Una última sonrisa

Tema en 'Fanfics abandonados sobre Libros' iniciado por Rwida Raud, 15 Noviembre 2007.

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    Rwida Raud

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    Una última sonrisa
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    Una última Sonrisa

    ¡Saludos! Soy yo de nuevo, trayéndoles un nuevo fic.
    Es el final alternativo de la novela naturalista "La Charca",
    por Manuelo Zeno Gandía, la cual recomiendo. Sin más, les
    dejo leyendo el final, espero que lo disfruten tanto como yo
    lo hice escribiéndolo.


    •·.·´¯`·.·• Una última sonrisa •·.·´¯`·.·•
    Habían pasado seis meses desde la muerte de Ciro. Silvina suspiró amargamente. Su sol, su brillante y cálido sol se había apagado para siempre, hacía seis meses. ¿Por qué? ¿Por qué el destino era tan duro con ella? Tanto sufrir, tanta amargura, tanto dolor oprimido en el pecho… ¿Acaso su destino era convertirse en una mujer como su madre? ¡No! Sacudió esa idea de su mente. Tiempo después de la muerte de Ciro, Leandra, ya vieja y sin hombre que la mantuviera, avíase convertido en una mujer de la calle. Con su maquillaje exagerado, embarrado en su cara por el sudor, y su vestido rojo, descolorido, harapiento y vulgar, bajaba por el monte todos los días, trayendo a la casa hombres dispuestos a gastar su sueldo de la semana con ella en unos minutos. Unos minutos que pasaban volando, fugaces, con los pies alados del Dios Hermes. Pero no para Silvina, para ella los minutos eran monótonos, lentos y sin sentido. Miraba ella la noche de luna llena. Sí, una noche como aquélla había perdido lo único que le quedaba de la cordura….

    Todo comenzó aquél día en que la vieja Marta acusó a Gaspar. Él huyó monte abajo, con la ayuda de Galante, para no caer en los brazos de la justicia. Ella y Leandra sintieron el alboroto afuera, y notó cuando su marido echó vuelo hacia el monte. Lo entendió todo y una idea macabra le cruzó la mente.

    Tomó el machete, y sin dar explicaciones, lo siguió, como la sombra asesina que caza a su presa. Estaba harta del yugo impuesto por su marido y lo haría pagar por hacerla tan infeliz. Luego de un leve trecho, Gaspar se detuvo para tomar aire, y la oportunidad tomó alas. Bien despacio, se escondió detrás de una Ceiba, al tomando el machete como él le había enseñado… hacía tanto tiempo. Cuando Gaspar dio vuelta a la esquina, se encontró con su figura delgada, temblorosa, respirando acaloradamente. Gaspar le dijo unas palabras que no entendió, pues ya no escuchaba otra cosa que no fueran los acelerados latidos de su corazón… un corazón al que le habían arrancado la inocencia. Cerró los ojos, y tomando impulso, fue adelante. Cuando los abrió, vio el machete clavado en el pecho de Gaspar. Revolviéndoselo en su cuerpo, como una cuchara en la sopa, le dijo al oído entre dientes:

    - ¿Así querías que matara a Andujar? ¿Eh? ¿¡Eh!? ¿Pues sabes qué, infeliz? Mereces una muerte como la suya, a traición, ¿y quién mejor que yo para dártela? Me das asco, viejo ogro, espero que los animales hagan sus necesidades en tu cuerpo, y tu alma, si acaso tienes, se pudra en el infierno eternamente.

    Gaspar masculló algo entre dientes, escupiendo un hilo de sangre, tomó los hombros de Silvina, y cayó inerte al suelo. A continuación, sin saber muy bien qué hacer, Silvina lo tomó y lo arrojó al río, dejando que éste tomara la decisión de llevarlo a su último destino. Enterró el machete ensangrentado en la tierra, junto a la Ceiba. No se permitió el lujo de llorar, ni siquiera por autocompasión. Se merecía aquello y muchas cosas más, se decía, y no tenía derecho a sus lágrimas, como tampoco tuvo derecho sobre su cuerpo, su toma de decisiones, y libertad. ¡Libertad! Casi había olvidado el sabor de esa palabra, dulce, empalagosa, que nunca sacia. No volvió a la casucha de Leandra, hasta pasados unos minutos, cuando la policía ya se había marchado. Leandra, adivinando lo que había hecho, la miró con los ojos abiertos, tiesa, presa de un horror que la envolvió como una sábana, pero como siempre, no dijo nada. Tal vez su labor de madre, de madre comprensiva y protectora, el cual hacía tiempo había dejado de asumir, probablemente por la pesadez de la vida misma, revivía entre las cenizas. Ninguna de las dos lo supo.

    En fin, lo hecho, hecho estaba. Silvina trató de olvidar a Ciro y de guardarle un pequeño rincón en su corazón, pero no podía, nadie le enseñó a hacerlo. Todas las noches lloraba ella lágrimas muertas, silenciosas, translúcidas. Leandra, acostumbrada a tal espectáculo, no le prestaba atención, pero Pequeñín sí. A veces la sorprendía in fraganti, y se tumbaba a su regazo, pidiéndole con inocente insistencia que dejara de llorar. Inclusive, le dejaba lo poco que tenía, a veces alguna botana, o muñecos de madera y cajitas de cartón, que eran los únicos juguetes que poseía, para que se contentara. Ella, le mecía entre sus brazos, acariciándole su cuero cabelludo infantil, asegurándole que no le pasaba nada, inventándose una excusa. Luego se levantaba y daba un paseo por el monte.

    Ese día, cuya fecha mis labios no soportarían pronunciar, ocurrió la misma escena. Esta vez Pequeñín lloró, ya impotente ante la depresión (pues ése era el mal que la consumía) de su hermana. ¿Qué hacer? Intentó todo lo que tenía a su alcance.

    Silvina, harta ya de las nieblas que le rodeaban, dio otros de sus mil paseos por el monte, sin saber que sería el último. Caminó, vagando por los distintos caminos de la vida sin ser conciente de cuál tomaba, hasta que llegó a aquel sitio, donde ocurrieron sus nupcias con Ciro… Ciro… ¿¡Es que acaso su recuerdo no dejaría de acosarla!? ¿No la dejaría reanudar su vida? No, estaba hastiada de vivir, y por más empeño que puso… no logró superarlo. Se sentó en la tierra, e inesperadamente los recuerdos tomaron posesión de ella. Uno a uno, como fantasmas, pasaban frente a sus ojos en un desfile agridulce interminable: Leandra, Galante, Gaspar, Pequeñín, Deblás, Ciro… todos y cada uno de ellos sin rostro, con la frente empañada de color gris. Tembló su cuerpo, y liberó la carga emocional que guardaba en su pecho.

    Lloró, gimió y gritó como nunca lo había hecho en su vida: de tristeza, de dolor, de rabia, de pena… ¡de odio hacia todos los que le arrebataron la vida!

    Se quedó dormida varias horas, aunque pareció un instante. El rostro de Silvina se volvió vacío, indiferente… había tomado una decisión. Esta vez, tomaría las riendas de su vida, ya gastadas y manchadas por la injusticia y el capricho de los hombres. Y nadie intervendría. Desde hacía tiempo lo pensaba, y cada vez estaba más convencida, considerando su situación, de que aquella era su única salida. Una sonrisa escapó de sus labios.

    - Volverás a alumbrar para mí, querido sol.

    De su cinto, extrajo un pedazo de cristal, que de hecho, era un fragmento de espejo que se había caído por descuido. Miró el reflejo de sus ojos, y los colores que el prisma le ofrecía. Respiró hondo y tomó valor, mientras el viento susurraba su nombre: “¡Silvinaaa! ¡Sil-vi-naaa…!”
    Como tributo final, le dedicó al viento y al monte unas últimas palabras:

    “Me siento con la mente en blanco,
    sin nada en la cabeza que espante las memorias de
    una mente despierta.

    Solamente existe espacio para un sólo pensamiento,
    que poco a poco se vuelve el centro del universo,
    y de mi canción, el único verso.

    Es como una sombra que te envuelve y
    corta todo aire existente, ante este corazón latente,
    y una mente ausente.

    Maldita mi suerte que cayó sobre la muerte,
    ya no me queda nada,
    tan sólo un cuento de hadas inexistente.”


    Con esas palabras se clavó la punta filosa en el corazón, partiéndolo en dos, como a Ciro. Lentamente, el viento, que no había dejado de llamarla, tomó forma. La figura de Leandra se arrojó sobre ella, llorando, gritando sin comprender.
    - Silvina, ¿qué has hecho? ¡Por amor a Dios, despierta, despierta!
    - No –dijo ella medio dormida- Hacía tiempo que estaba muerta, dormida entre tanta podredumbre. No te preocupes… ahora estaré tranquila y mi alma reposando. Sé porqué lo hiciste, y no te guardo odio ni rencor.
    - ¡Ay, mi’ja! Yo no quería que las cosas fueran así.- Las lágrimas de Leandra caían sobre el pecho de Silvina.
    - Lo-sé… dile a Pequeñín que encontré paz. ¡Te-amo… ma-má...!- Silvina expira, dedicándole a su madre la última sonrisa.
    - ¡Silvina!, ¡Silvina, por favor!, ¡Silvina, noo! – Lloraba Leandra a lágrima viva, al escucharla llamarla mamá

    Y el río se llevaba todas esas penas, todos los recuerdos, todos los sabores sin saltarse uno. Las vidas se verían obligadas a cambiar de rumbo, si no querían sufrir el tormentoso ejemplo de Silvina, quien forzada a seguir una vida manipulada por el eterno capricho sin freno de los demás, no logró sobrevivir y romper con el círculo vicioso de La Charca que consumía todas las almas, ¡sin perdonar a ninguno!
    Fin
     

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