Sólo un par de milímetros lo separaban del filo de la espada mientras que ya era uno con la pared fría y mohosa; la Vida y la Situación habían enviado al Acorralador por él y la presión era inminente. Claro, sabía que tenía, tal vez la posibilidad de que todo aquello acabase de una simple manera. Sin embargo, no había, no existía un tipo más terco y orgulloso que él. Pero aún en esa terquedad, era conocedor de que estaba posiblemente en un callejón sin salida debido también a su rebeldía. Esa noche estaba más que sentenciado a una muerte que distaba de ser rápida. Y pronto, aquellos infernales milímetros se convertirían en un susurro que nadie más que él oiría, para sucumbir luego a la oscuridad y al silencio más espeso que representaba el morir en su máximo esplendor. Lo merecía, su alma corrompida lo sabía. Su corazón arrugado y seco lo esperaban. Todos habían sufrido gracias a sus malas decisiones, él en especial. La muerte no era más que la solución rápida a todos sus malditos problemas. —Te ves cómodo. La voz del Acorralador era como un siseo grotesco de una bestia salvaje, que no había hecho más que dañar aquella enmudecida y bella noche de Septiembre. Su pútrido olor había penetrado de lleno su nariz y aún a pesar de ello, se había negado a decir las palabras que le permitirían vivir diez años más, si es que La Vida llegaba a permitírselo ante su más mínimo arrepentimiento. Lo que no sucedería jamás; no estaba dispuesto a humillarse por algo que ni él mismo apreciaba. Por lo que encontraba algo estúpido seguir en esa posición. —Termina con esto de una buena vez. —Escupió. —Que alguien como yo siga viviendo es ocupar espacio que no estoy dispuesto a seguir pagando. —Debes saber que una vez hecho, ya no es posible volver atrás. —Lo sé.
