Tragedia Silueta imborrable.

Silueta Imborrable


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Habían sido necesarios sólo tres sonidos para que entendiera lo que sucedía sin tener que verlo: Los frenos de un auto chillando, el grito de un niño, y el quejido de un perro.

El golpe que vino después sólo confirmó sus sospechas. Digamos que ese fue el cuarto sonido.

— ¡Mi perrito!

Sí, definitivamente era lo que creía.

Suspiró, con un par de profundas ojeras marcando sus ojos vacíos mientras daba un último sorbo al café de la tienda donde estaba teniendo un breve descanso. Sonrió a la empleada, le dio la paga más una cuantiosa propina y se retiró sin dar respuesta al agradecimiento estupefacto que le soltó. El dinero al fin y al cabo no le representaba nada relevante.

— ¡Por favor hagan algo! ¡Aún respira!

Una congregación de personas se acomodaban en torno al reciente accidente automovilístico. Algunos grababan la situación con morbo, otros murmuraban entre ellos con lástima viendo al pequeño, mientras unos cuantos más llamaban a emergencias, sin tener idea de qué sección ayudaría a una mascota atropellada. Igualmente se abrió paso entre todos, siendo olímpicamente ignorado aunque los empujara para llegar al centro del escándalo. El animalito aún gimoteaba aferrado a la vida.

Ya era tarde.

—Estará bien. —Alentó al menor, viéndolo fijo mientras le regalaba un gesto nostálgico y lastímero—. Pero ya debe irse.

El niño, algo descolocado, negó acurrucando con mayor esmero el cuerpo maltrecho de su mascota contra su pecho.
El mayor suspiró, torciendo el gesto con tristeza legítima para pasar una mano por el pelaje oscuro del lastimado.

—No puedes ser egoísta, Nicolás.

— ¿Cómo sabe mi nombre?

—Yo sé todo, pequeño —La respuesta no pareció bastar para el niño, que frunció el entrecejo y apretó más el cuerpo diminuto contra el propio, generando un quejido que lo espantó—. Déjalo ir.

El niño y el perro se observaron por un minuto que se sintió eterno, teniendo una conversación silenciosa y pasando por alto todo el alboroto a su alrededor.
Los ojitos ya hinchados del más joven volvieron a inundarse, dejando un beso largo en la cabeza de su mejor amigo para ver al hombre y asentir varias veces, temblando y sollozando. Intentaba mantenerse firme. Era un chiquillo admirable.

—Él estará bien. Sin dolor —le reconfortó dándole un ligero apretón de hombro—. Tu Copito estará bien.

De nuevo un asentimiento. El pequeño tiritaba sin cesar y se mordía el labio mientras sorbía la nariz sin mucho cuidado, volviendo la mirada al pequeño perro, que con esfuerzo lamió suave la mejilla de su dueño, antes de que la mano fría del mayor se posara sobre su cabeza y diera un último respiro, cerrando los ojos y dejando a su cuerpo desgonzarse.

Entonces entre llanto quebrado el cuerpo del animal dio contra el suelo, donde su alma, antes de partir, dejó dibujada en la acera su silueta y el cómo había fallecido.
El ojo humano no lo veía, pero todo el planeta, en cada rincón posible, tenía retratadas las siluetas de cada fallecido desde el inicio de los tiempos. Desde el nacimiento de la vida y con ella... El de la Muerte.

Su trabajo estaba hecho.

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