Yu-Gi-Oh! Las Dos Coronas【 Atem x Anzu 】

Tema en 'Fanfics de Anime y Manga' iniciado por Rashel Vandald, 6 Mayo 2020.

  1.  
    Rashel Vandald

    Rashel Vandald <3 <3 Felices fiestas. <3 <3

    Capricornio
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    Escritora
    Título:
    Las Dos Coronas【 Atem x Anzu 】
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Romance/Amor
    Total de capítulos:
    2
     
    Palabras:
    3814

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    Las Dos Coronas

    A su corta edad, Atem tenía sus metas claras: ser el mejor gobernante que Egipto pudiese tener, sin embargo, sus planes se ven brutalmente cambiados cuando, poco antes de su nombramiento como Faraón, un extraño y mágico resplandor lo envía a una época distinta, con gente distinta y, por encima de todo, un nombre distinto. Él no se llamaba, ni era, Yūgi Mutō.

    A
    dvertencias: Universo Alterno. | Uso de palabras fuertes. | Actualizaciones lentas. | Un poco de OOC. | Uso de pocos personajes originales. | Uso de los nombres originales en japonés. | Crack!Shipp.

    Disclaimer:
    ¡Yu-Gi-Oh! © Kazuki Takahashi
    Las Dos Coronas © Adilay Fanficker

    .

    CAPÍTULO

    I


    La Voluntad de los Dioses

    .

    .

    » Escúchame muy bien, hijo… si pensará que no eres apto para ser mi sucesor. Ya estarías muerto. «

    .

    .
    En el Egipto de 2170 a.C. las pirámides, esfinges y distintivos monumentos se podían observar perfectamente desde el enorme balcón que poseía el príncipe de Egipto y próximo faraón del mismo.


    Atem permanecía serio, pensativo y aunque no lo demostrase, muy nervioso ya que, dentro de poco, iba a ser el nuevo faraón y con ello tendría más responsabilidades de las que tenía en esos momentos, que por sí solos ya eran bastantes.


    Mientras trataría de organizar sus propios pensamientos, desde la insignificancia que era para él la perfecta postura que nunca debía dejarse atrás, hasta preocupaciones más grandes que conllevaba el hecho de no ser digno para su nación.


    No dejando su expresión estoica, Atem suspiró nervioso y preocupado. Aunque no lo quisiera este era su camino, y con honor, lo seguiría, superando cualquier obstáculo. Aunque a menudo se mostrase ante todos como un hombre de firme postura y sabias decisiones, en la oscuridad de su cuarto, todas las noches, Atem aún seguía considerándose inexperto e inmaduro como para poder dirigir una nación.


    —Joven Príncipe. Los Cinco Mensajeros están esperándolo —habló un hombre de edad avanzada cubierto de blanco. Con ojos lilas sobresalientes y una expresión seria en su cara. Además de que sobre su cuello tenía un collar con la forma de Ankh hecha completamente de oro que tapaba gran parte de su pecho.


    Atem se calmó notablemente al verle el rostro, era su fiel, Shimon Muran.


    —Entiendo —contestó el joven príncipe de cabello de tres distintos colores mirando por el balcón.


    La forma en la que los esclavos construían nuevas pirámides y monumentos a la grandeza de los dioses y faraones le dio aún menos valor que antes. Como desearía hacer que todos esos hombres pudiesen ser libres y vivir plenamente para después construir monumentos que realmente valieran la pena el esfuerzo. Para ser atesorados por sus habitantes.


    Ese había sido su principal sueño cuando era niño, y Atem se preguntó si podría cumplirlo una vez fuese faraón.


    Él a quién todo su pueblo amaba y aquél al que todos sus enemigos temían, estaba casi paralizado por el miedo que le hacía sentir su nuevo rumbo.


    Él era aquél joven orgulloso príncipe que vestía de elegantes y blancos atuendos de telas brillantes y artefactos de oro adornando sus brazos, piernas, y poseedor de un rostro que mostraba una mirada tan pacífica que daba a entender que estaba preparado para cualquier cosa más no era eso lo que precisamente pensaba.


    Colgando de su cuello, ya hacia su hermosa e intocable pirámide de oro con un ojo en el centro, la cual lo identificaba como un príncipe y muy pronto, como el faraón legítimo de Egipto. Anteriormente, su padre, Aknamkanon, la había portado durante todo su reinado y ahora que él ya no estaba en el mundo de los vivos, era el turno de Atem llevar aquel emblema con orgullo y sabiduría como hubiese querido su progenitor.


    Pero…


    —¿Joven señor? —llamó dudoso Muran sacándolo de sus cavilaciones.

    —Sí, estoy listo.


    Atem salió de sus aposentos junto al visir Muran, quien lo seguía de cerca, mirando con atención y silencio la caminata firme del joven.


    Al llegar al salón principal, ambos varones se encontraron con otras cinco personas que poseían artículos con un ojo similar al de la pirámide. Todo esos simbolizaban sus roles dentro del círculo del faraón.


    Seis artículos valiosos de la realeza esparcidos entre las personas más confiables del antiguo rey, y del príncipe actual.


    «Espero que todo salga bien» pensó Isis después de una pequeña sesión de respiración tranquilizante.


    La sacerdotisa Isis era poseedora de un collar con el mismo ojo que llevaba el emblema de su señor. El artículo estaba apegado a su cuello, y ella se mantenía firmemente con la espalda recta, dejando ver su posición con una mirada llena de orgullo.


    De ojos azules, larga cabellera azabache, piel ligeramente tostada, con 1.67 de altura, la sacerdotisa Isis es considerada una mujer muy hermosa. Y aunque muchos hombres detestaban que ella fuese una sacerdotisa, de tal importancia que el castigo para aquel que siquiera osara pensar en tocarla era más que la muerte misma, y no una mujer de cualquiera del harén del príncipe (uno que Atem jamás frecuentaba), ella se mostraba en esos momentos, más feliz de lo que antes pudo haberse mostrado ante la importancia de la fecha de hoy.


    —Cálmate —le dijo un hombre a Isis.


    Él estaba a la izquierda de ella, el nombre de este hombre es Seth, el primo del príncipe y uno de sus más leales hombres.


    —Lo hará bien —le susurró Seth a Isis sin quitar la mirada del pasillo de donde saldría Atem en cuanto estuviese listo.


    Seth tenía entre sus manos un cetro que marcaba el mismo ojo del collar y la pirámide. Seth no tenía problemas en mantener el cetro dorado bien apegado a su mano a pesar de que él estaba igual o más nervioso que Isis. Él es un hombre que mide 1.86 de alto, una piel más tostada que la de la sacerdotisa, con el cabello castaño y unos profundos ojos azules. Según se cuenta, Seth es uno de los más leales súbditos del príncipe. Pobre alma injusta que se travesara por su camino.


    «Se ha tardado demasiado» atrás de Isis y Seth ya hacia otro hombre cuya mirada no era precisamente feliz o siquiera ansiosa por ver el nuevo amanecer del futuro faraón. Esta persona portaba el ojo de oro, idéntico al de la pirámide del faraón, justo sobre su cara a modo de ojo falso. Este hombre, era identificado por el nombre de Aknadin. Él, como todos los presentes, vestía de blanco. Su albina cabeza estaba siendo cubierta por un manto similar a una capucha mientras que su piel dejaba al descubierto su avanzada edad.


    Aknadin, a diferencia de todos los otros presentes, no albergaba buenas intenciones con respecto a su señor. Sin embargo, sus acciones para con Atem y su padre, cuando éste aún vivía, impedían a todos los que desconfiaban de él, cuestionar su lealtad.


    Cuando Atem entró a la sala, mostrándose imponente como siempre ante sus sacerdotes y amigos, llamando la atención de todos como era su intensión, ninguno de sus súbditos se atrevió a hablar primero. Pensaron que el chico estaría temblando de los nervios, pero al parecer se equivocaron, Atem se veía seguro de sí mismo.


    Lamentablemente Isis vio la verdad, no era que Atem no se sintiese nervioso, es que no quería mostrarlo. No era para menos. La hora en la que Atem tuviese que mostrarse ante los dioses, Ra y Horus, para recibir su bendición, estaba a tan pocos pasos de ellos. Pero, Isis era valiente, conocía a su príncipe, y ella estaba segura que Atem era más que digno de gobernar, por muy joven que fuese.


    Ella se le acercó y le dijo con voz suave y tranquila:


    —Mi señor, es hora.


    El joven asintió. En compañía de sus seguidores, Atem se preparó para enfrentarse a su destino.


    Su padre, su abuelo y su bisabuelo lograron salir victoriosos de la prueba, más o menos cuando tenían su misma edad. Todos estaban nerviosos, o eso le dijo el padre de Atem a su hijo, por lo que no debía temer. Debía confiar en sí mismo.


    Estaba tan cerca de recibir las bendiciones de los dioses para poder tener el poder total del pueblo y ser aceptados entre los rincones más sagrados de la otra vida como estaba escrito en las piedras antiguas de las pirámides. No había por qué estar asustado.


    —No hagamos esperar a los dioses —dijo Mahad dando dos pasos hacia Atem.


    Mahad, se presentaba como uno de los hombres más fuertes y leales del príncipe además de Seth, él poseía el puesto del sacerdote y mejor amigo del muchacho. Con una altura considerable y una piel un poco más oscura que la de los demás, y unos ojos con rasgos más serios en su rostro, Mahad podía hacer que con una sola mirada suya pudieses ver el horrible destino que te esperaba si le tocabas para mal la poca paciencia que tenía.


    —¡Atem! —gritó con una chica, sorpresivamente, poseedora de una gran sonrisa que radiaba bondad y lealtad—. ¡Qué bueno que llegue a tiempo, estaba preocupada por no encontrarte…!


    Antes de que pudieran marcharse, una joven de estatura mediana, tez bronceada y ojos azules entró con brutalidad, casi animal, al escenario mostrándose feliz y bastante emocionada.


    Seth, Mahad e Isis sonrieron en un intento de reprimir las risas que azotaban sus gargantas, mientras que el visir Muran se limitó mirar a la joven aprendiz con seriedad más nunca con superioridad o fastidio. Después de todo, la chiquilla era un caso especial, una de las pocas amigas verdaderas que el príncipe tenía.


    —¡Mana! —exclamó Aknadin completamente indignado por la falta de respeto de esa muchachita. Esa mocosa nacida en la calle que Mahad rescató algunos años atrás, según él, por ver a una futura gran hechicera en ella—. ¡Muestra más respeto!

    —Discúlpame Aknadin, —sopló aburrida—, pero no encontraba mi cetro.


    La joven mostró ante todos aquella vara con una enorme esfera de madera con tallos lo suficientemente detallados para mostrar una curvatura como la de una chupeta. Ella hizo su cetro con mucho esfuerzo para poder manipular mejor su magia, porque, según Mahad; su maestro, todo gran hechicero por muy poderoso que fuera necesitaba uno cetro. Y aunque al principio a ella le pareció tonto, no pudo evitar construir uno para demostrar su gran estatus.


    —Atem, Mahad, ¿podrían creer que estaba debajo de toda una pila de pergaminos? —rio un poco contagiando al príncipe quién sólo mostró una sonrisa de lado. Y conseguir una sonrisa así de Atem justamente ahora, ya era un gran logro.

    —Nos lo imaginamos Mana —dijo Mahad con tacto—, por cierto, ese cetro necesita mantenimiento —señaló un raspón en el punto alto que formaba una espiral dibujada en una esfera de madera cuyo color era amarillo mientras que lo demás parecía tener un color azul marino algo gastado.

    —¡Ah, sí! Disculpa —rio nerviosa otra vez, no era muy típico de ella hacer eso, pero lo hacía cuando realmente estaba apenada.


    Era normal que en esta ocasión Mana tuviese cuidado con sus cosas ya que buscaba su cetro con ímpetu para poder estar presentable en esta ceremonia tan importante, y resulta que el mismo necesitaba mantenimiento. Vaya descuido.


    —Bueno, ¿listos para irnos? —preguntó ella mirando a Atem transmitiéndole un poco más de esa excesiva confianza que la aspirante a hechicera poseía.

    —¿Irnos? ¿Acaso se te fueron las cabras, niña? Tú no estás lista para… —replicó Aknadin hasta que Mahad le interrumpió deliberadamente.

    —A mí me parece buena idea que nos acompañe —pausó con delicadeza—, después de todo este es un momento de importancia para el príncipe y quién mejor para estar a su lado que una gran amiga como Mana.

    —Estoy de acuerdo con Mahad —dijo Karim con una sonrisa.


    Karim era propietario de una balanza de ojo cuyo centro estaba adornado con el ojo que identificaba a los artículos de cada uno de los allegados al príncipe, él era el sacerdote y guardián sagrado del príncipe después del gran amigo de éste, Mahad. Karim es un hombre fornido, con una larga cabellera negra y unos profundos ojos azabaches. Al ver disimuladamente el disgusto en la cara de Aknadin aportó con regocijo.


    —Él le necesitará a su lado.

    —Pero, ¿y tú qué dices Atem? —preguntó Mahad confiado en que Mana iría con ellos a pesar de las negatorias de Aknadin.


    Atem dio un suspiro y su rostro pareció relajarse, sonrió cruzándose de brazos.


    —Quiero que Mana venga conmigo. Así que déjenle venir —dijo él mostrándose muy seguro de qué nadie iba a poner objeción además de él—, no hay tiempo que perder. Andando.

    —Pero mi señor —intentó decir el hombre portador del ojo de oro—, entienda que ella es sólo una…

    —Dije —se giró hacía él viéndolo seriamente para después gruñirle—: andando.


    Atem no habló más. Llamó a Mana para que caminara a su lado, quién gustosa acepto, y a Mahad para qué estuviera con él junto a la sonriente Isis y ese insoportable Karim para caminar hacia su destino.


    Aknadin ocultó su enojo para mirarlo al príncipe marcharse con la inútil aprendiz y los demás ignorando que Seth lo miraba con una sonrisa triunfante.


    Poco después de tanta y tanta plática de Mana sobre sus duros entrenamientos, el príncipe Atem estaba entrando los dominios de la Sagrada Esfinge de Ra para el ritual antes de ser proclamado faraón.


    Seguido por sus Cinco Sacerdotes (o Mensajeros, como usualmente se les llamaba) y su gran amiga Mana acompañándolo para darle ánimos, Atem se sentía cada vez más seguro de su éxito.


    No era una sorpresa para nadie que la chica, aprendiz de Mahad, deseaba seguir los pasos de aquellos imponentes personajes para algún día caminar al lado de su mejor amigo como una Mensajera más, aunque lo que Mana más deseaba en toda su alma era proteger con su vida a cada uno de sus grandes amigos, ya fuera Atem, la fabulosa Isis o incluso a su estricto maestro, Mahad.


    —Sé que podrás hacerlo bien, y si yo lo sé eso significa que así será, no te preocupes. Confía en mis grandes habilidades de predicción.


    Mahad y Atem pensaban que Mana bromeaba con eso de la adivinación puesto que en algunas cosas (si no es que todas en su gran mayoría) no lograba acertar. Pero Isis sabía que era porque Mana era aún muy inocente e ingenua en algunas cosas por lo que no podía ver completamente las cosas hasta ser lo suficientemente mayor para estar al tanto de… todo.


    —¡Ya lo vi amigo mío! ¡Todo estará bien!


    Y con esas últimas palabras, el joven de ojos morados estaba listo para poner su mente y cuerpo en manos de los dioses para ser al fin, uno de ellos.


    —Atem —susurró la muchacha a su lado parando sus gritos.


    Él la miró de reojo y siguió caminando con ella a su lado, quién al parecer se mostraba preocupada.


    «Vaya cambios de humor» se dijo Atem para sí mismo—, dime.

    —Espero que… espero que al salir no te olvides de ―rio tontamente, pero con Atem sabía que eso era signo de preocupación―. De nuestra amistad.


    Mana había escuchado tantas veces historias sobre de los cambios que los príncipes tomaban al convertirse en faraones y sobre que algunos habían desterrado o incluso asesinado a sus amigos con tal de que no se convirtieran en debilidades para ellos, que ella temía que Atem hiciera algo parecido con ella.


    Una mano grande se posó sobre la cabeza de la chica, ambos notaron que Mahad estaba tras ella con una mirada tranquila en el rostro, como siempre lo estaba cuando sabía que todo estaría bien.


    —No seas tonta, eso no pasara. ¿O sí príncipe? —preguntó sonriente al joven de cabello puntiagudo. El cual le dedicó una sonrisa a ambos.


    A sus dos grandes amigos.


    Mana sonrió confiada ladeando la cabeza dejando caer sus cabellos siendo observada por Aknadin quién estuvo en total desacuerdo con que Mahad haya insistido en llevar consigo a su pequeña y débil aprendiz insistiendo en qué, el joven príncipe, la necesitaría a su lado antes de ingresar al Esfinge. Y esa maldita de Isis apoyó esa ridícula afirmación. Eso enojaba a Aknadin más que cualquier otra cosa. El ser ignorado.


    —Es hora mi señor —interrumpió Isis deteniéndose al lado de Karim—. Debe entrar.


    Atem se despojó de todas sus pertenencias a excepción de su ropa de color blanco, caminó descalzo por el pasillo principal, sin sus atuendos elegantes o sus hermosas joyas con las que había despertado aquella mañana.


    Lo único que podía llevar era su pirámide llamada: Rompecabezas del Milenio, para poder purificarla junto con su cuerpo y alma. Y así, siga siendo uno de los artículos consagrados por los dioses a los faraones.


    Mana le miró marcharse sintiendo un nudo repentino en la garganta. La puerta de la esfinge fue cerrada por los guardias ante la orden de Seth. Una vez hecho esto, los Mensajeros se retiraron de uno en uno, siendo Aknadin el primero en marcharse seguido casi sorprendentemente de Isis y los demás a excepción de Mana y su maestro, que esperaron un poco más.


    Mahad tomó de los hombros a su alumna y le obligó a retirarse junto con él sin más palabras, después de todo él sabía que ninguna serviría para hacer menguar la preocupación de Mana.





    Adentro de la esfinge, los ojos violetas de Atem se cerraron al momento de hincarse frente a las estatuas de Ra (la cual estaba hecha de oro) y Horus, (la que estaba hecha de piedra).


    Todo a su alrededor estaba adornado de oro. Bellos adornos del mismo material colgando del techo y jeroglíficos por cada pared, que sólo un miembro de la familia real estaba autorizada a leer.


    Las estatuas de Horus y Ra tenían una vela cada uno del mismo tamaño, esa era la señal del tiempo que debía estar el príncipe meditando y entregando su voluntad a Egipto y a su gente.


    Comprometiéndose en silencio a gobernar con sabiduría, sin una pizca de avaricia o cualquier otro sentimiento malvado que corrompía el alma del hombre, Atem tuvo que dejar cualquier duda atrás.


    Pero en las afueras. En medio de una gran nada. Una voz muy fuerte y seria resonó.


    Vaya, vaya —soltó una risa burlona que todos ignoraban que retumbaba entre la implacable arena del desierto—, este parece ser el momento perfecto.





    Mana y Mahad estaban de regreso en el palacio.


    Los guardias más leales de Mahad y el faraón estaban esperando en las afueras, cuidando la entrada a la Esfinge. La cual se encontraba atrás del palacio fuera de los plebeyos y cualquier otro peligro.


    Cualquier peligro a excepción de un hombre llamado Adio, él es un hechicero dedicado a las artes oscuras, un traidor de Egipto que fue expulsado años atrás por el rey anterior, el padre de Atem.


    Las intenciones de Adio eran claras: matar al príncipe Atem para poder regresar a su tierra y hacerse con el trono de Egipto. Después, usar el ejército de los dioses y unir al mundo entero a su reino oscuro.


    Adio es un hombre extrañamente alto y delgado de cabello blanco y piel marrón, sus ojos son grises y tiene labios gruesos. Viste harapos además de que suele oler a hierbas medicinales, puesto que las vende, como parte de una fachada para ocultar sus ruines intenciones de conquista.


    Nada iba a distraerle de su objetivo. Adio estaba en la parte trasera de la gran esfinge sagrada con una sonrisa perversa en su cara. Había aprovechado la noche de ayer para pasar de incógnito ante los guardias. Era hora de matar al presumido príncipe y cumplir la misión para la que se había preparado toda una vida


    Era hora de matar al bastardo de cabello tricolor.


    Deseaba hacer pagar a ese chico por su infelicidad y ya había llegado el momento.


    Sin embargo, antes de que Adio pudiese activar aquella bomba casera, justamente arriba de la cabeza de la esfinge, un temblor movió las arenas egipcias haciéndolo caer en un enorme vacío causado por una grieta. Después de aquello. Un gran resplandor se hizo cargo de cegar a todos los habitantes de Egipto.


    —¡¿Qué ha sido eso?! ¡Vayan a la Esfinge, nada malo debe pasarle al príncipe! —ordenaba Mahad a los guardias reales mientras corría a una velocidad sorprendente, siendo seguido por Mana a duras penas.


    Cuando se trataba de Atem ni un rayo podía comparársele en velocidad. Mana lo siguió, pero él se detuvo y se giró hacía ella, parándola en el acto.


    —¡Tú regresa!

    —P-pero…

    —¡Qué regreses! —gritó furioso.


    Mana se detuvo viendo la silueta de su mentor correr sin ella en la búsqueda de su amigo y protegido a través de aquella extraña luz.


    Lanzando una maldición al aire y sosteniendo su cetro con fuerza; corrió al interior del palacio. Impotente, y muy furiosa. Sin embargo, ella comprendía la gravedad del asunto.


    Mahad corría desesperado. Al llegar junto a los demás guardias notaron que la extraña luz del cielo había desaparecido dejando al descubierto al sol y su esplendor normal.


    La Esfinge, por otro lado, estaba partida a la mitad. De lado a lado e irreconocible.


    —¡Mi señor! ¡Señor! —gritaba Mahad revisando las ruinas.


    Las estatuas de Ra y Horus estaban intactas, sin embargo, había muchos escombros a sus pies. Por lo que, Mahad y los guardias, no tardaron en buscar el cuerpo (seguramente) sin vida del joven príncipe.


    ¿Acaso aquello era una obra de los dioses? No tenía sentido, Atem siempre demostró ser un hombre digno de ocupar el trono como faraón.


    Mientras el hombre fornido buscaba con desesperación, la única sacerdotisa del príncipe miraba desde lo lejos en su habitación donde tenía una vista casi perfecta de la situación.


    —Era inevitable —musitó la preocupada Isis cruzada de brazos viendo el embrollo provocado.


    Desastre obviamente estuvo en sus predicciones más de una vez, desde una semana atrás para ser exactos, sin embargo por órdenes del mismísimo Horus, ella tuvo que guardar silencio.


    Sólo esperaba que él cuidara bien de su señor, y también que los dioses tuviesen un plan para haber cambiado las cosas tan radicalmente de lugar.


    Sobre todo porque faltaban pocos días para que el verdadero faraón tuviera que asumir su puesto antes de que fuese reemplazado.


    —Sólo espero que él esté capacitado para llevar esta carga. Todo sea para detener al enemigo y proteger a Egipto —susurró viendo cómo Mahad sacaba un cuerpo de entre los escombros.


    Todo comenzaba ahora.


    —CONTINUARÁ—
     
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  2.  
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    Bien, bien, fuera de que, por lo que mencionas en el título, vas a manejar una pareja que no es del todo mi gusto, he de decir que la introducción me pareció bastante interesante y creíble, con un buen manejo de los personajes presentados que hasta ahora sí son de los conocidos por mí. Puede que se te haya ido alguno que otro signo de puntuación en un lugar no correspondiente pero es lo de menos ya que no dificulta la lectura.

    Por como lo has presentado no es que el espíritu de Atem va a ocupar el cuerpo de Yugi, sino que es el mismo Atem quien tomará el lugar de Yugi en su tiempo y, por obvias razones, completamente intrigado sin entender el porqué de lo que le ha pasado. La pregunta es si Yugi ─el original Yugi─ será coronado faraón o qué pasará con él en el antiguo Egipto, y entender mejor las razones de los dioses para realizar tal cambio. Bueno, puede que me anime a seguir leyendo pasando por alto las cositas que no me agradarán (la relación romántica de Atem y Tea como piensas manejarla).

    Saludos y no dejes de escribir.
     
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  3.  
    Rashel Vandald

    Rashel Vandald <3 <3 Felices fiestas. <3 <3

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    2809

    CAPÍTULO

    II

    El Niño Abusado​


    .
    .


    » ¿Sabes? Tu madre siempre me dijo que tenías madera para ser algo más que un “llorón” y yo tengo fe en que no se equivocó. «

    .
    .



    Japón, durante el año 2000 d.C., era conocido como un agradable país donde vivir. Era una nación que cada día se modernizaba más y más, y cada una de sus prefecturas eran lugares donde la televisión y la radio ya habían sido agregadas al uso cotidiano de la gente, y donde la palabra “Faraón” era sólo parte de los libros de historia.


    Para muchos de sus habitantes, Domino no era más que una ciudad poco conocida, poco visitada y poco importante a pesar de diversos acontecimientos que ocurrían en su interior. Cada una con más relevancia qué la otra. Pero, a final de cuentas, Domino era una ciudad pequeña y poco relevante si lo comparábamos con Tokyo o Kyoto.


    Fuera de ciertas noticias de impacto; que no tardaban en palidecer ante otras dentro y fuera de Domino, esa diminuta comunidad, sin saberlo, poseía una de las más interesantes reliquias egipcias, por la que, cualquier país poderoso (o multimillonario interesado) pudiese querer, aunque claramente, la ubicación de ésta, era todavía un misterio.


    Como todo, Domino también tenía sus problemáticos contras. Al ser un lugar con pocos habitantes, muchos daban por hecho que en sus terrenos reinaba la seguridad, la honradez y la amistad. Lamentablemente no en todos los lugares era así, sobre todo en la preparatoria de la misma.


    La preparatoria de Domino era un instituto de gran reputación, poseía buenos profesores, alumnos destacados, instalaciones de primera categoría y también… perfectos abusivos de mierda perfectamente ocultos en las sombras. O más bien, perfectos abusivos de mierda ocultos bajo la incapacidad de los adultos a cargo del orden, que preferían girar las cabezas a un lado, a tener que lidiar y controlar a los “chicos problema” que iban y venían con cada año. Usando esas caras duras, tratando de tapar el sol con un dedo. Todo con el fin de mantener en alto una estúpida ilusión creada con el maldito propósito de mantener una reputación no merecida frente a la ciudad entera.


    En la preparatoria de Domino, había maleantes para escoger.


    Desde los matones con la apariencia de serlo, hasta los alumnos destacados que lo eran sólo por robar las notas a los débiles intelectuales. Los chicos rudos de corta edad habitaban como ratas, y un par de ellas, reían y gemían palabras obscenas mientras azotaban las puertas de un casillero en plenas horas de clases.


    —¡Por favor! ¡Déjenme salir! —gritaba una voz juvenil más suave que las de los chicos en el pasillo.


    Las manos de aquel pobre adolecente, privado de su libertad, golpeaban sin cesar la puerta desde el interior, siendo así el perfecto objeto de burla de los tres tipos en el exterior que lo habían metido ahí.


    Este, en efecto, era un ejemplo bastante claro de qué tan jodido podía ser uno de estos pobres e indefensos diablos, a merced de los profesores indiferentes y un grupillo de inseguros violentos con tendencias sociópatas.


    —¿Lo escuchaste? Enano-Yūgi quiere salir —habló burlonamente un pelirrojo de ojos azabaches y piel blanca con un uniforme azul marino.


    Este estúpido pegó tres veces a la puerta con los dedos, índice y medio, con burla en su grasosa cara con cicatrices y granos.


    —¿Qué dices Kohaku? ¿Lo dejamos salir? —preguntó a un joven corpulento de cabellos castaños y mirada perversa.

    —Claro que no —espetó bruscamente, el líder de estos tres, cargando sus palabras con veneno—. Que se quede ahí. Después de todo, no es de todos los días que esos imbéciles de Jōnouchi y Honda estén expulsados por un día al mismo tiempo —chasqueó la lengua—. Oye, ¿por qué no vamos por esas zorras de Anzu y Miho para encerrarlas junto con él?

    —Yo apoyo la idea —respondió el tercer buscapleitos, sonriendo maliciosamente.


    Adentro del casillero, el chico con el cuerpo más pequeño que el de ellos, se paralizó por completo ante esa idea.


    —No —musitó el sorprendido y asustado joven, Yūgi Mutō.


    Yūgi Mutō no destacaba en casi nada en lo que se pudiese alardear. Es más, el pobre diablo sin una pizca de autoestima ya había hecho una lista de sus defectos, una que terminó rompiendo y tirando a la basura antes de comenzar a llorar.


    Se podría decir que… Yūgi se odiaba a sí mismo.


    No se agradaba.


    Le disgustaba tanto su exterior, como su interior.


    Para empezar, poseía una melena extraña, con tres colores. Violeta, negro y rubio, en ese orden. Su peinado, además, no le ayudaba a intentar disimular ese extraño orden de colores. Su propio cabello le impedía alaciarlo y bajarlo hasta su espalda de modo que no pareciese una estrella navideña. Había intentado con tanto producto capilar se le puso enfrente, pero nada funcionaba para siquiera, intentar aplacar tal defecto.


    Por otro lado, durante años, su madre y abuelo tuvieron que explicarles a los profesores que ese era su cabello natural, y no iba a cortárselo ni teñírselo de ningún color, si es que ese era con el que Yūgi había nacido. El joven había deseado tanto en que cambiasen de opinión, que ya había llorado varias veces en su cuarto por esa prohibición.


    Maldecía ser tan tímido y no poder decir lo que pensaba. Fingir que todo estaba bien frente a su familia, y sufrir en solitario las burlas en la escuela. Pero así era él.


    Además, en tercer grado Yūgi ya había cometido la gran estupidez de cortar su cabello casi a raparse… y jamás olvidaría el año que tuvo que esperar hasta que su melena volviese a la normalidad.


    Segundo. Para casi cumplir los 17 años, Yūgi poseía una estatura demasiado baja y una complexión muy delgada. Su uniforme le quedaba holgado, a pesar de que, la que usaba, era la talla más chica que se pudo hallar, y para variar, el que su melena fuese tan… alocada, sólo incrementaba lo mal y desaliñado que se veía.


    Incluso había quienes le molestaban porque decían que su cabello era más grande que su propio cuerpo.


    Tercero. Su maldita timidez. Ya casi era un adulto y el pobre no dejar de tartamudear cada vez que una persona le hablaba.


    Era tan asustadizo como una paloma citadina.


    Tan débil físicamente como un bebé.


    Y tan débil mentalmente… que le dolía.


    Más le quemaba no saber cómo iniciar para cambiar lo que le disgustaba de sí mismo.


    Demasiado harto de notar cómo Yūgi era el objeto de burla de casi todo el mundo, Jōnouchi ya había intentado enseñarle a pelear, para defenderse de sus abusadores, pero Yūgi estaba en contra de la violencia. Honda, por otro lado, le había insistido a Yūgi porque presionase a las autoridades estudiantiles para que castigasen a esos idiotas que se burlaban de él… pero, Yūgi no se sentía con el valor de mirar cómo imponía queja tras queja, solo para ser ignorado y empeorar de por sí, su ya patética situación de acoso escolar.


    No muchos lo veían, y si lo hacían, les costaría entenderlo. Pero, luego de tanto tiempo siendo atacado, el miedo era palpable en el pobre muchacho.


    Desafortunado bicho raro.


    Curioso espécimen de ojos color violeta. Los cuales, Yūgi tampoco amaba ni un poquito, a pesar de creer que en su abuelo; estos se veían geniales.


    Se podría decir que, físicamente, Yūgi era casi idéntico al príncipe egipcio Atem. ¿Pero quién podría decirle eso? ¿Y cómo Yūgi podría creerlo?


    Además, había otra cosa más que él poseía.


    Aunque Yūgi Mutō no lo considerase como el tesoro que era, el solo llevarlo, luciendo exactamente igual al antiguo príncipe de Egipto, lo hacía un chico muy especial.


    Era ese hermoso objeto milenario que colgaba de su cuello gracias a una cadena. La pirámide con el ojo, estaba hecho de oro puro. Gracias a todos los dioses existentes; sus abusadores lo tomaban como si fuese un artículo falso, ya que, para estos pobres enanos mentales, era imposible vivir de una cutre tienda de juegos viejos y llevar un objeto de oro tan grande como ese. De haber sido otro el caso, aquel tesoro ya habría sido robado.


    Para Yūgi, quien todavía permanecía ignorante de la historia que envolvía dicha figura, esa pirámide de oro poseía un valor sentimental que era (sin duda) más alto que su valor económico.


    Era regalo de su fallecido padre, quién murió después de ir a aquella excavación en Egipto junto con sus demás colegas de profesión. Fue un trágico derrumbe, de donde salió gravemente herido, y con sus últimas fuerzas, recitó su testamento.


    Poco después de saberse de la muerte de Mutō Padre, en el hospital más cercano a la zona de excavación, un paquete llegó con el nombre de Yūgi como el destinatario, junto a un sobre amarillo con la noticia del deceso.


    Adentro de la caja, había dos cosas. Una carta donde decía que el difunto hombre, había pedido que el contenido de la misma fuese entregado a su único hijo, y una caja de metal amarillo que poco después se dio a conocer que era oro macizo de hace muchos años atrás.


    Si antigua y nada amable la leyenda (o más bien, maldición) del Rompecabezas del Milenio era verídica, entonces Yūgi la había roto. Sin embargo, el joven no lo vio así en su momento. De hecho, durante su duelo contra el luto, arrumbó la pirámide a una esquina y no la sacó de la caja de cartón hasta que su corazón estuvo otra vez, preparado para ver su contenido sin llorar.


    Según su abuelo, Solomón Mutō, el motivo por el cual Yūgi poseía un objeto tan valioso, era porque sencillamente el destino así lo había decidido.


    Yūgi había perdido a su padre, pero había ganado un montón de piezas con formas extrañas adentro de una caja con grabados borrosos que, incluso, su abuelo tuvo problemas en interpretar.


    “Maldito aquel que me toquen por codicia y todos aquellos que lo acompañen”, eso decía la escritura de la esfinge donde se encontró tan valiosa reliquia.


    Adentro de la dichosa caja de cartón había otra más, envuelta con periódico.


    La caja rectangular de oro con símbolos muy antiguos grabados por los alrededores. En uno de sus dos largos lados ya hacía un ojo egipcio gravado con claridad.


    Había un segundo escrito:


    “Aquel que logre armarme, poseerá el poder de la Oscuridad”, decían aquellas inscripciones de aquel compartimiento que ahora ya hacía guardado en un baúl dentro del sótano de la casa Mutō.


    Esa pirámide era lo único que Yūgi había dejado de odiar en sí mismo, con el paso del tiempo. Porque había tomado mucho de su esfuerzo en armarla, sin dejar de admirar la foto de su padre, la cual tenía sobre su escritorio, usando su imagen como motivación. Porque le había concedido un deseo, luego de toda la palabrería que ponía la caja en la que iba.


    Tenía amigos.


    Tenía a Jōnouchi, a Honda, a Miho… y Anzu.


    ¡Oh, no! ¡Esos maleantes iban por ellas!


    ¡Y él encerrado en un maldito casillero!


    Maldición… maldición. ¡Maldición!


    —¡No les hagan nada a ellas! —exclamó Yūgi, golpeando la puerta desde adentro, mientras oía que sus agresores escapaban—. ¡Por favor! —al cabo de un rato, el chico pegó la frente de su cabeza en el duro y frío metal, rindiéndose otra vez—. Anzu… Miho —susurró, temblando por la impotencia que sentía.


    ¿Por qué?


    ¿Por qué?


    Jōnouchi y Honda… los dos mejores amigos que poseía en el mundo entero si le preguntaban a Yūgi… ambos habían sido expulsados por un día, después de ser sorprendidos viendo revistas pornográficas en medio de la clase de algebra.


    Menos mal que sólo había sido por un día. La profesora Chono era cruel cuando no se respetaban sus reglas con perfección y al parecer eso no les había quedado claro a esos dos.


    Pero… ¿por qué Yūgi siempre tenía que depender de ellos dos para sobrevivir un día en el instituto? ¿Por qué no podía ser tan valiente como Jōnouchi? ¿O tan listo como Honda?


    Entonces, de repente, la puerta de metal fue azotada por la cabeza de Yūgi por última vez.


    La maldita puerta no se abriría.


    —Odio ser yo —se dijo maldiciéndose por ser tan sumiso y débil.


    Si tan sólo fuese más decidido y seguro de sí mismo seguramente no estaría encerrado en esos momentos, rendido y avergonzado.


    Dejó caer su frente contra la puerta del casillero una y otra vez sin la intensión de causarse daño, si lo hacía, su abuelo preguntaría de nuevo y en realidad, el chico no estaba de humor para eso.


    Con suerte, Anzu y Miho demostrarían ser muchísimo más fuertes que él y no se dejarían intimidar por un grupo de estúpidos…


    Eso quería Yūgi creer, aunque en parte, eso no le ayudaba a sentirse menos inútil.




    Lamentablemente para Yūgi, él ignoraba que por los pasillos de la escuela, un personaje se acercaba a él, con tranquilidad y una sonrisa malévola en su rostro.


    Weevil Underwood. O mejor e insultantemente conocido como Insecto-Ojón.


    Este peligroso chico desalineado con lentes, mantenía entre sus manos una pistola 9mm taurus con un propósito en especial: “Matar a Yūgi Mutō”.


    ¿Por qué? Las razones de Weevil para hacer lo que planeaba, eran tan vanas para cualquier mente cuerda que daban náuseas, sin embargo, parece que ya dejamos claro que en este instituto; podías encontrarte hasta con el mismísimo Lucifer y nadie haría nada por detenerle.


    Weevil pensaba que su estrategia era perfecta. Que nadie sospecharía de él. Sino de los brabucones.


    En su prodigiosa mente, Weevil pensaba que toda la responsabilidad se la llevarían esos mequetrefes que molestaban a Yūgi. Qué nadie iba a pensar que el simpático chico de lentes y atuendo nerd con una obsesión clara por los insectos, había sido el homicida.


    Con cada paso que daba, se sentía más valiente y decidido.


    Yūgi Mutō iba a morir y nadie le culparía él. Nadie podría hacerlo.


    Sólo él, Weevil Underwood lo sabría, y nadie más se daría cuenta ya que limpiaría el arma con un paño limpio, y se las arreglaría (de ser posible y más perfecto) para meterla en el maletín de alguno de esos bastardos. Lo único que necesitaría a partir de esos momentos sería que, alguno de aquellos simios, tomase el arma, lleno de incredulidad y dejara las huellas que Weevil deseaba para no meterse él en problemas.


    El casillero seguía siendo golpeado lentamente con la cabeza de la víctima en su interior…


    Estaba tan cerca.


    Lo que esa pobre criatura infeliz llamada Yūgi Mutō no sabía, era que en pocos minutos estaría en el infierno sin saber quién le había hecho el favor de mandarlo ahí.


    Yūgi Mutō se arrepentiría por haberle roto aquella foto de Nosaka Miho que tanto trabajo le costó obtener desde los vestidores que las chicas utilizaban después de la clase de gimnasia. Además de ser una persona en verdad odiosa y tener lo que él en verdad deseaba.


    …​


    Yūgi suspiró por milésima vez, comenzando a sentir la falta de aire. Tratando de aferrarse a su cordura, pasó sus manos por el contorno de la pirámide de oro que le había concedido el deseo de tener verdaderos amigos.


    Estaba acostumbrado a estar encerrado en el casillero por horas, pero no estaba acostumbrado a cargar con la responsabilidad de ser un perfecto inútil cuando a sus amigos se refería. Anzu y Miho estaban en peligro y él sólo podía estar lamentándose ahí.


    ¿Acaso en realidad no podía hacer nada?


    «Soy patético».


    Apretó sus dientes, furioso. Pensando en insultos para sí mismo.


    Menos mal que no había nacido como un rey, de lo contrario, ya tendría toda una población estaría muerta bajo sus pies y eso definitivamente sería peor.


    Mientras tanto, Underwood ya llevaba parado dos minutos en frente de ese casillero confiado en que esta vez no habría quién pudiera detenerlo. Cuando el chico de lentes apuntó el cañón del arma con su mano temblorosa y estuvo a punto de jalar el gatillo…


    Un temblor azotó la escuela de forma brusca siendo secundado por una cegadora luz que cayó sobre todo el personal de la escuela, maestros, conserjes, estudiantes y más tarde, Weevil Underwood y Yūgi Mutō.

    —CONTINUARÁ—
    .
    .

    Gracias a InunoTaisho por comentar, lo aprecio mucho :D

    Saludos y hasta el próximo capítulos.
     
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  4.  
    InunoTaisho

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    Bueno, me quedé esperando el "¡Yugi... it's me, your fairy godfather!... "... XDXDXDXDXD


    Ya, más en serio, creo que no te has ido muy lejos de la trama original con Yugi siendo abusado por todos y sin que ningún adulto haga nada; sólo la inclusión de Weeeeebel modifica un poco las cosas e incluso hasta lo presentas como un maníaco que mataría sin dudar sólo porque le echaron a perder sus pervertidas ensoñaciones.

    No muchos errores y de hecho un capítulo largo a mí me satisface, así que estaré esperando para cuando Atem se manifieste.
     

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