Humo de guerra

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por Adamas, 19 Enero 2013.

  1.  
    Adamas

    Adamas Iniciado

    Libra
    Miembro desde:
    17 Enero 2013
    Mensajes:
    7
    Pluma de
    Escritor
    Título:
    Humo de guerra
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Aventura
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    5647
    Persecución.

    Sin lugar a dudas se trataba de una noche de malos presagios, la peor para los viajeros y peregrinos: la luna y las estrellas llevaban aguardando todo el día para poder iluminar el camino a los habitantes nocturnos de las llanuras de Themar, pero el gélido viento del norte que descendía de los Colmillos Argénteos trajo consigo un manto de nubes negras que oscureció los cielos de tal forma que incluso las sombras se apagaron. No podía existir una noche más desapacible.
    Era una noche de mal agüero, especialmente para una criatura como Vanjil, perteneciente a la raza de los supersticiosos druidas, que contemplaba con tristeza y aprensión cómo la luna y sus compañeras celestiales caían presas de la voraz oscuridad proveniente de las frías tierras del norte. El corazón parecía encogérsele a medida que las tinieblas se abalanzaban sobre las llanuras como una manada de lobos salvajes, pero trató de conservar la calma repitiendo las palabras que su padre solía decirle cuando era pequeño y el miedo a la oscuridad invadía su alma: “Si de verdad eres un druida, abrazarás y cantarás a la oscuridad con la misma alegría con la que saludas al sol naciente y a los brotes de primavera; y es que la oscuridad no es nuestra enemiga, sino un elemento tan importante para el mundo como lo es la luz: sin ella, la luz se corrompería y se convertiría en nuestra peor enemiga.”
    Por mucho que las palabras de su padre estuviesen llenas de sabiduría, Vanjil nunca había logrado acostumbrarse a la oscuridad ni considerar su existencia tan hermosa como la de los nuevos brotes y la luz del día, como demostraba la fría y molesta sensación que notaba en el estómago y el temblor de sus piernas. Angustiado, introdujo la mano en uno de los bolsillos de su túnica y acarició la cadena del talismán que su madre le había regalado antes de abandonar la seguridad de los bosques: los druidas defendían con ahínco que se encontraban bajo el constante cuidado del dios Heldig, a quien atribuían la capacidad de manipular la suerte de todas las criaturas; todas las cosas buenas que les sucedían se las agradecían a aquel personaje divino del que los otros pueblos jamás habían oído hablar.
    —Una noche funesta para llevar a cabo una persecución, especialmente cuando nosotros somos las presas—susurró con gran aflicción. Echó un vistazo al oscuro manto que había robado la luz de los astros—. Incluso los habitantes del firmamento apartan la mirada para no ser testigos de nuestro fatal destino.
    Sacudió la cabeza, regañándose por ser tan pesimista, y examinó el cristal que llevaba colgado del cuello con una cadena de plata. La joya permanecía incolora e inmóvil, señal de que no había ningún ser con intenciones malévolas en un radio de dos kilómetros. Suspiró aliviado y regresó al lugar en el que dormían sus compañeros, una pequeña circunferencia de cinco metros de radio que Branhest había creado prendiendo fuego a las hierbas altas de la zona. Dado que los druidas eran muy pequeños—los más adultos apenas superaban la altura de las rodillas de un hombre adulto, siendo superados incluso por los enanos—, Vanjil se sintió profundamente agradecido cuando dejó atrás la marea de plantas que azotaban su rostro sin piedad.
    —¿Alguna señal de nuestros perseguidores? —le preguntó Adámas, cuyos ojos dorados capturaban la luz que desprendían las largas crines y los cascos de Branhest y la reflejaban como si fuesen los ojos de un gato.
    —El cristal no ha mostrado ninguna reacción desde el mediodía. —Guiándose por el reflejo, Vanjil se sentó al lado de su amigo y cruzó las piernas—. Es posible que les diéramos esquinazo al atravesar el lago Mirsword por la mitad, algo que las monturas de nuestros perseguidores no pueden lograr.
    Branhest piafó con furia y replicó:
    —¡Yo, Branhest, hijo de Svartbris, no soy uno de esos penosos animales a los que los humanos domesticaron y convirtieron en esclavos! ¡Por la sangre de mi raza todavía corre la legendaria fuerza de Sleip, el Gran Caballo, que acompañó al elfo Visdom a Nashell,la Tierra Inerte, para luchar contra el Indigno y nuestras capacidades siguen siendo dignas de su linaje!
    Los tres compañeros permanecieron en silencio hasta que Vanjil, perplejo por las palabras del equino, recuperó el habla y dijo:
    —Para mí sigues siendo únicamente un caballo muy bonito.
    Branhest se encabritó y trató de asestarle una coz al druida, golpe que ya resultaba potencialmente mortal para un hombre adulto, pero Adámas intervino a tiempo de evitar que ocurriera una desgracia.
    —Discutid por tonterías cuando hayamos escapado del peligro—les aconsejó con un tono de voz suave y amenazador—. Bastante mal están las cosas para que las compliquemos con absurdas contiendas personales.
    Branhest y Vanjil miraban fijamente al suelo, incómodos por haber hecho enfadar a su líder, cuya captura era el principal objetivo de sus perseguidores.
    —En cualquier caso, me fío más de mis instintos que de los extraños cristales de los druidas—dijo el noble corcel, sacudiendo sus relucientes crines llameantes, dando a entender que no deseaba seguir peleando con Vanjil—. Sé que los cristales son eficaces catalizadores del seid, pero el fuego que late en mi interior me dice que seguimos estando en peligro y que deberíamos salir corriendo de inmediato. ¿Creéis que me equivoco? Desde que nos reunimos hace tres meses, he demostrado que los swiftrav estamos diseñados para prevenir el riesgo y elegir la mejor ruta de escape.
    —Mi querido Branhest, como tú mismo has dicho, los cristales de los druidas son eficaces catalizadores de la magia, pues fueron creados por algunos de los más poderosos elfos para asegurar la supervivencia de nuestro pueblo. Este cristal—Vanjil se quitó el colgante y se lo acercó a Branhest para que pudiera verlo de cerca—fue encantado para que pudiera advertir a su propietario de que hay enemigos cerca y es muy superior a tu instinto de… ¡Por la vigilante mirada de Heldig, no puede ser!
    El joven pero extenuado rostro del druida perdió todo su color al mismo tiempo que la joya adquiría un siniestro brillo carmesí y vibraba con fuerza entre sus manos. Branhest estaba más satisfecho que asustado al comprobar que su instinto había vuelto a acertar.
    Adámas vigiló con atención la planicie en busca de sus enemigos, tarea difícil para cualquier hombre normal en aquella noche tan oscura. Pero él no era un hombre normal: sus ojos eran tan agudos como los de una rapaz y podían detectar hasta el más mínimo movimiento en la más absoluta oscuridad.
    —Será mejor que escondas eso o seremos un blanco fácil—le ordenó a Vanjil, que se apresuró a introducir el cristal en la bolsa que colgaba de su cinto. Por iniciativa propia, Branhest apagó el fuego que desprendía su cuerpo y permitió que el campamento desapareciera en las sombras.
    Refugiados en la oscuridad, los tres amigos permanecieron atentos a cualquier señal—sonidos, olores, luces,…—proveniente del exterior del círculo y se prepararon para reaccionar ante el impredecible ataque del enemigo. La llanura estaba excepcionalmente silenciosa, hecho extraño en pleno verano, pues las criaturas que en ellas habitaban parecían haber notado que algo malo se aproximaba; incluso el viento del norte, responsable de la desaparición de la luna y las estrellas, se había detenido y aguardaba a que la batalla comenzara.
    —¿En qué dirección se encuentran? —preguntó Adámas mientras se agachaba y recogía unos guijarros del suelo.
    —El cristal tiraba de mí hacia el oeste, de modo que de allí viene el peligro—respondió Vanjil, que se había ido acercando a Branhest poco a poco para poder subirse a su grupa en cuanto apareciera el peligro.
    —Si tan solo soplase un poco de aire, podría percibir el olor de esos bastardos—refunfuñó el corcel negro.
    No fue necesario el sentido del olfato de Branhest, pues los perseguidores dieron a conocer su posición arrojando una docena de destellos blancos desde un montículo situado a quince metros de distancia del improvisado campamento. Ninguna de las centellas alcanzó su destino: Adámas las interceptó en mitad de su trayectoria arrojando las piedras con una precisión inigualable.
    —Un hechizo de retención, sin duda—comentó Vanjil, examinando con interés las piedras flotando inmóviles en el aire—. Nuestros enemigos son hábiles si pueden emplear el hechizo a quince metros de distancia en mitad de la noche.
    Adámas, que no tenía tiempo ni ganas para alabar la habilidad de los perseguidores, tomó al pequeño druida en brazos y montó en el lomo de Branhest con un salto limpio. El caballo inició una larga y veloz carrera hacia el este, liberando pequeñas explosiones de chispas azules cada vez que sus cascos se apoyaban en la tierra.
    —¡¿No podrías sofocar el fuego?! —preguntó Vanjil, gritando para ser oído por encima del rugido del viento que su compañero levantaba, preocupado por la línea de llamas dejaba a su paso—. ¡Es imposible dejar una pista más evidente!
    —¡No puedo hacerlo mientras estoy galopando!
    Rasgando el aire con un agudo silbido, un aluvión de flechas se abalanzó sobre los compañeros. Branhest se vio obligado a correr en zigzag para esquivarlas mientras Vanjil bloqueaba aquellas que se aproximaban demasiado por la espalda. Al verlas tan de cerca, se dio cuenta de que la punta de las saetas no estaba hecha de ningún metal común, sino de arguren, la mortífera plata impura.
    —¡No permitáis que os alcancen! —les advirtió a sus amigos—. ¡Harán que vuestra propia magia cave vuestras tumbas!
    Corrieron durante horas con la esperanza de dejar atrás a los enemigos, pero todavía podían escuchar los relinchos de sus caballos y el silbido de alguna que otra flecha. Era algo insólito, pues los swiftrav poseían una mayor resistencia al cansancio que los caballos normales. Algún tipo de magia estaba nutriendo a los caballos de los perseguidores para que, incluso sin llegar a ser tan rápidos como Branhest, pudieran igualar su resistencia y soportar el esfuerzo.
    —¡Corre, jamelgo, corre! —exclamaba el pequeño druida cada vez que escuchaba el silbido de una flecha cerca de su cabeza.
    —¡Como me vuelvas a llamar jamelgo, te dejo caer! —gritó Branhest al escuchar por duodécima vez la insultante palabra.
    Adámas, que cabalgaba inclinado sobre el musculoso cuello del corcel para escapar de las veloces saetas que volaban a su alrededor, vio dos hileras de luces treinta metros más adelante: se trataban de dos filas de antorchas colocadas a ambos lados de un sólido puente de madera, uno de los tres que atravesaban la profunda grieta que el río Elvann había ido excavando en el terreno a lo largo de millones de años. Si pudiera usar sus poderes, incluso arriesgándose a dejar un rastro tan claro que todo el mundo podría seguirlo, derribaría el puente y obligaría a los perseguidores a dar un gran rodeo para retrasarlos.
    Como si le hubiese leído la mente, Brann gritó:
    —¡Si pudiéramos derribar el puente, nuestros enemigos se verían obligados a seguir el curso del río para encontrar otro paso por el que cruzar!
    —¡Yo me ocuparé! —respondió Vanjil mientras sacudía su túnica buscando algo de gran importancia para él
    Finalmente encontró lo que andaba buscando y lo alzó ante sus ojos: se trataba del talismán de Heldig, una cara de tres ojos creado a partir de la madera de un roble cuya vida había llegado a su fin tras la caía de un rayo—los druidas nunca empleaban la madera de los árboles vivos, pues eso sería un crimen atroz; en su lugar recogían la madera de los árboles que habían perecido o las ramas que perdían durante las tormentas—. Según la tradición de los druidas, el ojo derecho bendecía a los amigos para que fueran afortunados y el izquierdo hacía aparecer todo tipo de obstáculos en el camino de los enemigos; pero nada se sabía del ojo de la frente, del que únicamente se decía que “concedía a su protegido el poder de escapar de la mismísima suerte, ya fuese buena o mala”.
    Branhest resopló y apretó el paso para llegar al puente antes de decir nada que provocara una nueva discusión en el grupo: le resultaba hilarante ver a los druidas rezar al tal Heldig.
    El río había tenido tiempo suficiente para originar una grieta de diez metros de anchura. Las llamas de las antorchas se avivaban y adquirían el mismo color azulado característico del fuego de los swiftrav a medida que Branhest atravesaba el puente a gran velocidad, grabando sus huellas a fuego en la antigua y poderosa madera que componía su estructura. En cuanto llegaron al otro extremo de la pasarela, Vanjil alzó el talismán y oró:

    Desde el submundo se alza nuestra súplica, Heldig el Afortunado,
    que duermes en el trono del reino en el que el fuego hiela y el aire ahoga:
    despierta, corta las raíces que te atan al mundo de los sueños;
    abre el ojo siniestro y contempla a aquellos que osan herir a tus seguidores;
    quiebra las almas que aprisionan tu poder y permite que la sombra de la
    desgracia persiga a nuestros enemigos hasta que sus gritos hagan temblar los
    huesos de la misma tierra.
    Lo que ocurrió a continuación no tenía explicación posible, a menos que el druida hubiese empleado un hechizo secreto o que realmente hubiese invocado la ayuda de un dios: en el preciso instante en que ocho de los perseguidores, un grupo de jinetes enmascarados que cabalgaban sobre caballos pardos, comenzaban a atravesar el puente, este se estremeció con gran violencia y se derrumbó después de haber soportado cientos de años de exposición a los elementos naturales. El resto de jinetes se asomaron para observar la muerte de sus camaradas, que cayeron al río junto con la lluvia de escombros y desaparecieron bajo las embravecidas aguas.
    —¿Qué opinas ahora de Heldig, jamelgo? —preguntó Vanjil, muy satisfecho de lo que consideraba el efecto del poder de su talismán.
    —Esto no ha sido nada más que un golpe de suerte: el puente cedió en un momento muy favorable—replicó Branhest, tratando de mantener su actitud escéptica, aunque lanzaba miradas de reojo al talismán de su amigo. Al pisar los primeros tablones del puente, su magia le había comunicado que la estructura era excepcionalmente sólida y que había logrado mantenerse en pie en medio de las peores tempestades. Sin embargo, algo imperceptible para todos sus sentidos, una fuerza que escapaba a su poderoso instinto, había reducido a astillas la majestuosa estructura en cuestión de segundos. ¿Acaso Vanjil tenía un poder secreto del que nunca les había hablado? ¿O de verdad existía un ser capaz de manipular los acontecimientos desde un mundo al que nadie podía acceder? La idea de que pudiera existir una voluntad más poderosa que una tormenta hacía que su corazón se estremeciera de puro miedo.
    —Los druidas creemos que la suerte es un dios.
    Adámas mantenía los ojos fijos en la región occidental de las llanuras, más allá de los restos del que había sido un gran grupo de cazadores, vigilando una oscura fuerza que se dirigía hacia ellos con intenciones malévolas. Se le puso la piel de gallina: podía percibir el poder que fluía por las venas de los perseguidores, pero no era comparable a la energía que acababa de hacer acto de presencia con tanta violencia, como una inesperada inundación.
    —Tenemos que irnos—le susurró a Branhest, cuyo instinto ya había percibido la proximidad de la nueva amenaza.
    Reanudaron la marcha y se perdieron en las profundidades del bosque que crecía en las proximidades del barranco con la esperanza de evadir aquella nueva amenaza.



    Fergus, el capitán de los cazadores, comenzaba a maldecir su mala suerte cuando un horrible temor invadió su mente y se apoderó de su capacidad para moverse. Era una sensación que ya había sentido en otras ocasiones y que deseaba no volver a sentir, como si una espada estuviese a punto de caer sobre su cuello. Arrastró los pies, pesados como rocas por culpa del miedo, y dio la espalda a la brecha en la que habían desaparecido para recibir al oscuro ser del que provenía aquella sensación, una figura alta y delgada que se paseaba con tranquilidad siguiendo los restos calcinados de las hierbas.
    A simple vista, aquel hombre no era muy diferente a cualquier otra persona, aunque muchos lo habrían definido al instante como arrogante si le hubiesen visto pasearse por el campo a medianoche sin vestir siquiera una sencilla armadura ni portar arma alguna. Pero Fergus llevaba meses cooperando con aquel ser y había presenciado suficientes de sus hazañas para comprender la seguridad que sentía de que nada ni nadie podía herirle: muchos hombres de gran corpulencia habían perecido cuando sus cuellos cedieron a la terrible fuerza de las gélidas manos de la criatura, que había recibido infinidad de estocadas por parte de los mejores espadachines del continente y había salido ileso.
    —¿Por qué os habéis detenido, capitán Fergus? —le preguntó el ser, cuyos brillaban como rubíes en mitad de la tenebrosa noche.
    —Los objetivos han destruido el puente, señor Rabstein—respondió el líder del grupo, agarrando con fuerza las bridas de su montura para evitar que echara a correr y se despeñara—. Tendremos que buscar otra forma de cruzar el río.
    Rabstein separó los finos labios y mostró una feroz sonrisa de dientes afilados, entre los que destacaban un par de largos colmillos que parecían capaces de atravesar la armadura mejor forjada.
    —Resulta curioso lo dispuestos que estáis los humanos a desperdiciar el tiempo siendo vuestras vidas tan cortas—susurró con sorna—. Lo único que tenéis que hacer es emplear la magia para cruzar al otro lado.
    —No tenemos suficiente poder—intervino uno de los jinetes más jóvenes, que había estado a pocos centímetros del puente cuando la estructura se desmoronó—. Además, la magia de esos individuos es muy superior a la nuestra.
    Los ojos salvajes de Rabstein se posaron en el joven, apresándolo e inmovilizándolo con una simple orden mental. Tanto el muchacho como su caballo intentaron moverse, pero tenían la sensación de estar hundiéndose bajo el peso de una gigantesca mano invisible.
    —Vuestra magia es mediocre, es verdad—dijo la criatura, extendiendo los brazos y permitiendo que el viento, de nuevo en movimiento, se deslizara por el interior de la negra capa—, pero la mía es mucho más poderosa. ¡Flagger!
    Los caballos derribaron a sus jinetes y escaparon con el corazón consumido por el miedo cuando el cuerpo de Rabstein se descompuso en un centenar de pequeñas y ruidosas figuras aladas. Las sombras se reunieron en una nube tan oscura como la noche y volaron hacia el bosque para perseguir a los fugitivos.



    Vanjil no comprendía la alarma que reflejaban los rostros de sus compañeros ni la razón por la que seguían corriendo después de haberse alejado tanto del curso fluvial: los enemigos ya no podrían alcanzarlos con sus flechas envenenadas ni con sus hechizos y tendrían que viajar durante una semana hacia el sur para poder encontrar otro puente por el que cruzar.
    —¡¿No podríamos tomarnos un descanso?! —preguntó, algo mareado al ver los árboles convertidos en una mancha continua de colores oscuros.
    —¡No seas ingenuo! —bramó Branhest—. ¡¿Es posible que no hayas sentido ese gran poder proveniente del oeste?!
    —¡¿De qué estás hablando?! ¡No hay ni un solo enemigo cerca!
    —¡Mira detrás de ti!
    Vanjil giro la cabeza y vio una gigantesca silueta volando a través del bosque, esquivando los árboles con la misma destreza con la que lo hacía el swiftrav. Bajo el lóbrego manto originado en el norte, le costó comprender que aquella forma no era una entidad, sino una agrupación de numerosos seres alados.
    —¡Por el afortunado Heldig, detesto los murciélagos! —exclamó cuando los pequeños mamíferos se abalanzaron sobre ellos y los atraparon en el interior de un torbellino vivo.
    Los compañeros trataron de rechazar el ataque, pero los murciélagos eran tan rápidos en el aire como Branhest en la tierra y sus movimientos eran demasiado erráticos para poder predecirlos. Finalmente, asumiendo las consecuencias que podría acarrear su decisión, Adámas alzó la mano derecha y gritó:
    ¡Leralf arf lemmi hen!
    El aire vibró con el poder de sus palabras y crepitó segundos antes de que una cegadora luz desgarrara la oscuridad y cayera en mitad del bosque junto con el estruendo de una explosión. La descarga eléctrica obligó a los murciélagos a dispersarse y permitió que los compañeros escaparan mientras los árboles más cercanos eran derribados por la onda expansiva.
    Branhest siguió galopando hasta llegar a una pequeña hondonada perdida en el centro del bosque, donde Adámas ordenó que se detuvieran para pensar un nuevo plan para enfrentar aquella nueva amenaza: jamás habrían podido imaginar que se enfrentarían a un drevan, un espíritu invocado desde el otro mundo y ligado a un cuerpo artificial creado por la infame magia negra.
    —¿Estamos seguros de que es un drevan? —preguntó el tembloroso Vanjil—. Esos animales podrían ser simplemente la manifestación de un tótem.
    —Los murciélagos no prueban que se trate de un Errante, pero sí lo hace el poder que emanaba de ellos—replicó Branhest—. Nunca había sentido algo parecido: un poder inmenso, pero hueco, vacío, como si no perteneciese a este mundo.
    —¿Y que vamos a hacer? —Vanjil estaba desesperado—. ¿Cómo vamos a luchar contra algo que ya está muerto?
    —No lo haremos—respondió Adámas—. No nos queda más remedio que separarnos.
    —¡No puedes hablar en serio! —exclamó el druida, mirándole como si se hubiese vuelto loco—. ¡Tendremos más posibilidades de derrotar a ese monstruo si permanecemos juntos!
    —Lo que voy a decir es algo excepcional, pero Vanjil tiene razón—opinó Branhest—. Ahora que has usado tus poderes, el drevan no dejará de perseguirte hasta que logre apresarte. Incluso si lograrás darle esquinazo, el Nigromante removerá cielo y tierra hasta encontrarte.
    —Por esa misma razón creo que debemos separarnos.
    —No le veo ninguna lógica a esa opinión.
    Adámas se pasó las manos por los alborotados cabellos, largos mechones blancos que enmarcaban su joven rostro, y explicó sus intenciones:
    —Han pasado tres meses desde que visité vuestros hogares buscando ayuda para recuperar el corazón de mi padre y desde que os ofrecisteis voluntarios para acompañarme. Hemos pasado por muchas cosas juntos, apoyándonos entre nosotros a la hora de enfrentar los peligros del viaje, y es por eso por lo que no puedo pediros que sigáis poniendo en peligro vuestras vidas por una tarea que me corresponde a mí. Nuestro enemigo es ahora mucho más poderoso que nunca y está decidido a capturarme: por vuestra propia seguridad, es mejor que regreséis con vuestras familias y os olvidéis de mí.
    —¡Eso es una necedad! —Branhest sacudió la cabeza violentamente—. ¡Si crees de verdad que ese cadáver viviente y su señor nos dan tanto miedo como para abandonar a un camarada a su suerte y buscar salvarnos a nosotros mismos, es que no eres el sabio que yo pensaba!
    —¡No vamos a dejar que cargues con todo el mal que ese Nigromante está causando, Adámas! —añadió Vanjil, a quien la propuesta de su líder también había indignado—. ¡Lucharemos a tu lado y enviaremos a ese drevan de vuelta al tenebroso mundo del que procede!
    Adámas sonrió. La lealtad de sus amigos era loable, pero eso solo hacía que estuviera más decidido a mantenerlos alejados de la amenaza.
    —Branhest—se dirigió al corcel—, tu compañera y tu hijo llevan demasiado tiempo esperando tu regreso. ¿Crees de verdad que merece la pena ayudarme a costa de la angustia y la preocupación que puedan invadir sus corazones?
    —Los swiftrav somos fuertes de corazón, incluidos los potros y las yeguas—respondió su compañero con gran seguridad—. Tanto Telbris como Brangyn podrán soportar mi ausencia.
    —No estoy tan seguro de eso—replicó Adámas—. Cuando era solo un niño, fui obligado a ver cómo mi madre se consumía por la pena cada vez que mi padre nos dejaba para ir a la guerra. Te aseguro que el miedo que tenía a la posibilidad de que mis padres murieran—uno caído en batalla y otro sucumbiendo al dolor de la pérdida—fue la peor de las pesadillas. Te ruego que no subestimes ese miedo, porque es capaz de romper el corazón del más bravo guerrero.
    >>En cuanto a ti, pequeño druida—añadió dirigiéndose a Vanjil—, ¿recuerdas el llanto de tu madre cuando le comunicaste que ibas a abandonar el bosque para ayudarme? Temo que no haya parado de llorar desde entonces. ¿No crees que deberías regresar a casa y aliviar su pesar?
    Tanto Branhest como Vanjil se quedaron callados, dubitativos, tratando de encontrar las palabras adecuadas para convencerle de que debían seguir juntos. Pero Adámas estaba decidido a lograr que regresaran a sus respectivos hogares, incluso si eso significaba tener que suprimir su voluntad temporalmente para que le obedecieran. Esperaba no tener que llegar a eso.
    Dándose por vencido, el swiftrav suspiró y preguntó:
    —¿Y qué harás tú?
    —Viajaré al sur, me esconderé hasta que las cosas se calmen y después regresaré al norte para desafiar una vez más al Nigromante y recuperar el corazón de mi padre. —Adámas miró a Vanjil, que acababa de desatar una pequeña bolsa de cuero del ciento y se la tendía esperando que la cogiera. Extendió la mano para tomarla y examinó su contenido: estaba lleno de cristales de diversas naturalezas, incluido el cristal-alarma, y de lo que parecían ser remedios. Sacó un recipiente de madera con forma de baúl y preguntó—: ¿Qué es esto?
    —Un ungüento elaborado a partir de los pétalos de la flor Dufsyng, la flor del Sutil Aroma—le explicó el druida.
    El joven de cabellos blancos levantó la tapa del recipiente y olisqueó el ungüento, mareándose cuando el empalagoso aroma floral inundó sus pulmones. Dufsyng era una flor cuyos pétalos liberaban tal cantidad de sustancias aromáticas que atontaba a los posibles depredadores y atraía a todos aquellos seres que pudieran polinizarla, un eficaz mecanismo de supervivencia. Los druidas descubrieron que el aroma era lo bastante intenso como para enmascarar el olor corporal y empezaron a emplear los pétalos para elaborar sustancias con las que poder protegerse del agudo olfato de los cazadores del bosque; la llamaban, con cierta ironía, la flor del Sutil Aroma, porque incluso el olor más intenso y desagradable era silenciado por su dulzura.
    —¿De verdad quieres que me lo lleve yo? —le preguntó a Vanjil—. No servirá de mucho ahora que he usado mis poderes.
    —Puede que el drevan pueda rastrear tu magia, pero el aroma de la Dufsyngle mantendrá alejado: los de su clase sienten una gran repulsión por las flores. Además, tengo otros ungüentos similares para casos de gran necesidad.
    Por descontado, todos sabían que el drevan no había muerto bajo la descarga invocada por Adámas: la magia negra confería a los espíritus invocados invulnerabilidad a la mayor parte de los ataques físicos y mágicos, dando la impresión de tratarse de seres inmortales. Sin embargo, se sabía que el corazón era el órgano a través del cual se establecía el lazo entre el espíritu y el receptáculo, de modo que un ataque bien dirigido podría poner fin a la existencia del drevan al romper el nexo entre sus componentes física y espiritual.
    —¿Te encargarás de que llegue a casa sano y salvo? —le preguntó Adámas a t, ignorando la mueca de disgusto que le dedicó Vanjil al pensar que se estaba refiriendo a él como si fuese un niño.
    —Antes de regresar a mi tierra natal con mi familia, cabalgaré hasta las mismas puertas de la casa de sus padres—replicó el orgulloso animal.
    Sonriendo, Adámas retrocedió unos pasos y murmuró:

    Egrad gerin som ivatar fenera,
    Ild tusen nas veiledeg om natt
    Ogat blodet sine livera nyke tyris darlige derit.

    Sus compañeros respondieron repitiendo los mismos versos, un breve cántico que se entonaba para desear a los viajeros una travesía pacífica, aunque el hecho de que su enemigo fuese un drevan no facilitaría el asunto. Branhest inclinó la cabeza ante Adámas como gesto de despedida y le dio la espalda para echar a correr en dirección norte.
    —¡No dudes en ponerte en contacto con nosotros si necesitas ayuda! —gritó Vanjil antes de desaparecer entre los árboles.
    —Por supuesto—susurró Adámas a pesar de que ya no había nadie en la hondonada.
    Se desabrochó la capa y la camisa y se frotó la piel del torso y los brazos con el ungüento de Dufsyng, cuyo intenso aroma ocultó por completo el olor que había acumulado después de una semana de constante persecución. Para evitar caer víctima del penetrante olor floral, concentró su energía en el interior de la nariz y murmuró una palabra en un extraño idioma:
    Terofvern.
    Un desagradable hormigueo recorrió todos los recovecos del órgano de forma semejante a la sensación de entumecimiento que podía sentirse en brazos y piernas. Para comprobar la eficacia del hechizo, Adámas enterró la nariz en el recipiente del ungüento e inspiró con fuerza, pero no percibió el dulce olor de la sustancia ni se sintió mareado: el hechizo había atrofiado su sentido del olfato para evitar el malestar que producía el aroma de la Dufsyng. Satisfecho, se vistió de nuevo y emprendió una carrera hacia el sur con el propósito de alejar al drevan de sus compañeros aprovechando que las huellas de su magia seguían frescas.



    A medida que la energía residual del rayo se desvanecía, los murciélagos supervivientes volvieron al lugar del suceso, revoloteando sobre las decenas de criaturas que habían sucumbido a la descarga, cuyos cuerpos se convirtieron en un oscuro polvo que se alzó en el aire y engulló al resto de los animales. La extraña nube negra se contrajo y se posó en el suelo, sobre la calcinada hojarasca, para adoptar la sólida forma de Rabstein, que había logrado escapar ileso del hechizo al haber descompuesto su cuerpo con anterioridad. De haber sido una persona normal, aquel joven de cabellos blancos le habría hecho desaparecer en cuestión de segundos.
    Restablecido su cuerpo, el ser entornó sus ojos rojos y examinó el seid restante, invisible para un humano corriente, que se desplazaba por el aire en forma de ondas plateadas que chocaban contra los árboles que seguían en pie y rebotaban. Fuese quien fuese aquel chico, su magia era superior a la de un mago ordinario, rivalizando con la suya tanto en términos de amplitud como de frecuencia. La idea de dar caza a una presa cuyo poder igualaba al suyo le entusiasmaba, pues ninguno de los enemigos a los que se había enfrentado desde que el Nigromante le hiciera regresar del Abismo había representado un reto para él. Ansioso por enfrentarse al propietario de tal poder, deslizó la lengua por los afilados colmillos y siguió el rastro de magia hasta la hondonada donde habían estado los compañeros, levantando los pesados troncos de los árboles caídos y apartándolos de su camino con la facilidad con la que se sacudía el polvo de la ropa. Pero se topó con un obstáculo inesperado: un aroma floral que enturbió sus sentidos y le provocó naúseas.
    La criatura rugió y retrocedió, pues una exposición excesiva al olor de la Dufsyng podía llegar a cortar el lazo que le mantenía atado a aquel cuerpo nacido de la magia negra, devolviendo su espíritu al reino de los muertos. En el preciso momento en que comenzaba a concentrar su poder para llevar a cabo un hechizo que le permitiera dispersar el molesto aroma, una columna de fuego azul se elevó en la lejanía, al norte de la hondonada. Rabstein sonrió: aquella fuerza solo podía provenir del mismo chico que había invocado el rayo.
    Flagger—susurró mientras se relamía.



    Adámas se detuvo al sentir una gran energía proveniente del norte y se dio la vuelta a tiempo de ver una bandada de murciélagos volando hacia una cegadora columna compuesta por lo que parecía ser el fuego de un swiftrav fortalecido con la magia de un druida. Enfurecido, asestó un puñetazo al pino más cercano, abriendo un profundo agujero en su corteza.
    —Branhest, Vanjil…Más os vale seguir vivos para que os pueda regañar cuando nos encontremos de nuevo—susurró antes de ponerse en camino.
     
    • Me gusta Me gusta x 7
  2.  
    Kaladin

    Kaladin Warning: extremely loud fangirl

    Leo
    Miembro desde:
    25 Diciembre 2012
    Mensajes:
    400
    Pluma de
    Escritor
    ¡Pedazo historia! Tio ¡este te debe haber costado dos horas lo menos! O.O Yo no he visto faltas para serte sincera (bueno alguna que otra palabra se me debe haber escapado porque tan solo tengo 11 años...) ¿Eres escritor? porque este cap tiene toda la pinta de ser escrita por un escritor.... Bueno esta ¡fenomenal! (¿quien soy yo una chiquilla de 11 años judgarte un cap tan bien hecho?..) buena trama.. (comparada con una que tengo en mente hacer... -.-)
     
    • Me gusta Me gusta x 1
  3.  
    Sheccid

    Sheccid Usuario común

    Géminis
    Miembro desde:
    25 Enero 2012
    Mensajes:
    493
    Pluma de
    Escritora
    Woww...esta historia esta muy mágica y más o menos fuera de serie, me sorprendió bastante cuando empezaste a mencionar los dioses y a las dríadas y...oh, me quedé asombrada.
    El capítulo estuvo un poco extenso, pero muy bien, espero que sigas así y me continues invitando XD
     
    • Me gusta Me gusta x 1

Comparte esta página

  1. This site uses cookies to help personalise content, tailor your experience and to keep you logged in if you register.
    By continuing to use this site, you are consenting to our use of cookies.
    Descartar aviso