[OS] Maldición para una cruz

Tema en 'Relatos' iniciado por Armanian Kenshi, 20 Abril 2012.

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    Armanian Kenshi

    Armanian Kenshi Iniciado

    Aries
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    Escritor
    Título:
    [OS] Maldición para una cruz
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Fantasía
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2107
    Notas del autor

    Antes de nada, buenos días (tardes o noches) al lector que ha decidido entrar aquí.

    Llevaba tiempo sin escribir algo cortito, y me dió por hacerlo para cambiar de aires.

    Bueno, este escrito esta dirigido al publico +15, y no por la sangre, que hay un poco, sino por que pide algo de historia que se supone que se aprende a esa edad en el instituto.

    Con el resto les dejo con la lectura, un saludo y disfruten.

    __________________________________________________

    El sol se alzaba rojo. Iluminaba dos siluetas que luchaban sin descanso la una con la otra, como si sus cuerpos fueran duro acero y sus almas fueran las de dos incansables y feroces dragones. Uno alzaba una gran espada de doble filo, larga y pesada. El otro, más alto, luchaba con dos espadas curvas más pequeñas. Siguieron luchando un par de minutos, cuando al final, uno consiguió ensartar al otro en el corazón. ¿Cuál fue el desafortunado?

    Las dos espadas curvas cayeron al suelo, y su dueño les siguió en breve, empapado de sangre. Su última mirada y pensamientos fueron para aquel hombre que había acabado con su vida. El sol se despegó totalmente del horizonte, y entonces se pudo ver perfectamente quienes eran el caído y el vencedor, rodeados por una tierra manchada por la sangre de cruces y lunas.

    El último que quedaba en pie se quitó el casco, tirándolo al suelo. El yelmo sonó fuertemente al chocar contra las espadas del muerto, que en el rostro tenía facciones sarracenas. El último vivo en el campo de batalla soltó su espada, que tenía colgando del mango una cruz. El último superviviente de aquella cruel matanza se quitó la armadura y caminó ligero, evitando los cadáveres de sus semejantes y de sus enemigos.

    Allá donde miraba, veía rojo y metal. Allá donde buscaba no veía más que carne cortada y buitres del desierto aprovechando aquel festín. Al final cerró sus ojos para evitar ver más muerte y más sangre. Sangre que había sido derramada durante toda una noche y que había terminado de derramarse apenas unos instantes. Lo que se derramaba ahora eran las lágrimas del superviviente al ver lo que había causado su casi interminable cruzada, lagrimas que se confundían con su sudor, que daba toque brillante a su largo y castaño pelo y que recorría su blanco rostro. Sus ropajes, ya desgastados por la guerra, dejaban ver una cruz bordada en rojo y dorado a su espalda.

    El templario siguió caminando, llegando al fin lejos del desierto con sangre bañado. La alta figura termino desplomándose pidiendo el consuelo de la muerte.

    Sueños macabros penetraban en su mente al caer inconsciente, recuerdos de una cruzada que no acababa en busca de una copa que él sabía que no existía. ¿Eran aquellos sueños recuerdos o ilusiones? Acero y carne se juntaban en múltiples ocasiones, pero nunca como amigas. Su mente le pedía descanso eterno después de esas batallas, y aún así estaba obligado a continuar.

    Sus ojos se abrieron después de esos sueños que parecían no acabarse. El techo bajo el que se encontraba era de tela, y sobre una manta con una luna dibujada en ella descansaba. Se intentó levantar, debido que para un caballero santo no había mayor insulto que ese. Enseguida sintió dolor en sus piernas y termino cayendo de nuevo sobre la manta. Maldijo su suerte y esperó a que alguien llegara, pues sabía que a aquella caseta del desierto no había llegado solo, y menos soñando.

    Se fijó mejor en el lugar donde se encontraba, la caseta, de no más de dos metros, estaba hecha de tela fina amarillenta que dejaba entrar la luz del sol, sujeta por varios palos en vertical. Había otra manta cerca de la suya y muy parecida. Pensó por la fuerza que debía de haber alguien más.

    Pasó el tiempo, una luna salió y entró en su hogar. Nadie pasó por las entradas de la caseta. Preocupado, y más o menos recuperado en fuerza, se levantó y se acercó hacia la entrada de la morada de tela.

    Al pasar por esta pasó algo realmente curioso, desde dentro no se oía nada, y al salir el bullicio de una ciudad le exaltó. El cielo claro que se transparentaba a través de la caseta se volvió oscuro y gris, y el viento que había azotado la tela de esta había sido sustituido por una tranquila brisa. Edificios de piedra tosca le rodeaban, algunos más familiares para el hombre que otros, y se olía algo de brisa marina.

    El templario, algo estupefacto, caminó entre aquel lugar tan familiar. Gente chocaba con el constantemente, y no eran precisamente pocas personas la que a aquella hora estaban en las calles. El hombre encontró un negocio cuya puerta no tenía más de un metro de alto, una puerta por la cual el pasaba en su niñez hacía años, con un cartel sobre la puerta que rezaba ¨Taller de cruces¨.

    El templario se agachó, intentando pasar por la puerta. Al final pudo penetrar en la casa, y vio en una esquina, rodeada de trozos de madera tallados, a una anciana mujer de baja estatura, pelo canoso, con piel arrugada y manos grandes y callosas.

    —¿Madre?

    Lo que dijo el templario asustó a la anciana que no se había dado cuenta de su entrada. La mujer lo miró extrañada. Al final se acercó, abrazándole después. Una pequeña lágrima se escapó de los ojos ancianos de la mujer.

    El hombre se quedó a cenar en el negocio con la mujer. Charlaron durante mucho tiempo. La familia de ambos había quedado reducida a ellos dos solamente debido al hambre que se pasaba en la ciudad, y a la anciana le preocupaba el detalle, pues al ser ella mujer de bastante edad, no había muerto por el hambre que sufría.

    —Viene un hombre, moro de piel café, que ayuda a aquellos que lo necesitan, trae pan y agua a los ancianos y niños, y a aquellos que están en edad, les encuentra un trabajo nada deshonroso, aunque cuando llegan las autoridades, el desaparece cual aguja en un pajar.

    Extraña persona era aquella, y en su experiencia en la guerra, el templario no hizo caso a su santa madre, pues para él moros no ayudaban a ningún cristiano. O por lo menos eso pensaba hasta que le llegó a la mente el recuerdo del día anterior, cuando se encontró en la caseta de uno.

    —Yo no sabía que lo conocías, ni tampoco sabía que ibas a las cruzadas.

    —A ningún moro conozco yo que sea bueno ni que me haya dado cobijo… — Dijo tajante, aun sin aceptar que un musulmán le hubiera ayudado.

    —Pues su símbolo en la espalda llevas bordado.

    El templario se dio la vuelta, y enganchada a su malla de metal llevaba la manta sobre la que había estado reposando hasta hacía poco. La desengancho y la miro fijamente, después comprendió que no reposaba sobre una luna, sino sobre una cruz rodeada de una luna llena.

    —¿Qué significado llevara este símbolo?

    —El decía que la unión entre moros y cristianos daría paz a tierra santa.

    —La paz llegara cuando la morería acabe por derramar su última gota de sangre.

    —¡Necias son tus palabras si piensas que ese es el camino! La paz se consigue con diálogo, no con escudo y espada.

    —A mi poco me importa, la espada también puede traer la paz si los que amenazan son barbaros, aunque no te preocupes, si hay un moro que no rebanaré cabeza será la suya por haberme ayudado, pero más excepciones no habrán. Tenlo por seguro.

    Poco después el Templario dejó el lugar, adentrándose de nuevo en las calles. Se sentó en un rincón de un callejón, guardando previamente la manta dentro de sus ropajes. Se ensució bruscamente la cara con tierra del suelo y lo mismo hizo con su ropa, si parecía pobre aquel moro vendría a hablar con él, y entonces podría conversar sobre lo ocurrido.

    Por su mente, mientras esperaba, pasaba una sola pregunta, ¿Cómo había llegado allí? Estaba seguro de que se encontraba en el desierto cuando despertó en la caseta, y sin embargo ahora se encontraba en su ciudad natal. Algo muy extraño pasaba con todo aquello.

    Poco después una figura anciana, alta, de piel color café y turbante en la cabeza se sentó a su lado, el templario lo miró con gesto de disgusto.

    —Suficiente suelo hay en las calles para que alguien venga a sentarse a mi lado, ¿Qué buscas, moro, en un callejón?

    —Extrañado me vi cuando al pasar por mi caseta, la persona que en el desierto encontré no se encontraba en donde lo dejé, y una manta me faltaba, ¿Sabes tú donde se encuentra ahora?

    —Tanto la manta como el hombre se encuentra frente a vos. Me contó mi madre que solo a los desamparados, moro frente a mí se presenta.

    —Incluso con tus ropas limpias y aunque rey te coronaran, desamparado y en peligro te encontrarías, de aquí al fin.

    —¿Cómo dice usted?

    —Merecías morir, por las matanzas que has propiciado en nombre de un Dios, que a fin de cuentas es el mismo en la mayoría de las religiones, pero interpretado de diferentes formas. Sin embargo te salvé yo, ¿Qué podría ganar de eso sino darte un castigo peor?

    El templario se dio cuenta de que a eso venía su símbolo, todas las religiones servían a un mismo Dios, pero no le dio mucha importancia, pues pensó que el anciano simplemente estaba loco de remate.

    —¿Qué me habéis hecho que sea peor que la muerte?

    —La muerte no puede llevaros, pero si a aquellos que amas y quieres. Aprenderás a sentir el dolor y la pena de todos aquellos que perdieron a sus familiares en la guerra bajo tu espada.

    —Inmortalidad me habéis otorgado, ¿No escucháis las necedades que vuestra boca suelta? Imposible eso es, y aunque el deseo del hombre sea no morir, el hombre mismo debe aceptar su mortalidad.

    —Sin embargo tú la desearas, no la aceptaras, pues careces de ella de ahora en adelante. A menos que te retractes de tus palabras y pidas perdón a todos y cada uno de aquellos a los que les falta un miembro de su familia por ti.

    El moro se levantó mirándole fijamente con sus ojos marrones.

    —Acepto lo de la caseta… — Contesto el cristiano — …pues puede que mi mente me haya jugado una mala pasada, sin embargo lo que vos decís es imposible, y si pudiese hacerse, ¿No creéis que gran favor me estáis haciendo?

    —Lo que tú pienses que es ahora poco importa, en el fin verás que yo tenía razón, y para entonces sufrido habrás lo que otros sufrieron por ti y tu guerra maldita. ¡Vuelve a ella! ¡Vuelve a tu espada y a tu escudo! No creo que encuentres consuelo en otra cosa.

    El moro se fue, vencido de no convencer al cristiano. El templario se levantó y pensó más detenidamente lo que pasaba. ¨¿Podría tener razón este hombre?¨ pensó para sus adentros.

    Decidió quedarse en la ciudad, no quería volver a la guerra, pues aunque hubiera mantenido una postura tozuda ante su madre y el moro, su corazón estaba arrepentido por las muertes que habían causado sus ideales. Aun así no pensó nada más en ese día, y solo se dedico a pensar cómo empezar una nueva vida.


    (…)


    Una tumba de piedra gris descansaba en un cementerio musulmán, y una figura encapuchada le rezaba a Dios para que en la otra vida cuidara de el. Atado a modo de bufanda tenía una manta con una luna llena y una cruz en ella. El encapuchado dejo de rezar, y le habló a la tumba como si estuviera su dueño frente a el.

    —Si te hubiera hecho caso, si me hubiera retractado de mis palabras, ¿Me habrías perdonado?

    Un silencio obtuvo como respuesta. El encapuchado no hizo otra cosa que levantarse y salir de allí.

    Lo que encontró al salir del cementerio fueron edificios más modernos, en una ciudad asfaltada y poluta con coches por allí y por allá. Lo que se respiraba era humo con un ligero aroma a brisa marina.

    Después de algo más de mil años, Acre había cambiado demasiado, y el que había cambiado más aun era el encapuchado. Sus ideales habían desaparecido, su orgullo había sido quebrado hacía ya mucho tiempo, y su linaje y sangre se había perdido hacía ya muchas décadas.

    Lejos de ser la persona que había sido en su juventud, el encapuchado echó una última mirada al cementerio y, poco después, se fue caminando para nunca volver.
     
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