado y soñaba con el día en que pudiese cruzar las montañas y comprobar por sí misma si las historias y leyendas que hablaban acerca de las extrañas criaturas que poblaban el norte eran ciertas. Sabía que era un sueño imposible; nadie permitiría que una princesa cruzara la Cordillera Rugiente, cuyas tormentas ya habían engullido a cientos de exploradores, y eso sin tener en cuenta a los que no lograban superar los peligros del Bosque Sombrío. Aún así, Laira siempre dejaba que su imaginación sobrevolara el bosque y las montañas y se preguntaba si el espíritu de su madre, que se había sacrificado para salvarla de la enfermedad, se encontraría allí, atrapada por algún malvado demonio que también habría sido el responsable de su dolencia.
    “Lo mejor será evitar que me salgan ojeras.” pensó al cabo de un rato, pensando en lo que dirían las damas de la corte si aparecía en público con los ojos, de un cristalino azul cielo, rodeados de círculos negros.
    Un poco nerviosa porque en pocas horas conocería a su futura madrastra, la princesa se metió en su cama y suspiró de placer al sentir el calor que las mantas habían absorbido de las brasas. Pronto se vio arrastrada a un extraño sueño en el que se encontraba flotando en mitad de un inmenso océano y escuchando unos extraños cánticos procedentes de las profundidades que parecían llamarla para que acudiera a su lado. Despertó varias veces con aquel hermoso y antiguo sonido resonando en cada rincón de su mente.



    Al día siguiente, tal y como se había imaginado, recibió una fuerte reprimenda por parte de las estilistas por culpa de las ojeras que adornaban sus ojos por culpa de la irregular noche. Pero una princesa como ella tenía a su disposición a las mayores expertas en eliminar los desarreglos, de modo que aquellas ojeras pronto se desvanecieron bajo una capa de maquillaje. Tras un buen baño de agua caliente y sales aromáticas, Felicia y Elisabeth abrieron la caja que había sobre el sillón y le enseñaron el hermoso vestido que su padre había encargado para ella, de un material textil muy suave y de un color blanco tan puro como el de Luna.
    —Tu madre llevaba un vestido igual el día que nos conocimos—Laira vio a su padre aproximándose por detrás a través del espejo. Sostenía un pequeño cofre de madera de roble adornado con unos extraños grabados que no supo identificar—. Eres su viva imagen.
    No era la primera vez que Laira oía tal afirmación. Desde que tenía uso de razón, todas las personas del reino que habían conocido a su madre comentaban el gran parecido que existía entre las dos, auqnue ella solía pensar que su madre era mucho más bella. El largo cabello negro, el pálido color de su piel y los ojos castaños eran todos rasgos heredados de su madre. No había ni rastro de la línea paterna en su apariencia.
    — ¿Y no te resulta doloroso verme, padre? —le preguntó mientras las dos hermanas le arreglaban el pelo y se lo recogían en la habitual trenza.
    —Al contrario, me alegro de que no se haya perdido el recuerdo de tu madre—El rey indicó a las criadas que abandonasen la habitación y depositó el cofre sobre el tocador—. Cuando naciste, tu madre me dijo que deseaba que esta reliquia, que ha formado parte de su linaje desde hace generaciones, se convirtiese en su legado. Creo que es una buena ocasión para entregártelo.
    Laira acarició el cofre y levantó la tapa con manos temblorosas, ahogando un gritito de sorpresa al ver el reluciente collar que había en su interior. Lo sacó tomándolo de la cadena de plata y observó atentamente el brillante zafiro, una pequeña piedra de color azul oscuro, incorporado a la misma.
    —Es precioso—susurró, luchando por contener las lágrimas mientras su padre le colocaba el collar alrededor del cuello.
    Poco tiempo después ambos se encontraban ante las puertas de la ciudad junto a los principales miembros de las casas nobles del reino de Arlien para recibir a la soberana del reino de Warth y su séquito. Erguida sobre su yegua, la princesa reconoció a su amigo Rendall entre los miembros de la casa Warlen, firme e inexpresivo como una estatua. Al igual que los demás vasallos de la familia real, había limpiado y pulido su armadura, que arrojaba cegadores destellos de luz bajo el espléndido cielo azul. Tenía un aspecto magnífico.
    Al cabo de unas tres largas y sofocantes horas de espera, Laira fue la primera en ver indicios de la cercanía de los visitantes. No menos de un centenar de jinetes aparecieron en lo alto de las colinas orientales bajo docenas de banderas negras que ondeaban gracias al viento que generaba el movimiento del grupo. Cuando el ejército se acercó lo suficiente como para empezar a percibir sus detalles, Laira vio un dragón blanco con las alas desplegadas sobre un incendio dorado estampado en cada estandarte y se imaginó que debía de tratarse del emblema de la familia real Warth.
    Los jinetes se detuvieron a unos cinco metros de la comitiva de bienvenida y se dispusieron formando un pasillo de armaduras plateadas, musculosos caballos y llamativos estandartes. Un magnífico semental negro avanzó a través de aquel pasillo transportando a una mujer cuyo aspecto sólo podía ser el de una reina, de gran estatura y sedoso cabello tan rojo como la misma sangre. A su lado trotaba un caballero que vestía una armadura tan pulida que reflejaba la imagen de quienes lo rodeaban.
    —Ella es lady Diana y ese hombre es el caballero Lancel, más conocido en su tierra como el Caballero de los Espejos, el más leal y poderoso de sus vasallos—le dijo el rey a su hija, espoleando a su caballo para acercarse a su prometida.
    Laira hizo lo mismo y se aproximó a tiempo para oír a lady Diana reprocharle a sir Lancel que intentara ayudarla a bajar del caballo y decirle que era capaz de hacerlo por sí sola, demostrándolo con gracilidad. Aún así, no parecía enfadada ni molesta, sino que se dirigía a su vasallo como si fuesen amigos de toda la vida.
    —Sí que hace hace calor en este lugar—comentó la soberana a la vez que se quitaba el pesado manto, de un color azul oscuro con la misma imagen que los estandartes, que llevaba sobre sus hombros. Miró fijamente al rey y a la princesa y les mostró una reluciente sonrisa—. El tiempo en las islas es mucho más suave gracias al agua de mar.
    —Cada cual está acostumbrado a las características de su hogar—El rey desmontó y ayudó a Laira a bajar de Luna para que pudieran hablar cara a cara con Diana—. Hija mía, te presento a Diana Warth, soberana de las islas Warth. Diana, te presento a Laira, mi querida hija.
    —Estoy encantada de conocerte en persona, Laira—Diana le dedicó una leve reverencia. Sir Lancel, por su parte, cruzó los brazos sobre el pecho con las manos cerradas en puños para saludar a la princesa—. Tu padre me habló mucho de ti durante su estancia en mis tierras.
    Laira alzó un poco las amplias faldas de su vestido y repitió la reverencia.
    —Lo mismo digo, lady Diana.
    Con aquel movimiento, el zafiro del colgante entró en contacto con su piel, pillándola por sorpresa con su calor y su vibración. Mientras su padre le tendía un brazo a lady Diana para acompañarla hasta la plaza principal de la ciudad, Laira echó un vistazo a la joya y vio un extraño símbolo que antes no estaba, una serie de marcas grabadas en el cristal con la forma de una ola. ¿De dónde había salido y por qué había aparecido tan repentinamente? No tenía respuesta para aquellas preguntas pero algo le decía que la causa de la aparición de aquel símbolo estaba relacionada con la llegada de lady Diana.



    Durante los días siguientes, toda la ciudad de Raimlys mostró un nivel de actividad muy superior a la que solía caracterizarla debido a las festividades que se estaban celebrando para dar la bienvenida a lady Diana y su séquito y los preparativos de la ceremonia de compromiso que uniría los dos reinos, que tendría lugar cuatro semanas después. Laira pasaba mucho tiempo conversando con su futura madrastra y pronto quedó convencida de que sus anteriores miedos habían sido completamente infundados, pues Diana era una mujer cuyo carácter combinaba a la perfección con su belleza. Además, estaba aprendiendo cosas muy curiosas acerca de las tierras de Warth, como el hecho de que sus habitantes adoraban el mar como si se tratase de un dios o que la sal era utilizada muchas veces como moneda en los intercambios comerciales.
    —La tierra de las islas de mi reino es demasiado dura y está impregnada de sal, de modo que la agricultura y la ganadería no resultan factibles—le contó Diana mientras desayunaban al cuarto día de su llegada—. Nuestras necesidades de carne y productos agrícolas sólo pueden ser satisfechas gracias al comercio marítimo con las ciudades costeras de este reino. A cambio, nosotros recolectamos toda la sal que el mar arroja a nuestras costas cada día y la utilizamos para pagar a los comerciantes.
    —Una tierra sin plantas...suena deprimente—comentó Laira al imaginarse una isla de roca negra, sin ningún rastro del verdor de las plantas ni de las coloridas flores que inundaban aquellas praderas cada primaverara.
    —Aún así, el mar es hermoso a su manera, especialmente cuando las ballenas regresan del norte para dar a luz alrededor de las islas, y nos otorga todo lo que necesitamos para sobrevivir (por supuesto que también es caprichoso y puede desatar una gran destrucción si se enfurece). Algunas de nuestras leyendas afirman que el mar es el origen de todo lo que existe, que toda esta tierra—Diana alzó los brazos y señaló las grandes llanuras que se extendían hasta la oscura sombra de la Cordillera Rugiente—nació cuando el océano fue fecundado por el fuego de la tierra. esa es la razón por la que arrojamos los cuerpos de los difuntos al mar; todo debe retornar a su origen
    —Eso no son más que cuentos—replicó la princesa, que no podía imaginar todo su hogar sumergido en las profundidades del mar.
    —Son leyendas, historias destinadas a explicar lo que nuestros antepasados no podían saber. Algunos sabios de mi reino están convencidos de que las islas de Warth surgieron del mar.
    Algo incrédula, a Laira se le ocurrió preguntarle a la soberana si había algún límite entre los mares sureños y los norteños. Era imposible que la Cordillera Rugiente también dividiera el océano en dos.
    —Siguiendo la línea de esa misma cordillera, existe una serie de islas conocidas como Las Ígneas debido a que ocasionalmente vomitan fuego. En el espacio marino que separa cada isla de sus hermanas se forman unas corrientes marinas tan fuertes que cualquier embarcación está abocada al naufragio si queda atrapada en ellas. Como ves, el norte es un misterio inaccesible incluso en el mar.
    Diana satisfacía la curiosidad de Laira cada mañana y ésta le correspondía contándole todo lo que quería saber sobre el reino de Arlien mientras daban largos paseos matutinos a caballo. Por las tardes disfrutaban de las festividades y de los espectáculos que tenían lugar en las calles de la ciudad, llenas de coloridos banderines y de personajes estrafalarios que tragaban fuego y realizaban peligrosas acrobacias con afiladas dagas.
    Cuando se cumplió una semana desde la llegada de lady Diana, el rey propuso la organización de un torneo para que los caballeros de ambos reinos pudieran poner a prueba sus habilidades en el manejo de la espada y en las justas. Laira se echó a reír al ver a Rendall, tan emocionado como los niños que se agrupaban en los campos de entrenamiento para ver a los caballeros y proclamaban quiénes eran sus favoritos, apuntándose rápidamente en el torneo junto con su padre pero pronto dejó de hacerlo al verle entrenar arduamente todos los días; no tenía sentido reírse de alguien que se despertaba con las primeras luces del alba sólo para prepararse.
    — ¿Ese chico es amigo tuyo? —le preguntó Diana al entrar en los aposentos de la princesa en el quinto día desde el anuncio del rey y descubrirla observando los ejercicios que estaba realizando el joven Warlen a través de la ventana—. Parece que se ha tomado muy en serio el torneo.
    —Tiene pasión—añadió sir Lancel, que había entrado siguiendo los pasos de su señora. Su voz se escuchaba como si proviniese del interior de una caverna, distorsionada por el extraño material reflectante de su yelmo—. La verdad es que me gustaría medir sus habilidades personalmente.
    — ¿Vas a apuntarte al torneo? —le preguntó Diana—. Ha pasado tiempo desde la última vez que participaste en un combate amistoso.
    El Caballero de los Espejos cruzó los brazos sobre el pecho con los puños cerrados, su saludo habitual, y abandonó los aposentos. Laira no pudo evitar preguntarse el motivo por el que nunca se quitaba la armadura en público, ni siquiera en los banquetes ni cuando las acompañaba en sus paseos a caballo.
    —Por lo que sé, sir Lancel se enamoró de alguien que no debía—La princesa miró con sorpresa a su futura madrastra, que había estado observando su rostro con gran atención—, de una mujer que nunca podría ser suya por estar destinada a otra persona.
    — ¿Y qué tiene eso que ver con su armadura y el hecho de que no se la quite nunca?
    —Lancel es muy reservado, de modo que no conozco toda la historia, pero creo que el amor que sentía por aquella mujer desencadenó un terrible acontecimiento que le ha perseguido toda su vida. Incapaz de mirar a los ojos a su amada, creó una armadura con un material parecido al de los espejos para que los demás únicamente pudiesen ver sus propios rostros.
    Tal y como ocurría siempre que la soberana de las tierras de Warth le contaba una historia, la mente de Laira se llenó de nuevas preguntas. ¿Qué consecuencias habría tenido aquel amor prohibido para que sir Lancel ocultara su rostro para siempre bajo el yelmo?
    —Creo que iré a cabalgar por el campo—anunció al cabo de unos minutos—. ¿Quieres venir conmigo?
    —Me encantaría, pero la verdad es que tu padre quiere que le acompañe a dar un paseo romántico bajo las primeras luces del día—respondió Diana con una sonrisa.
    Laira le devolvió la sonrisa y se dirigió a los establos, donde su leal Luna la esperaba con impaciencia para salir a dar un paseo. La princesa colocó la silla de montar sobre la grupa de la yegua y ató las correas con gran destreza, una habilidad considerada inaudita entre las damas de la corte, que siempre encargaban a los criados que prepararan sus monturas cada vez que deseaban abandonar la ciudad para disfrutar de los terrenos circundantes. La relación entre Laira y Luna era tal que la muchacha pensaba que le debía a su compañera ocuparse de ella en todos los aspectos, incluidos aquellos que eran considerados propios de los criados, como la correcta colocación de todos los instrumentos necesarios para la equitación, su limpieza y su alimentación. A Laira no le importaban los cuchicheos de las mujeres; era seguramente la persona que más quería a su caballo y eso bien compensaba cualquier rumor.
    Después de asegurarse de que todas las correas estaban bien sujetas, montó en la llegua y le dio un leve golpecito en los costados con las piernas para que se pusiera en marcha. Cruzaron las calles de la ciudad, prácticamente vacías a aquellas horas tempranas, saludaron a los centinelas encargados de la guardia del portón y se adentraron en las planicies. Para Laira no existía sensación más vigorizante que el de encontrarse atrapada entre la fresca brisa matutina y el calor liberado por el constante trabajo de los músculos de Luna.
    Corrieron sin cesar hasta llegar al pequeño lago al que su madre solía llevarlas de paseo cuando eran niña y potranca, un lugar paradisíaco de aguas cristalinas rodeadas por un pequeño bosque de manzanos. Laira recordaba muy bien lo mucho que se reía cuando su madre subía a lo alto de los árboles para coger las manzanas y se las arrojaba para que las recogiera; algo insólito en una reina.
    — ¿Pasamos aquí la mañana, compañera? —le preguntó a la yegua, que ya estaba impaciente por probar la tierna hierba que crecía cerca del agua.
    Le quitó toda la carga que llevaba y permitió que pastara libremente mientras se paseaba por el bosquecillo recordando los buenos momentos que pasó con su madre en aquel lugar antes de que llegara la enfermedad. Justo cuando se aproximaba al árbol en cuyas ramas se quedaron dormidas en una ocasión, su golgante empezó a brillar y mostró una vez más el símbolo grabado en el zafiro, que parecía desvanecerse cada vez que se alejaba de lady Diana. Un poco más adelante, un grupo de gorriones revoloteaban sobre la figura de un joven que se hallaba tendido en la hierba con las extremidades extendidas y los ojos cerrados.
    — ¿Hola? —Laira se aproximó al desconocido con cautela.
    No hubo señal de que el muchacho, que debía de ser unos cinco años mayor que ella, la hubiese escuchado. Temiendo que pudiese estar muerto, Laira siguió acercándose hasta poder ver su rostro, sereno en mitad de lo que parecía ser un sueño profundo, y se sorprendió al ver un colgante de plata con un pequeño rubí descansando sobre su pecho. Al igual que su zafiro, aquel rubí refulgía y mostraba un símbolo grabado pero con una forma diferente.
    Embelesada por el brillo de aquella joya, Laira extendió una mano y trató de tocarla para sentir en su piel el calor que parecía emitir pero no tuvo la oportunidad, pues uno de los brazos del joven salió disparado y le sujetó con fuerza de la muñeca. La chica se asustó y trató de liberarse de aquella mano que la mantenía presa como si fuese la garra de un ave rapaz.
    — ¿No te han dicho nunca que es de mala educación tocar las cosas de los demás sin su permiso? —El rostro del joven continuaba sereno y su voz no reflejaba ira ni indignación, sino simple aburrimiento. Soltó a la chica y abrió los ojos, de color azul grisáceo, para lanzarle una mirada burlona—. ¿No te da vergüenza haber interrumpido mi meditación? —Silbó y los pajarillos echaron a volar de regreso a la seguridad de sus nidos.
    —Estabas durmiendo, no meditando—le acusó Laira.
    —Dormir es algo más que dejar que el cuerpo repose—le replicó el joven. Viendo la suciedad y el desgaste de sus ropas, Laira se imaginó que se trataba de un vagabundo que había recorrido un largo camino—. Cuando dormimos, nuestra mente sigue trabajando al margen de nuestra voluntad.
    — ¿Me estás diciendo que meditabas dormido? Eso me parece más una excusa que otra cosa.
    El joven se incorporó y desperezó. Su cabello, negro como el carbón, estaba lleno de greñas y cubierto de hojas por haber estado “meditando” en el suelo del bosquecillo, y una pelusilla de varios días invadía las inmediaciones de su boca y toda su mandíbula; la preocupación por su apariencia debía de ser nula.
    —Esa yegua es preciosa—dijo el joven señalando a Luna, que había dejado de pastar al sentir el susto que se había llevado su dueña—. ¿Es tuya?
    —Sí, fue un regalo de mi madre—respondió Laira, pillada por sorpresa por el repentino cambio de tema.
    ¿Se lo había imaginado o los ojos de aquel vagabundo acababan de brillar peligrosamente? Tal vez fuese su imaginación, pues aquellos ojos grisáceos pronto le lanzaron una mirada burlona que no tenía nada de terrorífica.
    —Deberías tener mucho cuidado, muchacha—dijo imitando la voz de un adulto muy preocupado. Laira jamás había tratado con una persona tan cínica como él—. No es buena idea ir sola por un bosque luciendo un ejemplar tan magnífico y ese pedrusco colgando de tu cuello. Cualquiera podría secuestrarte, incluido yo.
    —No creo que tú seas precisamente el más indicado para decirme eso—El rubí del vagabundo seguía brillando con fuerza sobre la ajada camisa.
    Sonriendo, el joven se agachó y extrajo un cuchillo de una de sus botas. A diferencia de sus demás posesiones, salvo el colgante de plata, aquella daga era un objeto de gran calidad, completamente hecha de plata y con unas pequeñas esmeraldas incrustadas en la empuñadura.
    —Si alguien intenta robarme este colgante, más le vale estar preparado para las consecuencias—declaró antes de arrojar la daga hacia la copa de un árbol cercano.
    La hoja se clavó profundamente en una manzana con tanta precisión que golpeó su corazón y la partió en dos. El joven se movió rápidamente, atrapó las dos piezas antes de que cayeran al suelo y dirigió a Laira una mirada que parecía decir: <<Quien se atreva a amenazarme, sufrirá el mismo destino que esta manzana>>.
    —Han estado armando mucho revuelo en el reino, ¿verdad? —preguntó como si lo que acababa de hacer fuese lo más fácil del mundo y nada digno de mención.
    —Mi padre va a casarse con la reina Diana, del reino de Warth—le explicó Laira, preguntándose cómo era posible que aquel joven no tuviera conocimiento de la futura alianza—. ¿No eres un vasallo de la reina?
    — ¿Tengo aspecto de ser caballero? —El joven le dio un mordisco a una de las dos mitades de la manzana—. No, sólo soy un vagabundo de las tierras del oeste, donde se encuentra el reino de Tarlio. Únicamente he venido a este lugar para encontrar a una mujer que podría haber sido atraída por los rumores; le encanta estar cerca de la acción.
    Antes de que Laira pudiese preguntarle nada más, el joven se dio la vuelta y desapareció en el interior del bosque de manzanos, dejando a la princesa confundida y sin saber qué pensar acerca del extraño encuentro.



    Horas más tardes, bajo la luz del sol de mediodía, Laira se estremeció al ver a sir Lancel derribando al séptimo contrincante al que le había tocado enfrentarse en el torneo. La magnífica derrota que había infligido a sus anteriores adversarios, junto con el esplendor de su extraña armadura, le habían convertido en uno de los favoritos de los espectadores en el transcurso de unas pocas horas. Su siguiente adversario era Rendall Warlen, que también había demostrado una gran habilidad en sus combates a pesar de haber recibido más daños que el Caballero de los Espejos. Antes del combate, el último de aquel torneo, los dos contendientes se detuvieron ante el estrado en el que se encontraban los miembros de la familiareal.
    —Os felicito por haber logrado superar a vuestros adversarios y haber llegado a la final de este torneo, demostrando vuestra gran destreza y vuestro coraje—El rey Alvein se incorporó de su asiento y alzó la copa de vino en señal de respeto a los competidores. A su lado se encontraba sir Farway, cabecilla de la familia Warlen y padre de Rendall, que había sido derribado en la primera ronda del torneo por un único golpe de la lanza de su hijo y le observaba con ojos relucientes de orgullo—. En este último combate, como vuestro rey, espero ver el mismo honor y respeto que habéis mostrado por las reglas de las justas. Cuando estéis preparados, ¡comenzad!
    Los jinetes, que deberían haber tomado posiciones en cada extremo del campo al escuchar la orden del rey, permanecieron inmóviles ante el estrado. Sir Lancel se adelantó, alzó su lanza ante la futura reina de Arlien y declaró:
    — ¡Tal y como llevo haciendo desde que me convertí en vuestro más leal vasallo, reina Diana, todas las victorias que he obtenido en este torneo están dirigidas a vos, incluida la que obtendré sobre este joven!
    El público aplaudió y aclamó al Caballero de los Espejos, que espoleó a su caballo y se dirigió a su puesto en medio de relucientes destellos provenientes de la luz que llovía sobre su armadura. El joven Rendall, sin embargo, se mantuvo inmóvil, observando fijamente a Laira, quien se sentía incómoda bajo su escrutinio.
    — ¡Mis victorias en este torneo están dedicadas a la princesa Laira Arlien! —proclamó imitando el gesto de su adversario—. ¡Cada gota de sudor y sangre derramada por mi caballo y por mí mismo, cada hueso roto y cada músculo desgarrado son un precio muy bajo por poder mostrar mi valía ante ella! ¡Incluso en la derrota, me sentiré satisfecho si con ello obtengo su atención!
    La ovación del público al heredero de los Warlen fue muy superior al que le habían dedicado al Caballero de los Espejos. Era normal que los caballeros les prometiesen a las damas, ya fuese por amor o simplemente por la creencia de que les taería suerte, derrotar a sus adversarios y ganar los torneos en su honor como si supiesen de antemano que lo iban a lograr, pero Rendall había hecho mucho más: había admitido ante todos los presentes que no le interesaba el torneo, ni la victoria ni la derrota, sino simplemente demostrar de qué era capaz ante una dama de la familia real.
    —Que suerte tenéis, princesa—le susurró Felicia a Laira, cuyas mejillas se habían vuelto tan rojas como las manzanas del bosquecillo que había visitado aquella misma mañana.
    Mientras el pueblo medio aclamaba y las cortesanas suspiraban, Rendall ocupó su puesto en el extremo opuesto del campo para enfrentarse a sir Lancel, cuya máscara, como de costumbre, impedía saber qué pensaba o sentía ante el discurso del muchacho y la reacción del pueblo. Por la calma de su corcel, parecía que no le interesaba nada si la gente le apoyaba a él o a su adversario.
    Aunque las justas podían resultar muy duras, las reglas eran sencillas y fáciles de comprender. Un caballero se proclamaba vencedor de una justa cuando obtenía tres puntos antes que su contrincante, que se obtenían rompiendo lanzas en el cuerpo del mismo. La puntuación variaba según el lugar dónde chocaba la lanza: se obtenía un punto si golpeaba en la zona entre la cintura y el cuello, dos si golpeaba en el yelmo y tres cuando el adversario era derribado del caballo.
    Sonaron las trompetas, y ambos contrincantes espolearon sus caballos para lanzar la primera ofensiva del encuentro. Pensando en las palabras de su amigo, Laira cerró inconscientemente los ojos para no ver el brutal choque que tuvo lugar al cabo de un minuto. Oyó el sonido de una gran multitud que aguantaba la respiración y el lamento de algunas damas, y abrió los ojos a tiempo de ver cómo dos vasallos corrían para atender a Rendall, que luchaba para no caerse del caballo aferrándose a las riendas.
    —Sir Lancel posee una arremetida impresionante—le dijo el rey a su prometida—. Ha estado a punto de tirar al joven Rendall a la primera embestida.
    —Creo que no—replicó Diana—. Si el Caballero de los Espejos lo hubiese querido, el joven Warlen ya estaría en el suelo. Él prefiere poner fin a los combates con la mayor rapidez posible a menos que crea que su adversario se merece su mayor esfuerzo.
    Laira observó atentamente a sir Lancel y se preguntó si de verdad pensaba que Rendall era digno de la oportunidad de luchar contra él. La máscara, una vez más, no le permitía obtener una respuesta clara.
    Rendall había logrado mantenerse sobre su corcel tras recibir el impacto de la lanza de su adversario pero sentía como si le hubiese golpeado con una maza en el pecho. Sin embargo, sir Lancel sólo había recibido un punto, de modo que el combate no estaba decidido. Tratando de no sucumbir ante el dolor, se preparó para el siguiente encuentro, en el que logró romper la lanza estrellándola contra el peto de la armadura del enmascarado caballero. Incluso la reina Diana ahogó un grito de sorpresa al saber que sir Lancel, un caballero que nunca había recibido un golpe, estaba empatado con un muchacho que todavía no había sido nombrado caballero.
    En el siguiente encuentro, sir Lancel logró alcanzar al joven Warlen en el abdomen y rompió el empate, pero su contrincante volvió a equilibrar el combate asestándole un lance a pocos centímetros por debajo del cuello. Ante semejante espectáculo, el público les aclamaba como no habían aclamado a ningún otro caballero; las voces de los seguidores de sir Lancel se mezclaban con las de los seguidores de Rendall Warlen en una fervorosa ola.
    —Jamás pensé que vería a mi mejor caballero igualado en combate—dijo Diana—. Majestad, no deberíais retrasar el nombramiento de alguien tan diestro como el joven Warlen. Debéis estar muy orgulloso de vuestro hijo, sir Farway.
    —Lo estoy, milady, lo estoy—respondió el noble.
    —Creo que el combate se decidirá en este encuentro—dijo el rey.
    Los vasallos les entregaron a los participantes las siguientes lanzas, y la lucha comenzó de nuevo. El rey se equivocó en su predicción, pues ambos jinetes lograron romper las lanzas al mismo tiempo, alcanzando cada uno el yelmo de su oponente. Cuatro a cuatro, el empate se mantenía, lo que significaba que el combate debía seguir hasta que uno ganase o se rindiera.
    —Rendall tiene una férrea voluntad—susurró un noble que estaba sentado detrás de Laira, que casi no se atrevía a apartar la mirada de su destrozado amigo por miedo a que se derrumbara si lo hiciese—. Creo que cualquier otro ya se habría rendido.
    —Me parece que pretende impresionar a la princesa aguantando todo lo que pueda—dijo otro noble
    Laira simuló un acceso de tos e hizo como si no les hubiese oído. Lo único que le importaba era que Rendall, que se tambaleaba sobre su montura mientras intentaba sostener la lanza con su mano izquierda, se encontrara bien; no parecía capaz de soportar otro golpe semejante. Si de verdad lo hacía para impresionarla, una idea que le resultaba muy improbable, era un auténtico majadero.
    El aire volvió a estremecerse con el estruendo de las trompetas y los corceles iniciaron la marcha hacia la confrontación de sus jinetes. Si había alguna esperanza de que Rendall pudiese derrotar a sir Lancel, ésta se desvaneció cuando la lanza del Caballero de los Espejos se quebró al estrellarse contra el yelmo del joven Warlen. Incorporándose de un salto, Laira contempló la dura caída de su fiel amigo, rodeado por una nube de astillas, como si ocurriera a cámara lenta. Caído el jinete, el caballo se encabritó y se alzó relinchando sobre las patas traseras; fue necesario el trabajo en equipo de seis hombres de gran fuerza para apaciguarlo.
    Laira abandonó el estrado para acudir al lado de Rendall, inmóvil en el suelo y rodeado por un grupo de criados que habían acudido en su ayuda. Incluso sir Lancel había descabalgado y se había aproximado para ver su estado, permitiendo que los demás vieran los efectos de su enfrentamiento con el joven Warlen: su máscara se había agrietado al recibir el lance de su contrincante.
    —Dejad paso a la princesa—les ordenó a los criados con su cavernosa voz, algo más suave de lo habitual debido a los daños del yelmo.
    Los hombres se apartaron y la princesa pudo arrodillarse junto a Rendall, que estaba siendo atendido por Grendar, el galeno de la corte. Le habían quitado el yelmo, con cierta dificultad por hallarse deformado como consecuencia de la lucha, y lucía una fea herida sangrante en la frente.
    — ¿Cómo se encuentra? —le preguntó al anciano doctor, que estaba examinando sus pupilas con profesional atención.
    —Lo mejor será que lo examine en mi lugar de trabajo antes de sacar conclusiones, pero creo que no ha sufrido ningún daño que pueda amenazar su vida—Grendar chasqueó los dedos para indicar a sus ayudantes que acercaran la camilla que siempre llevaban con ellos en caso de necesidad.
    Laira trató de alejarse un poco para permitirles transportar a Rendall, pero el muchacho, luchando contra el agotamiento, le susurró que esperara un poco. La princesa había tenido la suerte de no vivir la terrible experiencia de la guerra y las canciones únicamente hablaban del heroísmo de los hombres que en ella participaban, de modo que nunca había visto el horrible aspecto de los más afortunados, que solían regresar a sus hogares con alguna marca imborrable de su tormento. En aquel momento, contemplando a su compañero tendido en una camilla, con el rostro ensangrentado y luchando por mantenerse despierto, se preguntó si aquello podía compararse con la impresión que las heridas de guerra causaban en las mujeres y familiares que aguardaban el regreso de los soldados.
    — ¿Me reservarás un baile esta noche, princesa? —le preguntó el herido.
    —Si eres lo bastante tozudo como para poder moverte esta misma noche, te aseguro que tendrás un baile conmigo—Laira intercambió una mirada con Grendar, aunque no pudo sacar ninguna respuesta clara de los profundos ojos del doctor.
    Después de semejante combate, la risa de Rendall no mostró su habitual vitalidad.
    —Nos veremos más tarde—susurró antes de que los ayudantes de Grendar se lo llevaran a su lugar de trabajo.
    El galeno llevaba años tratando a los enfermos de la ciudad de Raimlys y de los pueblos circundantes, desde los tiempos en los que reinaba el padre del rey Alvein, y Laira sabía que había muy pocas enfermedades o heridas que no pudiese sanar, así que estaba segura de que Rendall se recuperaría sin problemas. Regresó al estrado, donde su padre estaba anunciando que sir Lancel era el vencedor del torneo y que aquella noche tendría lugar un baile en la plaza principal de la ciudad. El Caballero de los Espejos, a quien no parecía importarle nada todas aquellas trivialidades, había desaparecido bajo un manto negro que unos soldados de lady Diana le habían entregado después de que su reina le entregara una nueva máscara. Al salir del manto, había sustituido su máscara rota por una nueva con la que seguir ocultando su rostro y su vergüenza al mundo.



    Aquella noche, cuando el sol se ocultó por el oeste y la luna pasó a ocupar su lugar, las estrellas quedaron ensombrecidas por el brillo multicolor de los fuegos artificiales que los soldados designados arrojaban al aire desde las almenaras de las murallas exteriores de la ciudad. Adornada con todo tipo de motivos decorativos, la mayor parte de los cuales mostraban los emblemas de los Arlien y los Warth entrelazados por una enredadera para simbolizar la alianza entre los dos reinos, Raimlys parecía estar más llena de vida de lo que había estado nunca: los niños, que normalmente estarían cenando para irse temprano a la cama, disfrutaban visitando los diferentes puestos de comida gratuita, jugando y poniendo muecas asqueadas al ver a los caballeros, sus héroes, cortejar a las damas. Rodeada por toda aquella vitalidad, Laira pensó que el reino no había tenido mucho que celebrar desde la muerte de su madre.
    —Elisabeth, ¿qué estás haciendo? —le preguntó Felicia a su hermana menor.
    Laira dejó de prestar atención a los chiquillos que estaban representando los diferentes combates del torneo y vio a la joven criada examinando su rostro en una cuchara de plata con extraña ansiedad.
    — ¿A quién intentas impresionar? —le preguntó sin poder ocultar la divertida sonrisa que pugnaba por asomar a su rostro.
    —Hay un joven al que nunca había visto por aquí y es muy apuesto—Elisabeth señaló al extremo opuesto de la plaza principal.
    La princesa se sorprendió al ver al andrajoso joven de ojos grisáceos con el que se había topado aquella misma mañana, pero lo que más le sorprendió fue el número de féminas cuya atención había atraído, tanto de origen humilde como de clase alta (aunque éstas últimas se mostraban reticentes por su desarreglado aspecto). Las más humildes se aproximaban con cautela y cuchicheaban nerviosamente; evidentemente buscaban el modo de dirigirse a aquel desconocido, que no parecía ser consciente de toda la atención que recibía.
    —Yo no veo qué tiene de interesante ese joven que parece un vagabundo—comentó Felicia, aunque ella también le observaba fijamente—. Hombre, si se pasa por alto el aspecto de sus ropas, resulta atractivo, pero...
    Algo se estremeció bajo el vestido blanco de Laira, el mismo vestido con el que había recibido a su futura madrastra y su comitiva. El zafiro había recuperado su extraño símbolo y palpitaba entre las manos de la princesa como si se tratara del pequeño corazón de un ser vivo. De algún modo, aquel rítmico sonido arrojó un pesado manto sobre la ciudad que borró todo color, movimiento y ruido, aislando a la princesa del resto del mundo y sumiéndola en una extraña realidad en la que su mente se vio bombardeada por un torrente de imágenes y voces cuyo significado no era capaz de comprender.
    — ¡Laira!
    El zafiro cayó inerte sobre el pecho de la joven Arlien, que parpadeó confusa durante un momento antes de darse cuenta de que Rendall se encontraba a su lado.
    —Parece que estés a punto de dormirte, princesa—bromeó el muchacho—, lo cual resulta ridículo si tienes en cuenta que soy yo el que ha recibido una paliza mientras tú te encontrabas cómodamente sentada con tu padre y lady Diana.
    —Preocuparse por un amigo también resulta agotador—Laira acarició la venda que ocultaba la herida de su frente—. ¿Cómo te encuentras?
    —La herida únicamente sangraba tanto porque estaba cerca del cuero cabelludo, que está muy irrigado, pero no era especialmente profunda—Rendall imitó el grave tono de Grendar, cosa que hizo reír a la princesa. Frunció el ceño como si estuviera tratando de recordar algo—. Creo recordar que me prometiste un baile si era capaz de moverme.
    Laira echó un vistazo por encima de su hombro y casi sufrió un ataque de risa al ver las fulminantes miradas de unas jóvenes damas que habían apoyado a Rendall durante todo el torneo. La casa Warlen no estaba acostumbrada a la fama a pesar de su antigüedad y su riqueza, pero parecía que Rendall podría llegar a cambiar eso cuando pasara a ocupar el lugar de su padre como cabeza de familia.
    —Me parece que vas a decepcionar a muchas admiradoras—comentó con tono burlón.
    — ¿Y tú vas a decepcionarme a mí? —le preguntó Rendall, tendiéndole una mano—. ¿Qué clase de princesa incumple su palabra?
    Impulsada por las pullas de su viejo amigo y los cuchicheos de sus dos criadas, Laira se levantó y aceptó su mano en el momento en que la música, hasta entonces festiva y llena de energía, se volvió lenta y melancólica. Rendall puso su mano derecha sobre la cintura de la pincesa y la acercó a su cuerpo para poder llevarla mejor al ritmo de la música.
    “Esto va a dar mucho que hablar.” se dijo Laira, sonrojándose al estar tan cerca de Rendall. La distancia era tan pequeña que estaba segura de poder sentir los latidos del corazón del aspirante a caballero.
    Eso era lo que más le preocupaba: que los rumores de los que le habían hablado Felicia y Elisabeth resultasen ser ciertos, que Rendall deseara algo más que la simple amistad. ¿Qué haría si así fuera? Era consciente de que algún día tendría que desposarse con algún pretendiente para que el reino tuviera un heredero, pero cada vez que intentaba imaginarse como esposa y madre, una única palabra acudía a su mente: irreal; no podía vislumbrar un futuro semejante. Y si no era capaz de imaginarse casada con alguien a quien no conocía, ¿cómo iba a hacerlo considerando a Rendall como el posible esposo cuando le quería como a un amigo, como a un hermano? No, incluso siendo amigos tan cercanos como eran, no sentía nada romántico por el heredero de los Warlen.
    —Laira, ¿te encuentras bien? Pareces...ida—le preguntó su pareja de baile—. Francamente, espero que no te sientas incómoda por el hecho de que te haya pedido un baile.
    —No, no es eso—se apresuró a mentir, ocultando el rostro en las ropas de gala del noble para que no viera las manchas carmesíes que habían aparecido en sus mejillas—. Simplemente estoy pensando que mi padre tiene un aspecto ridículo.
    Ambos contemplaron al rey Alven, que se encontraba bailando a pocos pasos de ellos, y tuvieron que esforzarse para no caer muertos de risa. Aunque Laira no les había prestado atención alguna debido al dilema personal en el que se encontraba atrapada, lo cierto era que su padre y su futura madrastra formaban una pareja de baile extravagante...y ridícula. Estando tan cerca del rey, la superior estatura de lady Diana era más evidente que nunca aunque no impedía que la hermosa soberana de las tierras de Warth se moviera con gracia y arrastrara a su pareja como si fuera una torpe marioneta.
    — ¿Qué te ha parecido mi actuación en el torneo? —Laira le agradeció mentalmente a Rendall que cambiara de tema, pues no estaba segura de que hubiese podido soportar más aquella imagen sin reír.
    —Lo cierto es que has estado magnífico; has enloquecido a las damas—El tono de la princesa pasó de ser halagadora a acusadora—. Pero me parece que te arriesgaste demasiado en el último combate, cuando te negabas a ceder ante sir Lancel. Deberías darme una explicación antes de que empiece a pensar que eres mentalmente inestable.
    — ¿No te basta con el hecho de que sea un hombre y quiera llamar la atención? —Laira se dijo que su amigo realmente no había recibido ningún daño serio si era capaz de bromear. Claro que no sería extraño, pensó mientras sentía cómo sus preocupaciones se evaporaban de su mente, teniendo en cuenta lo mucho que se pavoneaban algunos caballeros durante los torneos—. Si te digo la verdad, únicamente deseaba que una dama se fijara en mí.
    — ¿En serio? ¿Quién?
    El joven Warlen detuvo la danza y se apartó de la princesa con una gran frustración reflejada en el rostro.
    —Sé que siempre has sido un poco despistada, pero creía que mis palabras de esta mañana serían una pista más que suficiente para que pudieras darte cuenta de lo que siento.
    Laira tragó saliva y se estremeció al ver sus peores temores confirmados. Desde que escuchara las palabras de su amigo, había tenido la esperanza de que se trataran de una simple estratagema para atemorizar a sir Lancel y ganarse el favor de los presentes. Se acabó pensar eso.
    — ¿No vas a decir nada? —le preguntó Rendall, firme y serio como una estatua; toda actitud hilarante había desaparecido.
    Acorralada entre la espada y la pared, la princesa trató de encontrar las palabras adecuadas para explicarle que entre ellos sólo existía una buena amistad sin herir sus sentimientos. Sin embargo, el estruendo originado por una explosión en las murallas exteriores y el consecuente derrumbe de una de las torres de vigilancia ahogaron sus palabras y pusieron fin a las festividades.
    — ¿Qué demonios es eso? —murmuró sir Farway, rompiendo el alarmante silencio en que se había sumido la plaza.
    Al norte de la ciudad, donde normalmente podía verse la Cordillera Rugiente, aparecieron numerosos puntos luminosos semejantas a las estrellas del cielo, sólo que su brillo era anaranjado rojizo. A medida que se aproximaban a la ciudad, su tamaño crecía hasta convertirse en grandes bolas llameantes, desatando intensos incendios en las casas más cercanas a la periferia y provocando que cundiera el pánico.
    — ¡Nos atacan! —gritó el rey, desenvainando su espada y reuniendo a los líderes de las principales casas a su alrededor mientras los civiles se dispersaban impulsados por el miedo.
    Uno de aquellos proyectiles infernales sobrevoló la ciudad y chocó contra la torre norte, calcinando en un instante la habitación de Laira, quien contemplaba con horror cómo Raimlys, la ciudad que la había visto nacer, se iba convirtiendo poco a poco en un infierno de llamas. Pero aquello no era nada comparado con lo que estaba a punto de suceder.
    — ¡Debemos acudir a las murallas para analizar la situación! —les ordenó el rey a sus vasallos, alzando la voz para hacerse oír sobre el crepitar de las llamas y los deseperados gritos de terror y dolor de los ciudadanos—. ¡Farway, debes evacuar a los civiles y llevarlos a...!
    La sangre ahogó las últimas palabras del soberano cuando el frío acero gris de un cuchillo, empuñado por la traicionera mano de su prometida, mordió su garganta. Sostenida por los fuertes brazos de Rendall, Laira fue testigo de cómo la canosa barba de su padre se teñía de rojo al mismo tiempo que sus elegantes ropas se oscurecían y empapaban con la sangre derramada.
    — ¡Traición! —gritaron los hombres del rey, rodeando a la mujer con las espadas desenvainadas.
    Sin dejarse intimidar por aquella exhibición de armas, lady Diana alzó las manos y dijo una palabra en un idioma desconocido para todos los presentes. Aquella palabra reverberó en todos los rincones de la plaza y desató una fuerte ráfaga que levantó a los soldados en el aire y los arrojó contra los muros, dejándolos inconscientes con el golpe.
    “¿Eso...ha sido magia?” Laira no podía creerse nada de lo que estaba ocurriendo, pues la magia era uno de los elementos principales de las leyendas que hablaban de los poderes que habitaban al otro lado de la Cordillera Rugiente. Pero eso no era lo importante; lo único que importaba era que acababa de perder a su padre.
    —Ahora, jovencita, ¿por qué no me entregas la joya que cuelga de tu cuello? —Diana extendió una mano, manchada con la sangre del rey, y señaló el colgante de la princesa, cuyo zafiro brillaba y latía intensamente.
    — ¡¿Es por esa cosa por la que nos has traicionado, bruja?! —gritó Rendall, interponiéndose entre Laira y la reina y desenvainando su espada—. ¡¿Qué tiene de especial una simple baratija?!
    Algo ardió en la profunda y oscura mirada de la hechicera.
    —No tenéis ni idea, ni la más remota idea del inmenso poder que descansa en esa “baratija”, como tú la llamas, joven Warlen—Dio un paso hacia Laira, que retrocedió automáticamente para guardar las distancias—. Hazles un favor a todos los habitantes de esta ciudad, princesa; entrégame la joya y evita que sufran la más lenta de las muertes.
    Laira sacudió la cabeza con los ojos abnegados de lágrimas. A pesar de la tristeza y el odio que bullían en su interior, así como del temor por lo que pudiera ocurrirles a todos si se negaba a someterse a la voluntad de aquella hechicera, algo le dijo que el zafiro no debía caer en malas manos.
    — ¿Por qué deseas tanto...esta joya que eres capaz de cometer semejante traición? —preguntó, intentando que las palabras no se atorasen en su garganta por culpa de las lágrimas.
    —Es una historia demasiado larga y compleja para que una mocosa como tú pueda comprenderla—Si alguna vez había existido bondad en el hermoso rostro de lady Diana, ésta se había desvanecido sin dejar ninguna señal de su existencia.
    —Y no tiene la menor importancia.
    El harapiento vagabundo, que se había ocultado en un callejón cuando comenzó la lluvia de fuego, surgió de las hombras. Bajo la luz de las explosiones que iban devorando lentamente la ciudad, el azul grisáceo de sus ojos brillaba como si fuese puro fuego, pero no tanto como la plateada hoja de su daga desenvainada.
    —La historia acaba aquí y ahora, Diana—declaró alzando la hoja y señalando a la reina—, y yo voy a hacer que caiga el telón.
    —Alexander, ¿cuántas veces te he oído decir eso? —Los labios de la reina se curvaron en una sonrisa tan fría como el hielo—. Tal vez debería sentirme halagada porque me hayas seguido desde Warth, sino fuera porque tu objetivo es matarme, propósito que no soy capaz de comprender.
    Temblando de furia, el vargabundo, Alexander, arrojó su daga al pecho de Diana, que empleó una nueva ráfaga de viento para anular parte de la fuerza del arma. Desprovista de energía, la daga se detuvo en mitad del vuelo y cayó al suelo.
    —Fracaso, fracaso y más fracaso; los resultados de todos tus esfuerzos—se burló la mujer—. Ya te lo dije en otra ocasión, Alexander: a menos que estés dispuesto a despertar todo el seid que fluye por tus venas, no serás capaz de derrotarme. ¡Dativel!
    Las armas desperdigadas por el suelo, incluida la daga del harapiento joven, tintinearon y se elevaron sobre las cabezas de los asombrados presentes siguiendo la dirección del movimiento de las manos de la hechicera.
    ¡Dacata! —recitó Diana a la vez que señalaba a Alexander, quien derribó una mesa y se escudó de la lluvia de proyectiles—. ¡Alexander, entrégame tu colgante, ayúdame a conseguir el de la chica y podrás pedirme cualquier cosa que desees!
    El joven vagabundo asomó la cabeza sobre la mesa. La furiosa mirada que desprendían sus ojos no dejaba lugar a dudas: no aceptaría ninguna propuesta de paz por parte de la reina.
    — ¡No puedes darme lo que deseo, Diana! ¡Sazinec!
    La reina se puso en guardia, pero ningún ataque físico acudió para golpearla, sino que una asfixiante nube de humo negro y cenizas engulló toda la plaza y le obligó a cerrar los ojos. Alexander aprovechó aquella distracción para salir de su escondite y acercarse a Laira y Rendall, que tosían con fuerza en su intento por respirar aquel aire corrompido
    — ¡No os quedéis ahí quietos, idiotas! —les gritó tomándoles del brazo y tirando de ellos, obligándoles a huir de la plaza—. ¡Debemos abandonar la ciudad!
    La princesa tragó aire y trató de negarse, pero un nuevo y estridente sonido se incorporó al rugido del fuego, interrumpiéndola: cientos de pasos metálicos comenzaban a aproximarse al castillo desde la zona norte de la ciudad. Alexander maldijo por lo bajo; sabía que aquel sonido anunciaba la reunión de las tropas de lady Diana.
    — ¿Hay alguna otra salida por la que podamos escapar? —le preguntó a Rendall, que estaba intentando evitar que Laira tratara de buscar el cuerpo de su padre.
    —Hay otra puerta en la zona sur de la muralla, pero no creo que lleguemos muy lejos a pie.
    — ¡Pues vamos a las caballerizas! —le instó el vagabundo, alarmado por la poca distancia que les separaba del edificio que acababa de estallar en llamas.
    Tomando a Laira en brazos, Rendall abrió el camino hacia el lugar donde se encontraban los caballos, que todavía no había sido alcanzado por las llamas.
    —Rendall, no podemos abandonarlos—susurró la princesa, agotada por el llanto, los gases tóxicos desprendidos de los edificios en llamas y por el transcurso de los traumáticos acontecimientos—; debemos regresar.
    Su amigo, ignorando la nota de súplica de su voz, terminó de preparar a Luna y replicó:
    —No podemos hacer nada por ellos; lo más importante es salvarnos.
    Tomó a la princesa por la cintura y la ayudó a montar en la yegua, a la que subió él también para asegurarse de que la muchacha no se cayera en mitad de la caerra. Alexander, que ya había logrado convencer al corcel de un noble para que se dejara montar por un desconocido, les observaba ansiosamente, deseoso de partir.
    Una vez listos, espolearon a los caballos y galoparon en la dirección opuesta al origen de los gritos de batalla y de los incendios. Salvo por algún foco aislado en el tejado de algún edificio al azar, la zona sur de Raimlys estaba intacta y siniestramente vacía, por lo que llegaron sin problemas a las murallas exteriores. Sin embargo, había un obstáculo entre ellos y su escapatoria...
    — ¡Nosotros solos no podremos abrir el portón! —exclamó Rendall al ver la gigantesca puerta de madera cerrada. Aunque era más pequeña que la puerta del norte, la puerta del sur requería como mínimo la fuerza conjunta de diez guerreros para ser abierta.
    Alexander hizo caso omiso de sus palabras y concentró su mirada en la puerta, cuya madera comenzó a temblar y a crujir misteriosamente.
    ¡Atnareuq! —recitó con ferocidad, provocando que la puerta se desencajara y saliera volando hasta perderse en la oscura llanura—. Huyamos rápidamente; mi hechizo no habrá pasado inadvertido.
    De ese modo, Laira y Rendall se sumergieron en el mar de hierbas altas que rodeaba la ciudad y se alejaron de su ciudad natal, que ardía intensamente bajo un cielo cuyas estrellas habían sido engullidas por las ardientes columnas de humo. Al borde del abismo, la princesa pudo vislumbrar todos sus recuerdos, todos los sucesos de su vida, reflejados y destruidos en aquel infierno.
    “¿Por qué resulta tan fácil que desaparezcan las cosas que más nos importan?” se preguntó antes de que el sueño apresara su mente.



    Lady Diana, soberana del reino de Warth, acababa de tomar Raimlys, capital del próspero de Arlien, desde donde podría extender su influencia a las demás ciudades del reino, pero no se sentía satisfecha. Cuando el Caballero de los Espejos y sus hombres, apoyados por Lizzard, el elfo oscuro, y su terrible magia de fuego, lograron someter a los vasallos del difunto rey Alvein, la hechicera se refugió en el castilló y se sentó en el trono para poder rumiar su rabia en soledad, pues no había logrado conseguir su objetivo: el colgante de la princesa Laira, la Esencia del Agua.
    “Y por si un sólo fracaso no fuese suficiente, Alexander sigue teniendo en su poder la Esencia del Fuego.” Diana estaba tan furiosa que hizo estallar una ventana con un pestañeo.
    Atraído por el sonido de los cristales rotos y la energía de la reina, sir Lancel entró en la sala del trono rodeado por la luz de las velas reflejada en su armadura, intacta a pesar de la violencia que había estallado en el exterior del castillo. Se arrodilló ante el trono y preguntó:
    — ¿Sucede algo, majestad?
    —Creo que es bastante obvio que sí sucede algo—gruñó la hechicera, tratando de no lanzarse al cuello de su más leal siervo a pesar de toda la rabia que sentía—: un plan estudiado y preparado minuciosamente durante meses estropeado en una sola noche. ¡¿Dónde está Lizzard?!
    —Aquí, majestad—La alta y delgada figura del elfo surgió de las sombras proyectadas por las velas y la chimenea, tan silenciosa como las propias sombras—. ¿Tenéis alguna queja de mi trabajo?
    Una horrible mueca, una sonrisa que no auguraba nada bueno, atravesó el rostro de la reina, distorsionando su belleza.
    — ¡¿Puedo saber por qué decidiste ignorar mis órdenes y atacar esta noche?! —Los nervios de la noche y la rabía habían consumido toda su paciencia—. ¡Te dije que aguardaras a que Lancel se pusiera en contacto contigo después de que yo envenenara al rey en la noche de bodas!
    —No me apetecía pasarme tres semanas haciendo el vago—comentó Lizzard, bostezando descaradamente en señal de aburrimiento—. ¿Qué importancia tiene que haya decidido adelantar la invasión?
    —Hemos perdido la oportunidad de conseguir dos de las antiguas reliquias de la Creación: las Esencias del Agua y del Fuego—intervino Lancel, ofendido por la irrespetuosa actitud del elfo oscuro.
    Lizzard se encogió de hombros; no sabía qué eran exactamente esas reliquias que la reina buscaba con tanto fervor y no le interesaba saberlo.
    — ¿Habéis encontrado algún rastro de la princesa? —le preguntó Diana a Lancel, que negó moviendo la cabeza lentamente—. ¡Pues seguid buscándola y traed a los chicos que la acompañan!
    —No me interesa rastrear a unos mocosos, majestad—replicó Lizzard con gran insolencia—. Además, únicamente he venido a informaros de que Fenrir solicita una audiencia con vos.
    La reina frunció el ceño al escuchar que Fenrir, el líder de los wargs y el más sangriento de todos ellos, se encontraba en la ciudad. A pesar de la alianza que habían establecido durante la batalla contra Gredway Haworth, prefería mantener las distancias con esa bestia.
    — ¿Cuál es el motivo de su visita?
    —Alegando que la recompensa recibida es insuficiente, desea revisar los términos de la alianza, majestad.
    Un furioso murmullo escapó a través de la máscara de sir Lancel, recordándole a Diana la discusión que habían mantenido cuando el rey lobo se reunió con ellos para negociar la alianza.
    —Ese ambicioso chucho nos morderá la mano y reclamará mucho más de lo que podamos acordar en un principio—había declarado con su voz cavernosa.
    La reina comenzó a pasearse por el salón, arrastrando su largo manto por el suelo y aplastando los cristales de la ventana rota. La lucha era el sol alrededor del cual giraba la salvaje sociedad de los wargs, la piedra angular de sus vidas; era el principal mecanismo de obtención de alimento, de transmisión de liderazgo y de llamada de atención de las hembras. La batalla les había proporcionado un gran número de víctimas y razones de sobras para sentirse orgullosos de su nuevo líder. ¿Qué más podían querer?
    —Lizzard, haz el favor de decirle a Fenrir que me reuniré con él mañana—le ordenó al elfo.
    —No se lo tomará bien; es muy impaciente.
    Tanta insolencia estaba haciendo hervir la sangre de la reina, cuya magia hizo que las llamas de la chimenea y de las velas se alzaran y rugieran. Se irguió cuan alta era y gritó:
    — ¡Pues llévale alguna de las jóvenes que mis soldados han capturado para que se divierta con ella y recuérdale que no soy ninguno de sus lobos, que se encuentra en mi terreno y que yo impongo las condiciones de nuestras reuniones!
    Intimidado por la ira de lady Diana, Lizzard, que normalmente no se amedrentaba ante nada ni ante nadie, asintió y abandonó la estancia para cumplir sus órdenes. Pasado el instante de furia, la reina se dejó caer pesadamente en el trono.
    —Lancel, préstame tu escudo y continúa la búsqueda de Laira—le ordenó a su leal vasallo.
    El Caballero de los Espejos le entregó el escudo, se despidió con una reverencia y abandonó la sala, dejando a la reina a solas con su atemorizado y agotado reflejo. Una fuerza invisible atravesó la mente de la hechicera, llamándola a clavar la mirada en la superficie del escudo, que parecía haber perdido su solidez y se movía como si fuese agua.
    —Maestro, ¿queríais hablar conmigo? —susurró Diana, agotada por la llamada de la magia.
    Su reflejo se desvaneció bajo las ondulaciones del escudo y fue sustituido por una sombra amorfa de ojos rojos. La energía mágica de aquella sombra era tal que, incluso sin estar allí presente, consumió todo el calor del fuego y convirtió el salón del trono en un frío y oscuro lugar que daba la impresión de no haber sido empleado en muchos siglos.
    —Percibo que tu alma está perturbada, Diana Warth—dijo aquella sombra, cuyos ojos parecían capaces de ver a las personas por dentro—, por lo que puedo suponer que las cosas no han salido como esperabas.
    —He podido hacerme con el control de Raimlys, señor—respondió la mujer de cabellos rojos—, pero la Esencia del Agua se me ha escapado por culpa de una serie de impredecibles circunstancias.
    Los ojos rojos titilaron peligrosamente.
    —Y tampoco has logrado apoderarte de la Esencia del Fuego a pesar de que su portador te ha estado siguiendo durante mucho tiempo—Diana se estremeció al sentir la voluntad de la sombra rebuscando algo entre sus recuerdos—. ¿Qué es exactamente lo que temes de ese vagabundo?
    —Puede llegar a ser más peligroso de lo que se imagina, maestra.
    —Ahora mismo tengo otras preocupaciones más acuciantes que un simple muchacho—La sombra rieló, un gesto similar a un estremecimiento o un escalofrío humano—. He estado leyendo las estrellas y he descubierto que hay una Valquiria caminando sobre la tierra.
    — ¿Y eso es una mala noticia? Creía que una Valquiria era lo que usted necesitaba para llevar a cabo sus planes.
    La sombra volvió a estremecerse y replicó:
    —Lo que necesito es una Valquiria bajo mi mando, lady Diana, que haya sido adiestrada por mis siervos y que cumpla mis órdenes sin cuestionarlas. Una Valquiria crecida lejos de mi influencia no querrá servirme y podría convertirse en un obstáculo molesto, ¿lo entiendes? Las estrellas me han dicho que esa Valquiria está sola y no es una amenaza, pero eso podría cambiar si llegara a encontrar a su compañero.
    —Su compañero debería ser un dragón—le recordó la reina—, y los dragones se han extinguido.
    Lo sabía perfectamente porque ella misma había acabado con muchos de ellos por orden de su maestra.
    —Que nosotras sepamos, Diana—susurró la sombra antes de desaparecer de la superficie del escudo—; que nosotras sepamos.
     
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  4.  
    Sheccid

    Sheccid Usuario común

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    Me has dejado picada en una hora y media con esta historia
    ¿Las gemas de tierra y aire estan en poder de la sombra?¿Quien es?¿Alexander es de confiar?¿La Valquiria los ayudara?
    Yo no i faltas de ortografia, aunque concuerdo enque los capitulos son un poco extensos, pero la historia es maravillosa, sigueme avisando y perdon por la tardanza en comentar.
    Saludos
     
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  5.  
    Dreamer

    Dreamer Guest

    Título:
    Frenesí llameante.
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    3
     
    Palabras:
    12957
    Capítulo 2
    Un viaje accidentado.

    Laira sintió una nueva sacudida en el estómago y se detuvo para vomitar por tercera vez aquella noche. Rendall, que caminaba a tan sólo unos pasos por delante y obligaba a Luna a caminar, retrocedió y le puso una mano sobre la sudorosa frente: estaba ardiento.
    —Debemos detenernos, Alexander—le dijo al vagabundo, que había seguido caminando sin hacer caso de las arcadas de la princesa.
    — ¿Por qué motivo?
    —Laira está febril; necesita descansar o podría empeorar.
    Alexander resopló de frustración y volvió sobre sus pasos para examinar a la chica, cuyo cabello estaba lacio y se pegaba a la sudorosa piel de su rostro. Incluso en la oscuridad de la noche abierta, sus ojos brillaban intensamente al reflejar la poca luz proveniente de las estrellas y de la luna.
    —Pasaremos la noche aquí—declaró al poco tiempo, dándose cuenta de que la enfermedad de la chica podría agravarse y retrasarles.
    Rendall se desabrochó la capa y la extendió sobre el suelo para que Laira pudiese tumbarse cómodamente mientras Alexander daba vueltas a su alrededor murmurando extrañas palabras.
    — ¿Qu-Qué estás haciendo? —le preguntó Laira, a quien le castañeaban los dientes por la fiebre.
    —Bloquear cualquier tipo de hechizo que pueda mostrarle a Diana datos sobre nuestra localización—respondió con rudeza antes de reanudar el cántico.
    Atontada por la enfermedad y atormentada por las horribles escenas que había presenciado en Raimlys, Laira observó las estrellas y recordó que su madre siempre solía decirle que cada una de ellas era el espíritu de un difunto que había subido al cielo. ¿El alma de su padre estaría allí arriba con la de su madre, juntos otra vez? Había tantas estrellas que era imposible saber si había alguna más que las que se veían normalmente.
    — ¿Cómo te encuentras? —le preguntó Rendall, tumbándose a su lado y abrazándola para darle algo de calor.
    —Como si estuviese atrapada en una pesadilla de la que no puedo escapar.
    —Intenta dormir, ¿de acuerdo?
    Laira asintió débilmente y cerró los ojos, sumergiéndose en una pacífica oscuridad en medio de la cual sólo escuchaba la respiración de su amigo, los cánticos de Alexander y la brisa que agitaba las hierbas altas. Esa paz, sin embargo, se vio interrumpida por una angustiosa oleada de sueños en los que corría por una ciudad en llamas y suplicaba a sus desaparecidos padres que la protegiesen de la extraña sombra de ojos rojos que se deslizaba tras sus pasos.
    Un crujido la despertó a tiempo de ver las primeras luces del nuevo amanecer. Se deshizo del abrazo de oso de Rendall—no entendía cómo había logrado dormir con el estruendo que armaban sus ronquidos—y vio que alguien había encendido una hoguera: el crujido que la había despertado era el sonido de los troncos desmenuzándose en el fuego.
    — ¿Ya despierta, princesa? —Alexander se abrió pasó a través de la hierba. Sostenía un par de codornices y un conejo, a los que había matado rompiéndoles el cuello con las manos desnudas. Dejó las presas cerca de la hoguera y se aproximó a Laira para acariciarle la frente—. Parece que la fiebre ha remitido.
    Laira lo comprobó por sí misma; había escapado de la fiebre, pero seguía débil por su causa. Alexander desenvainó su daga—la había recuperado cuando la reina le atacó controlando todas aquellas armas—y comenzó a despellejar el conejo.
    — ¿Esa carne es para comer? —le preguntó la princesa, sintiéndose nuevamente mareada al ver la sangre.
    — ¿Para qué iba a molestarme en matarlos si no fuera para comerlos? —Laira, muy a su pesar, se rió y recordó la actitud que aquel extraño compañero de viaje había mostrado la mañana anterior—. La vida de una persona sufre muchos cambios, tanto buenos como malos, princesa.
    —Preferiría que no te dirijeras a mí como princesa, pues ya no tengo nada propio de ese título—Laira contempló cómo Alexander atravesaba el cuerpo del animal con un palo y lo colocaba sobre el fuego—. Mi nombre es Laira.
    La grasa de la carne empezó a caer sobre las llamas, chisporroteando y desprendiendo un delicioso aroma que despertó automáticamente a Rendall.
    — ¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó al ver el sol elevándose por el este.
    —Caíste rendido alrededor de la medianoche, así que has dormido unas...seis horas—calculó Alexander—. Que vergüenza que un guerrero tenga el sueño más profundo que la princesa a la que debe proteger.
    Enrojeciendo de ira, el joven Warlen abrió la boca para responder al insulto, pero Laira le mandó callar: lo que necesitaban eran respuestas, no pelear entre ellos.
    — Alexander, ¿Diana era la mujer de la que me hablaste en el bosquecillo? —El vagabundo asintió mientras removía las brasas con la hoja de su daga distraídamente—. ¿Por qué no me avisaste a mí o a mi padre si sabías que era tan peligrosa?
    —Ya te lo dije, Laira: tengo un asunto pendiente con ella y esta daga será la que le ponga fin—Limpió la sangre de la hoja frotándola en sus desvencijados pantalones—. Si os hubiese revelado la verdad acerca de Diana, el rey jamás me habría permitido acercarme para asesinarla; la habría ejecutado él mismo.
    Rendall apartó a Laira de un empujón y se abalanzó sobre Alexander.
    — ¡Si hubieses revelado la verdad sobre Diana, podrías haber evitado la masacre! —gritó, sujetándole por el cuello de la camisa y preparándose para darle un puñetazo.
    — ¡Suéltame a menos que desees perder un brazo! —Alexander sostenía su daga a pocos centímetros del brazo izquierdo del joven Warlen y parecía más que dispuesto a utilizarla.
    Temiendo lo que pudiera ocurrir, Laira trató de separarles, cosa nada fácil teniendo en cuenta que ellos eran mucho más corpulentos y que, la verdad sea dicha, estaban ansiosos por luchar.
    — ¡¿Estáis locos o qué?! —les reprendió cuando logró separarlos, o al menos convencerlos de no matarse el uno al otro—. ¡Rendall, no hagas las cosas más difíciles, te lo suplico!
    Indignado y dolido por la reprimenda, su amigo le dio la espalda. Laira sabía que tenía motivos para estar enfadado, pero no tenía tiempo que perder intentando animarle; estaba decidida a descubrir la verdad detrás de lo ocurrido.
    — ¿Por qué odias tanto a Diana? —le preguntó a Alexander, que se había calmado y había guardado la daga en una de sus botas.
    —Eso no es asunto tuyo, Laira—declaró el joven de ojos grisáceos—. Sin embargo, dado que habéis pasado a formar parte del innumerable número de víctimas de la ambición de Diana, os diré que esa hechicera no es la verdadera soberana del reino de Warth, sino que hizo lo mismo que ha hecho en Raimlys y conquistó el trono asesinando a la familia real y usando el seid, o lo que vosotros llamáis magia, para someter a los habitantes de las islas a su voluntad.
    Rendall se olvidó de su enfadó y cruzó una mirada asustada con la princesa. Los reyes eran hombres poderosos, pero incluso ellos estaban regidos por las leyes establecidas por sus ancestros. Lady Diana, por el contrario, parecía estar por encima de toda limitación gracias a la magia, un poder que había pasado a formar parte de las leyendas y que en algunas regiones del sur del continente de Gallenth era considerada una grave blasfemia por los adoradores de Asheim, el dios único al que adoraban todos los sureños, que perseguían y castigaban a cualquiera que reverenciara a la magia, pues aquellos que la practicaban eran culpables de tratar de ejercer un poder exclusivamente divino.
    —Diana ni siquiera es originaria de Warth. Al igual que yo, nació en algún lugar del norte, más allá de la Cordillera Rugiente, aunque desconozco el lugar exacto. En realidad, no sé mucho más de su vida ni de sus intenciones—Alexander terminó de contarles lo que sabía sobre la reina a la vez que apartaba la carne de la hoguera para que no se quemara.
    —Me dijiste que venías del oeste, del reino de Tarlio—le recordó Laira con tono acusador.
    — ¿Cómo hubieses reaccionado si te hubiese dicho que soy originario del norte en nuestro primer encuentro? Seguramente me habrías bombardeado a preguntas y no me habrías dejado en paz en todo el día—Laira no pudo negarlo. Alexander agitó el conejo asado ante sus narices—. ¿Tenéis hambre o no?
    Tanto Laira como Rendall estaban muertos de hambre, de modo que decidieron interrumpir temporalmente la conversación y se sentaron alrededor de los restos de la hoguera. Para la princesa, resultó extraño tomar aquella humilde comida al aire libre sin más compañía que la de Rendall y Alexander cuando normalmente comía con su padre en el salón del trono, rodeados de criados que les servían todo tipo de manjares; no era desagradable, pero resultaba muy raro.
    —Hay algo que todavía no nos has explicado: ¿qué tienen de especial estos colgantes para que Diana los desee tanto? —preguntó, arrojando su trozo de carne y mostrando el colgante que le había regalado su padre. El zafiro no había dejado de brillar desde el día anterior; parecía estar reaccionando a la cercanía del rubí de Alexander, cuyo fulgor tampoco pasaba desapercibido.
    —Como ya has podido comprobar, las piedras incorporadas a los colgantes poseen poderes ocultos, pero sólo reaccionan si sus dueños son potenciales usuarios del seid—Alexander se quitó el colgante y acercó el rubí a las pocas brasas ardientes que quedaban de la hoguera. El brillo de la piedra, rojo como la sangre, se intensificó y reavivó las llamas a pesar de que ya no quedaba madera que consumir. Su dueño volvió a colocarse el colgante y señaló el símbolo que había grabado en el rubí—. Diana las está buscando por una razón muy sencilla: usarlas para incrementar sus propios poderes.
    Laira miró su propio colgante, consciente del significado de las palabras del vagabundo. Mientras el zafiro estuviese en su poder, Diana nunca dejaría de perseguirla, pero tampoco podía deshacerse de él y dejar que cayera en manos de cualquier desalmado.
    — ¿Y qué vamos a hacer ahora? —le preguntó a Rendall, deseosa de que alguien tomara las riendas de la situación.
    —Creo que lo mejor será que nos dirijamos a Quake, la capital del reino de Tarlio—respondió su amigo. Se acercó a Luna y sacó un viejo mapa de las alforjas—. El rey Wonrei y tu padre se educaron juntos y colaboraron muchas veces entre ellos por el bien de sus reinos, de modo que seremos bien recibidos. Viajaremos hasta Kalim, la ciudad más occidental de Arlien, y desde allí iremos al suroeste para atravesar la frontera e ir directamente a Quake para reunirnos con el rey.
    Laira se deprimió al ver el mapa. Incluso yendo a caballo, tardarían un mes en llegar a la capital de Tarlio. Además, existía otro grave inconveniente.
    —Si Diana desea obtener nuestras piedras, enviará a sus hombres a registrar el reino para buscarnos—Mientras decía eso, echó una ojeada al rostro de Alexander, cuya mirada parecía confirmar sus palabras.
    —No permitiré que te hagan nada—replicó el joven Warlen. Alexander, que había permanecido en silencio durante toda la planificación, resopló sonora y burlonamente, decidido a incordiarle—. ¿Tienes algún problema? ¿No crees que sea capaz de protegerla?
    —Es muy posible que puedas proteger a Laira de los soldados de la reina, pero no podrás hacer nada contra el seid, que puede ser empleado por muchos de ellos. Por supuesto que Diana es la que posee los poderes más desarrollados, pero un soldado podría capturaros a los dos con un simple hechizo sin necesidad de ponerse al alcance de tu espada. Lo único que puede hacer frente al seid es el propio seid, por lo que vosotros estaréis completamente desprotegidos en una lucha contra un hechicero.
    A pesar de lo doloroso que le resultaba rememorar los acontecimientos ocurridos la noche anterior, la mente de Laira se trasladó a la plaza, al preciso momento en que Alexander cegó a la reina con aquella oscura nube de cenizas.
    —Acompáñanos—susurró, sorprendiendo a los dos muchachos—. Tú puedes usar la magia, el seid; puedes protegernos de los hechizos de Diana y sus hombres, como hiciste anoche.
    —Laira, no necesitamos que un vagabundo como él nos proteja—Rendall no daba crédito a sus oídos. ¿Acaso la princesa no recordaba que aquel norteño había sido responsable de que la ciudad no hubiese estado alerta?
    — ¡Necesitamos su ayuda para poder escapar de los poderes de Diana! —replicó su amiga, que comprendía bien la adversión que Rendall sentía hacia Alexander. Aún así, debían dejar las rencillas al margen temporalmente si deseaban tener alguna posibilidad de salir del reino.
    El joven de ojos grisáceos carraspeó y preguntó:
    — ¿Por qué dais por supuesto que os voy a acompañar? Yo tengo mis propios planes, ¿sabéis?
    — ¡Nos lo debes! —gritó Rendall, indignado.
    Laira se interpuso entre sus compañeros como medida de precaución por si estallaba una nueva pelea; estaba claro que Rendall y Alexander juntos en el mismo lugar eran como el fuego y el aceite: su reacción era muy violenta. Exasperada, se enfrentó al vagabundo y le dijo:
    —Sé que no tienes motivos para ayudarnos, pero estoy segura de que el rey de Tarlio te ofrecerá una gran recompensa si logras llevarnos hasta la capital sanos y salvos.
    —No me interesan las recompensas que pueda ofrecerme un hombre con una corona en la cabeza y sentado en una ostentosa silla.
    —Lo que te interesa es acabar con Diana, ¿verdad?—Alexander permaneció en silencio: Laira acababa de poner el dedo en la llaga—. Si lo que nos has dicho de Diana es cierto, una vez haya sometido todo este reino a su voluntad, intentará hacer lo mismo con Tarlio. El rey Wonrei no permitirá que su reino sea invadido y reunirá a todo su ejército para luchar, algo que podría ayudarte a llegar hasta Diana para matarla.
    Aquella idea prendió una llama en el interior de Alexander.
    —Os llevaré hasta Quake si me prometes que esa hechicera morirá por mi mano—declaró, tendiéndole una mano a la princesa.
    Aliviada por haber logrado convencerle, Laira estrechó su mano. Una sonrisa burlona cruzó el rostro del vagabundo, cuya voz se tornó fría al pronunciar las siguientes palabras:
    —Tenemos un trato. Ahora, antes de empezar el viaje, debéis hacer algo de vital importancia...



    Abrigada con su ropa de piel de foca, lady Diana contempló a sus hombres sofocando los últimos restos de las llamas que habían devastado la zona norte de Raimlys desde la habitación del difunto rey y maldijo a Lizzard por su impulso destructivo. Resultaba irónico que un ser cuya esperanza de vida podía alcanzar los trescientos años fuera tan impaciente e irascible.
    —Todos los focos han sido suprimidos, majestad—le informó un soldado—. ¿Desea algo más?
    La fría mirada de la reina se dirigió al pequeño templo que había situado al otro extremo de la plaza principal, donde algunos soldados estaban trabajando para retirar los cadáveres de los invitados a la fiesta de la noche anterior que no se habían sometido a la invasión. Dentro de aquel templo, al igual que en cualquier otro templo sureño, había una estatua que representaba a Asheim, un dios al que se le atribuían tres rostros: uno sereno en el centro, otro riéndose inocentemente a la izquierda y otro furioso a la derecha.
    —Destruid la estatua y encarcelad a cualquier miembro del clero; matad a los que se resistan—ordenó al tiempo que se alejaba de la ventana, recordando que dio esa misma orden tras apoderarse del reino de Warth.
    —Comunicaré vuestras órdenes, majestad—El soldado le dedicó una reverencia y abandonó los nuevos aposentos de Diana.
    La hechicera no permaneció mucho tiempo más en la estancia, pues debía reunirse con el líder de los wargs, a quien habría degollado mientras dormía por haberse atrevido a pedirle una recompensa mayor. Por desgracia, no había contado con que el rey lobo estuviese acompañado por su “esposa” y su gente; no deseaba provocar una nueva batalla en la ciudad.
    —Majestad, Fenrir os espera en la sala del trono y dice que no está dispuesto a marcharse sin hablar con vos—le anunció sir Lancel, que la estaba esperando ante la puerta de la misma, claramente molesto por la actitud del warg.
    —Por su propio bien, espero que se muestre razonable—declaró la reina antes de abrir la puerta y entrar en la estancia donde el rey Alvein solía reunirse con sus consejeros y ministros.
    Diana nunca había visto a Fenrir personalmente—Lizzard había actuado como mensajero entre los dos líderes—, pero de un único vistazo se dio cuenta de que era un individuo presuntuoso que únicamente entendía el lenguaje del poder y de la fuerza; un warg en toda regla. Sentado en el trono con su forma humana—la de un hombre próximo a los treinta años, de cabello blanco y gran corpulencia; llevaba la chaqueta abierta, mostrando un gran número de cicatrices, recuerdos de sus muchos combates—, tenía las piernas apoyadas sobre la mesa y removía el contenido de una botella de vino que debía de haber robado del almacén.
    — ¡Ya era hora, reina Diana! —exclamó con insolente burla. Sus ojos, amarillentos incluso bajo la forma humana, relucían como monedas de oro bajo la temprana luz del día—. ¡Estaba empezando a pensar que no queríais verme?
    —Pensabas bien, Fenrir, pensabas bien—replicó Diana, acercándose al warg con pasos firmes y veloces—. ¿Te importaría dejar mi trono para que pueda sentarme? —El rey lobo respondió con un leve asentimiento, una mala burla de una reverencia, y se incorporó para que la hechicera pudiera sentarse—. Espero que no te tomaras a mal el mensaje que Lizzard te entregó en mi nombre.
    —Ni mucho menos, majestad—dijo Fenrir, mostrando una desquiciada sonrisa de dientes afilados, rota por las cicatrices de su rostro—, especialmente con los <<regalos>> que ese elfo me trajo.
    —Así que no te conformaste con una única chica, ¿eh? —intervino sir Lancel de mal talante.
    La sonrisa lobuna de Fenrir se volvió más pronunciada.
    —Una única muchacha es muy poco para un warg, Caballero de los Espejos, especialmente para un alfa.
    — ¿Y qué opina tu pareja de lo que has hecho con esos <<regalos>>, como tú los llamas?
    —Déjalo, Lancel—le pidió la reina, cuya paciencia nuevamente se estaba evaporando como el agua hirviendo—. Los wargs no poseen los mismos conceptos de fidelidad que nosotros, los humanos; no sirve de nada cuestionarlos.
    —Como era de esperar, la reina es muy sabia—Fenrir repitió la parodia de reverencia, pero Diana ignoró esa burla y arrugó la nariz: tres metros le separaban del warg y a pesar de ello, podía percibir el olor a sangre de su aliento—. Además, esas chicas ya han dejado atrás este mundo, de modo que Talia no tiene porqué estar preocupada.
    Diana murmuró un hechizo de inmovilización para detener al Caballero de los Espejos antes de que cediera ante la presión psicológica de Fenrir. El peor error que podía cometer una persona era perder el control de las propias emociones en presencia de un warg.
    —Fenrir, ¿qué tal si me cuentas qué es lo que te ha traído aquí? —le preguntó al rey lobo, tratando de inculcar a su voz un tono lo suficientemente amenazante como para poner fin a esa discusión sin importancia.
    —Por supuesto, majestad—Fenrir se sentó en el extremo opuesto de la mesa y le dio un buen trago a la botella de vino—. El acuerdo al que llegué originalmente con el elfo fue que mi manada le ayudaría a masacrar a las tropas de sir Gredway Haworth, de modo que él debilitaría las defensas de este reino y nosotros satisfaríamos nuestra sed de lucha.
    —Si no recuerdo mal, ese acuerdo funcionó a la perfección para ambas partes.
    —Desde luego que lo hizo, señora mía, pero he estado pensando que no explotamos el inmenso potencial de los beneficios que esa alianza podría habernos reportado—Fenrir extendió una mano y trató de alcanzar un muslo de pollo de una bandeja cercana, siendo repentinamente repelido por el veloz movimiento de la espada de Lancel, que había logrado liberarse del hechizo de la reina—. Sir Lancel, no se juega en la mesa.
    —Los perros comen a los pies de sus amos, Fenrir—se burló el caballero.
    — ¡Ya basta, Lancel! —le ordenó Diana, intrigada por las palabras del líder de los Warth. Refunfuñando, su vasallo retrocedió y trató de recuperar su habitual actitud silenciosa—. Fenrir, ¿me equivoco o estás sugiriendo que ampliemos la alianza?
    —Eso es justo lo que estoy sugiriendo, majestad—afirmó el rey lobo, incorporándose y acercándose al trono para arrodillarse ante la hechicera como si fuese un vasallo más—. Viendo los grandes conflictos que usted está desatando por todo el continente, los wargs estamos dispuestos a unirnos a vos como los más sangrientos guerreros de vuestro ejército; seremos los mejores rastreadores a la hora de perseguir a vuestros enemigos, pues nuestros olfatos son los más agudos; y los ejecutores más predispuestos al asesinato, con las más terribles y creativas ideas de tortura.
    Diana tuvo que esforzarse mucho para no reír al escuchar la idea de Fenrir, que estaba sugiriendo algo en lo que ningún otro warg había pensado: dejar de ocultarse en sus territorios de caza y formar parte de un ejército de humanos para empezar a intervenir en los acontecimientos del mundo exterior. Todos los ancestros del ambicioso rey lobo habrían definido aquella idea usando la misma palabra: revolucionaria.
    —Lo cierto es que no nos vendrían mal las habilidades de los wargs—comentó tras meditar las implicaciones de una alianza permanente—. ¿Puedes dejarme a solas con sir Lancel para que meditemos con calma?
    —Por supuesto, majestad—Tras realizar otra socarrona reverencia, Fenrir abandonó el salón del trono.
    En cuanto el warg se hubo marchado, el Caballero de los Espejos se aproximó a Diana y le preguntó:
    —No estaréis considerando aceptar esa locura de propuesta, ¿verdad?
    —No lo estoy considerando, Lancel, porque decidí aceptarla en cuanto comprendí qué deseaba Fenrir—replicó la hechicera, ajustándose la capa de piel para retener el calor—. Sé que no te gusta la idea de ser compañero de un warg, pero debes comprender que debo hacer todo lo que esté en mis manos para cumplir la voluntad de mi maestro. No obstante, cuento contigo para mantener al rey lobo y sus perros bajo vigilancia: existe el riesgo de que nos traicionen.
    Lancel se agachó junto al trono y tomó una mano de la reina, pálida y templorosa por la presión a la que estaba siendo sometida.
    —Seguiré cualquier orden que me déis, majestad.
    Diana asintió; sabía perfectamente que Lancel siempre seguiría su voluntad. Aceptaría la propuesta de Fenrir de establecer una alianza durarera y sacaría el máximo provecho de los poderes de los wargs.
    —Y cuando ya no me sean útiles, me desharé de ellos—susurró con frialdad, como si la conversación no se hubiese interrumpido—. ¿Has logrado encontrar a la princesa y a Alexander?
    —No, majestad, pero he descubierto que la puerta sur ha sido destruida con seid. No cabe duda de que Alexander usó sus poderes para ayudar a la chica y su amigo a escapar.
    La hechicera se incorporó del trono y caminó hasta la ventana, desde donde vio a los lobos de Fenrir divertirse atemorizando a los humanos. Bajo la luz del sol, que ya se había elevado lo suficiente como para despertar a todos los habitantes de todas las ciudades y pueblos del reino, se extendían las grandes llanuras, donde debían encontrarse Laira y sus acompañantes.
    —Lancel, envía grupos de expedición en su busca y habla con Fenrir para poner a prueba la nueva alianza; encuentralos antes de que atraviesen las fronteras del reino.
    A pesar de que no le gustaba la idea de colaborar con los wargs, el caballero cruzó los puños sobre el pecho y se marchó para cumplir las órdenes de Diana, quien estaba observando su reflejo en la vidriera de la ventana.
    —No os fallaré, maestro—le prometió a los ardientes ojos rojos que le devolvieron la mirada en aquel preciso instante.



    Laira jamás había sentido tanto odio como el que sentía en aquellos momentos por Alexander; incluso comparándolo con Diana, la asesina de su padre, pensaba que el muchacho la igualaba en crueldad. La intensidad de su mirada era tal que el vagabundo la percibió incluso estando de espaldas.
    —Si tienes algo que decirme, no te contengas—susurró con frialdad, dándose la vuelta para enfrentarla.
    —No tengo nada que decirte—Laira temblaba de la cabeza a los pies por culpa de la rabia que sentía; por primera vez en su vida, deseaba perder los estribos y hacerle verdadero daño a otra persona. A su lado, Rendall apretó los puños: lo que deseaba decirle a Alexander no podía expresarse con palabras.
    Aquella reacción, al menos para Laira y su amigo, estaba más que justificada. Esforzándose por evitar que cualquier persona a la que Diana pudiese utilizar como fuente de información reconociera a la princesa, Alexander había sugerido que se separasen de los caballos, especialmente de Luna: era demasiado llamativa y mucha gente sabía que pertenecía a la heredera de los Arlien. Rendall había tratado de razonar con él, pero Laira, con los ojos llenos de lágrimas, sabía que Alexander tenía razón y había tratado de convencer a la yegua de que debía seguir su propio camino.
    El problema fue que Luna no había hecho caso de sus palabras y había insistido en seguir al grupo incluso después de que Laira le quitara las alforjas y las riendas. Impaciente por ver que la princesa no sabía cómo deshacerse de su corcel, Alexander había tomado un puñado de piedras del suelo y se las había arrojado al animal. Aquel doloroso acto de traición había conseguido lo que no habían logrado las dulces palabras de Laira: el animal había desaparecido galopando hacia el sur.
    —Sólo era un caballo—repuso Alexander, que no lograba entender el motivo por el que sus compañeros le censuraban de aquella manera; había espantado al otro caballo de la misma manera.
    La joven Arlien pasó a su lado sin dignarse a mirarle a la cara. Rendall, por el contrario, se acercó y le tomó con fuerza del brazo para poder amenazarle sin que la princesa les escuchara:
    —Ten por seguro que algún día ajustaremos cuentas.
    —Lo estoy deseando—replicó el vagabundo, furioso por el hecho de que el noble le estuviese tocando.
    Lanzándose miradas asesinas, se separaron y siguieron caminando detrás de la princesa.
    Caminaron durante horas a través de los prados—Alexander había decidido que debían acercarse a los caminos únicamente para comprobar que iban en la dirección correcta—, hasta que el sol llegó al punto más alto de su trayecto, momento en que se detuvieron para comer y descansar un poco.
    —Avanzamos muy despacio—comentó Rendall, examinando lo poco que había cambiado el paisaje desde que se habían puesto en marcha—;a este ritmo, tardaremos dos meses en llegar a Quake.
    Laira permaneció en silencio, introduciendo los dedos en los pequeños agujeros que se habían abierto en las faldas de su vestido después de la cabalgada de la noche anterior y de la larga caminata a pie. Le resultaba extraño pensar que aquella ropa mugrienta hubieswe pertenecido a una princesa; parecía la ropa de una vagabunda, al igual que la de Alexander.
    —Diana deberá dispersar mucho su fuerza militar para poder buscarnos en cada rincón del reino; no sabe qué dirección hemos tomado ni cuáles son nuestras intenciones. Además, cuanto más nos alejemos de Raimlys, más se agotará si intenta usar su magia para encontrarnos—declaró el chico de ojos grises mientras se ocupaba de desplumar las codornices—. Oye, Rendall, busca leña para encender una hoguera—preferiblemente húmeda si puedes encontrarla—y piedras para contener el fuego.
    La expresión de Rendall dejó muy claro que no le gustaba que le diera órdenes un cualquiera, pero hizo lo que le pedía. Laira y Alexander se quedaron solos, en silencio, cada uno ocupado en sus asuntos.
    —Si te apegas demasiado a las cosas y a las personas, acabas sufriendo sin poder hacer nada para impedirlo—Sorprendida, la princesa miró al vagabundo, que la observaba de reojo mientras seguía desplumando las presas—. Lo mejor es no establecer ningún vínculo demasiado profundo: así evitas que te partan el corazón.
    — ¿Ni siquiera con los padres? —le preguntó Laira, desafiante. Luna había sido un regalo de su madre, una conexión con su recuerdo; perderla había sido como perder a su madre por segunda vez—. ¿Acaso no tienes algún vínculo con tus padres?
    El sereno rostro de Alexander se oscureció.
    —Si mis padres tienen la desgracia de encontrarse conmigo—afirmó, desenvainando su daga y sujetándola con fuerza—, les atravesaré el corazón y colgaré sus cuerpos en lo alto de un árbol como festín para los cuervos.
    El veneno que rezumaban aquellas palabras de odio hizo que Laira se encogiera y se echara a temblar. En aquel momento, Alexander parecía más bestia que humano; una bestia con un fuerte instinto asesino.
    ¿Qué tipo de experiencias habría vivido para adquirir semejante actitud? A pesar del miedo que sentía, estuvo a punto de cometer la insensatez de preguntárselo, pero fue oportunamente interrumpida por el regreso de Rendall.
    —Aquí tienes lo que me has pedido—le dijo a Alexander, cuyo rostro había vuelto a la normalidad. Dejó la leña y las rocas y se frotó los brazos—. Sin embargo, te recuerdo que no soy tu esclavo.
    —Lo que tú digas.
    Encendieron la hoguera y asaron las codornices para comérselas rápidamente, pues Alexander les había explicado que la magia se veía afectado por algunos factores físicos, como la distancia: cuanto mayor fuese la distancia que les separase de Diana, menores serían las consecuencias de sus hechizos y mayor sería la energía consumida durante la ejecución de los mismos. Descansados y con el estómago lleno, volvieron a ponerse en marcha en dirección oeste, luchando contra el ardor de los rayos solares sobre sus ojos.
    —Nunca he visto un día tan caluroso—Rendall se pasó una mano por la sudorosa frente—; no es normal que el sol nos apriete de este modo.
    Laira también se había dado cuenta del extraño cambio del tiempo. No era sólo que la luz del sol fuese más intensa, sino que no había ni rastro de las habituales ráfagas que azotaban las tierras de Arlien, capaces de tirar a los pajarillos de sus nidos.
    —Es muy posible que Diana y sus hechiceros estén usando el seid para manipular las condiciones atmosféricas—opinó Alexander, que parecía estar aguantando el calor mejor que los otros dos.
    — ¿Pueden hacer eso? —preguntó la princesa, sorprendida.
    —El control del clima es una aplicación muy avanzada del seid generalmente realizada por grandes grupos de hechiceros, pues consume mucha energía y requiere de gran concentración. Claro que es posible que este clima anómalo se deba únicamente a la presencia de tantos hechiceros en el reino: el seid puede provocar cambios en el entorno y en los seres vivos si está presente en altas concentraciones.
    —Bravo por el seid—gruñó Rendall de mal humor.
    Paso a paso bajo el abrasador sol, los compañeros continuaron aquel monótono viaje hasta la mitad de la tarde, cuando un alboroto les llevó a detenerse.
    —Creo que viene del camino—susurró Rendall.
    Alexander desenvainó su daga y les dijo que le esperaran en la pradera, que él se acercaría al camino para investigar. Laira y Rendall intercambiaron una mirada cómplice y siguieron al vagabundo hasta los límites de la pradera, desde donde vieron a un grupo de soldados registrando un carromato mientras los dueños, una pareja de ancianos campesinos, se mantenían apartados y en indignado silencio. Los soldados llevaban el emblema de la familia Warth, el dragón platado sobrevolando las llamas doradas, con el que Diana había engañado a todos los habitantes de Raimlys.
    — Parece que Diana ha tomado medidas para encontrarnos más rápidamente de lo que pensábamos—dijo Alexander con preocupación; empezaba a preguntarse si había sido buena idea dejar libres a los caballos.
    —Debemos ayudarles—dijo Laira al ver al campesino caer al suelo tras recibir un puñetazo en el estómago por haber intentado evitar que registrar un objeto oculto bajo una vieja sábana—. ¿No vas a hacer nada?
    — ¿Por qué debería hacerlo? —replicó Alexander de malas maneras—. Esos ancianos no me interesan en absoluto.
    Entonces, Laira hizo algo que no se esperaba ninguno de sus compañeros: aprovechando que Alexander estaba distraído, le arrebató la daga y salió al camino para hacer frente a los soldados, a los que gritó:
    — ¡Dejad en paz a esos ancianos!
    Los hombres de la reina, desconcertados, no la reconocieron en el momento. Sin embargo, a pesar del polvo acumulado sobre su rostro y su vestido, pronto vieron en ella los rasgos de la hija del rey Alvein, la muchacha a la que su señora estaba buscando.
    —Claro que los dejaremos en paz, pues es a ti a quien buscamos, pequeña—dijo el líder del grupo, el hombre que había golpeado al campesino, carcajeándose al verla empuñar la daga—. ¿Qué piensas hacer con eso? ¿Acaso sabes usarla?
    Los seis soldados, burlonamente sonrientes, desenvainaron sus espadas y se enfrentaron a Laira, cuyo pulso comenzó a temblar a medida que una voz en su cabeza le decía que acababa de cometer una locura, que seguramente moriría herida por el arma que sostenía entre sus manos antes que por una de aquellas relucientes y mortíferas espadas.
    — ¿Sigues pensando en luchar tú sola contra nosotros? —le preguntó el líder.
    — ¡No está sola! —Un agradable sentimiento de alivio se apoderó de la princesa cuando un determinado Rendall y un mosqueado Alexander abandonaron su escondrijo y se interpusieron entre los soldados y ella.
    —Tú y yo vamos a tener una pequeña charla en cuanto acabemos con esta basura—le dijo el vagabundo, quitándole la daga y obligándola a retroceder para que se pusiera a salvo.
    — ¡Matadlos! —gritó el jefe del grupo
    Tres de los hombres de Diana se abalanzaron sobre Rendall, que desenvainó su espada a tiempo de bloquear su ataque coordinado, mientras los otros tres, entre los que se contaba el líder, se enfrentaron a Alexander.
    — ¡Agafar! —gritó el vagabundo, rechazando el ataque y haciendo que los soldados cayesen hacia atrás con una potente ráfaga de aire; aprovechó que sus enemigos se encontraban tirados en el suelo y usó la daga para acabar con ellos antes de que pudieran levantarse.
    Al no poder usar la magia, Rendall tardó algo más en derrotar a sus adversarios, pero no en vano había logrado igualarse en combate con sir Lancel, el Caballero de los Espejos; realizó una elegante maniobra para esquivar una estocada mortal por parte del único soldado que quedaba vivo y le atravesó el corazón por la espalda.
    Muertos los soldados y eliminada la amenaza, Laira se acercó al carromato para ayudar a los campesinos, que estaban comprobando si el objeto que el líder había intentado ver a la fuerza estaba a salvo.
    — ¿Se encuentran bien?
    —Gracias a que aparecistéis a tiempo, sí—respondió la mujer mientras su esposo, todavía encogido y frotándose el estómago por culpa del puñetazo que le había dado el soldado, ajustaba la sábana para mantener el objeto oculto—. Esos hombres nos dijeron que estaban buscando a tres fugitivos muy peligrosos que se habían escapado de Raimlys y que habían recibido órdenes de interceptar a todos los viajeros y de registrar sus posesiones; se pusieron muy violentos, pero no podíamos permitir que...—Dirigió la mirada al gran bulto que había bajo la sábana y guardó silencio.
    — ¿De dónde son y cuál es su destino? —le preguntó la chica, que había visto un símbolo, un triángulo, dibujado con carbón sobre la sábana; empezaba a sospechar qué había impulsado al campesino a arriesgarse tanto.
    —Somos de Tham—Tham; esa ciudad estaba al otro extremo del reino—; salimos de allí hace una semana para dirigirnos a Kalim.
    Las sospechas de Laira quedaron confirmas. Observó con tristeza el fardo y se preguntó a quién habría perdido aquella pobre pareja.
    —Nuestra nieta—le explicó el hombre, que había estado contemplando su rostro y había visto la comprensión brillando en sus ojos—; se la llevó una mala gripe.
    —Lo lamento.
    —Al menos ahora podrá encontrarse con sus padres—añadió la mujer—. Muchacha, ¿cómo podemos pagar lo que habéis hecho por nosotros?
    —No queremos nada a cambio—respondió Laira—. Simplemente tengan cuidado en su viaje.
    Los campesinos le dieron las gracias, subieron al carromato y se pusieron en marcha. Laira, por su parte, se reunió con sus compañeros, que estaban registrado los cuerpos de los soldados.
    — ¿Qué estás haciendo? —le preguntó a Alexander, que acababa de tomar un tintineante saco del cinto del líder—. ¿Es que no tienes decencia? —Se indignó aún más al ver que Rendall les quitaba las armas—. ¡¿Por qué estás haciendo tú lo mismo?!
    —Estamos preparando la escena para que cualquiera que encuentre los cuerpos piense que han sido víctimas de una emboscada tramada por ladrones—le explicó su amigo, arrojando las armas detrás de unos arbustos cercanos y asegurándose de que no podían verse desde el camino—. Creo que es la primera vez que estoy de acuerdo con un plan de Alexander—El aludido le dedicó un corte de mangas.
    — ¿Y funcionará?
    —Siempre que las personas que las descubran sean normales y corrientes, debería funcionar—respondió el vagabundo, guardándose la bolsita llena de monedas—. El problema es que he utilizado el seid, que deja un rastro distintivo que puede ser percibido por cualquiera que sea capaz de emplearlo. La artimaña no engañará a un hechicero, pero servirá para despistar temporalmente a los vasallos de Diana que no sepan usar el seid. Lo mejor será que nos alejemos todo lo que podamos mientras podamos ver el sol.
    Los demás estuvieron de acuerdo, de modo que el grupo volvió a internarse en los campos para seguir el viaje hacia occidente y no se detuvo hasta que el sol se hubo ocultado tras las montañas dejando atrás un oscuro cielo lleno de estrellas. Al terminar el día, tanto Laira como Rendall tenían la cara roja por el sol y notaban las piernas adoloridas por las largas horas que habían estado caminando.
    —Supongo que ese es el precio a pagar por echar raíces—se burló Alexander, a quien el sol y el ejercicio no habían afectado de forma notable, mientras encendía una hoguera.
    Rendall masculló unas pocas palabras—seguramente alguna expresión malsonante—y se alejó para hacer la guardia. Al igual que había ocurrido aquella mañana, Alexander clavó la mirada en Laira, que llevaba horas temiendo aquel momento.
    — ¡Lamento haberte quitado la daga, ¿de acuerdo?! —se disculpó antes de recibir la reprimenda.
    —No estoy enfadado, Laira; sólo estoy pensando—replicó el joven, rascándose la nariz distraídamente.
    — ¿En qué? —Dado el carácter de Alexander había mostrado durante el poco tiempo que se conocían, Laira tenía razones para sentirse sorprendida.
    —En un adjetivo apropiado para ti: estoy dudando entre <<valiente>> y <<estúpida>>.
    La joven Arlien le sacó la lengua y se sentó en el suelo para quitarse los zapatos de tacón alto—de lo peor para una escapada improvisada en mitad de la noche—: caminar con ellos era una tortura; se frotó los doloridos pies y permitió que el aire nocturno acariciara las ampollas y las rozaduras.
    — ¿Qué era lo que transportaban esos ancianos en el carromato que no querían que los soldados registraran? —le preguntó Alexander.
    —El cuerpo de su nieta—Laira se entristeció al recordar la pequeña figura escondida bajo el viejo fardo—: murió por una gripe muy grave. Querían llevarla a Kalim para que el Sumo Sacerdote Deimos la bendijese y le asegurase un camino seguro hasta el cielo: es una costumbre funeraria seguida por todos los sureños; los más pobres se desplazan hasta las ciudades donde residen los Sumos Sacerdotes para que lleven a cabo el rito, pero los Sumos Sacerdotes son los que abandonan sus hogares para bendecir a los difuntos de noble linaje; después se lleva a cabo el entierro.
    —Una costumbre muy extraña, si me permites decirlo.
    Algo molesta por aquel comentario, Laira le preguntó qué hacían los norteños con los difuntos. Alexander le explicó que generalmente los incineraban, los arrojaban al agua o los abandonaban en mitad de la naturaleza para que sirvieran de alimento a los animales y las plantas: todo conforme con las doctrinas del seid, pues lo que los sureños llamaban simplemente magia y hechicería, era también un tipo de pensamiento que combinaba religión y filosofía.
    —No existe un rito específico para despedir a los que abandonan este mundo—añadió el norteño—; simplemente se permite que los restos pasen a formar parte del ciclo natural de los demás seres.
    — ¿Y no tenéis un dios al que rezar? —A Laira le resultaba difícil creer que no creyesen en una entidad superior, aunque no fuera Asheim.
    —Las leyendas hablan de una entidad cuyo nombre es impronunciable—se le llama Demiurgo o Creador—que sería el responsable de haber creado el mundo y haber dado vida a todas las criaturas que habitan en él, además de ser el primero en conocer y controlar el seid. Sin embargo, no lo adoramos ni le rendimos pleitesía: es una simple figura legendaria, metafórica incluso.
    Laira quiso preguntarle más cosas, pero el largo y duro día de viaje, junto con el malestar que había hecho presa de ella la noche anterior, le estaba pasando factura, llevándola a bostezar indiscretamente.
    —Lo mejor será que te duermas pronto—le sugirió Alexander—. Nos queda un largo camino por delante.
    La princesa le dio la espalda y se tumbó sobre la capa que le había prestado Rendall para que las piedras no la molestasen. Claro que, teniendo en cuenta el cansancio que tenía acumulado en el cuerpo, no fue consciente de la irregularidad del terreno: se durmió al cabo de pocos segundos, sumergiéndose en el mismo sueño que había tenido la noche anterior a la llegada de lady Diana.
    Pero había cambios: ya no se encontraba nadando en el océano, sino que caminaba sobre una reluciente plataforma de plata que conducía a un altar rodeado por trece pilares, once dragones esculpidos en el mismo metal del que estaba hecha la plataforma; los cánticos habían sido sustituidos por un coro de voces suplicantes que repetían su nombre una y otra vez, llamándola e incitándola a caminar hacia el altar. En medio de aquella multitud de voces, reconoció aquella que le cantaba nanas cuando era pequeña y se desvelaba en mitad de la noche por culpa del fuerte viento que golpeaba su ventana.
    — ¿Mamá? —Laira aceleró sus pasos, buscando el origen de aquella voz.
    Entonces, justo cuando estaba a punto de llegar al altar, la plataforma se sacudió y la hizo tambalearse. Al mirar atrás, la chica vio una sombra de ojos rojos que avanzaba como si de una ola gigante se tratara, devorando el océano y la plataforma a su paso.
    Laira...Laira...Laira...
    El cielo se abrió en dos y una hermosa columna de luz blanca descendió sobre el altar mientras las voces continuaban llamando a la princesa, que se había quedado paralizada: no podía apartar los ojos de la sombra, de la que habían salido dos manos humeantes que se extendían hacia ella.
    Laira...Ven con nosotros...
    Aterrorizada por la sombra, la chica echó a correr hacia la luz...La sombra rugió y se abalanzó sobre ella...Sólo les separaban unos pocos metros...Laira alzó una mano hacia la columna y llamó a su madre, cuya voz comenzaba a desvanecerse...Unos pocos centímetros más y estaría de nuevo con ella...La sombra estiró sus manos...Estaba a punto de agarrarla de la trenza...
    — ¡Mamá!
    Laira abrió los ojos y se encontró tendida en el suelo, alzando los brazos hacia el cielo estrellado. Echó un vistazo a su alrededor y suspiró aliviada al ver que sus compañeros estaban profundamente dormidos: se habría muerto de vergüenza si la hubiesen visto llorar en sueños.
    ¿Qué significarán estos sueños? se preguntó antes de volver a hundirse en aquel mundo donde se entremezclaban luces y sombras.



    Los siguientes diez días de viaje se contaron entre los peores días de la vida de Laira. Ya fuese por la poderosa magia de la reina o por cualquier otra razón, la luz solar seguía cayendo sobre los tres viajeros con una fuerza tan abrumadora que la princesa sufrió frecuentes desmayos y tuvo que ser transportada por Rendall. A pesar de tener poder para desencadenar una tormenta, Alexander no podía hacer uso de tan poderosa magia por miedo a que Diana percibiese su energía y se contentaba con usar sus poderes para extraer agua de la tierra; tenía que hacerlo tantas veces al día que pronto perdió los estribos debido al cansancio y empezó a mostrarse antipático en todo momento.
    Si la rabia de Rendall, desatada por el modo en que Alexander había tratado a Luna, ya se había enfriado, aquel periodo del viaje provocó que estallara de nuevo por culpa de la irratibilidad del vagabundo: no había día en que Laira no interviniera para evitar que sus discusiones acabaran en derramamiento de sangre. Pero incluso ella acabó perdiendo la paciencia: al octavo día de viaje, después de que sus compañeros se enzarzaran en una disputa por una diferencia de opinión—Alexander insistía en alejarse del camino cada vez que las patrullas de Diana se acercaban mientras que Rendall deseaba enfrentarse a ellas—, acabó explotando y les gritó que si querían luchar a muerte, que lo hicieran, que no era su problema.
    Aquella tensa situación se mantuvo hasta el undécimo día de viaje, mientras descansaban un poco y Alexander extraía agua del suelo. Después de días pasando desapercibidos y perdidos en la memoria de sus dueños, los colgantes reaccionaron y tiraron de ellos. Temiendo que la cadena acabase rompiéndose por la fuerza con la que el zafiro tiraba de ella, Laira apretó la piedra contra su pecho y le preguntó a Alexander:
    — ¿Por qué están haciendo esto?
    —No lo sé exactamente, pero creo que algo los está atrayendo—respondió el chico, que también estaba luchando por evitar que el rubí escapase volando.
    Laira recordó las anteriores ocasiones en las que su zafiro había reaccionado de aquel modo y desarrolló la hipótesis de que se debía a la proximidad de otros colgantes; de ser cierta, significaría que Diana tenía un tercer colgante y que cerca de allí había otro más. ¿Cuántos de esos cristales podía haber?
    —Sea lo que sea, intentan dirigirse al noroeste—comentó Alexander tras examinar la posición del sol en el cielo—. ¿Qué habrá allí?
    —Un pequeño pueblo llamado Sacra—respondió Rendall, examinando el mapa—. Más adelante hay un cruce en el que el camino que estamos siguiendo se conecta con otro camino que recorre el reino de norte a sur.
    —Creo que deberíamos visitar ese poblado por si hubiese alguna joya parecida a las nuestras, Alexander—opinó Laira, acercándose para ver el mapa—; sólo está a tres días de viaje a pie desde donde nos encontramos ahora mismo.
    —Si de verdad hay una joya en ese pueblo, Diana no tardará en centrar su atención en él para encontrarla.
    —Pero si llegamos antes que sus hombres, podremos evitar que ella se haga con la piedra e incremente sus poderes.
    Como no se ponían de acuerdo, los dos miraron a Rendall y le pidieron su opinión, que dio con gran vehemencia: aceptaría el plan de la princesa. Fue así como los viajeros, a pesar de las quejas de Alexander, se desviaron de su rumbo original y siguieron la ruta del norte, dejándose llevar por la fuerza de los colgantes. A medida que avanzaban hacia el norte, las hierbas altas de las praderas se hicieron más pequeñas y empezaron a ser sustituidas por matorrales, arbustos y árboles esmirriados. El tiempo también experimentó sus cambios: las brisas características del reino volvían a soplar, transportando la humedad de las precipitaciones que bañaban las regiones más septentrionales, y una parte de la luz del sol fue bloqueada por las algodonosas nubes blancas que habían empezado a invadir el cielo, hasta aquel momento impoluto.
    Tal y como Laira había calculado, llegaron a Sacra después de tres días de viaje. Sacra resultó ser un simple agrupamiento de cabañas de madera rodeadas por pequeños grupos de coníferas—la única excepción era una pequeña casa algo destartalada que había sido construida sobre una pequeña colina alejada del resto, rodeada por los árboles más robustos.
    —No parece que haya nadie—dijo Rendall mientras intentaba ver algo a través del sucio cristal de la ventana. La casa consistía en una única habitación que, además de una cama de aspecto mugriento y una chimenea ennegrecida por su frecuente uso, estaba principalmente llena de estanterías rebosantes de pequeños frascos de cristal etiquetados—. Creo que es la casa de un herbolario.
    —Pues vayamos al pueblo—Laira se adelantó, más animada de lo que había estado desde que escapara de Raimlys.
    Al llegar a Sacra, sin embargo, vieron confirmados los peores temores de Alexander: los hombres de la reina ya habían llegado al pueblo y estaban obligando a los pueblerinos a desalojar sus casas para poder registrarlas. Los tres fugitivos contemplaron la escena ocultos en los límites de uno de los bosquecillos.
    — No irás a robarme la daga otra vez, ¿verdad, Laira? —bromeó Alexander al ver que tenía lugar una fallida escaramuza entre los soldados y algunos lugareños.
    —He aprendido la lección, así que dejaré que vosotros os ocupéis de todo—replicó la princesa.
    —Una pregunta: ¿por qué tenemos que ayudarles si únicamente hemos venido a buscar el colgante?
    —Porque es culpa nuestra que estén registrando sus casas a la fuerza; es nuestra obligación hacer algo por ellos.
    — ¿Por qué es culpa nuestra?
    —Si hubieses advertido al rey Alvein acerca de la verdadera naturaleza de Diana, nada de habría pasado—intervino Rendall, triunfante.
    — ¿Cuánto tiempo más vas a seguir con la misma cantinela?
    Desentendiéndose de la nueva discusión, Laira vigiló la calle principal del pueblo, donde los lugareños se encontraban arrinconados, inmóviles por el deseo de evitar cometer un error que provocara una masacre, mientras los soldados forzaban sus hogares y clavaban anuncios en cada puerta. Fue entonces cuando una chica se separó del grupo y declaró que no tenían derecho a hacer esas cosas.
    — ¡Virginia, no seas idiota! —exclamó uno de los pueblerinos.
    — ¡Nos vas a meter en problemas!
    Todos y cada uno de los habitantes del pueblo le ordenaron que se detuviera y regresara, pero ella continuó caminando sin temor, arrastrando el largo vestido de tela de color verde fangoso y haciendo tintinear los collares que colgaban de su cuello.
    ¡Ahí está! pensó Laira, emocionada.
    Aquella chica, Virginia, llevaba cuatro collares, pero sólo uno de ellos era de plata; por lo poco que brillaban, los demás debían de ser de cobre o de cualquier otro metal poco valioso. Desde su escondrijo, Laira tuvo que forzar mucho sus ojos para poder percibir el místico brillo de la joya, que se confundía con el apagado color de la ropa de su propietaria: la piedra era una esmeralda.
    — ¡Callad de una vez, malditos cobardes, que no sois capaces de luchar ni por vuestro derecho a la intimidad! —chilló la chica, sacudiendo los bucles dorados de su cabello y lanzándole a su gente una mirada fulminante, indignada por su sumisión—. ¡Lo único que hacéis es temblar como gatitos mojados mientras estos cerdos os saquean con la excusa de que están buscando a unos fugitivos!
    Los pueblerinos gimieron cuando el líder de aquel grupo de soldados, más numeroso que el que había asaltado a los ancianos campesinos, le dio tal bofetada a Virginia que la hizo caer al suelo.
    — ¡Como ejemplo de lo que les sucederá a todos los que no cooperen con lady Diana, la nueva soberana de Arlien, esta mujer será ejecutada aquí y ahora! —anunció el robusto hombre, tomando el hacha que uno de sus hombres había estado usando para echar abajo las puertas y alzándola para apuntar al cuello de la chica.
    Todos los presentes cerraron los ojos al oír el silbido de la hoja y esperaron a escuchar el sonido de la cabeza de Virginia rodando por el suelo, pero el sonido que inundó sus oídos y su mente fue un grito demasiado grave para tratarse del de una mujer. Al abrir los ojos, vieron que Virginia seguía teniendo la cabeza en su sitio y que el cabecilla había dejado caer el arma al suelo: tenía una daga de plata clavada en la mano derecha, arrojada por Alexander, que había abandonado el refugio entre los árboles, antes de que el hombre pudiera hacer uso del hacha.
    —Quédate aquí, Laira—le pidió Rendall a la princesa; desenvainó su espada y echó a correr en auxilio del vagabundo, que se esforzaba por esquivar los ataques simultáneos de cuatro soldados.
    A pesar de estar desarmado, Alexander resultó ser igual de peligroso en la lucha cuerpo a cuerpo: sus reflejos y su agilidad eran superiores a los de los soldados de Diana, cuyas armas y protecciones metálicas les volvían lentos; su fuerza, posiblemente sostenida por algún hechizo, le permitía matar con un simple golpe bien dirigido al cuello de sus oponente; y la magia, por supuesto, era como un arma activada por sus palabras que bloqueaba los ataques enemigos cada vez que no se veía con confianza para hacerlo con medios normales.
    —Deja de pavonearte—le reprendió Rendall mientras le atravesaba el corazón al cuarto soldado que se arrojó contra él desde que abandonara el escondite.
    Alexander envió volando a otro hombre, el sexto contra el que luchaba en aquel pueblo, haciendo que chocara de cabeza contra el pozo que había en el centro de la calle y le dedicó una sonrisa burlona.
    —Lo que pasa es que te molesta que vaya ganando.
    —Eres un crío, ¿lo sabías?
    Tan ocupados estaban en resolver su tonta discusión que no se dieron cuenta de que no todos los soldados eran espadachines—el cabecilla de aquel grupo había colocado arqueros en los tejados de algunas casas para asegurarse de que los habitantes de Sacra no cometiesen ninguna estupidez—ni de que eran un blanco seguro.
    — ¡Rearta sorca! —La voz de Virginia se alzó por encima de los sonidos de la batalla—las espadas chocando, los gemidos de los moribundos y los gritos de terror de los pueblerinos—, haciendo vibrar el aire con su poder.
    Uno tras otro, los arcos y las flechas escaparon de las manos de sus dueños y cayeron a los pies de la chica, salvando a Alexander y a Rendall del peligro que suponían.
    — ¡Acabad con ella! —gritó el capitán, pálido como consecuencia de la pérdida de sangre; se había arrancado la daga de la mano y ésta sangraba copiosamente—. ¡Es una hechicera!
    Media docena de soldados rodearon a Virginia, olvidándose de que Alexander también podía usar la magia y dándole la oportunidad de atacarlos por la espalda y de dejarlos fuera de combate.
    —Es tu turno—le anunció el hechicero al capitán, cuyos labios se curvaron en una maliciosa sonrisa—. ¿De qué te ríes?
    —Echa un vistazo a tu espalda, mocoso, y tal vez reconsideres la idea de enfrentarte a nosotros.
    Tanto Alexander como Rendall se dieron la vuelta y gimieron al ver a Laira de rodillas en mitad de la calle, amordaza, luchando por intentar escapar de los cuatro soldados que la tenían agarrada de los brazos y la trenza. La princesa había hecho caso a su amigo y había permanecido escondida en el bosquecillo, tan preocupada por lo que estaba ocurriendo en el pueblo que no se había dado cuenta de que había patrullas vigilando los alrededores, por lo que finalmente había sido capturada por una de ellas.
    —Rendiros o la chica morirá—les amenazó el capitán mientras algunos de los supervivientes le ayudaban a hacerse un torniquete en el brazo para que no siguiera desangrándose.
    Alexander levantó las manos en señal de sumisión y Rendall dejó caer su espada y su escudo al suelo; incluso Virginia se alejó de los arcos que les había arrebatado a los soldados con sus poderes.
    Ya más seguro de que tenía la situación bajo control, el cabecilla se aproximó al vagabundo y examinó su descuidado aspecto con una mueca despectiva grabada en el rostro. La firmeza con la que Alexander le sostenía la mirada le enfureció y le impulsó a darle un puñetazo en el estómago, haciendo que cayera al suelo y se encogiera de dolor.
    —Pretendías hacerte el héroe, ¿verdad? —Claramente humillado por el número de hombres que había perdido en una batalla que debería haberse inclinado a su favor desde el principio, empezó a ensañarse con el joven, dirigiendo todas las patadas y puñetazos a su rostro y su abdomen—. Me parece que ya no tienes mucho de lo que alardear, ¿no crees? —Aprovechando que el dolor mantenía a Alexander inmóvil e incapaz de devolver los golpes, continuó usando su costillar como diana de sus patadas; no pensaba dejarle morir rápidamente después de lo que le había hecho con aquella daga.
    Pensar en aquella arma le dio una brillante idea: le ordenó a uno de sus hombres que le entregara la daga y se la clavó, sin miramientos y con sadismo, en la mano derecha a su verdadero propietario. Alexander apretó los dientes y se concentró en reprimir el dolor para no darle la satisfacción de oírle gritar.
    Incapaz de seguir contemplando tan desagradable espectáculo, Laira forcejeó una vez más, pero sus captoras la retenían con demasiada fuerza; tampoco le sirvió de nada, pues la mordaza bloqueaba cualquier sonido que tratara de escapar de su boca. Sin embargo, sus intentos no pasaron inadvertidos al líder de aquella unidad de persecución, que dejó de prestar atención a su dolorida víctima y se acercó a ella.
    —Que mal aspecto tenéis, princesa, y eso que sólo lleváis dos semanas fuera de Raimlys—se burló tras comparar el rostro de la chica con el dibujo de la recompensa que habían estado repartiendo por todos los pueblos cercanos. La tomó con fuerza de la barbilla y la obligó a mirarle a la cara—. Deberíais estarnos agradecida: pronto estaréis de nuevo en vuestro hogar, al cuidado de la reina Diana.
    Algo latió en el interior de Laira al visualizar la posibilidad de volver a estar cerca de Diana, aquella hechicera de cabellos rojos como el fuego que había apuñalado a su padre por la espalda y había arruinado la paz del reino. Era algo más que el miedo a lo que la reina pudiera hacerle: era una ira ciega que impulsaba su deseo de enfrentarse a ella y hacerle pagar todo el mal que había hecho.
    —Tal vez no nos merezcamos su agradecimiento—comentó uno de los hombres que la mantenían inmovilizada—: lo más probable es que la reina la arroje a los wargs cuando consiga lo que quiere de ella.
    —Y todos sabemos lo mucho que los wargs disfrutan jugando con su comida: ¿recordáis lo que les hizo Fenrir a esas chicas—añadió otro soldado, logrando que sus compañeros se rieran.
    La ira y el miedo cobraron fuerza en la mente de Laira, quien se sentía indignada por el hecho de que aquellos hombres encontraran graciosos el dolor y el sufrimiento ajenos. El odio que ardía en su corazón ya no estaba enfocado únicamente en Diana: deseaba aniquilar a todos los wargs y a todas las personas que la siguieran. La princesa jamás había visto el mar—todo lo que sabía sobre él se lo había contado la reina—, pero se imaginó que el cúmulo de emociones que se entremezclaban en cada rincón de su ser debía de ser similar a un mar embravecido.
    Laira...Deja que fluyan...Permite que tus emociones afloren y luchen por ti...
    Mientras las voces resonaban en su cabeza una y otra vez, Laira sintió una extraña y fría humedad en las piernas, por debajo de su desgastado vestido; al mirar hacia abajo, descubrió que se encontraba sentada sobre un pequeño charco que antes no estaba. En el extremo opuesto de la calle, el pozo de piedra comenzó a estremecerse con la suficiente fuerza como para que todos los presentes lo percibiesen.
    — ¡Acércate al pozo e investiga qué está sucediendo! —le ordenó el capitán al hombre que se encontraba más cerca del pozo.
    Aunque intimidado por el extraño fenómeno que debía de estar teniendo lugar, puesto que el terreno se iba encharcando sin ningún motivo aparente, el soldado temía más el castigo que recibiría si se negaba a cumplir. Caminó con cuidado de no resbalar con toda aquella agua salida de ninguna parte y se acercó al tambaleante pozo, en cuyo brocal se iban abriendo innumerables grietas mientras la tapadera, una pieza metálica que se utilizaba para cubrir el pozo y evitar que la suciedad entrara en el agua, se combaba y crujía. Trató de abrir el pozo, pero algo debía de ejercer una gran presión en su interior, porque no logró mover la pieza metálica ni un centímetro de su sitio.
    — ¡Este pozo parece estar sellado! —informó a sus compañeros—. ¡No puedo ver lo que hay...!
    Una repentina sacudida silenció sus palabras e hizo que todos los presentes perdiesen el equilibrio y cayeran al embarrado suelo. Cediendo finalmente a la presión, la tapadera salió disparada hacia el cielo, llevándose consigo la polea y haciendo pedazos el dañado brocal, y dejó escapar una gran corriente de agua cristalina, cuya fuerza arrojó al soldado contra la pared de una casa cercana. El soldado cayó al suelo, inmóvil: el golpe le había roto el cuello.
    — ¡¿Quién lo está haciendo?! —gritó el capitán, incorporándose y mirando alternativamente a Alexander y Virginia—. ¡¿Quién está haciendo esto?!
    Pero ninguno de ellos estaba en condiciones de formular un hechizo que provocase semejante efecto; estaban tirados en el suelo, tan sorprendidos como los demás. En lugar de caer de nuevo a tierra, el agua que surgía del destrozado pozo permaneció flotando en el aire y se extendió hasta que el pueblo quedó cubierto por un techo luces cambiantes.
    — ¡Alexander, a Laira le pasa algo! —gritó Rendall, que había estado observando a la chica desde el momento en que apareció apresada.
    El vagabundo apartó la vista de la columna de agua, que había empezado a retorcerse como si fuera una serpiente, y miró a la princesa. Parecía sumida en un sueño, con sus ojos perdidos en la lejanía, y lo que estaba ocurriendo a su alrededor no la perturbaba de ninguna forma. El zafiro brillaba como nunca lo había hecho, iluminando la calle con su luz azul; era la clave de lo que estaba ocurriendo.
    El agua de los charcos que rodeaban a la princesa cobró vida y se elevó formando numerosos tentáculos que obligaron a sus captores a liberarla y cortaron el pañuelo que habían usado amordazarla.
    — ¡Matadla, matadla! —El capitán estaba fuera de sus casillas: no esperaba que aquella chica resultara ser una hechicera tan poderosa.
    Los cuatro miembros de la patrulla desenvainaron sus espadas y rodearon a la chica, pero los tentáculos de agua que giraban a su alrededor no les permitían acercarse; si alguno de los soldados lograba reunir el valor suficiente para intentar atacar, restallaban como látigos y le obligaban a retroceder.
    Sintiéndose como si una voluntad ajena a la suya propia estuviera controlando las acciones de su cuerpo, la joven Arlien alzó los brazos. Cada fibra de su ser temblaba por el deseo de acabar con los que pretendían acabar con su vida, de demostrar las capacidades de una fuerza que dormitaba en su interior y de la que nunca había sido consciente.
    — ¡Auga, amrased a sim sogimene! —Cada palabra que pronunció estaba cargada de una gran intención asesina que jamás habría sido.
    El poder y el odio de sus palabras viajaron a través del aire y fueron asimiliados por la cúpula de agua, de la que surgieron una multitud de nuevos y relucientes tentáculos. Aquellas masas de agua viviente se abalanzaron sobre los soldados y les arrebataron sus armas, arrebatándoles lo que de verdad los hacía temibles. Dejándose llevar por el pánico, el capitán ordenó la retirada y sus hombres echaron a correr en todas direcciones. Pero Laira no estaba dispuesta a dejarlos escapar; se sentía como si estuviera en el más hermoso de los sueños, donde estaba llena de vitalidad y donde todo obedecía su voluntad, y no quería despertar.
    — ¡Auga, selarutpac! —gritó mientras alzaba las manos y señalaba al techo de agua que había cubierto Sacra.
    Los tentáculos dejaron caer las armas que habían robado y se extendieron hasta alcanzar los límites del pueblo, donde comenzaron a ramificarse y a interconectarse: estaban creando una jaula de agua.
    — ¡Rendall, llévate a los pueblerinos lejos de aquí! —le gritó Alexander a su compañero, que permaneció donde estaba, dubitativo—. ¡Yo me encargaré de que Laira vuelva a la normalidad, así que no te preocupes!
    Como el joven Warlen seguía dudando, Virginia, que también se había dado cuenta del peligro, le cogió de la mano y tiró de él para que la ayudará a sacar a su gente de aquella . Cuando el último de los habitantes del pueblo se hubo colado por un hueco entre las cristalinas rejas, Alexander, soportando el dolor que le producía la daga atravesándole la mano, se puso en pie y se acercó con cuidado a Laira, cuyo cuerpo emitía una gran cantidad de energía azulada.
    — ¡Laira, tienes que volver en ti antes de que te pase algo malo! —La princesa ignoró su advertencia y le atacó con un látigo de agua creado a partir del aire. Alexander lo esquivó a duras penas y añadió—: ¡Si sigues usando la magia de esta forma, acabarás desgastándote y morirás!
    A pesar de sus esfuerzos, la advertencia no logró atravesar la marea que era el éxtasis que había invadido la mente de la chica y que había anulado su raciocinio. Dejándose llevar por la energía que recorría su cuerpo, Laira deslizó sus manos sobre el suelo y recitó:
    — ¡Auga, edneicsa!
    Un nuevo temblor sacudió el pueblo con más fuerza que el anterior, provocando que la madera de las casas crujiera y que las ventanas estallasen por la vibración. La tierra se resquebrajó y nuevas columnas de agua se alzaron de las profundidades de la misma; cientos de litros de aquel suave pero destructivo líquido se añadieron al agua que ya cubría la superficie de Sacra. Al parecer, Sacra había sido construido sobre un gran acuífero con el propósito de que sus habitantes tuvieran una vida más fácil al poder acceder fácilmente al agua subterránea; en aquellos momentos, aquella buena intención había condenado al pueblo.
    — ¡Laira, detente! —gritó Alexander cuando el agua, libre de las capas de rocas que la mantenían presa, desató su salvaje furia sobre las cabañas.
    Una tras otra, las cabañas se hicieron pedazos ante la incesante oleada, cuya fuerza alzó a los soldados que no habían logrado escapar de la jaula y sus monturas. Víctimas de las implacables corrientes, aquellos desafortunados hombres se convirtieron en meros muñecos sin voluntad.
    Laira, o la persona que estuviera controlando su cuerpo, estaba preparándose para invocar un nuevo hechizo cuando ocurrió: la sensación de éxtasis se desvaneció. Toda la energía que había inundado su cuerpo y su mente se evaporó al instante, dejando atrás un insondable y desagradable vacío, como si algún extraño parásito se hubiese alojado en su interior y se la estuviese robando. Temblando de puro agotamiento, se derrumbó sin importarle que el suelo estuviese inundado.
    Tengo mucho sueño. fue lo último que pensó antes de desmayarse.
    Lo último que sintió fue una fina lluvia cayendo sobre su cuerpo.



    Un escalofrío recorrió el cuerpo de Diana, que abrió los ojos y contempló la sala del trono con nerviosismo. Durante los últimos días, se había obsesionado con encontrar a los fugitivos para hacerse con las Esencias del Fuego y del Agua hasta el punto de pasar noches enteras sin dormir; se quedaba sentada en el trono y examinaba los mapas e informes que los soldados y los wargs le transmitían diariamente acerca de la persecución. A pesar de todo, no había logrado encontrar ninguna pista que le permitiera predecir cuál sería el próximo movimiento de Alexander desde que algunos wargs hallaran los cuerpos de seis soldados asesinados en el camino del oeste.
    La reina volvió a estremecerse y supo que alguien estaba haciendo uso de una magia muy poderosa—más poderosa que la suya, incluso—. Cerró los ojos y se concentró en aquella presencia mágica, que parecía nacer de la combinación de dos voluntades diferentes; no logró reconocer su identidad, pero sí la dirección de la que provenía.
    —Del oeste—susurró con suavidad, sonriendo por primera vez en dos semanas—. ¡Lancel!
     
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  6.  
    Sheccid

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    El capíyulo es sensacional, aunque largo, por fin Laira encuentra sus poderes y los chicos descubren a Virginia, la poseedora de una de las piedras de los elementos ¡Fantastico! Sigo preguntandome quien es la vaquiria, pero supongo que todo a su tiempo.
    Nos vemos en el sig. capi Dreamer
     
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