Una historia de amor

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por rapuma, 17 Julio 2014.

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    rapuma

    rapuma Maestre

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    17 Marzo 2014
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    Inventory:

    Escritor
    Título:
    Una historia de amor
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Acción/Épica
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2505
    Capítulo 1: Nixiras

    El anciano le dio hospedaje y comida; se topó con aquel pequeño pueblo no hace muchas lunas y por el momento los senderos del destino se detuvieron pocos momentos. Maximos estaba cansado de viajar y sus pies dolían entre sus sandalias, quizá por eso aceptó la invitación y quizá por eso aún se encontraba allí, otra vez, cenando frente al anciano que le dio parte de su pan en tiempos tan difíciles.

    -Maximos… -la voz suave del anciano hizo que el aludido levantará la vista.

    -Te escucho.

    -Quería preguntarte. Mucho he oído hablar de tu amistad con Priscus, rey de Lugduno, el matador de romanos, tu compañero de prisión en el Coliseo. Mucho se ha contado de ustedes pero cada historia es diferente de la otra. Y hay una que me gustaría realmente conocer. –el anciano se detuvo para recoger unas uvas del gran banquete que se extendía entre él y el enorme hombre de pasado misterioso. –La historia de Nixiras.

    -Nixiras... –dejó escapar un suspiro el ex legionario y observó el ventanal. A través del gran ventanal de piedra podía ver el mar negro y tormentoso agitándose en la noche, ebrio de sal, de peces de oro, de misterios infinitos. El mar es más mujer que hombre. –Mira el mar. Fue el mar quien nos llevó hasta ella. Fue cuando regresábamos de Galia y Priscus ciñó la corona de Lugduno. Hubo paz bajo su reinado.

    ...

    Pero Priscus era joven y salvaje y tenía los ojos llenos de guerras y de horizontes. No tardó en armar un barco y decidió zarpar a la aventura.
    Yo estaba con él. Era entonces un joven de risa fácil y sin sabiduría ni amargura (ambas cosas son frecuentemente hermanas) y también estaba con nosotros Ambrosius, el gigante de la Arena, mi hermano de sangre, que en esa época aún seguía los senderos de la aventura.
    También vino con nosotros Tertius, el amigo dilecto de Priscus, feroz como un leopardo, hermoso como un dios, enamorado de las mujeres y de las batallas.

    -¡Ambrosius! ¡Viejo buey! ¡Ven a luchar! –le gritó Tertius entre dientes, sonriendo.

    Ambrosius sonreía ante estos insultos. Su fuerza colosal lo hacía jugar como un gato con el alegre Tertius. Debía de ser cauteloso para no hundirle las costillas. Era un juego brutal y divertido… hasta que Ambrosius ganaba. –Basta, criatura. Me estás molestando ya. –dijo el gran invicto y sosteniendo a Tertius entre sus dos brazos, lo lanzó por la borda del barco.

    -¡Cerdo romano…! –gritó el joven Tertius antes de sentir las frías punzadas de agua fría recorrer su espina dorsal.

    -Ven, mastodonte. Priscus te hará morder el puente de este barco.

    -Oh, tú… -aquella pelea no duró demasiado. Ambrosius lo tomó de la misma manera que a Tertius y lo lanzó por la borda. -¡Ja j aja! ¡Espero que nades mejor de lo que luchas, galanes minúsculo! –giró todo su corpachón ante Maximos y le sonrió. -¿Y tú, pobre legionario? ¿No pruebas tu suerte contra Ambrosius?

    -¡Claro que sí! ¡Ahora mism…! –pero era demasiado tarde, Ambrosius lo tomó por los aires y lo lanzó por el barco con su estruendosa carcajada de fondo. -¡Vete y reúnete con el resto, hombrecillo de Roma!

    Éramos jóvenes y felices y nos emborrachábamos con el sol y el mar, y nos quemábamos con sal, con yodo, y nuestras carcajadas eran como pájaros de bronce volando en el viento.

    -¡Nave a babor! ¡Son piratas! –gritó un soldado, señalando el navío negro acercándose por la popa.

    -¿Piratas? ¿Y se atreven a cruzas mis aguas? –vociferó Priscus, ciñendo su mazo.

    -No protestes, Priscus. Al menos eso nos dará diversión. –comentó un alegre Tertius.

    -¡Ya lo creo! ¡A las armas y al abordaje!

    Es buena la guerra. Es bueno sentir los músculos que bullen bajo la piel y la sangre que golpea como un tambor. Los dientes se afilan y los ojos chispean de gozo el alto casco de combate.

    Ni esperamos a nuestra tripulación. Como un triángulo del infierno horadamos la línea pirata aullando y gritando. Es como segar la hierba.

    -¡Buey infame! ¡Deja algo para nosotros! –le gritó Tertius con una media sonrisa al invicto. Esto provocó carcajadas en el frente de la pelea.

    -¿Para ti? ¡Es mejor que tengas cuidado con ese gran mazo que apenas sabes manejar!

    La pelea no duro demasiado. Los piratas horrorizados era como si se dejaban matar para no sentir tanto dolor por las armas de los cuatro ex gladiadores.

    -En fin… esto se ha terminado… -dijo Maximos, enfundando su enorme espada teñida de sangre.

    -Carroña del mar… Cargados de armas que ni saben manejar… -dijo Priscus a su lado.

    -Mira… llevaban un buen botín. –informó el ex legionario, apiñando oro puro en la cubierta.

    -Se lo agradeceremos. Será un buen regalo para nuestras ciudades. –informó Priscus sonriente. Observó el botín hasta que un objeto lo maravilló. Lo sostuvo entre sus manos, incrédulo. –Pero… mira este escudo, Maximos. Mira el grabado.

    Una mujer con una lanza y montada a caballo era el símbolo del objeto. ¿Una mujer?

    -¿Las Amazonas…? –inquirió Maximos no del todo seguro.

    -Ellas no existen. Son una leyenda. –atajó el rey de Lugduno.

    -Tenemos un prisionero. Interroguémoslo.



    -Oh, nobles señores, no lejos de aquí sorprendimos una mujer con ropas de guerrero. Luchó como una fiera y mató a dos de los nuestros. Queríamos capturarla pues era muy hermosa pero finalmente debimos matarla. Esas son sus armas. –explicó el prisionero, atado al mástil del barco.

    -Maximos… eso quiere decir que ellas están en alguna parte.

    -Sí. Me gustaría llegar a ellas.

    No hacía falta que nos dijéramos más. El cuerno de la aventura nos ensordecía. Cambiamos una sonrisa.

    Nos llevó cuatro soles de navegación pero por fin llegamos a una playa rocosa y cubierta de bosques.

    -Allí fue. Allí encontramos a la doncella. –informó el prisionero, señalando la costa.

    -Desembarquemos.

    -De acuerdo, pero ten arqueros alertas.

    -pero… ¡mira, Maximos!

    Por un instante quedamos en silencio. El jinete estaba apenas a un tiro de flecha de distancia contemplándonos; su cabello de fuego se escapaba por debajo de la banda de cuero que ceñía sus sienes y su silueta erguida y orgullosa parecía esculpida en oro. No era un ser humano. Era una diosa relampagueando bajo el sol.

    Y de pronto, con maestría, sacó su arco y flecha.

    Todos nos agazapamos… menos uno.

    -¿Qué haces, Priscus? ¡Ocúltate!

    Pero él no me oyó. Estaba petrificado en la proa, con los ojos clavados en la doncella, respirando con dificultad.
    Ella dirigió su flecha hacia él. Debieron verse el uno y el otro. Se debieron encontrar sus ojos por encima del perímetro mortal del arco. Y por sobre el perímetro mortal del arco, ella se inmovilizó mirando a aquel hombre esbelto que la observaba ajeno al miedo y a la flecha.

    Ella bajó el arco. Lo volvió a alzar. Vaciló

    Y de pronto, con un salvaje alarido de guerra disparó. Priscus ni se movió y la flecha impactó a centímetros de su rostro.

    -Se ha ido.

    -Ahá. Extraño que haya fallado a tan corta distancia.

    Maximos y Tertius intercambiaron miradas. –No creo que haya fallado.

    -No. Yo tampoco.


    Y esa noche…

    -¿Qué ocurre con Priscus? No ha probado la comida. –observó Ambrosius, cruzado de brazos ante el fuego de la hoguera.

    -No. Está allí sentado mirando hacia los bosques. Ni oye cuando le hablan. –murmuró Maximos.

    -Pero… ¡está tomando sus armas! –exclamo el invicto, levantándose de su lugar.

    -¿Adónde irá?

    -Va a buscar algo, Tertius. Algo que le quema la sangre. ¿No adivinas lo que es? –dijo Maximos, mirando la silueta de su amigo Priscus avanzar en la noche.

    -¿La doncella?

    -Sí.

    -Entonces nada que hacer. Tendremos que ir con él o se hará matar. Si las amazonas son tan buenas guerreras como el pirata asegura…

    Nos cargamos con poco y fuimos con él, dejando a nuestros hombres en el campamento. La noche era hermosa y la fragancia de los bosques perfumaba el aire.

    Los días se sucedieron en una inútil búsqueda. Hallamos huellas y marcas pero nada más. A veces me preguntaba si aquel fabuloso jinete no había sido un fruto de nuestra imaginación.
    Sólo Priscus no hablaba. Una fiebre temible lo consumía y ahora no reía ni hablaba ni dormía. Cuando no marchaba velaba junto a la hoguera con los ojos y oídos alerta, tratando de oír un galope, una risa, algo.

    Y un día…

    -Mira. Es un altar. –dijo Ambrosius, mirando el pequeño altar que se erguía frente ellos.

    -Sí. ¿A qué dios…?

    -Maximos, es un altar dedicado a La Madre. Es un altar prohibido a los hombres. Es un altar de las Doncellas de la Luna. –explicó Priscus, esperanzado más que nunca.

    -Las Doncellas de la Luna. Las amazonas… eso quiere decir que ellas vienen aquí a orar. Si queremos hallarlas, todo lo que debemos hacer es escondernos y esperar. –dijo Maximos, apretando el mango de su espada.

    -Es arriesgado. Ningún hombre puede presenciar la ceremonia. Se condenaría.

    -No me importa. Yo me quedaré. –informó Priscus, sacándose el casco de su cabeza.

    Todos nos quedamos. Nuevas lunas pasaron pero no nos impacientamos. Algo nos decía que un acontecimiento extraordinario iba a producirse.

    Y por fin, una noche, cuando la luna estaba llena…

    -¡Dioses, Maximos! ¡Mira! ¡Mira!

    Surgían en filas interminables, antorchas en mano y el bronce de sus corazas reflejando las llamas. Surgían en silencio, como fantasmas de luz.

    -Las amazonas…

    -Maximos… mira allá… ¡a la izquierda!

    Era ella. Supe que era la reina por su guardia armada, por sus collares de oro, pero más que nada por el trazo bravío de su boca. Era una diosa, era la luna, era una visión que se escapaba de nuestras mentes.

    -Maximos… ella es mía. Ella es para mí.

    -Cállate, idiota. Hay un millar de amazonas allí afuera, que nos destrozarían de saber que estamos aquí.

    En aquel círculo inmenso de caballos y doncellas se encendió una hoguera. Junto a ella vimos a la amazona envuelta en su cabellera de fuego.

    -Ofrece el sacrificio… -dijo Ambrosius, sosteniendo el casco de Priscus y lanzándolo a los pies de las guerreras.

    El retumbar del casco cayendo resonó en la noche. La catástrofe estaba allí. Tertius gruñó.

    -Vine aquí porque me molestaban las mujeres y ahora…

    -¡Hombres! ¡Han visto la ceremonia!

    -¡Muerte! ¡Muerte!

    Cuatro contra mil. Y no había engaño. Cada una de esas doncellas delgadas era un guerrero temible. Sentí un frío de hielo en la nuca.

    -¡Alto! –gritó la reina, deteniendo el avance de sus guerreras. Las mujeres nos rodearon, evitando cualquier vía de escape. –Extranjero, ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí? Soy Nixiras, reina y sacerdotisa y este lugar es sagrado.

    El único que habló lo hizo raudo y firme, señalando a la mujer. –Soy Priscus, rey de Lugduno. Soy rey y soy el único responsable de nuestra presencia aquí. Soy el único a ser condenado y castigado. La Madre es testigo de ello.

    -Yo te he visto antes… -musitó Nixiras.

    -Sí. Por encima de tu arco.

    Ella se ruborizó y eso me dejó estupefacto. Parecía incómoda. Sus doncellas esperaban en silencio y ese silencio decía cuánto la respetaban.

    -Debes ser castigado.

    -Nixiras, yo he venido aquí por ti y tú lo sabes. No mezcles a los dioses ni a tus doncellas ni a mis amigos en esto. Tú eres reina y yo soy rey, y los dos somos guerreros. Esto es algo entre nosotros. Entre tú y yo, doncella.

    Ella frunció el ceño y entrecerró sus ojos. -¿Qué quieres de mí?

    Priscus lentamente cruzó sus brazos ante su pecho y sonrió. –Tú.

    Ella se ruborizó y se encolerizó. Era una Amazona y tan valerosa y tan temible como cualquier hombre, y ahora algo extraño la ahogaba, y este sentimiento desconocido la enfurecía.

    -¿Cómo te atreves…? ¡Te mataré con mis propias manos!

    -Lucharemos, pero el que gane será amo del otro.

    -No habrá amos. Lucharé a muerte. –informó la mujer, sosteniendo en alto su espada.

    -Veremos. –contestó sin más el rey de Lugduno, colocándose el casco y sosteniendo su mazo.

    Fue como el encuentro de dos leopardos, en aquel círculo de antorchas. Vi el brillo de la espada y el mazo y sentí mi garganta estrangulada por la emoción.

    La Amazona atacaba con todas sus fuerzas pero Priscus solo esquivaba los ataques y se mantenía al margen. La mujer gruñía cada vez que erraba un golpe y el hombre le sonreía.

    -¿Qué hace Priscus? ¿Por qué no ataca?

    -Porque la quiere con vida, estúpido. -le respondió Maximos a Tertius, dándole un pequeño golpe en la nuca.

    La pelea se alargó más de lo debido. Nixiras atacaba con todo lo que tenía, no se guardaba nada pero Priscus era más experimentado, había luchado contra los mejores gladiadores en la Arena y entrenado junto al invicto Ambrosius, platicado con el ex legionario Maximos y discutió sobre el peso de los mazos y la fuerza justa para romper huesos con Tertius.
    Finalmente con una traba de piernas tumbó a la mujer sobre la arena y Priscus se lanzó sobre ella; desenvainó una daga y a centímetros de su rostro le dijo.

    -Nixiras, reina de las amazonas, he vencido. Soy tu amo, pero no quiero que esto sea así. ¿Me oyes? Te amo. Son los dioses lo que me han puesto en tu camino y a ti en el mío. –giró la daga entre sus dedos y se la dio a la mujer. –Toma. Yo he vencido a la guerrera. Ahora hablo a la mujer. Ven conmigo.

    Ella lo estudió por minutos hasta que finalmente sonrió y le extendió una mano para ponerse de pie.

    ...

    Regresamos a la mañana. De los bosques llegaban los lamentos fúnebres de los cuernos de las amazonas, que sonaban a muerto. Habían perdido a su reina.

    -¿Estás triste? –preguntó Priscus a un costado de Nixiras, mirándole con preocupación.

    -No. Lo supe desde que te vi por encima de mi flecha. Yo había tenido visiones. Sabía que algo ocurriría… y yo te amo, Priscus.

    En la proa, Tertius gruñó.

    -Y ahora este imbécil no querrá saber nada de aventuras. Ahora está enamorado.

    -Tal vez tú también deberías casaste, Tertius. Tal vez con la gorda hija del mercader… a pesar de sus bigotes es gentil. –le dijo Ambrosius, sonriendo.

    -¡Oh, infiernos contigo, romano nauseabundo!

    Y reímos a carcajadas, ebrios de felicidad y juventud. Y Priscus y Nixiras rieron al oírnos y los remeros aseguraron que todos estábamos locos, romanos, gáleos, amazonas… ¡Oh, gloriosa locura de juventud!

    ...

    -¿Y luego? ¿Qué ocurrió? –preguntó el anciano.

    -¿Luego? Es otra historia… -dijo Maximos, bebiendo su jarra de vino. –Luego… pero eso te lo contaré mañana.

    Sí. Mañana. Déjame soñar un poco con esas risas, ese mar, esos jóvenes alegres y su delirante locura de vivir. ¿No ves cómo la nostalgia me calienta la sangre como un sol que se despierta?
     
  2.  
    Ana inukk

    Ana inukk Gurú

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    Pluma de
    Escritora
    Alto... eso no vale Rapuma, ¿Ni un golpe? ¿En serio? Acabas de hundir el orgullo Amazona hasta el fondo, tampoco Priscus me gano con una batalla, sin que hubiera rebelión, lucha e insultos de por medio... No se si son ideas mias pero creo que le falto eso. Igual aquí esperare al segundo capitulo pues este no me convenció. Siento que el chiste de mi personaje se perdió.
     
    Última edición: 17 Julio 2014

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