Microrrelato Pobre ingenuo.

Él caminaba con el peso de su pasado atado a sus pies, como un rastrillo de constante rodar y a la vez, como una ola que constantemente lo revolcaba a la orilla. Pasaban los días y el pobre ingenuo sufría en soledad, odiándola cada día un poco más.

Parecía ser que su alma estaba condenada por una vida sin propósito, ¿Cuál era pues, la razón de su existencia, si nada le motivaba siquiera un suspiro?

No tenía sentido que su corazón latiera, o que sus pulmones se expandieran llenándose de aire, tampoco importaba carecer de cualquier cosa de la que careciera, porque esa vida sólo habitaba su cuerpo, no su espíritu.

Horas y días pasaban y él miraba el reloj de pared naufragando en los sonidos del tic tac, contando los minutos, los segundos, volviéndose loco con ellos, perdido, sin rumbo, sin dirección; tal vez esperando que de un momento a otro se detuvieran... aunque sabía que no se iban a detener.

Pobre ingenuo, jamás conoció el amor.
Pobre ingenuo, jamás conoció el placer.
Pobre ingenuo, jamás conoció otra cosa,
otra cosa que el dolor de estar vivo sin saber por qué.

Y así pasó su vida, siendo presa del temor. Cada día hacía lo mismo, se sentaba en el sillón a contemplar el reloj.

Hasta que un día el aparato dejó de funcionar y el hombre se dio cuenta de su estado, fue un llamado a tierra, pero ya era demasiado tarde.

1, 2, 3, 4... la muerte lo había besado, llevándose consigo su último y más frágil aliento.