Melancolía Navideña.

Tema en 'Relatos' iniciado por Cygnus, 24 Diciembre 2011.

  1.  
    Cygnus

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    Escritor
    Título:
    Melancolía Navideña.
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2696
    Tenía frío, mis huesos estaban calados, mi ropa estaba húmeda… húmeda de los múltiples copos de densa nieve que caían parcialmente tanto sobre mi cuerpo como en la calle. No sentía mis piernas, porque el pantalón literalmente se congeló junto con ellas. La chaqueta que llevaba era muy delgada, por lo que las corrientes de aire glaciares cruzaban la tela a su voluntad, sin que me ofreciera ningún género de protección. Lo sabía desde antes de salir, pero me negué a ponerme otra que no fuera esa prenda negra. La bufanda gris no calentaba ya, al contrario, estaba casi completamente mojada, de punta a punta, pasando por mi cuello cubierto y ya rígido. Mis manos desnudas sufrían la brutalidad del frío reinante en esa noche, pero yo no me movía, nada de eso me importaba. Con las manos cubriéndome el inclinado rostro y los codos apoyados en las rodillas, ya me había mantenido sentado así en la acera de la gran avenida desde hacía una hora completa, más o menos, aunque en realidad ya había perdido la noción del tiempo. Y no era para menos: me sentía escoria, un miserable perdedor, casi me sentía como uno más de esos copos de nieve que, con prisa, caían aplastándose en el pavimento, otrora color negro. ¿Qué me importaba? Nada ya.

    La gente pasaba junto a mí en multitudes, sentía sus pisadas hacer crujir los cristales de nieve que se habían acumulado en colinitas a mi alrededor. Cantidades de pares de botas pasaban frente a mí, cruzando la banqueta, esquivándome al caminar, como si fuera un malviviente, sin que a nadie le importara mi presencia mohína. Me cubrí aún más el rostro al comprenderlo y, aunque no vi, escuché que unas señoras pomposas cuchicheaban algo entre ellas cuando avanzaban por la acera. Seguro que hablaban de mí, y también me resultaba comprensible que lo hicieran despectivamente. Tan comprensible como que todos, niños y adultos, llevaban alegres sonrisas esbozadas en sus rostros, casi permanentes, y que el mar de luces de las farolas, de los pinos y de los tejados de las casas inundara la ciudad incluyéndome, y sus destellos llegaran hasta mis dilatadas pupilas filtrándose forzosamente por entre mis dedos, que se negaban a descubrir mi cara. ¡Era Nochebuena! Una fecha tan esperada por todos, que parecía un sueño, un día de felicidad pura, un momento de compartir con sus seres amados, una noche que muy profundamente encerraba magia y misterios inexplicables. Pero… ¡pero no para mí! ¡No, para mí no! ¿Por qué? Vaya, ¿por qué no gozar de la Nochebuena y la Navidad como todo el mundo?
    Porque no tengo a nadie. Porque la soledad me aplasta continuamente, sin parar, cada vez más, porque pesa horriblemente y yo ya no la soporto. Hace poco más de un año lo tenía todo, yo era feliz, nada me deprimía, creí que toda mi vida estaba resuelta… ¿y ahora? Pero es que sencillamente, la vida sin un gran amor no es vida. ¿En dónde estaban mis seres queridos?

    Aparté las manos de mi rostro al fin, con gran esfuerzo por el entumecimiento, y mis pupilas tardaron en contraerse por la gran cantidad de luz entrante de golpe. Alcé luego la vista con cuidado: seguía sentado sobre la banqueta, mojado y tiritando. Ya no me acordaba por qué estaba ahí. Era como despertar en un desvarío total. Seguía nevando, aunque menos que antes, y las carcajadas sueltas de la gente tan alegre continuaban llegando hasta mis oídos, como una música agradable, como un tesoro codiciado. Personas iban, personas venían, todas pasaban frente a mí demostrando fría indiferencia, algunas me echaban miradas despectivas, otros sólo curiosas. Sólo algunos niños, enfundados en sus chamarras de lana, me miraban cuando, llevados de la mano por alguno de sus padres, cruzaban por donde yo me encontraba rendido, pero ese momento de asombro ante mi presencia se fundía con el de la noche, quizás hermosa, que contemplaban boquiabiertos sin dejar de avanzar casi arrastrados.

    Recorrí con la mirada, algo deslumbrado, la calle tapizada de nieve, tanto carretera como acera, lisa, blanca y fina como el suave pelaje de un armiño. Esa avenida era extensa, casi hasta donde llegaba mi vista, y no alcanzaba a ver al final. Frente a mí había una casa que me llamó la atención por las luces que despedía. Estaba, por supuesto, al otro lado del camino, por el que pocos autos transitaban. La ventana frontal evidenciaba la presencia de unas personas sonrientes sentadas plácidamente en torno de una mesa rectangular, disfrutando de una suculenta cena, consistente en… bueno, parecía pavo relleno, aunque desde la distancia y el ángulo en donde yo me encontraba no se notaba mucho y era difícil determinarlo. Todos ahí adentro conversaban animadamente, en fin, toda una plétora de felicidad y gozo inundaban el hogar, cálido por la flama en la chimenea, y vivo por las lucecitas del árbol navideño en un rincón de la estancia.
    Tan ocupado estaba husmeando la casa, aún sin haberme movido de la acera en donde estaba sentado, que no noté que dos tímidas lágrimas se asomaban por mis ojos enrojecidos. No las sequé, tal vez por la rigidez en la que se encontraban mis miembros, pero al cabo de un rato dichas lagrimillas se cristalizaron de pronto por una corriente gélida que azotó mi semblante de improviso. ¿Por qué yo no tenía una familia con quién compartir, con quién convivir, con quién cenar pavo asado, platicar animadamente, calentarse por el fuego y contemplar las luces del árbol, como ellos? ¿Por qué me habían abandonado? ¡¿Qué hice mal?!

    Me mordí los labios ya partidos. ¡Qué Navidad tan aplastante! ¿Por qué existirá esta fecha? Sólo me deprime.

    Llevaba ya mucho tiempo afuera, y de seguir así en ese estado, me congelaría y moriría de hipotermia. Mis tosidos eran roncos, y mis ojos deseaban cerrarse. Pero no me importaba ni sentía ganas de levantarme para volver a casa… esa casa ahora tan sola desde que Ella se había ido…
    Exhalé con suavidad sobre mis manos amoratadas y nerviosas, en un intento por calentarme. Pero mi tos no cesaba, ocupaba hacer algo pronto. ¿Qué estaba esperando ahí sentado? Debía volver y tomarme un té bien caliente, luego arroparme bien y dormir sin pensar en nada más, sólo en que esa maldita noche terminara ya. Pero por alguna razón extraña, el tiempo parecía arrastrarse sobre sí, a mi alrededor, como una lentísima onda invisible y extraña, que ahogaba, hasta congelarse quizás en medio del crudo ambiente.

    Apoyé mi mentón en la mano derecha, como en un gesto de enfado, y el codo sobre la rodilla, absorto en mis pensamientos enmarañados provenientes de mi mente ya fatigada. Sentí entonces una horrible contracción involuntaria del diafragma y no pude reprimir un violento carraspeo que escandalizó en todo lo largo de la calle. Me tapé la boca, al fin asustado. Ya, ya estaba enfermo. ¿Qué estaba esperando ahí sentado?, me volví a preguntar vagamente.
    Entonces alcé mi cabeza lentamente, para encontrarme con un hombre de mirada amable que me contemplaba a menos de un metro de mi cuerpo y cuya presencia yo no había advertido.

    —¿Está usted bien, señor?

    Asentí lentamente, desentumiendo el cuello e intentando tragarme la expectoración de mi garganta.

    —¿Quiere que lo lleve al médico?— insistió.

    Le hice una seña negativa con ambas palmas de mis manos, aún sin hablar, No conocía a ese señor, nunca lo había visto en mi vida y de hecho quería que se largara, pero está claro que el espíritu navideño de pronto inunda el corazón de los hombres de bondad y les hace gestar el valor de la solidaridad.

    El amable señor se despidió, deseándome feliz navidad, y se retiró silbando alegremente, hasta desaparecer al fondo de la calle, entre la oscuridad lejana y la borrasca. Yo suspiré, lanzando vapor denso de mi boca, y continué calentando mis manos, esta vez aumentando la velocidad de fricción entre ambas, dado el mal resultado que mostraba. ¡Ah, si tan sólo hubiera tenido una fogata frente a mí!...

    Entonces vi cruzar del otro lado de la acera, y a pasos lentos, a una parejita, tomados de las manos en franco afecto, disfrutando de la alegre noche. Sólo les eché una mirada, pero fue un sentimiento fuerte el que reflejaron, podía percibir todo el amor que se tenían mutuamente y que destilaba de sus corazones con pasión en tan sólo ese vistazo. Con ojos húmedos y la boca entreabierta, contemplé sus pasos frente a mí, y sentí algo que pateó mi corazón dolorosamente. Quise verme reflejado en ellos, ahí mismo, pero no podía… ¡Ya no era posible!
    Y entonces no pude reprimir una serie de pensamientos hirientes, que me vinieron como un rayo a mi alma.

    ¡Oh, Julia, dónde estás, en dónde te has metido! ¡Por qué no te encuentras junto a mí en esta Navidad! ¿Por qué me has dejado, vida mía? Me has abandonado, querida, me has abandonado como cualquier cosa, y ahora me siento terrible por ti. ¿Por qué…? ¡Oh! ¡Odio la Navidad! ¡Julia, no puedo vivir sin ti, me estoy asfixiando, me estoy muriendo!
    Lágrimas de dolor y de rabia corrían por mis mejillas, pero yo las iba limpiando enseguida,
    ¿Por qué no estás a mi lado? Hoy, que es un día tan especial, es cuando más deseo tu dulce compañía, es una noche agradable que quiero compartir contigo… ¿Dónde estás? ¿Con quién ríes, con quién convives, con quién pasas hoy esta Navidad? ¡Dime, vida mía! ¡Te necesito!
    Suspiré fuertemente, tronando el aire a mi alrededor. Mis mudas plegarias las interrumpieron unos lejanos cantos navideños, villancicos interpretados por niños y acompañados de panderos y otros instrumentos agradables al oído. Seguramente estaban muy felices… ¡Sí, seguramente no tenían nada de qué lamentarse! Sentí una súbita envidia, no puedo negarlo.

    Aquella parejita que me recordó momentos tristes ya había desaparecido de mi vista, al doblar por una esquina lejana, a cuatro o cinco cuadras, no sabía ni me interesaba.

    Tomé un puñado de nieve con mi mano derecha, y no la aflojé hasta que no se hubo derretido en ella. Asimismo, yo me fui calmando y recobrando la razón de una manera sorprendente. La ciudad estaba alegremente encendida, pero fue en mi mente donde ocurrió la verdadera iluminación. Vaya, ¿pero qué demonios estaba esperando ahí sentado? Ya lo sabía, lo había descubierto: subconscientemente estaba aguardando el verla llegar… sí, a ella, a Julia, que apareciera de pronto desde el fondo de la avenida, allá lejos, y que se dirigiera a mí, que me viera y me reconociera, pero ¡eso era absurdo! ¡Ella jamás volvería! Mi mente estaba nublada.

    Intenté levantarme, convencido de que, de seguir sentado ahí, no lograría nada y sólo enfermaría más. Decidí ser prudente y retirarme. Pero estaba entumecido y me incorporé con lentitud; los huesos de mis piernas crujieron y mi espalda otro tanto. Al estar de pie, comprobé lo débil que estaba, y tuve que afirmarme de un poste de luz para no caerme. Tenía que volver a casa cuanto antes.

    Cerré mis ojos momentáneamente, así me sentía mejor. La calidez volvía a apoderarse de mi cuerpo, realmente era reconfortante. Inspiré delicadamente, para calentar el aire en mi nariz, pero exhalé con potencia. Ya podía continuar.

    ¿Qué iba a hacer? Mi casa, aunque adornada como todas, ya estaba vacía, sola, lúgubre. Ella me había dejado desde hacía más de un año, pero aún la seguía recordando y deseando como el primer día de aquél rompimiento. No podía acostumbrarme a la nueva vida sin mi gran amor, todavía no. Ahora, es seguro que andaría con otro… y que no estaría sufriendo como yo lo hacía. Y en parte está bien, no digo que no porque no soy egoísta, qué bueno, yo le deseaba lo mejor, y qué genial que en la Navidad la pasara feliz al lado de su nuevo amado…

    Caminaba ya más confiado de mis facultades, con las manos moradas en los bolsillos de mi pantalón, avanzando bajo los árboles de la banqueta y las farolas de cuatro brazos, deslumbrado por las lucecillas de los tejados, que caían en forma de cascada ante mi vista borrosa. A esas horas, ya no había mucha gente en las calles, todas se habían guardado en sus casas para festejar en familia la venida de la Navidad, cada quién muy a su manera y a sus tradiciones.

    Recorrí cuatro manzanas, luego visualicé la puerta verde de madera que indicaba la entrada a mi casa, rebusqué en los bolsillos del pantalón las llaves, al no encontrarlas continué mi inspección minuciosa por las bolsas de la chaqueta negra, esa que me regaló Julia en la Navidad pasada, hasta que encontré el manojo de llaves. Abrí la puerta, todo estaba oscuro ahí adentro. Prendí la luz de un golpe, y algo aliviado de que adentro estuviera un poco más templado el ambiente. Corrí a la cama en busca de algo con qué cubrir mi cuerpo de repente para recuperar el calor, y encontré una cobija pequeña ideal. Tirité, pero pronto el frío fue desapareciendo, sobre todo cuando encendí la calefacción que, aunque era vieja y no servía bien, había cumplido muy bien su función en años anteriores.

    Pasó media hora, todo seguía tan solo como cuando entré. ¿Qué hacía, me sentaba a la mesa a cenar solo? Eso me daba más tristeza, a veces me daban ganas de ir a tocar la puerta de algún vecino para pedirle que me dejara pasar… no, pero no caería tan bajo.

    Encendí las lucecillas de Navidad que había colgado del techo hacía un par de semanas, sólo para cumplir con la tradición, porque esto de las épocas decembrinas siempre eran muy pesadas. Luego me dirigí a la cocina, que estaba incorporada a la habitación, y hurgué en una de las repisas, hasta extraer una bolsita de té de manzanilla. “Un poco de agua caliente y con estas hierbas y estaré como nuevo”, pensaba. Así lo hice.

    Y brindé por Julia, por que estuviera pasándola bien, porque no le faltara nada, porque fuera feliz al lado del hombre con el que estuviera. No me quedó de otra. No pude resistirlo al tener la taza caliente en mis manos. Después de todo, la gente siempre brindaba por algo o por alguien. Así que lo hice por Julia.

    También me comí un pastelillo de dos días. Esa fue mi cena, no tenía nada más. Afuera, sólo se escuchaban risas y gritos alegres, pura algarabía. Me amargaba todo eso, me enfermaba. No toleraba realmente que nadie más se divirtiera si no lo hacía yo también. Pero la Navidad debía existir para todos, y es lo ideal que se disfrute, porque se supone que es la mejor época del año.
    Por costumbre, cuando me senté a comer mi pastelillo, eché atrás la silla frontal también, como si alguien más estuviera sentado conmigo, como si fuera una cena para dos, como si aún estuviera ella ahí. Eso me aliviaba un poco.

    Antes de irme a acostar para terminar la noche, me tomé unas medicinas para prevenir que me enfermara más producto de la brutal helada que me había pegado tan inconscientemente. Debía estar demacrado, pero con la medicina, la infusión y la dormida, me recuperaría.

    Apagué las luces, quería irme a dormir, pero la Nochebuena no terminaba. ¿La cortaba cobardemente, o esperaba a que terminara bien para no irme rendido a la cama? La quería cortar, de preferencia. Arreglé mi cama, encendiendo una pequeña lámpara de la mesita de noche. Al hacerlo, miré una vez más un retrato que tenía de Julia ahí, enmarcado como una fotografía muy importante para mí. Dejé lo que estaba haciendo y la tomé para mirarla mejor. Era ella, la sentía tan cerca, podía casi percibir su aroma a través de esa sonrisa que parecía dirigirse hacia mí desde el papel.

    —Feliz navidad, querida— murmuré, cerrando los ojos y besándola.

    Unas campanadas lejanísimas retumbaron en mi casa. Eran las de la Iglesia de la colonia, que marcaba la muerte del 24 de Diciembre. Las conocía muy bien, y no supe qué sentir al escucharlas.
    Entonces dejé el retrato en la mesita, apagué la luz y me retiré con pesadez.



    ___

    Saludos.
     
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    Chocolatita

    Chocolatita Inmutable

    Cáncer
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    Amarga, triste y dramática. Son tres palabras que podría utilizar para describir el escrito, parece ser que son tu especialidad. Plasmas con tal realismo y sutileza el dolor, que parece papable y real. Tú no sólo escribes sobre un "balón rojo", lo ilustras y lo demuestras como si estuviese frente a mí, como si pudiese tirarlo o apretarlo entres mis manos, una simple metáfora para darme a entender.

    Tus escritos son como caminar siempre en los zapatos del personaje, sentir su dolor o su última esperanza, sentir un brillo de felicidad, seguido por un golpe de amargura.

    Es un placer, con total seguridad, estaré encantada de seguir leyendo tales obras maestras. También te he dicho que me encanta tu forma de narrar y describir, que tu léxico es como una dulce copa de vino y las ausencia de faltas ortográficas son una copa, lo que acompaña al disfrute del vino. =3
    Un cálido abrazo,​
    Fruti. ​
     
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