Un buen día

Dedicado a todas esas personas que un día se levantan y todo les resulta mal.

Un buen día​

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Me despierto a la mañana, con mucha resaca y, ¿qué es lo que encuentro? Mi gata ha “mojado” mi cama. Además, yo estoy empapada en orina. Una buena forma de despertar, ¿eh?



Con una cara de mala gana, mucha mala gana, moví mis largas y bronceadas piernas hacia el costado de mi cama, para poder levantarme. Apenas apoyé el pie en el suelo sentí algo blando, tibio, tirando a frío meterse por mis dedos. Miré a la gata, que me correspondió, con sus ojos casi azules. Ah, pequeña diabla. Bajé la vista y, allí, enfrente de mis ojos, estaba el excremento de aquel animal.



Desgraciada, murmuré totalmente enfadada. En ese momento lo recordé, fue como un destello que surcó mi mente. Antes de la fiesta de ayer, yo, había llevado a Kiara al veterinario, para que la desparasitaran. El hombre me había dicho que, luego de darle esas pastillas, estaría defecando por todos lados. Y yo, por hacerme la loca, olvidé abrirle la puerta del patio para que hiciera sus necesidades allí, y la dejé adentro de mi habitación. Qué idiota.



Tomé una camisa que estaba tirada en el suelo y me limpié. Traté de sacar lo más que pude de mi pie, lo demás se iría con una buena ducha. Cuando sentí que todo estaba bien, me levanté, pero antes observé con qué camisa me había limpiado. ¡Mierda! Era la camisa nueva que compré ayer. Eso era genial, tenía el pijama húmedo por la orina, el pie con excremento de gato y una camisa nueva totalmente arruinada.



Contuve mi ira, contando repetidas veces hasta diez. Lástima, no funcionó. Así que fui hasta donde estaba mi gata y le di un buen golpe. Con eso supuse que me calmaría, pero para mí desdichada persona, la mala suerte continuaría.



Salí de mi habitación, con dirección al baño; suerte que quedaba cerca. Abrí la puerta y entré. Adentro, un olor nauseabundo me esperaba, decidido a hacerme pasar un mal rato. Mi nariz trató de huir de mi cara, pero, para que no lo hiciera, y pudiera soportar aquel olor, la tapé. Me acerqué a la bañadera, porque de allí provenía ese… aroma. Abrí la cortina y encontré un regalito de Santa. ¡Una rata muerta!, ¡qué bello! Ahora mis muñecas tendrían novio, ja, ja, ja.



En un momento como ese, hubiera gritado y pataleado, pero, al contario, decidí no lavarme los dientes, ni bañarme, y fui hasta el comedor para desayunar. Mis pies se dirigieron directamente a la heladera y, por arte de magia, mis manos abrieron la puerta de ésta y tomaron el envase de leche. Sin vaso ni nada, tomé un buen trago del contendido. Mi estómago rugió, mis ojos se abrieron y un sabor de podredumbre, mezclado con ganas de vomitar me invadió. Escupí la leche, dejando un reguero blanco en el piso y miré la tapa del envase de leche. “Vence el 21-3-2008”. ¡Estaba vencida siete meses! No podía creerlo, era imposible de digerir que tuviera tanta mala suerte.



Ignoré olímpicamente el desastre de la leche en él piso, y rebusqué en la heladera. Mi estómago necesitaba comida, algo con que llenarse. Y, al final, encontré un café con leche frío, que, según recuerdo, lo dejé ayer. Lo calenté y, cuando estaba listo, tomé un poco. Hice una mueca, porque me di cuenta que necesitaba azúcar. Me subí a una silla y manoteé la repisa en busca de edulcorante o lo que hubiera. Al final, lo conseguí y endulcé mi cafecito con lechecita. ¡Puaj!, exclamé. El café estaba… ¿salado?, ¿cómo era posible eso? Miré el recipiente en donde estaba la “azúcar” y me fijé bien en la etiqueta. “Sal”, decía ésta.



Bajé la taza y miré la pared. Sin duda, hoy no sería un buen día, me dije.






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Una sola pregunta:

¿Les ha pasado algo similar a ésto?