Two-Shot The Hermit [Gakkou Roleplay | Bleke Middel]

Tema en 'Mesa de Fanfics' iniciado por Gigi Blanche, 11 Mayo 2020.

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    Gigi Blanche

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    Título:
    The Hermit [Gakkou Roleplay | Bleke Middel]
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    2
     
    Palabras:
    3695
    N/A: well, puede que esto sea lo más largo que haya escrito para la novela del tarot hasta ahora xd Aún me falta una parte gorda, y por eso decidí dividirlo. Prefiero evitar darles embolias (??

    Damas y caballeros, el background de Bleke (?

    I. The Magician.
    II. The Popess.
    III. The Empress.
    IIII.
    The Emperor.
    V. The Pope.
    VI. The Lover.

    VII. The Chariot.
    VIII. The Justice.
    VIIII. The Hermit.
    X. The Wheel of Fortune.
    XI. The Strength.
    XII. The Hanged Man.
    XIII. Nameless.
    XIIII.
    The Temperance.
    XV. The Devil.
    XVI. The Tower.
    XVII. The Star.
    XVIII. The Moon.

    XVIIII. The Sun.
    XX. The Judgement.
    XXI. The World.
    Ø. The Fool.




    The curse ruled from the underground down by the shore,
    and their hope grew with a hunger to live unlike before.




    The Hermit.png
    .
    .

    I

    Siempre pensé que mi familia tenía una nota distintiva, irónicamente azarosa, como si los mismos genes hubieran subsumido bajo sus expectativas. No creo que alguien, a día de hoy, sepa establecer el origen. Quizás hubo un punto de quiebre, quizá fue un cambio arrastrado por la marea. Quizás estuvimos condenados desde un comienzo.

    La maldición.

    No he logrado sacarlo de mi cabeza, posiblemente desde la primera reunión familiar que recuerdo. Tenemos la tradición de celebrar San Nicolás, aunque estemos a doce mil kilómetros de casa y, en términos específicos, ni mi generación ni la de mis padres haya nacido allí. Cosa de los ancianos, para resumir. Nunca renegué de ello, sin embargo. El sincretismo cultural me resulta fascinante, y ser una prueba viviente de él me ha brindado en incontables ocasiones las mejores vías de escape. El resto de mi familia no parece opinar similar, considerando su fuerte fijación con la cultura europea y la manía casi infantil de mantener todo entre las cuatro paredes del hogar. Realmente buscaron otros neerlandeses para casarse hasta debajo de las piedras; y si no los encontraban, se tomaban un avión y pasaban temporada en Países Bajos.

    Ese hermetismo supo ahogarme más veces de las que puedo contar.

    Aprendí a ver el nacionalismo de mi abuelo como algo sumamente ridículo, aunque haya dejado cosas buenas. Gracias a él se instaló la tradición de San Nicolás, y por ello, todos los cinco de diciembre la casa se llenaba de vida. Era curioso, nadie podría adivinar jamás que estábamos en Japón si no se asomaba por la ventana.

    La primera fiesta de San Nicolás que recuerdo fue la de mis cinco o seis años. Solían venir alrededor de las siete de la tarde, todos traían algún dulce especial y estaba prohibido hablar en japonés. Los niños colocábamos los zapatos junto a la chimenea de la sala, y los adultos los rellenaban con lo que hubieran traído. Como una tradición interna, a partir de los doce años reemplazaban las golosinas por dinero.

    Detesto la idea.

    Tardé en comprenderlo, sin embargo, y gasté bastante tiempo de infancia observando con recelo cómo mis primos mayores recibían contentos esa cosa tan extraña y sucia de papel. Creo que siempre estuve apresurada por crecer, hasta que debí hacerlo obligada y fui consciente de muchas cosas.

    El papel estaba en todos lados.
    Como la maldición.

    La vi por primera vez esa noche de San Nicolás; quizá sea más correcto decir que la percibí, pues fui incapaz de brindarle forma o identidad entonces. Allí conocí a Ophelia, la hija única de la hermana de papá, un año menor que yo. Recuerdo haberme preguntado qué habría sido de ella todo ese tiempo, por qué nunca antes la había visto. Parecía una niña tímida y taciturna, bastante retraída. Los adultos tampoco parecían llevarle el apunte. No recuerdo haberme dirigido a ella, ni en qué momento se acercó a mí. Sólo recuerdo sus palabras, la pequeña sonrisa temblorosa y la mirada violácea, oscura, similar a una tormenta de verano. Era una niña, pero tenía ojos de adulto. Sentí escalofríos.

    —¿Puedes verla? La maldición.

    Nunca supe si lo murmuró con miedo o emoción contenida. Antes de poder reaccionar, ella ya se había alejado. Recuerdo con una claridad ridícula sus brazos de aguja, sus piernas pálidas y delgadas, apresuradas, la falda rebotando alrededor y las manchas que apenas asomaron por debajo de ella.

    Violáceas.
    Como sus ojos.

    Luego volví la vista hacia los demás, sus conversaciones se reiniciaron en mis oídos, y los miré. Uno por uno. Sobrios, elegantes, pálidos y altos, de complexión casi enfermiza y expresión adusta.

    Middel.

    —Eh, ¿estás bien?

    La voz de mi hermano se había colado entre mis pensamientos. Supongo le dije que sí pues dejó de prestarme atención. Toparme con él me obligó a fijarme en mí misma. No creo haber buscado ningún espejo, aunque mis recuerdos se solapen con una fiel imagen de mi rostro. Diría que la pensé con tanta fuerza que acabé engañando a mi cerebro.

    Muchos años después lo entendería, cómo funciona la memoria, y entonces cobraría algo de sentido. Los recuerdos intensos, inconexos, y el poder casi coercitivo en las palabras de Ophelia.

    A pesar de eso, ciertamente apenas pensé en ella, en su aspecto sombrío, sus maneras nerviosas y sus moretones oscuros. Creo que algo de esta frialdad e indiferencia siempre estuvieron en mí; desde mi nacimiento, mi concepción, incluso desde antes de mi existencia. En la infancia de mi padre, la de mi abuelo, y en la vida de todos los que me antecedieron. Dudo que alguien, a día de hoy, sepa establecer el origen.

    Lo intenté, sin embargo.

    La casa siempre se sintió fría y silenciosa, aunque no lo notaría hasta entrada la adolescencia. Crecer naturalizando el entorno es lo más común del mundo. Puede ser tanto positivo como negativo, las valencias dan igual pues son impredecibles. Lo que es, lo que verdaderamente importa, es su carácter absoluto. Nunca me llevé bien con cosas así.

    Todo aquello que ostentara poder.
    Acababa absorbiéndolo.

    El primer San Nicolás que recibí dinero fue también el primero sin mamá. Gracias a la escuela tenía una vaga idea de lo que eran las niñas de mi edad, y cuando saqué los papeles sucios del zapato no encontré nada de ellas en mí. Recuerdo los aplausos de los adultos, la risa áspera de mi abuelo, los ojos cristalinos de papá entornados en una tristeza extraña. Creía que, de alguna manera, había encontrado en mi seriedad a la mujer que lo había dejado. Siempre pareció ser el más afectado por toda la situación, aunque fuera un adulto y los adultos supuestamente no sintieran nada. Cuando el breve festejo cesó y la familia se dispersó, una niña elegante y de hermoso cabello castaño me sonrió. Sus ojos eran lo único inalterable.

    Seguían incomodándome.

    —Felicidades, querida prima —dijo Ophelia al acercarse—. Aunque lamento lo ocurrido con tu madre.

    —No te preocupes —fue mi única respuesta.

    Era, de hecho, mi única respuesta a todo. Lo repetí hasta que las palabras se marcaron a fuego en mi lengua, conservaban cada una de las características del hábito: rutinarias, monocordes, automáticas. Carentes de emoción alguna. Ni siquiera eran mi mantra, pues no cargaban ningún tipo de significación.

    Comprendí la tristeza en los ojos de papá un año después. Puede que, en algún punto del camino, se haya arrepentido de todo. Jamás lo sabré. La maldición de los Middel le impediría decirlo, como le impidió detener a mamá, o de preguntarle a mi hermano si realmente era feliz, o de dejarme una golosina debajo de la almohada el cinco de diciembre que arrojé el zapato lleno de billetes al fuego, cuando tenía trece años. Siempre creí que su tristeza tenía que ver con el pilar que había perdido, pero estaba equivocada. Comprendí entonces su profunda e irreparable disonancia, cuando busqué sus ojos y no supo cómo mirarme. Vandor Middel, la montaña de la familia, se avergonzó de una pequeña niña y perdió el habla ante los reclamos furiosos de su padre, un anciano pálido y encorvado que no podía hilvanar dos palabras sin tomar aire entre medio.

    Ophelia estaba a mi lado. Ella había sido la primera en quemar su zapato, pero nunca nadie le llevaba el apunte. Sus palabras adivinaron mis pensamientos.

    —Tiene ciertas ventajas ser la loca de la familia.

    Por primera vez sentí algo similar a simpatía en sus ojos; aún eran una tormenta, pero el fuego danzaba sobre ellos y parecían sonreírme.

    —Es algo muy voluble, ¿no crees?

    Nunca supe a qué quiso referirse exactamente, aunque acabé concluyendo que Ophelia no decía las cosas en busca de hacerse comprender. Tampoco supe cómo se vería el mundo a través de sus ojos, pues nunca le mostró sus dibujos a nadie. A decir verdad, tampoco se lo pedí.

    Siempre fui esa clase de persona.

    Por eso no pude culpar a papá por no detener a mamá, ni a mamá por querer irse. No imaginaba cuán frustrante debía haber sido acoplarse al ritmo de los Middel sin sangre Middel; con el tiempo descubriría, de hecho, que parecía ser algo imposible.

    La maldición.

    Se fue una noche de otoño. Me había quedado hasta tarde leyendo, y el profundo silencio de la casa trajo el rastro débil de sus voces hasta mi habitación. No solía moverme por curiosidad, así que no estoy muy segura qué me llevó a hacerlo esa noche. Cuando salí del cuarto noté el frío de las baldosas contra mis pies descubiertos, pero no le di importancia. Recuerdo bajar las escaleras hasta sentarme en el último peldaño y apoyar la cabeza contra la columna de piedra. Podía ver sus sombras agitadas recortadas en la pared frente a mí, y recordé los juegos que mamá me había enseñado de pequeña con las manos.

    ¿Habría preferido que gritaran? Creo que sí. La tranquilidad en sus voces sólo seguía enviándome señales disonantes, tan extremas y opuestas que se neutralizaban mutuamente, dejando esto en su lugar.

    Nada.

    —¿Desde cuándo viene esto? —preguntó papá.

    —Ya no importa a esta altura.

    —¿Cómo puedes decir eso, Helga?

    —Porque es la verdad. No te lo he dicho para que me detengas, si eso es lo que piensas. El mundo no gira a tu alrededor, Vandor.

    Mamá estaba serena, aunque nunca la había oído decir palabras tan peligrosas.

    —Muy bien, ¿para qué ha sido, entonces? Precisamente hoy, de repente. Sabes que mañana tengo una conferencia en Osaka, ¿verdad?

    —Me da igual.

    —Helga, ¿qué bicho te ha picado?

    —Eres ciertamente increíble.

    Puede que las próximas palabras de mamá fueran la primera gran interferencia en mi cerebro, de esas que chillan sin anuncio y expanden un relámpago de dolor por toda su superficie.

    —Te estoy diciendo que Jenkin no es tu puto hijo, y tú solo te preocupas por una conferencia.

    Me llevé las manos al cabello, sorprendida por la sensación, aunque no pude quitar los ojos de la pared, de las sombras que eran mis padres.

    De cierta forma, no me resultaba extraño.

    —No, Helga, lo único que intento hacer es pensar las cosas con calma. No tendría sentido actuar sin atender a las consecuencias.

    —¿Quieres traer una calculadora, también? ¿Papel y lápiz?

    Siempre lo habían sido, ¿verdad? Siluetas planas, monigotes de papel recortados uno junto al otro en cadena.

    —No lo entiendo. Más allá de tus razones para decírmelo ahora, no entiendo tu actitud. Pareces otra persona.

    —En eso tienes razón, Vandor, por fin me cansé de todos los estúpidos Middel y su sangre de hielo. Me pasé tanto tiempo callada que ya no sé si esta soy yo, o si era la anterior, pero da igual. Sólo me importa eso: que me cansé.

    Esa noche fue la primera vez que mamá me lastimó directamente, aunque en aquel momento pensé que era la primera vez que me lastimaba en absoluto. Estaba demasiado ciega.

    —Te cansaste, dices. ¿De todo?

    —Sí.

    —¿De Jenkin y Bleke también?

    No dudó al responder, y esa fue la daga.

    —Sí.

    —Muy bien. ¿Me estás diciendo que abandonarás a tus hijos? ¿Así, sin más? ¿Sin siquiera despedirte?

    —¿Qué se supone que les diga, de todos modos? Jamás hablé con ellos en mi vida, no empezaré a hacerlo ahora.

    —Me dejas de una pieza, Helga.

    —Normal. No esperaba que la mente cuadrada de un Middel comprendiera algo de esto.

    Había muy pocas cosas que papá realmente podía reclamarle, y supongo por ello la conversación desembocaba constantemente en puntos muertos. Puede que esa insistencia en las preguntas fuera su forma de retenerla, de demostrarle que el asunto no le daba igual. Quién sabe. De cualquier manera, nada parecía alcanzarla.

    Mamá contaba con la templanza de quien ha tomado una decisión. Ella ya estaba fuera de la casa y de nuestras vidas, sólo le faltaba atravesar la puerta.

    —¿No quieres pensarlo un rato más? ¿No estás tomando una decisión apresurada?

    La oí suspirar y caminar en mi dirección. En dirección a la entrada.

    —He tenido tres epifanías a lo largo de mi patética vida, Vandor. La primera a los veinticuatro años, sentada en ese sofá, bebiendo té en la vajilla de porcelana Meissen con una sirvienta inmóvil detrás. La segunda a los veinticinco, cuando vomité en el baño por la mañana y supe que me había embarazado de Jenkin. En ambas descubrí lo mismo: que era ridículamente infeliz.

    Atravesaron la sala, ninguno de los dos me vio sentada a la escalera. Papá hizo la pregunta que yo misma tenía y mamá se detuvo bajo el umbral de la puerta abierta. Las luces del coche encendido se recortaron detrás de ella. Estaba allí, pero seguía siendo lo mismo.

    Una sombra negra.

    —¿Y la tercera?

    Se giró, apenas para verlo de costado. Nunca estuve segura si también me vio a mí.

    —La tercera. Esa la tuve hace dos días. El resto ya no importa.

    Entonces lo hizo. Finalmente la dejó ir. La puerta se cerró, la sala recuperó sus penumbras, y yo subí en silencio a mi habitación. Recuerdo meterme en la cama con un cuidado ridículo, como si tuviera debajo un campo minado, y la daga en mi corazón por fin hizo lo suyo.

    Lloré toda la noche, pero tuve el cuidado de lavarme la cara antes del amanecer. A la mañana siguiente, cuando una de las sirvientas vino a despertarme, lo primero que observé fue el uniforme del colegio ya preparado en su percha. La interferencia seguía rayándome el cerebro, pero decidí levantarme y vestirme. Me sorprendí de mí misma. Luego, en el desayuno, papá no estaba y entonces Jenkin preguntó por ambos.

    —Salieron muy temprano para su vuelo a Osaka —nos informó Takahata.

    No intervine. ¿Qué se suponía que dijera, de todos modos? Ese embrollo no era algo que me correspondiera, ni contaba con la información suficiente para llevarle verdades absolutas a mi hermano.

    Medio hermano, en definitiva.

    Si lo pensaba en retrospectiva, puede que tuviera algo de sentido. Siempre esperaron más cosas de Jenkin que de mí, como era altamente predecible, al ser el primogénito varón del cabecilla de la empresa. La verdad, si hubiera deseado ser mi hermano habría sido solo para salvarlo. Él nunca tuvo lo necesario para sobrevivir a los Middel. Cuando mamá se fue eso quedó de manifiesto; tan claro, tan crudo e innegable, como un cianotipo en blanco y negro. Su salud empeoró paulatinamente, se tornó débil y enfermizo. Sufría constantes jaquecas, o dolores de estómago, o constipaciones. Su desempeño académico decayó, no lograba enfocarse, sus manos eran un desastre. Insomnio, parálisis del sueño, ataques de pánico. Tuvo que desplomarse en medio de la calle, sudando y boqueando por aire, para que papá finalmente le hiciera caso.

    Lo llevó con un psiquiatra, y sólo luego de muchos meses accedió a un tratamiento terapéutico paralelo. Jenkin, de todos modos, ya no era ni la sombra del muchacho que había sido; y eso, en la familia Middel, es sinónimo directo de desperdicio.

    En cierta medida me recordaba a Ophelia.

    Papá nunca le dijo la verdad, y yo decidí que no era un terreno donde debiera involucrarme. Tampoco creía que una revelación así fuera a traerle algún beneficio al pobre, frágil Jenkin. Su deterioro fue, probablemente, el único capaz de seguir enterrando dagas en mi corazón; aunque, si lo pienso con detenimiento, eran más similares a agujas. Comenzaron a apilarse, provocando heridas tan pequeñas que se suturaban de inmediato; pero las costras eran cada vez más gruesas, más oscuras, más impenetrables.

    Cuando fui consciente, un armazón duro y frío lo recubría por completo.
    Y nada lo alcanzaba, ni de él algo salía.

    No sé si la condición de Jenkin fue la que me impidió conectar con él o si toda la culpa recaía en la sangre Middel. Quizá, de hecho, jamás habríamos logrado conectar de ninguna manera. Su debilidad lo frustró al punto de volverse un auténtico idiota; supongo que no soportó la mirada de lástima de todos a su alrededor y necesitó redefinirse a sí mismo. Puede que una bala perdida fuera menos doloroso que ser un enfermo mental.

    Aunque siguiera siendo ambas.

    Papá estaba desbordado, probablemente, y recurrió a las soluciones de manual para niños problemáticos de adultos poderosos. El último iPhone, el último Audi, el último Patek Philippe. El flujo de dinero irrestricto, las salidas nocturnas, las omisiones, los caprichos. Cuando Jenkin pisó los dieciocho años, lo hizo internado en una clínica por abuso de sustancias. Por ese entonces yo tenía catorce, y no supe del altercado hasta la mañana siguiente. Papá volvió a casa recién a la noche. Me detuve en el último peldaño de la escalera, viéndolo ingresar y quitarse el saco, y detuvo sus movimientos al advertir mi presencia. Silencio. Nuestros ojos, hechos del mismo hielo, jamás usaban palabras.

    Pero ya llevaba demasiadas agujas encima.

    —Quiero la llave de la biblioteca —demandé.

    No había nada en su semblante, sólo cansancio y rigidez. Se limitó a asentir y prosiguió con su rutina. En cierta forma, parecía aliviado. ¿Había esperado un regaño? ¿Toparse de vuelta con la niña que arrojó su zapato al fuego? Quizá le temiera a la sombra de mamá, de su sangre, mezclándose con la suya propia en mi cuerpo. Quizá, por eso, no había echado a Jenkin pero tampoco parecía albergar alguna esperanza en él.

    Se movían como lobos de una manada.
    Si no eras Middel, no eras nada.

    Lo subestimaba. A mi hermano. Aunque no dijera nada papá jamás entendería que, muchas veces, las palabras no eran necesarias para transmitir un mensaje. Jenkin lo sentía, era evidente. El frío desprecio, el desapego, el rechazo. Y eso lo estaba destruyendo.

    Era irónico. Si hubiese sido Middel probablemente habría podido sobrellevarlo, aunque, de haberlo sido, no habría pasado por esto en primer lugar.

    Papá cumplió al pie de la letra. A la mañana siguiente, junto a la bandeja del desayuno había una llave plateada. La inspeccioné mientras inhalaba el aroma del té. ¿Hacía cuánto tiempo no desayunábamos juntos? Unos seis meses, probablemente. El primero en pedirlo en su recámara fue Jenkin, luego papá. La última fui yo. Ahora ya era un nuevo hábito.

    Ese día me dirigí de inmediato a la biblioteca. La colección, según tenía entendido, se remontaba desde el siglo XIX. En una época donde los libros servían para ostentar, los Middel se tomaron la labor muy en serio. Hoy día ya nadie se sorprende de una biblioteca colosal, y por ello permanecía cerrada la mayor parte del año, detrás de las dos puertas de roble al final del pasillo. Yo pensaba diferente. Los libros siempre me habían fascinado, desde los nueve o diez años fueron mi pedido constante para los regalos de compromiso. Pero nadie me tomaba en serio, y sólo llegaban a mis manos cuentos de hadas, libros pop-up y, los más horribles de todos, guías de cocina para niñas.

    Cuando giré la llave y pisé la biblioteca por primera vez en mi vida, la voz temblorosa de Ophelia me susurró al oído. El silencio sepulcral se mezcló con su rastro fantasmal y sentí escalofríos.

    ¿Puedes verla?
    La maldición.


    Fue entonces, a los catorce años, cuando percibí la chispa de curiosidad relampagueando sobre tierra inflamable. No podría describirlo, fue apenas un instante, un momento de luz y caos.

    Epifanía.

    Fue increíble cómo todas las voces se enredaron en mi mente y tomaron forma abruptamente, gobernando mi voluntad. Observé los libreros por todas partes, tan altos, tan largos, extendiéndose hasta sumirse en la negrura. Encendí la luz, unas cuantas arañas iluminaron la estancia con un brillo opaco y supe qué era lo que necesitaba.

    Siempre pensé que mi familia tenía una nota distintiva, irónicamente azarosa, como si los mismos genes hubieran subsumido bajo sus expectativas. No creo que alguien, a día de hoy, sepa establecer el origen. Quizás hubo un punto de quiebre, quizá fue un cambio arrastrado por la marea. Quizás estuvimos condenados desde un comienzo. No lo sabía. Pero allí, frente a mí, se extendía el vasto conocimiento del mundo.

    ¿Qué era esa maldición? ¿Realmente existía? ¿Hasta dónde sería capaz de rastrear la historia de los Middel? Podía buscar respuestas, tenía que haberlas entre miles y miles de hojas de papel.

    En ese momento aún no sabía nada de su omnipotencia, de cómo la maldición aprendía a cernirse sobre nosotros.

    Era de papel.
    Y estaba en todas partes.
     
    Última edición: 21 Mayo 2020
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    Drama
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    3956





    II

    Estuve alrededor de dos meses obsesionada con el tema. Intenté no descuidar mis estudios, aunque me resultó difícil y mis notas lo reflejaron al final del semestre. No recibí ninguna clase de reprimenda, de todos modos. Papá sólo me preguntó si había ocurrido algo, una noche en la cena, a lo que respondí que no. Eso fue todo. No intenté justificarme, y él no buscó explicaciones. Siempre había confiado en mí de esa manera casi ciega, como si viera en su hija una viva extensión de su persona, o hacerlo fuera su mayor deseo en el mundo.

    No podía contradecirlo del todo.

    Fue bastante arduo el trabajo en la biblioteca, tuve que comenzar por espectros muy amplios para poder recortar hacia mis zonas de interés. Recordaba algunos retazos aislados de todas las noches de San Nicolás donde mi abuelo se la pasaba hablando sobre los logros familiares, y decidí tomarlo como punto de partida.

    Logré encontrar a los Middel hasta el siglo XVI. Al parecer llegaron a las costas de lo que en ese entonces era la provincia de Holanda, bajo el dominio de la corona española; su procedencia es dudosa, aunque pueden haber huido de Frisia. Las razones se me escapan. Se instalaron, entonces, al norte de Zaanstad, junto al río Zaan, y allí fundaron una pequeña comunidad que fue en expansión. El centro de urbanización se mudó hacia el sur y dio lugar a la ciudad de Westzaan, aunque los Middel permanecieron donde habían clavado su bandera. A día de hoy, hay un pequeño barrio con su nombre.

    Me pregunto de dónde habrá surgido. Middel ya existía como sustantivo en el neerlandés medio, pudiendo significar medio o cura, medicina. Los apellidos en Países Bajos fueron legalmente obligatorios a partir de 1810, con la invasión napoleónica, así que se me escapan varios detalles. El primer dato fidedigno con el que cuento es de 1692, cuando mi familia construyó un importante molino de viento para fabricar papel; por ese entonces, la firma corría de forma diferente: “Van de Middel”, en neerlandés “de Middel”. Puede haber sido “del medio”, o quizás algo relacionado a la medicina. Los Middel de ese entonces quizá fueron médicos importantes de la zona, quién sabe. Fuera lo que fuera, el papel se convirtió en su única obsesión. Sobrevino entonces el Siglo de Oro neerlandés, y la empresa incipiente de los Middel estrechó relaciones en Ámsterdam con el impulso cultural de la imprenta, la literatura y los periódicos. El papel comenzó a propagarse por todas partes a pasos agigantados.

    Es increíble pensar que desde fines del siglo XVII la familia se siga dedicando a lo mismo, y aunque sea absurdo no consigo evitar ver las finas conexiones propagándose desde el presente hasta ese entonces, hasta el Middel que arribó a costas desconocidas y triunfó en sus pretensiones. Fuimos y somos una fuerza atípica, moviéndose en silencio debajo de la tierra. Implacables, vacíos, planos y absolutos. Todo lo que me rodea, todo a lo que me he aferrado para evitar ahogarme, todo donde encontré pequeños instantes de felicidad, y también todo lo que aborrecí y arrojé al fuego.

    Libros, billetes.

    Todo está escrito sobre papel.

    Hojas blancas y pálidas, hojas que sólo son vehículos, nunca medios por sí mismos. Middel. Tabulas rasas. Papel. Monocromía. Sombras. Monigotes.

    Maldición.

    Interferencia.

    Estamos en todas partes aunque nadie parezca notarnos, como un virus. Somos ese elemento del paisaje invisible. Es un poder inmenso, y como tal, solo un Middel parece ser capaz de asimilarlo sin romperse en el proceso. Siempre lo supe, ¿verdad? Que no me llevo bien con cosas así.

    Todo aquello que ostente poder.
    Acabo absorbiéndolo.

    Mamá debe estar tan arrepentida de haberle dedicado su vida a una familia maldita, lo suficiente para abandonar en su seno a un pequeño pajarillo indefenso que nada tiene que ver con nosotros. No tengo recuerdos de la abuela, y aunque nadie hable al respecto, tengo entendido que murió en condiciones extrañas; no necesité pensarlo más de dos minutos para darme cuenta de su suicidio. El envenenamiento de mi bisabuelo Gerrit, la desaparición de Anki, la bomba alemana cayendo en Róterdam y barriendo la mitad de los Middel que se habían separado de la empresa. El papá de Ophelia fue incapaz de sobrellevar las expectativas de su exigente esposa, una reconocida abogada a nivel nacional, y acabó hundido en el alcohol, el cigarrillo y la violencia, desquitándose con su pequeña hija cuando nadie era testigo. Ella era Middel, ¿no? Aunque llevara otro apellido. Sería capaz de soportarlo, lo tenía en la sangre.

    El antídoto y el veneno, la resistencia y la crueldad. La maldición y los medios necesarios para sobrevivirla.

    Somos pura dialéctica, y probablemente contengamos el germen de nuestra propia e inevitable destrucción. El problema es no saber cuándo ocurrirá, cómo, y a quiénes se llevará consigo. ¿Vendrá de la mano de los oprimidos? ¿De los opresores?

    ¿De qué lado de la línea estoy?

    El día que esa pregunta surgió en mi mente fui incapaz de volver a la biblioteca. Sé que transcurrieron dos meses pues las fechas no mienten, aunque aún me cueste creerlo. Fue una experiencia… etérea, quizás. Incómoda, agobiante y etérea. Ese tiempo modificó sustancialmente mi forma de ver y entender el mundo, incluso teniendo apenas catorce años. Me sentía un adulto encerrado en el cuerpo de una niña.

    Una vez más, pensé en Ophelia.

    Tras mi tiempo en la biblioteca, hice por primera vez lo que había obviado durante años: fui a visitarla. Su familia vivía en Kioto, aunque sabía que se mudarían a Tokio para cuando ella asistiera a la preparatoria. Arreglar el viaje fue sencillo y, tras avisarle por teléfono, me presenté a su puerta un sábado por la mañana. La primavera ya estaba menguando y los pétalos de cerezo danzaban en cantidad suficiente para teñir el paisaje.

    Nieve rosa.

    Los Byrne vivían en una casa tradicional japonesa que habían alquilado mientras construían una mansión similar a la nuestra en el barrio. Aún a día de hoy me sorprendía que la tía Diantha hubiese contraído matrimonio con un inmigrante irlandés de incomprobable linaje o procedencia. Parecía huir de algo, y como suele ocurrir con aquellos en su condición, no tenía mucho que ofrecer; hablando, claro, en términos funcionales.

    No tenía nada que ofrecer a los Middel.

    Declan Byrne se había metido en una ciénaga espesa, enterró allí los pies y ya no supo salir. No sentía especial simpatía por él; ningún Middel lo había hecho. Pero estos sentimientos me resultaban amargos muy al fondo de la garganta, pues sabía que eran justamente ellos los que habían empujado al hombre hacia un abismo espiralado y peligroso.

    Por ese entonces comenzó.
    Mi obsesión insana con la maldición.

    Ophelia me recibió en la puerta de entrada, con una clara nota de alegría iluminando su semblante. Ya llevaba el cabello castaño largo, por las caderas, y me superaba en estatura. No perdió tiempo en alcanzar mi brazo e invitarme adentro, pasando a una cálida sala de estar. La construcción en madera, las puertas de papel y las pinturas tradicionales sobre las paredes eran vistas que no tenía todos los días. Lo admiré en silencio durante prolongados segundos.

    —Quién lo diría, ¿verdad? —murmuró Ophelia—. Que viven en Japón.

    ¿Me vería como yo la percibí en su momento? ¿Mis ojos serían los de un adulto? Nunca me había tomado la molestia de hacerle preguntas a mi prima, y pensé que sería momento de comenzar.

    —Gracias por recibirme.

    —Oh, no es nada. Estoy muy contenta de que estés aquí, querida prima. En breve nos traerán el té.

    La última vez que la había visto había sido el San Nicolás anterior, hacía ya seis meses. En esta visita fue donde advertí las primeras pinceladas de la persona que Ophelia sería, y cuánto había conseguido distanciarse de aquella niña temerosa, frágil y silente.

    ¿A qué precio? No estaba muy segura.

    —Los paisajes de Kioto son preciosos —comenté.

    —Tienes mucha razón. Especialmente en esta época, cuando la primavera empieza a morir y, con ella, perecen todos sus colores.

    Recuerdo haberla mirado, su elegante perfil recortado frente al paisaje de los jardines. Su vista estaba perdida más allá de la ventana, y poseía cierto aire nostálgico y distante. Difícilmente Ophelia me daría otra impresión a partir de ese momento, como si un enorme fragmento de ella se hubiese perdido en el tiempo, entre los claveles y el viento.

    La casa estaba llena de ellos.

    —Tengo entendido que la residencia en Tokio está casi lista. ¿Te agrada la idea de mudarte?

    —¡Claro! Eso significa que podremos pasar más tiempo juntas. —Su respuesta inmediata me sorprendió y fui incapaz de disimularlo; ella sonrió y, a pesar de todos nuestros encuentros extraños, no hubo una gota de malicia en su sonrisa—. La vida aquí es algo solitaria, entre la casa tan enorme y las tutorías hogareñas. Me entusiasma comenzar mi vida estudiantil en una academia ordinaria, pues la gente me despierta mucha curiosidad.

    —¿En qué sentido?

    Su voz había aprendido a moverse entre la suavidad, la condescendencia y la seriedad. No me resultaba natural proviniendo de una niña de trece años, pero ¿cuánta diferencia había realmente conmigo?

    —En cualquier sentido, el que más brille de su individualidad. ¿No lo crees, prima? Que todos tienen algo para brindar, hasta la última persona en la Tierra.

    ¿Era optimismo lo que subyacía en Ophelia? ¿O lisa y llana disociación? ¿Realmente creía así en el mundo o era parte de una gruesa armadura entre éste y ella? Me parecía un asunto muy delicado para abordar y preferí dejarlo correr.

    —Supongo que sí —respondí—, en tanto mantengas bajas las expectativas.

    Ophelia volvió su mirada a mí y pareció sopesar algunas opciones antes de hablar. Su sonrisa no me fue indiferente. Lucía divertida, incluso burlona.

    —¿Como si tuvieran una perilla? Para regularlas con el alcance de la mano.

    Arrugué el ceño. Era una persona tan distinta que no sabía de qué forma tratarla. Preferí cambiar el tema.

    —Oí que estás tomando clases de pintura.

    —Así es. ¿Te gustaría ver?

    Asentí, y Ophelia desapareció de la sala. Tuve un par de minutos para observar el ambiente con mayor detenimiento, sumido en una extraña quietud. Era una zona residencial, sí, pero seguía estando casi en el corazón de Kioto. El silencio era algo a lo que estaba habituada, aunque últimamente me molestara más que antes.

    Muchas cosas habían empezado a molestarme.

    Nunca supe cómo lucían los bocetos de Ophelia, esa mañana sólo trajo tres lienzos de tamaño medio que me extendió sobre la mesa aún vacía. Les eché un vistazo mientras ella se sentaba en el tatami y entrelazaba las manos, sus codos sobre la madera, sus ojos en mí. Fijos, atentos, expectantes.

    —¿Hace cuánto pintas?

    —Unos tres años, aunque llevo dibujando desde que tengo memoria.

    —Ya veo.

    Los tres eran paisajes, probablemente de Kioto. Estaban bien hechos, aunque no tuvieran nada distintivo; nada que los diferenciara de una pintura tipo en una exposición tipo sobre la belleza de la ciudad. Los observé al detalle, pues sentía como si Ophelia me estuviera poniendo a prueba. Pero no encontré nada.

    —Son muy bonitos. —Se los devolví, en eterna seriedad—. Seguramente tus padres están contentos con tu desempeño.

    Más tarde lograría definir lo que me calentaba las entrañas en ese momento como molestia. La actitud de Ophelia me irritaba, pues era menor que yo y parecía estar divirtiéndose a costa mía. Era la primera vez que creía enfrentarme a una soberbia semejante, aunque una parte de mí supiera que ni de pequeñas, ni en ese momento, ni nunca encontraría en la sonrisa de mi prima algo similar a la malicia.

    —Algo así —fue su respuesta—. Están bien con lo que haga, en tanto lo haga bien.

    Asentí, podía comprender esa postura. Mi caso sólo había sido diferente porque mi único interés además de la escuela siempre había sido la lectura, y no hay precisamente buenos y malos lectores, no como para generar una opinión en terceros. Entendía que Ophelia se enfrentara a otros desafíos y tuviera que estar a la altura de otras expectativas, pues ella…

    Mis pensamientos habían rumiado hacia un lugar extraño.

    Ophelia, como siempre, pareció adivinarlos.

    —¿Y tú, querida prima? —Su voz captó mi atención; sonaba sedosa, complaciente… piadosa—. ¿No hay nada que hagas?

    Creo que fue entonces la primera vez que lo noté. Ese indiscutible, profundo y vergonzoso vacío en mi pecho. Fue como si Ophelia, con sus manos, hubiese desgarrado mi carne, quebrado mis costillas y estrujado mis pulmones, en busca de ese algo que jamás encontraría. Porque nada había allí.

    Estaba conteniendo el aliento y utilicé la primera respuesta que acudió a mi mente.

    —La maldición —murmuré—. La investigué. Creo que es real.

    Una mujer de unos cuarenta años anunció su entrada en voz suave y elegante, con claro dialecto Kansai. Corrió la puerta, recogió la bandeja y la depositó entre nosotras. Apenas nos dirigió la mirada y Ophelia tampoco le agradeció. Cuando se hubo retirado, ésta retomó la conversación. Fui consciente de que llevábamos hablando en neerlandés todo el rato.

    —La investigaste, dices. ¿Cómo?

    —Busqué información sobre nuestra historia familiar en la biblioteca de casa.

    —¿Y por qué llegaste a esa conclusión?

    ¿Siquiera estaba lista para hablar de algo así? Me di cuenta que no, pero ya no tenía forma de volver atrás. Ophelia se veía calmada, bebiendo de su té lentamente, aunque sabía cuánta atención me estaba prestando. Suspiré, regulando mi respiración.

    —Middel. Puede significar medicina. Es bastante irónico, si me lo preguntas, considerando que hemos destruído todo lo que tocamos. Todo lo que no es Middel, pero entra en contacto con nosotros. Todo a lo que nos hemos acercado con la intención suficiente. Pero somos casi invisibles, y entonces nuestras víctimas parecen los victimarios. Como si fuéramos una sombra cerniéndose sobre la gente, enfermándola y enloqueciéndola. Como si fuéramos… una maldición.

    Silencio. Ophelia asintió lentamente y desvió la mirada hacia la ventana. Un graznido suave llegó a mis oídos, similar a un eco propagándose por el aire, y ella extendió su brazo en calculada armonía.

    —Finalmente puedes verla. Ahora comprenderás por qué.

    Fruncí el ceño, confundida. Una mancha negra opacó la luz matutina un breve instante, colándose por el hueco de la ventana hacia nosotras. Vino acompañado de una ráfaga helada y abrí ampliamente los ojos, observando el cuervo que se había posado sobre el brazo de Ophelia. El destello casi violáceo de todo su plumaje combinaba con los ojos de la chica.

    No se dignó a mirarme. Acarició el pecho del ave suavemente, entreabrió los labios y habló en japonés.

    —Byrne. Proviene del gaélico antiguo O’Bran, “descendiente de Bran”. Bran, hijo de Maelmorda, rey de Leinster, significa “cuervo”. Sé a qué has venido y agradezco tus intenciones, pero no puedo ofrecerte una alianza, querida prima. —Me vio de reojo—. Eres una Middel, después de todo.

    No pude disfrazar la sensación de ninguna forma; fue una patada en el estómago. Tuvo la suficiente intensidad para forzarme a reconocerla, darle forma e identidad allí mismo, frente a la mirada atenta de Ophelia. Tragué saliva, el té se me hizo amargo, y me mordisqueé la cara interna de la mejilla. Su voz cantarina me arrancó del apuro de no saber qué contestar.

    —Vamos, prueba estos bocadillos, Bleke. Son suaves y esponjosos, ideales para el té chai.

    La reunión transcurrió con tranquilidad. Bebimos, intercambiamos algunas opiniones de manual, y antes del mediodía regresé a Tokio. Nada en la actitud de Ophelia había cambiado aunque supiera que, de intentar visitarla una vez más, probablemente fuera rechazada. Quizás eran ideas mías, pero lo cierto es que actué acorde a ellas. No volví a verla hasta los próximos San Nicolás, y tras eso, el primer día de preparatoria. Parecía imposible construir un puente entre nosotras.

    No sabía a quién echarle la culpa por ello.

    Me llevó algunos meses volver a... enderezar mi comportamiento. Tendía a la inquietud y a la irritabilidad espontánea, casi impredecible. Papá lo notó casi de inmediato y me preguntó por ello mientras almorzábamos. Pude divisar la sombra de una sonrisa en el rostro de Jenkin, a mi lado, y arrugué el ceño.

    —Estoy perfectamente —disfracé—. Son sólo cosas de adolescentes.

    Parecí tomarme la mentira al pie de la letra, pues a partir de entonces, efectivamente, comencé a atravesar más y más… “cosas de adolescentes”. Notaba en Jenkin cierto agrado hacia mis cambios, y comenzamos a hablar con mayor frecuencia. Aún era un imbécil, pero oír voces sobre el eterno silencio era agradable. Papá, en cierta medida, también pareció relajarse. Tras cumplir quince años, luego de una cena de San Nicolás, los primos mayores estaban organizando una salida y Jenkin me ofreció a ir con ellos. No sé por qué acepté. Recuerdo haber buscado a Ophelia con la mirada pero no logré encontrarla a tiempo. Papá tampoco puso objeciones.

    Esa noche conocí a Joey Wickham.

    Difícilmente, a lo largo de mi vida, había gastado demasiado tiempo pensando en chicos. Mi vida escolar hasta la preparatoria se había limitado a los estudios y, de existir, el club de literatura; incluso dentro de él muchas veces no lograba congeniar con mis compañeras. No podía culparlas, pues nunca había sentido especial interés por sus vidas. Eso, sumado a mi aspecto occidental y los rumores sobre el poder de mi familia, eran el cemento ideal para construir densas paredes de concreto. En cuanto a los muchachos, unos pocos habían intentado acercarse en algún momento pero mi inexpresividad siempre acababa espantándolos. A la larga, cuando la reputación ya estuvo cimentada, todo se regularizó. Nadie más apostó.

    Jenkin y los demás me llevaron a un pub bastante pintoresco. No tengo idea cómo consiguieron que pasara, probablemente estuviera relacionado con un buen fajo de billetes. La gente allí parecía tener unos diecisiete años en adelante, aunque mi aspecto maduro y mi estatura me ayudaban a mezclarme entre ellos. Allí bebí y besé por primera vez.

    Ninguna de las dos fue memorable.
    La cerveza era demasiado amarga, y la boca de Joey olía a cigarro.

    A día de hoy sigo sin estar muy segura de por qué le llevé el apunte. Iba algunos meses de preparatoria y ya había llegado a mis oídos su existencia. Él era de segundo, tenía cabello oscuro y solía llevarlo atado en una coleta. El resto siquiera me interesaba. Esa noche, sin embargo, supongo había perdido un poco la cabeza y su carta de presentación logró convencerme.

    —Pero mira nada más —exclamó, señalando mi torso—. Eres como un negativo del cielo nocturno.

    Tenía cierta creatividad para ser un adolescente hormonal e instintivo. Bajé la mirada a mis brazos y mis hombros. Allí adentro hacía calor, por lo que me había quitado la chaqueta e iba con una simple blusa blanca de tirantes. Volví los ojos a Joey y presioné un dedo sobre uno de mis lunares.

    —¿Y estas son las estrellas?

    —Claro. Mira.

    Se me acercó; exudaba demasiada confianza para estar en Japón. Mi cuerpo se tensó, fue un mero reflejo, y logré relajarme sin demoras. Joey me hizo extender el brazo paralelo al suelo y trazó, casi en cámara lenta, un camino entre algunos de mis lunares. Justo allí se acumulaban bastantes, en la zona de mis hombros.

    —Aquí está Aries —indicó, en voz suave—. Casiopea. La Osa Menor.

    Su dedo recorrió mi brazo sutilmente, dándome cosquillas, y se las ingenió para llegar hasta mi mano y unir nuestras palmas.

    —Me llamo Joey. ¿Puede ser que vayamos a la misma escuela?

    Su sonrisa danzaba entre la dulzura y el encanto. Asentí, aferrándome a su mano, e hice una copia de su expresión para pegarla en mi rostro.

    —Yo soy Bleke. Pareces saber mucho de constelaciones.

    Fue la primera vez que intenté ser simpática con alguien, y descubrí que era increíblemente fácil. Le seguí el juego durante horas, dejándome enredar en su telaraña mientras tejía la mía propia. Reflejé los mejores aspectos de su comportamiento e intensifiqué los propios que parecieran agradarle. Pude ponerle nombre cuando Joey comenzó a juguetear con las puntas de mi cabello y estiró los labios en aquella sonrisa que sólo había visto en las películas.

    Atracción.

    También era la primera vez que alguien me seducía. Fue un intercambio interesante, pues Joey se veía con amplia experiencia en el terreno. Me agradaba el sonido de su voz, su soltura para contar historias y el brillo oscuro, similar a una ciénaga, de sus ojos. El corte rígido de sus clavículas, cómo sobresalía en su garganta la Nuez de Adán, la textura áspera de sus manos tibias y las puntas de cabello lacio rozando su cuello desnudo. Pero el beso fue decepcionante, y tuve que preguntarme entonces si me atraía Joey o simplemente los chicos como él. Chicos morenos, de melena espesa, tez aceitunada y ojos negros. Chicos cálidos, intensos, cargados de pigmentos.

    Esa noche recordé una verdad desagradable.
    Al volver a casa, me sentí más fría y vacía que nunca.

    Me pregunté si, quizás, debería haber aceptado la invitación de Joey, aunque fuera una idea estúpida. Recuerdo cuán fuerte meneé la cabeza frente al espejo, lo suficiente hasta marearme, y me eché una buena cantidad de agua fría contra la cara. El reflejo de mis ojos me devolvió la imagen de mamá por un breve segundo y lo vi con una claridad aterradora: había comenzado a oscilar peligrosamente entre ambas sangres.

    Se suponía era una Middel, ¿verdad? Aunque fuera una mierda, tenía que serlo.
    Era la única que me permitiría sobrevivir.

    Esa noche dormí con el corazón pesado, como si de repente hubiera cobrado noción del gran armazón encerrándolo. Tampoco pude quitarme de la cabeza los recuerdos de cuando mamá se fue. Me pregunté cómo estaría, qué sería de su vida. Me pregunté, puede que por primera vez, realmente por qué.

    Qué la hizo irse así, sin mirar atrás.

    No lloré, ni siquiera sentí la necesidad, aunque una parte de mí supo cuánto me ayudaría. Recuerdo haber estirado las sábanas hasta taparme la cabeza y atraer las rodillas a mi pecho. Me imaginé allí, viéndome a la distancia, y la cáscara de hierro sufrió una fisura. Si lo pongo en perspectiva, puede haber iniciado con la visita a Ophelia.

    Luego de oír el llanto de Jenkin tantas noches seguidas.

    La última vez que vi a mamá.

    Los billetes de papel ardiendo en el fuego, la furia de mi abuelo y papá tieso, mudo, incapaz de defenderme.

    Quizás arrancó con la tormenta en los ojos de mi prima, sus moretones oscuros y esas dos palabras.

    Habían sido meses livianos, casi había conseguido olvidarla; pero siempre encontraba la forma de volver a nosotros. La maldición. Me pregunté qué pasaría si dejaba a alguien entrar. ¿Acabaría como mamá? ¿Como Jenkin? La abuela. Ophelia. Declan. Gerrit. Anki. Roos. Niek. Kondo. Saito. Zina. ¿Hasta dónde se propagaría la lista? Intenté negarlo, seguí haciendo el estúpido, me enredé con Joey y lo arrastré al ojo del huracán.

    Lo convertí en otro nombre de la lista.

    Habían sido meses livianos, no correctos, y sabía qué era lo que debía hacer. Cuando quise acordar, Jenkin ya no me hablaba, acepté silenciosa los billetes dentro del zapato y no volví a buscar la mirada de Ophelia entre la multitud. Papá me vio con cierta chispa de orgullo al comentarle mi interés en la presidencia del Consejo estudiantil, asistí al club de lectura, y compartí el almuerzo con mis compañeras, como siempre había hecho. Cordial, taciturna, equilibrada; similar a una fuerza atípica, invisible, el elemento natural del paisaje. Y lo logré, el cascarón de hierro no sufrió más fisuras.

    Lo logré.

    Volví a ser una Middel.
     
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    Zireael

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    Prepárate para el tochazo que me voy a aventar, porque al final sale comentario de los dos capítulos en uno.

    Como te dije en WA no sé si seas consciente de la joya que creaste, del poder que estas malditas 7k y la canción (tuve la corazonada de que Agnes Obel iba a aparecer aquí idk why) cargan consigo. Es un poder extraño, parecido quizás al que nace del corazón de Jez, es silencioso pero tan devastador a la vez, creo que hasta más. Bleke no necesita de los gritos, de los insultos ni del llanto, de nada de lo que surge de mi niña cuando toca el fondo y sin embargo, me estaqueó el corazón con la misma fuerza.
    En el silencio siempre hay algo, cualquier cosa, pero el silencio no es nunca vacío y es eso lo que hace que pueda ser tan peligroso. Como fuga de gas.

    Es increíble, también, que la misma calma de Bleke se transmita de tal forma que ni incluso en los escenarios más cagados haya podido alterarme. Simple y llanamente no pude, porque me fusioné con ella, con su vacío y la sangre Middel, como río helado. Ni cuando se fue su madre (aunque en este momento sí lloró), ni cuando llegué a la parte de Jenkin y el abuso de sustancias y tampoco cuando Joey hizo su entradita triunfal. No hubo alteración, no hubo nada.

    Vooooy con las quotes.

    Solo déjame *les pasa highlight encima* Listo. Una fucking maravilla.

    ¿Hueles eso? Oh sí, es la salsa.
    Aquí aunque no me alteré me quedé así de: ah caray *sips fancy tea*

    Espera, que me voy a contradecir (??) Creo que acá fue la única parte de toda esta mierda que logré soltarme de las garras Middel, del agarre de Bleke sobre mi propia personalidad, y pude sentir algo que sí fue mío, aunque considerablemente atenuado (ola mi Kat interna te saluda). Un dejo de enojo, mezclado con una extraña comprensión.
    Porque entendía que quisiera largarse, entendí que se diera cuenta de su infelicidad incluso que la notara cuando supo que estaba embarazada, ENTENDÍ TODA ESA MIERDA y aún así no puedo con la imagen de una madre, incluso una madre que no habla con sus hijos, diciendo que se cansó de ellos. Hay algo en esta imagen que en cualquiera lado que aparezca me aviva el genio, aunque sé que ser madre no implica en lo más mínimo tener que querer a la criatura que tuviste por miles de razones.

    Otra obra maestra *le pasa highlight* Me encantó esta mierda, la imagen de las agujas, porque de hecho me imaginé la máquina esta de tatuar y el fact de que llevo un tatuaje en toda la fucking espalda y sí, las agujas, una tras otra, apiñadas o como sea, no causan el corte de una daga, pero pueden crear costras enormes. ¿Y sabes qué es lo más cagado? Las costras pican, duelen, incomodan y cuando se caen, la piel queda jodidamente más sensible, pero eso solo si las dejas sanar.
    Las costras de Bleke no sanan y bruh that hit me hard.

    Más joyas alv.

    Aquí me puse a reflexionar sobre idk, todas las familias ricas de este rol (??) Middel y Akaisa, dos monstruos que lo absorben todo, mezclados con otra sangre, creo que los padres de estas criaturas en el fondo siempre tienen miedo de la sangre ajena, de esa que se revuelve con la propia en el cuerpo de sus hijas, como si algo en lo externo que, a pesar de estar sujeto entre sus garras, pudiese escapárseles todavía y dejar de ser lo que debería.

    Soy fan de esto. Si me preguntas por qué me gustó tanto, no tengo idea.

    El resumen de Bleke en estas 7k. Así se siente y así se ve a los ojos de terceros. *le hace pat pat*

    Gran pregunta, Bleke. NINGUNA.

    Vaya, por fin.

    Ah, el darse cuenta. A partir de este momento es que creo que el segundo capítulo se nos empieza a ir a pique.

    Gracias por tanto. Esta mierda del cuervo fue goloriosa y también la forma en que Ophelia la rechaza. So fancy and extra.

    Me descojoné, porque me imaginé al pendejo pero luego a Bleke como: well, that wasn't impressive at all.

    Hablas de mis frases finales y tú me sueltas estas, qué te pasa.

    VEN AQUÍ BLEKE, QUE TE QUITO LO MIDDLE, CABRONA. TE LO QUITO PORQUE NO VOY A DEJAR QUE SEAS DE HIELO POR SIEMPRE, HIJA DE TU PINCHE MADRE.

    *tira la mesa*

    Gracias por esto, de verdad. Creo que fácil ha sido de los mejores si no el mejor de los escritos que han salido de este delirio de las cartas del tarot.
     
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    Amane

    Amane Equipo administrativo Comentarista destacado fifteen k. gakkouer

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    Okay so... disclaimer importante: mi comentario no va a llegarle ni... vamos, a la suela de los zapatos a este fic que es una puñetera maravilla. Ni sé como lo voy a hacer porque estoy shooketh y damn, i just, i don't have the words.

    Lo he adorado, quiero que quede claro antes de nada porque no creo que mi comentario sepa dejar claro cuanto. Pero es que me parece, de verdad, precioso. La historia que cuentas, el personaje, cómo lo has escrito, el research que has tenido que hacer para escribirlo, las palabras, todo es perfecto idk, estoy de verdad, impresionada.

    So a ver, ¿por dónde empiezo? Pues omg, por la fiesta de San Nicolás que me ha hecho mucha gracia leerlo porque es cierto que es algo super típico de los países germánicos y del este, lo sé porque en mi casa también se celebra (claramente no como Bleke y su familia, pero you know, lo de los dulces en los zapatos y eso, sí) y aquí en España no es algo para nada común, de hecho mis amigos creo que ni saben que el 5/6 de diciembre es San Nicolás y me causó bastante impacto cuando lo supe. Y pues verlo aquí representado, la verdad es que ha sido cute identificarlo y eso, idk.

    Por otro lado, también eso me hace entender el por qué quieran celebrarlo todos los años toda la familia a pesar de estar en un país extranjero. Quizás en el caso de los Middel es algo menos emocional y más egoísta, en el sentido de que se reúnen simplemente para marcar su diferencia, pero aun así creo que siempre hay una tendencia a seguir con costumbres de tu nacionalidad para no sentirte diferente, porque uno a veces se siente solo en un país extranjero. En mi casa comemos comida rumana y celebramos las fiestas como en Rumanía, y a mi me da un poco más igual, pero sé que para mis padres es una manera de sentirse como en su casa porque aunque prefiramos vivir aquí... esa sigue siendo su casa.

    So anyways, después de este momento nostálgico innecesario, me encantó la aparición de Ophelia y descubrir un poco más de su personalidad y su familia, y idk, la adoro JAJAJA está jodidamente loca y i admire. A ver, por una parte me da muchísima pena también, que su padre pague sus frustraciones con ella y... nadie lo evite, porque a los Middel no les interesa los que no son de su familia, y posiblemente tampoco se meterían con alguien de los Middel porque son así de fríos. Pero es que es épica, diciéndole esas cosas a Bleke y riéndose de ella a pesar de ser menor y todo, we stan a queen. Y omg, listen, la escena en la que le dice que admira a todas las personas porque todas valen o algo así, GIIIRL, he notado como una especie de sarcasmo hacia el hecho de que los Middel desprecian a los que ya no les sirven y idk, i loved it. Y LA ESCENA DEL CUERVO, JODER QUE EXTRA TODO IDK.

    La parte de la madre me parte el alma. El hecho de que discutan con esa pasividad e indiferencia es espeluznante, como dice Bleke, casi que hubiese preferido que gritasen. Joder, que mostrasen algo más de sentimiento. Y pues es que por un lado yo tampoco puedo culparla, porque debe haber sido jodido acabar mezclado con esa familia (que seguramente, si por ellos fuese acabarían liándose entre ellos para mantener la sangre, que eso es muy de familias poderosas (?) pero joder, tan jodida tiene que estar para dejar de lado a tus hijos sin importarte. Es que hasta a la madre más nefasta le costaría hacer algo así, yo creo, no dejan de ser tus hijos. Uf, es que es muy duro, y es algo que Bleke no debería haber presenciado... aunque por un lado es bueno que haya visto aquello.

    ALSO, queen behavious cuando tira el dinero al fuego. QUEEN BEHAVIOUR I SAID.

    La parte de la biblioteca es aaa. We stan a intellectual queen. Tbh, saco esto porque paso algo muy curioso. Mientras lo leía estaba pensando en la casualidad de que su familia trabajase con el papel y a ella le gustase tanto leer, como si no pudiese escapar de la influencia de los Middel... ¡y justo vas y lo pones! I felt so smart (?)

    LA ENTRADA DE JOEY ME SACO UN GASP JAAJAJA. No me esperaba en absoluto ese twist PERO ME ENCANTÓ. Y míralo ahí sacando sus dotes de seducción PERO ME PARTO, YO LO SIENTO, CON BLEKE DICIENDO QUE EL BESO NO FUE PARA TANTO JAJAJAJA Es que joder, ¿te imaginas ser un fuckboy y no besar bien? Bleke podría hacerle un KO con eso. Pero pro otro lado, es genial que justo se encontrase con él, bc es tan diferente a ella que le sirvió para darse cuenta de muchas cosas.

    Y luego el final, el jodido final. Me parte el alma en mil pedazos, de verdad. Bleke dándose cuenta que lo único que puede hacer es ser una Middel, fría y vacía, porque es su única manera de sobrevivir. Porque ser diferente a ellos implicaba ser su enemigo y los Middel acaban con sus enemigos. Bc, te digo, las implicaciones de que ellos mismos matan a los miembros de su propia familia por no seguir siendo como deberían ser es simplemente... *chef kiss*
    Pero me duele, me duele mucho que renunciase a aquella rebeldía y volviese a ser la fría Bleke, pero lo hace por supervivencia y no puedo culparla. Porque está sola, porque su hermano no la puede ayudar y Ophelia la ha rechazado, así que no puede arriesgarse.

    Es la maldición de los Middel.

    Supongo que me he dejado mil detalles por el camino bc es un fic muy completo pero creo que más o menos he señalado lo más importante o lo que más me ha llamado la atención. Y la verdad, no sé cómo puedes decir que no podríamos querer a Bleke cuando es tan... cool. Y ahora conociendo su background simplemente es que la adoro, mucho. Y a ti je.

    PD: The Hermit te teletransporta a la tienda. Super anticlimático que sea una carta tan simple (?)
     
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    Insane

    Insane Maestre Comentarista empedernido

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    Acabo de leer la primera parte, y debo decirte que quedé encantada con la narración, el tecnicismo de las palabras que utilizaste para describir aquella familia fría, estirada, antigua en la permanencia del tiempo. Bleke es una Middel, y aquello pareciese una maldición de empaparse en un frío hielo de por vida, sin embargo la mención de Ophelia en las pocas partes que apareció da una luz sobre el sentido, la perspectiva de la vida que comparten, sin embargo que no acarrean en igualdad de medida, aunque el apellido que llevan sobre sus hombros procede a lo que parece un peso disntinto. Desde mi posición, me sentí leyendo una historia que me recordó un vídeo juego referente a un cascarón vacío, en donde una chica joven fue ultrajada de sus emociones, alejada de los sentires, congelada en la nada, con un paso al conocimiento que representaba peligro inminente.

    En donde le desterraban de todo internamente, dejándola quieta sobre el metal como una muñeca perfectamente carente de empatía. Y puedo decir, que me siento honrada de que uno de mis personajes haya logrado sin la intención de removerla, porque se me hace sumamente triste que Bleke la única sensación que se le escapó y le recorrió haya sido aquella cuchilla en las palabras de quien es, o era su madre. Me ha encantado, me ha sumergido y he comprendido un poco más sobre los Middel. Que por cierto, me dio lástima por el niño, cuánta somatización parece haber cometido su cuerpo </3 El presenciar que su padre tomara aquella noticia sobre que el varón no venía de él y que lo tomara tan calculador como si discutiera el procesamiento de algún negocio a punto de terminar fue estremecedor.

    Me has dejado picadisíma sobre Ophelia, sobre saber de ella, de su vida. El tinte sedante con el que la percibo, calculador, frío sin mostrarlo realmente al leer el discurso que utiliza, la sonrisa sana en su cara que me perturba. Me vuelvo loca, como que me faltan más piezas en el rompecabezas, y las necesito porque el entorno de Bleke merece ser leído en su máximo esplendor. Sobre las pinturas, el cuervo (elllaverodeBalaamquenotienequeverperoporcasualidadlotiene(?), el padre alcohólico de su prima, la madre perfecta de su prima. Es como si algo más grande se tejiera tras el telón de aquella vida.

    Por otra parte, la interacción de Joey dio un nuevo color, más vivo, más de sentir a costa del otro, sin embargo al leer a Bleke es como si fuese un camaleón adoptando, conociendo y jugando tan gelidamente que apenas, y se permite percibir. La personalidad de Bleke la tomaría impenetrable, donde si le da algún día un poco de luz terminará contrariada, escéptica quizá, pero no lo sé realmente.

    He quedado satisfecha con la lectura, los detalles, la ambientación lograda perfectamente. Y ahora, solo pasaré a preguntarme, ¿quién es Bleke Middel en realidad?

    Me iré a leer el otro fic porque no me aguanto
     
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