Acción Los últimos de La Galia

Estaban ahí, lo vieron todo. Vieron como su última ciudad caía ante sus propios ojos y como no pudieron hacer nada para evitarlo. Los romanos acabaron con ellos masacrando uno a uno cada bastión de su país haciéndolo débil y miserable y ahora La Galia había dejado de existir. Eran los 6 últimos guerreros en pie ante un ejército de más de 1500 soldados romanos muy bien entrenados, la supervivencia era imposible.

Casas ardiendo, flechas volando y atravesando los pechos tanto de guerreros como de civiles inocentes, espadas cortando las cabezas de todo ser vivo que no fuera romano, mujeres violadas y tesoros saqueados. Todo ello junto en un solo día. La desesperación hace mella en los últimos galos y alguno, ante el impacto de las vistas caen de rodillas viendo su ciudad destruida.

─ ¿Y ahora que haremos? ─ La respiración se le corta al más joven de los 6. ─ Nuestro hogar, nuestras familias, todo… absolutamente todo está devastado. ¡Maldita sea, ─ Golpea el suelo de la muralla con furia. ─ solo soy un puto inútil! ¡Vi a los nuestros morir y aun así no hice nada!

─ No te eches toda la culpa muchacho, era imposible que pudiéramos hacer lo más mínimo. Este resultado ya lo habían decidido los dioses desde el principio, simplemente no somos dignos de estar con vida. ─ El mayor posaba la mano en la espalda del joven.

─ ¡Que les den a los dioses! ¡Estos últimos años de guerra nos han abandonado a nuestra suerte y seguro que les ayudaron a esos cerdos romanos! ─ Gritaba con la intención de que sus palabras llegaran a los oídos divinos. ─ ¡¿Me oyen malditas alimañas?! ¡Cuando vaya os pienso clavar mi hacha por hacerme esto a mí y a mi familia! ─ El rubio maldijo a los Dioses con desesperación en su tono.

¿Cómo habían sobrevivido? Posicionados en las murallas se encargaron junto a su unidad de unos cuantos latinos que se acercaban a por ellos. Puede que estuvieran acabados, pero enviar una compañía tan pequeña a por ellos mientras el resto se encargaba del ejercito principal en el centro del enclave resultó vergonzoso, un insulto a su honor. Lucharon y vencieron pero a costa del resto de sus compañeros, aterrorizados vieron como aniquilaban a su rey el cual cayó luchando hasta su último aliento.

─ Esto es ridículo, solo somos 6 bastarnas. Propongo que huyamos, no tenemos nada que hacer. ─El castaño se cruzó de brazos y se apoyó contra el muro pareciendo estar más tranquilo de lo que verdaderamente se encontraba. ─ Quedan demasiados, sería una locura ir.

─ Por lo que oigo creo que eres imbécil. ¿No ves que tienen una parte del ejército por fuera? Nos matarían nada más vernos con una lluvia de flechas. ─ Por mucho que le doliera tenía que aceptarlo, no había escapatoria. Estaban condenados.

─ Si he de morir, ─ Se levantó el único que hasta ahora no había hablado. ─ será luchando. He oído que los romanos les encanta escribir y narrarían cualquier cosa que les resulte inspiradora. Propongo cargar y pelear hasta que la sangre de uno de los dos sea derramada por el suelo y la espada y, de esta manera, convertirnos en leyendas. ¿Qué mejor manera de morir y a la vez ser recordados que figurar en los libros de historia de nuestros enemigos? Sería prácticamente una victoria.

El resto acalló, pero con el paso de los segundo se les fue iluminando la cara poco a poco. Razonaban y se veían sin posibilidades. Cuando un humano tiene que morir obligatoriamente, elige hacerlo con un amigo espada en mano.

Agarraron sus armas y bajaron. Vieron a parte de las tropas latinas ir hacia ellos, los habían visto. Levantaron sus espadas y hachas y cargaron con todo acompañados de un gran grito. Una lluvia de flecha que podía tapar el Sol se plantó ante ellos.

─ ¡Si nos llueven flechas, lucharemos a la sombra! ─ Gritó para dar ánimos al último momento.

Una atravesó la cabeza del joven y la otras perforaron el cuerpo del que tenía intenciones de huir. Sin mirar atrás continuaron y entraron en combate cuerpo a cuerpo. Mataban y volvían a matar clavado sus armas donde fuera que pillaran. El viejo no duró, fue atravesado de lado a lado por una lanza y cayó sin vida al suelo. Una espada decapitó al que maldecía a los dioses mientras un escudo desestabilizaba al que desmintió la proposición de huir y sucumbía aplastado. Ahora, el valiente que eligió afrontar su muerte como una leyenda estaba solo, pero no por ello se dio por vencido. Clavó, apuñaló, masacró romanos a más no poder hasta que sus fuerzas flaquearon. El mismísimo general romano y uno de los mayores del imperio se plantó ante él. El mismísimo Lucio Minucio, también conocido como Lucio el Poderoso por sus grandes conquistas anteriores.

─ Eres valiente muchacho, admito tu fuerza y honro tu espada mas temo que no te queda tiempo, tus fuerzas se acaban y tu vida expira. ¿Últimas palabras? ─ Concedió el honor a su enemigo por admiración a su valentía.

─ ¿Últimas palabras? ¡Já! Nunca moriré, ni yo ni ninguno de los cinco soldados que me acompañaban. ¡Somos leyenda! ¡Somos los últimos de La Galia! ¡Rinde respeto tú y tu apestoso ejercito de habla y costumbres raras a mí pues he ganado, vuestros descendientes leerán sobre mi hazaña y recordaran vuestro fracaso! ─ Elevó sus brazos y gritó esas últimas palabras al cielo mientras era despalillado por cientos de flechas.

─ Con que los últimos de La Galia, ¿eh? Bonita leyenda, te concederé el deseo de quedar para la historia muchacho. ─ Lucio dio la vuelta a lomos de su caballo directo a Roma para hablar de esta gran hazaña.