Historia larga La semilla cósmica

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por ShakespeareDrunk, 29 Agosto 2017.

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    ShakespeareDrunk

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    29 Agosto 2017
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    La semilla cósmica
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Horror
    Total de capítulos:
    5
     
    Palabras:
    4531




    Sinopsis: “La semilla cayó del cielo y trajo consigo un torrente de locura y sangre, destruyéndonos a todos con su naturaleza vil. Aunque su único deseo era vivir. Vivir a través de mí. ”

    Daniel Hyde, una joven huérfana y sus compañeras del orfanato son invitadas a la Mansión Corvino durante una semana, un campamento de verano para educarlas en protocolo y etiqueta, regida por la implacable y enigmática Amaranta Corvino. Allí, Daniel que sufre de amnesia y no recuerda nada de su pasado, empezará a recordar fragmentos de su memoria, pero ¿realmente es buena idea hurgar algo que no quiere ser rememorado?

    Paralelamente, a las demás huéspedes de la mansión les comienzan a suceder cosas extrañas, sucesos inexplicables y secretos enterrados salen a la luz, algo muta y se alimenta de la oscuridad que albergan sus corazones.

    Transcurrida una semana, ¿alguna podrá salir cuerda de la mansión Corvino?




    Prólogo:

    1 de agosto de 1982


    N
    o recuerdo una lluvia como la hoy desde hace mucho tiempo, normalmente, las tormentas de verano no suelen durar más de unas horas al día, cae un chaparrón y al poco vuelve a salir el sol. Sin embargo, la lluvia de hoy parecía no tener fin, más bien parecía que el cielo se había partido en dos, dejando caer toda la metralla sobre la ciudad. A mí me gustaba calcular la distancia de los relámpagos, era algo que me había enseñado Jill y siempre que diluviaba me aseguraba de estar cerca de una ventana, justo como ahora.
    En el momento en el cual unas tímidas gotas habían aterrizado en el patio trasero mientras yo tendía, sabía por el color negruzco de las nubes, que no se trataría de un chaparrón ligero. Instantes después, tuve que recoger a toda prisa la ropa colgada el tendedero del patio. Hoy no íbamos a ir a la playa, cosa que causó gran disgusto a las gemelas, que deseaban más que nada poder pisar la arena de la playa y hartarse de nadar, por otra parte, Jill, aunque no renegó como Felicia y Amelia, sabía que secretamente se alegraba de ello. No sabía muy bien el porqué, pero no le gustaba ponerse morena, tenía la piel extremadamente blanca y sensible y pese tomaba muchísimas precauciones siempre acababa roja como un cangrejo. Yo, no obstante, me mantuve neutral ante la tormenta, al contrario que las gemelas, no me gustaba el verano y siempre me incliné al frío del invierno, no poder dormir en las noches abrasadoras de agosto siempre me ponía de mal humor, tampoco me beneficiaba del sol ya que al ser negra poco morena podía ponerme, como mucho adquirir un tono rojizo muy extraño.
    Por el rabillo del ojo vislumbré un relámpago y empecé a contar.
    Un Misisipi…
    Dos Misisipi…
    Tres Misisipi…
    Cuatro Misisipi…
    Cinco Misisipi…
    Seis Misisipi…

    Seis segundos exactos, eso significaba que el rayo estaba a una distancia de dos kilómetros.
    Apoyé mi frente contra la ventana, llovía, pero no significaba que no hiciera una humedad infernal. Se estaba a gusto así, sentada en el alféizar de la ventana y las gotas cayendo contra el cristal, estrellándose en mis oídos como una nana muy agradable… parpadeé un par de veces, intentando no quedarme dormida, pero finalmente cedí. Me desperté por una suave mano agitando ligeramente mi hombro, me preguntaba cuanto tiempo había dormido.

    —Te harás daño si continúas en esa postura.

    Levanté la vista y vi a Jill mirándome con su habitual expresión neutra. Le dirigí un gesto de asentimiento y me senté normal, todavía perezosa de la siesta, ella tenía razón, mi cuello estaba rígido de haberme colocado en una mala posición.

    — ¿Qué hora es?

    —No serán más de las seis de la tarde, solo te he despertado para avisarte de que la Srta. Lisa se ha marchado. —Esperó a que dijera algo, pero al ver que no era así continuó— al parecer, vamos a tener una nueva compañera.

    Esta noticia me tomó por sorpresa, la última en llegar había sido ella misma, Jill. Aún recuerdo el día en que llegó al orfanato, tenía nueve años cuando la trajeron aquí, completamente sola, como todas nosotras. Tardamos semanas en que nos dirigiese la palabra, siempre había sido tan reservada, incluso ahora, que tiene doce años (igual que todas las chicas del ala oeste) aparentaba muchos más años, tanto físicamente como mental. Era la más alta con diferencia, y aunque me daba un poco de celos, la más agraciada, todo en ella era elegante y gracioso, de lo que más tenía envidia era de su suave cabello rubio, no como el mío oscuro y ensortijado, un absoluto desastre para peinar. Normalmente, manteníamos una relación de cortesía, aunque a mí me gustaría pensar que éramos amigas.

    — ¿Cómo crees que será? — pregunté genuinamente intrigada—. Supongo que no está bien que lo diga, pero me gusta la idea de tener una nueva modelo.

    Jill se sentó en una silla cercana de la habitación, la que normalmente utilizamos para estudiar, aunque al ser verano se le daba poco uso. Este era mi rincón secreto del orfanato cuando quería estar sola y no ver a nadie, como hoy, solo meditar y mejorar mi habilidad con la pintura. Por lo general estudiaba anatomía con mis compañeras del ala oeste, que se reducían a Jill, las gemelas Amalia y Felicia y raramente a la Srta. Lisa, la cuidadora que se encargaba de nosotras. Como según Jill se había ido ella a buscarla deducía que la nueva inquilina del orfanato femenino Robert Hyde debía tener nuestra edad aproximadamente, ya que dividían a las chicas por rango de edad. Sinceramente, esperaba que fuese guapa.
    —Realmente no me importa demasiado como sea, solo espero que no sea un engorro… aunque por lo que me ha contado la Srta. Lisa antes de marcharse me parece que no se van a cumplir mis deseos.

    La llama de la curiosidad volvió a encenderse en mí, si había algo que me caracterizaba es una insaciable hambre de cotilleo, y en verano, acabadas las clases y sin mis amigas más allegadas costaba encontrar algún chismorreo sabroso que me saciara y ahora Jill había plantado la semilla en mí. Le imploré que me lo dijera, también sabía cuáles eran mis puntos débiles.

    —Está bien. — Empezó Jill satisfecha— no sé mucho tampoco, solo me comentó que iba a buscarla a un hospital mental, o sea; un psiquiátrico, que padece amnesia y que seamos amables con ella que se encuentra en una situación muy delicada. En un principio iba a ser trasladada a otro orfanato, pero al parecer estaba demasiado lleno y ha sido removida al nuestro súbitamente.

    — ¿Qué quieres decir con amnesia?, ¿ha perdido todos sus recuerdos?

    —Solo lo sabremos cuando venga. —Concluyó cruzando una pierna. Su falda cayó sobre su rodilla de una forma atractiva. Jill no soltó más información que esa.

    Le dije que se quedara como estaba, saqué mi libreta de dibujo y comencé con el esbozo, intentando hacerla proporcional. Durante el tiempo que iba dibujándola, medité sobre el hecho de que fuera amnésica esta nueva inquilina. «Sería horrible no tener recuerdos…» pensé para mis adentros, me olvidaría de mi madre y de mi padre, ahora muertos. Mis recuerdos de ellos era lo único que me quedaba, ni siquiera tenía una foto para verlos de vez en cuando, nos habíamos mudado tantas veces y habíamos sido tan tristemente pobres que ni siquiera una cámara de carrete de usar y tirar compramos. Mi corazón se estrujó dolorosamente, no me gustaba pensar en ellos, ya no era una niña como para ir llorando por las esquinas…por un instante, tuve compasión por aquella chica desconocida, al menos yo tendría mis memorias para recordarles, ella no tendría nada.



    Continúo lloviendo el resto de la tarde, no tan duro como al principio, pero igual de constante, me di cuenta de que la tormenta estaba cada vez más cerca. Después de terminar el retrato de Jill (no me había salido tan bien como quería y, enfadada, lo tiré), me uní con las gemelas a la sala de estar donde se encontraban viendo antiguas películas de terror en cintas VHS. Ninguna me pareció especialmente aterradora, exceptuando “El gabinete del doctor Caligari” que me gustó por su estética, las demás no dejaron gran impresión en mí.

    Las gemelas eran amantes de todo lo relacionado con el terror, sobre todo películas, este mismo año se había estrenado “La cosa” de Jonh Carpenter y las había fascinado al extremo. Me preocupaba un poco por Felicia, aunque Amelia era la que más disfrutaba del cine de terror, Felicia era quien realizaba bromas macabras y se había enfocado en Jill. Me acuerdo de una broma en especial, Felicia sin que Jill se diera cuenta consiguió meter en su cama todas las cucarachas que había capturado pacientemente en el orfanato, puesto que sabía que Jill sentía un temor desmedido por las cucarachas, tampoco podré olvidar su grito de pánico y la consecuente pelea que tuvieron esas dos. La riña acabó con el labio de Felicia partido, y eso amainó sus payasadas por una temporada. En silencio me alegré por aquella lección puesto que yo misma había sufrido varias bromas pesadas de su parte, una vez me depiló una ceja entera y estuve un mes con esa misma ceja pintada a carboncillo.

    Su gemela Amalia, era muy distinta, igual de morbosa que su hermana, sí, pero muy tranquila y obediente, nunca molestaba a nadie y si alguna vez lo hacía, sin duda era por coacción de Felicia. Ellas habían vivido en este mismo orfanato desde que eran bebés, incluso conociéndolas desde hace tanto aún me sorprendía lo idénticas que eran. Muchas veces me había confundido de hermana, en varias ocasiones estuve pensando que estaba hablando con Amalia cuando era Felicia, hacían esa clase de cosas por diversión, confundir a los demás. No estaba muy orgullosa de este sentimiento, pero en algunos momentos me resentía de su estrecha relación.

    Un ser perfecto partido por la mitad.

    La mitad de un todo.

    —Entonces… ¿está loca? — preguntó Felicia alejándome de mis pensamientos—. La Srta. Lisa ha ido a buscarla allí, me gustaría haberla acompañado, nunca he estado en un loquero.

    —No seas estúpida, eso no significa que esté loca, Jill debe medicarse, pero no es ninguna lunática. Seguro que tú estás más loca. — Defendí como buenamente pude a aquella chica misteriosa.

    —No seas cruel con ella, debe de estar pasándola muy mal—murmuró Amalia a mi lado—. Nosotras debemos apoyarla en lo que necesite.

    Felicia farfulló algo entre dientes que no entendimos, seguramente lo aburridas que éramos. Le sonreí a Amelia y ella me la devolvió, estar a su lado era siempre reconfortante. Quise decirle algo, aunque el sonido de las ruedas de un coche me detuvo.

    No podía ser otra que la Srta. Lisa.

    Y aquella chica amnésica.

    Todas las chicas del ala oeste nos asomamos enseguida al recibidor, expectantes a que se abriera la puerta principal, tardó más de lo esperado o puede que el tiempo se había ralentizado, pero me pareció esperar una eternidad. Lo primero que vi fue el sencillo paraguas negro de Lisa, lo sacudió un par de veces y miró a Amalia.

    —Ayúdame, querida— pidió Lisa, enseguida fue a socorrerla. Nuestra cuidadora era ya algo mayor, me di cuenta de que con la ropa mojada parecía algo vulnerable y repentinamente me sentí culpable por no ayudarla más con algunas tareas domésticas.

    Una vez que el paraguas fue colocado en la cesta con los demás, una chica joven apareció a su lado, bajo el brazo acogedor de Lisa, la hizo pasar y limpiarse los zapatos. Ya acicaladas de las gotas de lluvia, nos presentó.

    —Muy bien chicas, acercaos todas— nos aproximamos extrañamente recelosas, incluida Jill que se había quedado a mitad de las escaleras, observando—. No sé si lo sabíais todas, puesto que ha sido una noticia algo abrupta… pero a partir de hoy contaremos con una nueva compañera, se llama Daniel, tiene vuestra edad, doce, y espero de corazón que os hagáis amigas de ella y le brindéis el apoyo que necesite, tal como os he enseñado.

    La colocó delante de ella apoyando sus manos en los hombros de la joven con gentileza. Por segunda vez aquel día, mi corazón se estrujó, pero no por lástima, si no por algo que no podía entender. Retumbó tanto que incluso tuve que agarrarme el pecho para calmarme. «¿Qué me estaba pasando?»

    Una por una nos fue presentando, primero fueron las gemelas; Felicia la saludó con ojos entrecerrados y Amalia llegó incluso a darle un abrazo, cosa que sorprendió gratamente a la muchacha, pero no dijo nada, después Jill, impecable con sus modales como era usual. Finalmente llegó a mí, para ese entonces, yo estaba muerta de nervios. La mano de Lisa pasó del hombro de Daniel al mío.

    —Y ella es Alma— dijo y con eso los ojos de Daniel se centraron exclusivamente en los míos. Mis nervios de calmaron de golpe, sin explicación. Eran unos preciosos ojos grises enigmáticos como los de un gato, perfilados por dos tupidas cejas castaño oscuro. Nunca unos ojos me habían impresionado tanto, ni siquiera los preciosos ojos color verde esmeralda de las gemelas. La voz de Lisa interrumpió mis pensamientos—. Querida mía, me gustaría, si es tu deseo, que a partir de ahora cuidaras de Daniel, siendo tan responsable como eres, no dudo en que cometerás tu tarea de guardiana mientras Daniel te necesite.

    No sé ni cómo logré murmurar un rápido “Por supuesto” sin sonar ridícula y torpe. Daniel me dirigió la más leve de las sonrisas.

    Después de echarle una mano para colocar en la habitación conjunta sus escasos bienes, cenamos todas las chicas del ala oeste en la cocina, con un ánimo ciertamente incómodo, siempre era así cada vez que venía una chica nueva. Me di cuenta de que Daniel no había soltado palabra, ni siquiera sabía cómo era su tono de voz, siempre que le pregunté algo se limitó a negar o asentir con la cabeza. Espero que tampoco sea muda, que es lo único que le faltaba por padecer a una chica amnésica. En petit comité la Srta. Lisa nos advirtió que fuéramos delicadas con ese tema, puesto que ser rudas con respecto a eso podía significar aumentar su trauma. Me prometí a mí misma no indagar en aquello a no ser que Daniel quisiera hablarlo, pero por dentro mi curiosidad estaba enroscándose como un látigo de fuego.

    Para dormir, Jill tuvo que dejarle un camisón, por lo visto Daniel solo llevaba una camiseta enorme que le llegaba por encima de las rodillas como pijama y eso para la Srta. Lisa era demasiado indecoroso, incluso entre mujeres. El bonito y anticuado camisón color crema le hacía parecer una novia de Drácula. Me atraía y me inquietaba a la vez.

    En un estado de perpetua vigilia, me movía de un lado para otro en la cama, buscando una postura cómoda para conciliar el sueño, aunque para mi vergüenza cada poco miraba el descanso de Daniel, que se encontraba en la cama conjunta a la mía. Me permití observarla con detalle. Desde pequeña me encantaba dibujar, siempre he tenido traza y a pesar de no sonar demasiado humilde creo que soy realmente hábil, gracias a mi don tengo un ojo para considerar lo que es bello y cuando algo me obsesionaba tenía que pintarlo hasta alcanzar la perfección. Encontraba a Daniel realmente guapa en su sencillez, rostro ovalado, labios llenos y tiernos, nariz recta, un cabello castaño liso por encima del hombro con las puntas con tendencia a irse hacia arriba, un cuerpo agradable, piernas largas…todo lo que yo no era. Con ganas de llorar, me obligué a dormir de nuevo.

    No sé muy bien cómo, pero conseguí hacerlo, hasta que un grito tremebundo me sacó de un puñetazo de la leve cabezada, el reloj de mi mesita señalaba la una de la noche, la cama de Daniel estaba vacía, sus sábanas hechas un lío de perros. El chillido venía del baño del pasillo, la rendija de luz debajo de la puerta la delataba. Piqué un par de veces, intentando no asustarla más.

    — ¿Qué ha pasado? Por favor, abre la puerta. — Esperé paciente, pero no contestó—. Sé que todo esto debe de ser difícil para ti, estás completamente sola en el mundo y eso no va a cambiar en mucho tiempo, pero te puedo prometer una cosa, yo estaré a tu lado.

    A la falta de respuesta me quedé al otro lado de la puerta, si saber qué hacer y sintiéndome una completa estúpida. «¿Por qué he tenido que decir esas tonterías? Lo más probable es que piense que eres una acosadora». Cuando perdí las esperanzas, ella habló:

    —La puerta está abierta.

    Entré en el baño y la encontré tirada en el suelo, con el bonito camisón manchado de sangre. Mis ojos se abrieron con horror, esta escena me causaba más pavor que ver mil películas de terror con las gemelas. En seguida le pregunté qué había pasado, Daniel temblaba.

    —N-o no lo sé… —sollozó intentado limpiar hilillos de sangre que corrían libres por sus pantorrillas— me levanté con un dolor terrible en el estómago, pensé que mil agujas se retorcían dentro y al ir al lavabo empecé a sangrar sin motivo…odio la sangre.

    — ¿Podría ser…? —murmuré— ¿Puedo levantarte el camisón?
    Daniel asintió y con delicadeza cogí el dobladillo y se lo levanté hasta la cadera. Sus bragas también estaban manchadas, no hay duda de lo que ha pasado.

    — ¿Voy a morir? — preguntó muy seria.
    Estuve a punto de reírme, pero su expresión de preocupación no cambió. No era ninguna broma, eso me hizo morderme el labio.

    —Claro que no vas a morir, aunque a veces se siente así… solo estás menstruando.
    Ella parpadeó en incomprensión como si le dijera que la Tierra era plana. Esperaba sinceramente que esto no fuera una broma pesada, ya tenía suficiente con Felicia, aunque algo en sus ojos me decía que de verdad no sabía lo que era el período.

    Con el máximo cuidado y sin entrar en detalles le expliqué que era un proceso natural de la mujer y su función principal era para traer hijos al mundo, cuando le conté que iba a suceder cada mes su respiración se congeló.

    — ¿Va a ser así siempre? — inquirió genuinamente estremecida ante la idea.

    —Sí, hasta que te hagas mayor y seas menopaúsica, entonces no menstruarás más.

    —Quiero ser menopaúsica ya.

    —Lo siento, pero las cosas no funcionan así… Parece que has tenido una hemorragia también, realmente una no sangra tanto, puede que al ser la primera vez duela más, te acostumbrarás y no será tan doloroso. Ahora voy a buscarte una compresa, tú límpiate de mientras.

    Y Daniel me obedeció, cuando entré de nuevo ya estaba aseada y en ropa interior, con el camisón de Jill cuidadosamente doblado. Me sorprendió ver una cicatriz bastante fea que cubría una fina línea de color blancuzco desde la parte inferior de su pecho derecho hasta su última costilla. No queriendo ser maleducada me centré en explicarle cómo funcionaba el maravilloso mundo de las compresas. Esclarecida la duda, me dirigí a mi cama para dejarle intimidad, pero Daniel me retuvo.

    —Gracias, Alma.

    No por primera vez esa noche, me pregunté realmente quién era Daniel.

    Los días transcurrieron sin demasiados percances, exceptuando la primera noche de su llegada, nada extraordinario pasó… Y una parte de mí estaba algo decepcionada. En mi fuero interno aún tenía esperanza de que algo ocurriese, pero los recuerdos de Daniel se mantenían sellados en la nebulosa de su cabeza. Una tarde, mientras estábamos jugando a bádminton en el jardín trasero, nos explicó, tras la insistencia de Felicia (cabe decir que enseguida había hecho buenas migas con las demás) que no recordaba absolutamente nada de su pasado, su familia, hogar, ni tan siquiera su nombre era el auténtico. Era como una recién nacida ya crecida… Ahora nosotras seríamos su familia.

    —Todo estaba borroso y no recuerdo muy bien lo que pasó, era como andar dormida. —Relataba Daniel mientras nosotras nos sentábamos a su alrededor, como si nos estuviera contando un cuento— simplemente me desperté una noche sin luna, en una especie de descampado y caminé hasta hacerse de día por los alrededores de una carretera en estado catatónico, no sabía qué hacer, quizá hubiera continuado caminando sin rumbo si no fuera por una joven pareja que pasaba por aquella carretera. Ellos fueron los que me llevaron al hospital y después de eso… bueno, supongo que ya lo sabéis.

    — ¿Los médicos que te revisaron no notaron alguna anomalía? Como alguna herida en la cabeza, por ejemplo. — Inquirió Jill.

    —A parte de heridas en los pies por caminar descalza y una severa deshidratación, no.

    —Pensaba que quizá sufriste algún golpe en la cabeza y a causa de ello perdiste tus recuerdos… Pero a lo mejor no. — Intentó deducir la rubia en vano.

    —Es posible que fuera una abducción de los aliens— comentó Felicia con cierta maldad—. Puede que tengas sus huevos ya dentro de ti y por eso sangraste tanto el otro día.

    Aquello ruborizó a Daniel y sabía que le sentó francamente mal, pero cautelosa como era, no se atrevió a decir nada. Me hubiera gustado pegarle una torta, pero era demasiado cobarde.

    —No hagas caso a la idiota de mi hermana, ha visto demasiadas series de extraterrestres. A mí me gustaría pensar que ha sido un vampiro, ¿sabías que tienen la capacidad de borrar recuerdos? Puede que hayas tenido una aventura con alguno y la cosa no acabó bien, eso sería muy romántico. — Se rio Amalia sin la picardía de su gemela, a veces decía cosas muy extrañas. Al parecer eso causó gracia a Daniel que se lo agradeció con un sutil guiño.

    Sin embargo, yo tenía una pregunta quemándose en la lengua, una que me obligué a tragarme por respeto este tiempo atrás. No pude aguantarme más.

    — ¿Querrías recuperar tus recuerdos?

    —Sí, por supuesto. — Contestó como si fuera evidente, y en parte lo era.

    —Creo que no he tanteado bien la pregunta… —replanteé y esperé a que me mirara—. Quiero decir, ¿no has reconsiderado nunca que no tener memoria es lo mejor? O sea… Puede que lo que quieras encontrar no te guste, muchas de las que estamos aquí nos gustaría borrar ciertas cosas de nuestro pasado, ¿y si te hicieron daño? no has pensado que a lo mejor al ser tu mente un folio en blanco es una oportunidad para empezar de cero de una vida anterior nada agradable.

    Nadie dijo nada después de mi vómito de palabras.

    Daniel nunca me contestó.


    El tiempo achicharrante de agosto cambió repentinamente esta noche donde la lluvia caía a raudales de un momento a otro. Yo estaba agradecida por eso, y por unos instantes accedí a rememorar los sucesos recientemente acontecidos. Tenía un mal hábito, uno que nadie sabía, consistía en el momento de desnudarme para cambiarme de ropa y había un espejo, me estrujaba la grasa prominente de mi barriga y la apretaba hasta dejarme marcas. Odiaba mi cuerpo. En esta ocasión, Daniel me pilló mientras yo pensaba que dormía.

    — ¿Por qué haces eso? — me preguntó incorporándose en su enorme cojín.

    Avergonzada, no le respondí y me sumergí en la seguridad de las sábanas. Yo también tenía mis secretos.

    —Eres guapa, Alma.

    Y sin más, volvió a acostarse.

    Como si no hubiera dicho la gran cosa, sencillamente, lo que pensaba.

    Como si no me hubiera hecho llorar en agradecimiento. Era una persona tonta y débil. Echaba tanto de menos a mi madre.

    Empujando estos sentimientos, hondo en mi pecho, un rayo iluminó la sombría habitación. Su cama volvía a estar desierta. Una corazonada desagradable retumbó en mi caja torácica. Fui veloz al lavabo, pero allí no había nadie, entonces escuché un ruido desconocido en el recibidor. Asomándome asustada, me encontré con la puerta principal abierta. La lluvia entrando dentro, dejándolo todo húmedo. «¡¿Se habrá escapado?!» pensé entrando en pánico.

    Nunca he sido una chica especialmente valiente, pero no podía permitir dejarla. Sin pensarlo dos veces salí corriendo en su busca, sin zapatos ni nada. La lluvia me caló hasta los huesos enseguida, seguramente mañana tendría un furioso catarro, no me importaba. Había un pequeño bosquecillo rodeando el orfanato, si se adentraba allí era muy posible que le perdiera el rastro. Para mi fortuna, vislumbré su figura no muy lejos de la puerta principal, caminaba muy lentamente, enseguida corrí hacia ella.
    — ¿¡Qué estás haciendo!?— la agarré de los hombros para cortarle el paso. Su semblante no cambió ni un ápice, era como si no me escuchara.

    Me di cuenta al instante. Era sonámbula.

    No podía despertarla de golpe, no sabía cómo iba a reaccionar, por lo que me dediqué a susurrarle que estaba soñando, que tenía que despertarse. No sé cuánto tiempo estuvimos allí las dos, debajo de la lluvia, su camisón se pegaba como una segunda piel. Después de un buen rato, parpadeó y volvió en sí, sus ojos grises se abrieron en horror.

    —Alma… He visto algo espantoso.

    — ¿Qué has visto? Dime.

    Súbitamente empezó a temblar, como si hubiera acumulado en sus entrañas todo el frío y ahora lo expulsase. La mirada en sus ojos no la olvidaría jamás, fuere lo que fuere que viese no era bonito ni agradable.

    —Algo malo va a pasar Alma… algo horrible alguien de aquí. Hoy, alguien va a morir.

    Dicho esto, se lanzó tropezando al orfanato, yo aún estupefacta tardé unos segundos en reaccionar y seguirla. Ella era mucho más rápida que yo, y para cuando la alcancé se encontraba parada justo en la puerta del baño. Por debajo de la puerta, el agua se escurría llegando a tocar los pies de Daniel. Algo oscuro se mezcló con el agua. Era sangre.

    —Tenemos que abrirla.

    Estaba cerrada con pestillo, no nos quedó otra opción que intentar romperla. Era lo suficientemente delgada, y tras varios placajes conseguimos astillarla. Como era normal, con todo el escándalo las chicas de los dormitorios más próximos fueron encendiendo las luces, queriendo saber qué es lo que sucedía. Daniel, cansada de nuestros intentos fallidos de romper la puerta se aferró a la primera silla de metal que encontró y con todas sus fuerzas la estrelló.

    Finalmente, se abrió.

    Todas las chicas que se habían levantado se avecinaron a mirar dentro. Ellas chillaron espantadas, Daniel y yo no pudimos decir nada. Las palabras se atragantaron en mi garganta y si me atrevía a hablar, vomitaría.

    Dentro de la bañera estaba flotando el cuerpo inerte de Jill con las venas de sus muñecas abiertas. El agua de dentro se tiñó por completo de rojo, dando una visión que se grabaría en mis retinas hasta el día de mi muerte. La carne de sus antebrazos estaba tan destrozada y deshecha que se podía ver el hueso. Mi visión se nublaba, iba a desmayarme hasta que vi que Daniel no se había movido en absoluto.

    Miraba estupefacta un mensaje en la pared, seguramente escrita con la misma sangre de sus muñecas.
    “Volveremos a encontrarnos,
    E.”

     
    Última edición: 5 Septiembre 2017
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  2.  
    Arec

    Arec Iniciado

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    ¡Hola!

    Primero que nada, bienvenid@ al foro.
    Me llamó la atención tu fic, principalmente porque me gusta el género de horror, tengo planeado escribir uno de este género desde hace tiempo, pero me he visto un poco limitado de ideas y de tiempo libre para conseguir algo de inspiración.

    Pero bueno, pasando al punto:
    Me gusta tu forma de escribir, se te da muy bien la narración en primera persona, es agradable y le da un toque mucho más personal y a la vez... ¿siniestro? O eso me hace sentir, viéndolo de algún modo.

    Me he quedado intrigado con la trama hasta ahora; al parecer, alma tiene algo así como un cierto interés por las mujeres, ¿no? Ver de esa forma tan detallada a una chica me hace pensar eso, quizá sólo sea cuestión de su interés en la mera belleza, tratándose de una artista. Por otra parte, está Jill, que parecía ser la más educada y correcta de las chicas que están allí, eso me hace pensar que lo que sucedió quizá no fue premeditado, sino que hubo la participación de alguien más... o algo más. Esa "E." es otra cosa que me intriga, no entiendo de dónde pueda venir, tengo una idea de lo que puede significar, pero no quiero arruinar nada si es lo que estoy pensando, así que mejor me espero a que lo continúes. :P

    Si no te molesta, miré algunos detalles que podrías considerar la próxima vez, son principalmente fallas mínimas en la ortografía. Y una cosa que noté, es que no usas espacio después de los puntos suspensivos, cuando debería haber uno que separe a la palabra de estos. Por ejemplo: "Algo malo va a pasar, Alma... algo horrible...".

    Sin más, y espero que no sea molestia, te los señalo:

    Una simple tilde, miré que más adelante volviste a usar la palabra y en esa ocasión sí tenía, así que supongo que fue un error de dedo.

    Probablemente otro error de dedo sin querer, creo que la palabra correcta es súbitamente.

    Aquí, creo que por gramática, te hace falta una coma: "Para dormir, Jill tuvo que dejarle un camisón,"

    Nuevamente una tilde que se escapa: sábanas. Lo otro: Echar, este es un verbo que se refiere a dejar caer algo, o verter algo. Hechas, esta palabra es el participio irregular del verbo hacer.

    Aquí no hay nada que corregir, simplemente me pareció un poco gracioso el vocabulario que usan niñas de doce años; cuando yo tenía esa edad no sabía ni de broma lo que significaba catatónico (creo que ni siquiera sé ese significado ahora mismo x_x).

    Aquí se repite lo del hacer/echar. Básicamente, la carne estaba deshecha, o sea, deshacida(?) (no uses esa palabra por favor, no existe pero quiero darme a entender porque ahora me surgió la duda de si te referías a eso en específico(?)).


    En fin, espero no haber resultado muy pesado con eso; por favor, ¡continúa escribiendo! Coméntame en mi perfil cuando lo hagas para leerlo enseguida.
    ¡Saludos y buen día!
     
  3.  
    ShakespeareDrunk

    ShakespeareDrunk Iniciado

    Escorpión
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    Muy buenas, gracias por el comentario, para nada eres pesado, al contrario. Debería tener más cuidado y revisar mejor. Ya está todo corregido.
    ¡Saludos y de nuevo gracias por el comentario! es de agradecer tener apoyo :)
     
  4.  
    ShakespeareDrunk

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    Daniel
    11 de Julio de 1986


    Había un campo de girasoles fuera de la camioneta, su imagen habría sido espectacular si no fuera porque la gran mayoría de ellos se encontraban marchitos, con un aspecto quebradizo y frágil. Sentí lástima honestamente al verlas así, descubrí que los girasoles eran mi flor favorita algo que creía que no se parecía a mí, puesto que era una flor optimista y yo en cambio tendía a ser reflexiva.

    El pesado camino por la carretera nos llevó por lo menos cuatro horas de viaje y según la Srta. Lisa aún nos quedaba media hora para llegar a nuestro destino. Intenté no impacientarme y dedicarme a mirar el paisaje por la ventanilla y escuchar música con nuestro nuevo walkman, cosa que me puso de muy buen humor. Había sido un regalo de nuestra cuidadora para todas nosotras (era realmente caro), que acostumbrábamos a escuchar música en vinilos y ella, cansada de nuestras constantes peleas por escuchar un grupo u otro decidió tirar la casa por la ventana. En esencia, la música era donde teníamos los gustos más radicalmente distintos. Mientras que Amalia sentía devoción por las reinas del pop como Cindy Lauper o Blondie, Alma era una seguidora acérrima del rock y sobre todo de Queen, por otro lado, Felicia se inclinaba por cosas más indies tipo The Cure o The Smiths, yo me identificaba con estilos musicales en las cercanías de Pink Floyd, entretanto, Jill, alejada de toda corriente, solo escuchaba música clásica. Éramos en definitiva un grupo muy dispar.

    Me acomodé en mi asiento y me giré para ver a las demás, mi primer instinto fue mirar a Alma que se había quedado completamente dormida con la boca abierta, decididamente nada femenina, verla así, tan relajada me hizo sonreír. Incluso con la ropa excesivamente ancha, como dictaba la moda, noté enseguida que su figura era mucho más esbelta. Nunca le dije nada, pero me preocupaba el odio pugnante por su cuerpo, harta de aquello, le propuse hacer ejercicio y las dos estuvimos de acuerdo para practicar natación. Alma lo hacía para fortalecerse y perder grasa, no obstante, yo averigüé que disfrutaba inmensamente de zambullirme en el agua y bucear hasta que mis pulmones ardieran por oxígeno.

    Le debía tantas cosas, me había dado tanto que ni en mil años podría agradecérselo, que menos que ayudarla cuando me necesitaba. Después de mi primera noche en el orfanato Robert Hyde, ella se tornó de inmediato en un pilar fundamental en mi vida, cuidándome sin pedirme nada a cambio, solo porque era una buena persona. Ella se convirtió en mi confidente, protectora, amiga… no creía en dios, pero daba gracias cada noche al ente supremo (sea cual sea) por darme a Alma.

    Echando la vista atrás parecía mentira que ya hubiesen transcurrido cuatro años. Las palabras que me dijo Alma el día que les conté sobre mi amnesia aparecieron repentinamente en mis pensamientos.

    «— ¿Querrías recuperar tus recuerdos?»

    Siendo objetiva… ya no estoy tan segura.

    Los primeros meses de lo que yo llamo “mi despertar” me obsesioné por completo por saber quién era. No dormía ni comía, adelgacé tanto que mi cabello comenzó a caerse, me sometí a muchos psicólogos, a otras tantas terapias (algunas, cabe decir no muy científicamente comprobadas), hice cosas de las que no estoy orgullosa… aún quedan marcas de aquellos días funestos en mi cuerpo.

    «Quizás… quizás las cosas no sean tan malas». Pensé quitándome los auriculares, ya no escuchaba música, solo el traqueteo de la furgoneta y unos tenues acordes de la guitarra de Felicia, su instrumento inseparable.

    Con cada día que pasaba, era más Daniel Hyde y menos aquella chica amnésica, medio loca y desesperaba por abrir la caja de Pandora. Pensar en el apellido Hyde como mío propio era raro, pues todas nos apellidamos así, en honor al fundador del orfanato, meditándolo, aquello nos unía en una extraña hermandad. La Srta. Lisa contaba la misma historia a cada nueva chica, Robert Hyde había nacido como un huérfano y al hacerse mayor y ganar fortuna, en vez de gastársela para sí mismo decidió invertir a la beneficencia, construyendo el orfanato para amparar a niños sin hogar, a través del tiempo se convirtió en un lugar exclusivamente para mujeres.

    Queriendo alejar pensamientos dolorosos de mi mente, dirigí mi mirada otra vez al paisaje y entonces me di cuenta de que estábamos llegando a nuestro destino. Entre la espesura de los árboles se divisaba residencia.

    La mansión Corvino se alzaba imponente.

    Sin razón aparente, la cicatriz en mis costillas ardió como las llamas del infierno, dejándome sin aliento. Conseguí camuflarlo tosiendo, para mi alegría lo conseguí.

    Cuando la Srta. Lisa nos comentó que tenía planeado para nosotras unas vacaciones de verano maravillosas, nos entusiasmamos tanto que casi nos echamos a gritar, aunque cuando nos explicó que era un campamento de verano para señoritas, para aprender protocolo y etiqueta, nuestras caras palidecieron. Aprender modales, como si fuéramos unas jóvenes salvajes y asilvestradas… no lo éramos, no tanto al menos.

    Intentamos por activa y por pasiva boicotear como fuera la escapada, hasta que finalmente la Srta. Lisa nos explicó por qué había accedido a entregarnos a la Sra. Corvino. Ella nunca tuvo hijos, por lo que su madre actualmente era su único familiar vivo y se encontraba muy enferma, con un cáncer terminal, como era normal quería pasar sus últimos momentos en compañía de su madre y nosotras, por mucho que no quisiéramos ir, acabamos aceptando. La carta de invitación de la Sra. Corvino llegó una mañana a su correo personal, le vino que ni pintado.

    En estos cuatro años no había pasado más que un fin de semana fuera del orfanato, inexplicablemente, me estremecía ante la colosal mansión.

    —Ya hemos llegado— anunció la Srta. Lisa bajándose del coche. Al parecer la verja nos impedía el paso en coche, por lo que llamó al telefonillo, escondido entre la maleza—. Buenos días, somos las invitadas del orfanato Robert Hyde, ¿podría abrirnos, por favor?

    Unos tensos segundos prosiguieron hasta que las antiguas puertas que custodiaban la mansión se abrieron, chirriando al igual mil murciélagos volando.

    —Bien niñas, parece que el camino es demasiado pedregoso para ir con nuestra destartalada camioneta, será mejor que cojáis vuestras maletas y vayamos caminando. ¡En marcha, chicas!

    Nos bajamos de la camioneta y estiramos las piernas, nuestra última parada había sido en una gasolinera hará unas dos horas. Ya con nuestras cosas en mano, contemplamos en silencio la ladera empinada que se erguía ante las huérfanas. Incluso siendo muchachas jóvenes y hacendosas, nos costó llegar al jardín principal. La mansión estaba rodeada por un espeso bosque y el menor rastro de civilización estaba a más de una hora en coche, aparte del bosque, el principal atractivo era un lago, en teoría a menos de un cuarto de hora andando. Como curiosidad, había sido bautizado como lago silencioso, puesto que al pertenecer a la familia Corvino a nadie se le permitía bañarse allí. Estaba deseosa de darme un chapuzón e intentar deshacerme de la fastidiosa quemazón de mi cicatriz.

    — ¿No nos podrían haber ido a recoger alguien? Al menos las maletas, me duelen los pies. —Se quejó Felicia dando una patada a una piedra.

    —Nada de quejarse en toda la semana señorita, es de mala educación. Espero que la Sra. Corvino tenga la maña suficiente para tratar contigo. — Bufó en resignación, Felicia solo puso los ojos en blanco.

    —Bueno, hay que reconocer que el jardín es precioso, y la casa, magnifica. Me impresiona que haya podido cuidar de semejante caserón sin ayuda de nadie, dijiste que residía ella sola, ¿no? — habló Jill por primera vez en todo el viaje. Profesaba un humor taciturno desde que habíamos empezado el viaje. Sabía que una mansión como esta debía gustarle, en el fondo, siempre ha sido una rica atrapada en el cuerpo de una pobre.

    La Srta. Lisa le aclaró que así era, en una de sus cartas (por lo visto habían hecho amistad por correspondencia) tanto sus padres como su marido murieron tempranamente, dejándola viuda y aburrida.

    Admití que Jill tenía toda la razón respecto a la casa, si a esto se le puede llamar casa. Gracias a mis clases de historia del arte, pude distinguir enseguida que se trataba de una mansión victoriana o al menos gran parte, pues tanto la arquitectura como el mobiliario era más hermoso que útil. Hay pocas casas victorianas parecidas, puesto que los diseñadores tenían libertad de combinar estilos diferentes mientras se viera bello. Toda la fachada del lugar estaba ricamente ornamentada, poseía al menos, tres pisos más un ático (o guardilla) y muy posiblemente un sótano, o sea, que era la mansión de esta época más monumental que hubiera visto hasta el momento, pues por lo general tenían tres pisos como máximo. El exterior del edifico estaba revestido de madera y no de piedra, su forma como poco era complicada y asimétrica, con su porche octogonal y unas bonitas escaleras, todas las ventanas consistían de vidrieras de distintos y vibrantes colores, cuanto más mirabas más detalles encontrabas. Hubiera disfrutado de seguir contemplándola si no fuera por unas ganas de llorar repentinas, por muy majestuosa que fuese, el ambiente era triste y melancólico, a lo mejor saber que la Sra. Corvino vivía aquí sin nadie más, pensando en sus padres y marido muertos me afligía… o a lo mejor era otra cosa.

    —Es una lástima… sería el lugar ideal para tener una aventura romántica, para encontrar tu amor eterno… —suspiró Amalia en uno de sus frecuentes ataques de pasión adolescente. Cuanto más mayor se hacía, más se alejaba de aquella muchacha amante del terror y del gore que conocí. Ahora, a la edad de dieciséis, poco se asemejaba a su gemela.

    —Por favor, Amalia, deja esas historias de amor ridículas para tus adentros, como escuche otra en un lapso de cinco minutos te juro que me pego un tiro. — Protestó Alma, más cómica que enfadada.

    —Un marimacho como tú no podría entender nunca mis expectativas amorosas. —Finiquitó la gemela agarrándola del brazo, amistosa.

    —No, por supuesto que no…

    —Niñas, basta de cháchara, no quiero que…

    Antes de que la Srta. Lisa pudiese acabar la frase, el portón de la mansión se abrió de igual modo que las puertas del paraíso de Adán y Eva, inundando de dolor a la humanidad con su paso.

    —Bienvenidas a la mansión Corvino, soy Amaranta Corvino, pero llamadme simplemente Señora o Sra. Corvino. Espero que vuestra estancia conmigo sea grata y provechosa. Por favor, pasad. He hecho té y limonada si os apetece— con su brazo izquierdo nos invitó a pasar, cosa que hicimos, la Srta. Lisa se quedó en el resquicio de la puerta—. Srta. Lisa, es un placer conocerla por fin, no sabe la alegría que me han dado sus cartas, para mí son muy importantes.

    —Al contrario, el placer es mío. — Se sostuvieron de las manos como si fueran viejas amigas, y se besaron en las mejillas como saludo—. Ha sido todo un alivio saber que se encontrarán en buenas manos, no sabía qué hacer con la situación de mi madre y…

    —Por favor, no se preocupe por eso. — La Sra. Corvino apretó amigablemente sus manos unidas en un intento de tranquilizarla— a riesgo de parecer descortés, prefiero que se marche cuanto antes… no sabemos cómo esa despreciable enfermedad puede actuar, es mejor pasar el tiempo con tus seres queridos mientras se pueda.

    —Se lo suplico Sra. Corvino, cuide bien a estas niñas, son como mis propias hijas… si les pasara algo no podría perdonármelo jamás.

    La Srta. Lisa estaba a punto de echarse a llorar y eso nos conmovió profundamente. Era lo más parecido a una madre que íbamos a tener nunca y verla tan vulnerable era extraño, pues siempre la había considerado el pilar de esta inusual familia. Corrimos todas hacia ella, asegurándole que estaríamos sanas y salvas, pero no pudo evitar soltar un par de lágrimas que enjuagó con un pañuelo ofrecido por la Sra. Corvino. Echando la vista atrás, nunca habíamos pasado un periodo de tiempo tan largo sin su compañía, me sentí desamparada ahora que lo pensaba, era una sensación parecida a mi etapa en el psiquiátrico. Supongo que es cierto aquello que dicen; no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes.

    —Las cuidaré como si fueran sangre de mi sangre— le prometió aquella mujer que ahora se encargaría de nosotras—, si pasara cualquiera cosa, tiene mi número de teléfono.

    Renuente a marcharse, la Srta. Lisa nos dedicó una última mirada, cálida y segura, como nos tenía acostumbradas.

    De golpe y porrazo el gran portón se cerró detrás nosotras, dejándonos cara a cara por primera vez con la Sra. Corvino. Su semblante, que segundos atrás era acogedor y comprensivo, ahora más bien lucía inexpresivo, casi inhumano. El vello de mis brazos se erizó, la cicatriz olvidada por el sentimentalismo de la despedida retornó, golpeando con fuerza. Era impresionante como una mujer que no aparentaba más de veinticinco años, impusiera tanto, tal vez sea por su anticuada forma de vestir, austera como una vieja de ochenta años, quitándole toda la belleza que sus rasgos reclamaban. Sabía sin mirar a Alma que sus dedos picaban por dibujarla.

    —Bien, mozas, puesto que ya atardece es demasiado tarde para comenzar con nuestras clases. El viaje ha debido de ser duro, por hoy seré benevolente y os permitiré un descanso, os recomiendo ir al lago, esta hora del día está precioso, pero a las ocho debéis encontraros duchadas y vestidas correctamente pues es la hora de cenar. Antes de marcharos, os dictaré las normas básicas de convivencia. ¿Entendido?

    Ninguna se atrevió a decir nada, no sé si era indicio de respeto o miedo. La Sra. Corvino prosiguió en un matiz estricto, no aprobando que se la interrumpiera.

    —Uno: queda terminantemente prohibido beber alcohol, el uso de estupefacientes o tóxicas.

    —Dos: ni dentro ni fuera de la casa está permitido fumar.

    —Tres: mantener mascotas dentro de la casa.

    —Cuatro: el tiempo de descanso en el dormitorio es de 23:00h a 07:00h. Durante el tiempo de descanso en el dormitorio, se prohíbe el ruido excesivo, tocar instrumentos, alteración del sueño de otros ocupantes, etc.

    —Cinco: mantener el dormitorio, habitaciones de uso común y alrededores limpios y ordenados.

    —Seis: las puertas que permanecen cerradas, no se intentarán abrir.

    —Siete: siempre deberéis vestir con decoro, nada de faldas por encima de la rodilla ni escotes, —dándonos una ojeada analítica reanudó—. Le pedí a la Srta. Lisa que trajerais vestidos adecuados, espero que para la cena estéis presentables. Para encontrar el lago, solo debéis seguir el pequeño sendero a la derecha del jardín, no tiene perdida. Podéis iros.

    Y así, se marchó por una portezuela que parecía indicar la entrada a las cocinas. Sin más preámbulos, dejamos nuestras maletas es una esquina del inmenso recibidor, cogimos nuestros bañadores y nos fuimos de la asfixiante mansión. El té y la limonada que tan amablemente nos había preparado la Sra. Corvino se quedó en la mesilla, templándose y poniéndose asquerosa.

    Nada más salir del porche, caminamos directamente al sendero indicado. Era un camino largo, pero cuesta abajo, y poder contemplar la frondosa naturaleza con una brisa fresca, sin demasiado calor, fue una sensación maravillosa. En la ciudad no había apenas parques. Varias veces me percaté de la existencia permanente de girasoles, todos chuchurridos. ¿Podría ser que antiguamente la familia Corvino poseyera una plantación de girasoles?

    El lago silencioso hacia justicia a su nombre, parecía que ni los pájaros se atrevían a perturbar la quietud del lugar, podía parecer raro y siniestro, pero lo cierto es que era un paisaje fascinante. Era más bien como una fotografía o un cuadro, un sitio que yo jamás pensé visitar, acostumbrada a la opaca ciudad, esto era como un regalo caído del cielo. Nunca fui de excursión a un bosque, pensándolo fríamente, era un tanto triste.

    —¡Qué sitio tan encantador! — exclamó Amalia, se quitó la ropa, se colocó el recargado bikini y se fue corriendo por la pasarela de madera, al llegar al final se lanzó al agua. — ¡Está helada!

    Felicia se rio, sacó un cigarrillo y comenzó a fumar, el humo salió disparado por su nariz, dominaba muchos trucos con la fumarada del tabaco. Evité rodar los ojos, ella siempre tenía que llevar la contraria, era evidente que intentaría romper todas y cada una de las reglas de la casa, su naturaleza era ser una rebelde. Su hermana había cambiado, sí, pero todas estábamos de acuerdo que, a mejor, con Felicia solo se habían acentuado más sus aspectos negativos de la niñez. Estaba segura de que sus diferencias tienen que ver con lo sucedido hace un año aproximadamente, las dos se marcharon durante una semana del orfanato, sin dejar nada para saber que estaban bien. Llegamos a asumir que simplemente se habían marchado para no volver, pero no fue así, al cabo de siete días, volvieron. Nunca dijeron que sucedió, no dieron explicaciones, pero sea lo que sea lo que pasó, les hizo cambiar.

    —Venga, vamos antes que se haga más tarde. — Manifestó Alma a mi lado, ya cambiada. «¿Cuánto tiempo había estado divagando?» pensé, era una mala costumbre. A veces, huía a mis cavilaciones incluso en medio de una conversación.

    Haciéndole caso a Alma, me reuní con las demás. Amalia tenía razón, el agua estaba fría, pero con un par de buceadas te acostumbrabas enseguida, hacía mucho tiempo que no estábamos todas juntas, simplemente pasándonoslo bien.

    —¿Qué pensáis de la tía esa? —preguntó Felicia. Estaba agarrada al palo de madera de la pasarela. Se le había corrido todo el maquillaje negro de la cara. — Con todas esas normas… va a ser una semana de mierda, ya veréis. No voy a aguantar tanto sin fumar, mucho menos sin tocar la guitarra. ¡Qué le importará! Con esa casa tan grande dudo que se entere de los pedos que se tira Alma.

    —¡Cállate! Te irá bien un poco de disciplina, a ver si aprendes a cerrar el pico. — Replicó la morena, enfadada, era tan fácil hacerla saltar y la gemela maligna sabía que botones presionar. — Además, pienso que es muy guapa, con unos rasgos italianos muy encantadores. No será tan malo.

    Menos yo, las demás rieron y se miraron en complicidad. Me había perdido algo y no sabía qué era.

    —Por supuesto que tú disfrutarías de la compañía femenina atractiva. — Amalia nadó malignamente y se abrazó a la espalda de Alma, se inquietó sobremanera. — Dinos… ¿aún eres virgen?, ¿has dado un beso siquiera?

    Alma parecía muy perturbada y la echó de su espalda, hundiéndola por sorpresa en las tranquilas aguas del lago.

    —¡Quién necesita a un hombre! Los detesto, son sucios e impulsivos, ¡unos cerdos! Eso es lo que son. Quedaos vosotras con esos animales, yo no los necesito.

    Y con eso nadó con fuerza, lejos. Las chicas estallaron a carcajadas, yo seguía sin entender nada.

    —¿Es que vosotras… ya lo habéis hecho?

    Ahora era yo el centro de sus miradas.

    —No me digas que tú… ¿y aquel chico tan guapo del instituto? Te seguía a todas partes— inquirió Felicia.

    —Ya os lo dije, no me interesaba, me parecía muy aburrido. —Se lo comenté en su momento, cuando ese chico tan pesado estaba detrás de mí todo el rato, como una sombra. Ni siquiera me acordaba de su nombre. Nerviosa, divisé a Jill, sentada en la pasarela, con los pies en remojo. No se había metido ni quitado su suave blusa. Sabía por qué no consentía desprenderse de su ropa, de manga larga siempre, incluso en verano. Jill era una señorita, por lo tanto, en mi cabeza eso significaba ser una doncella. — ¿Tú también Jill…?

    La rubia parpadeó, avergonzada, la piel blanca de sus mejillas se tornó rosada. Era muy fácil saber cuándo se sonrojaba.

    —Aunque no lo parezca, soy humana, tengo deseos como todo el mundo— se excusó rápidamente, sin querer hablar más del tema.

    —Alma y tú sois iguales, hasta me dais envidia, sois tan inocentes… — reconoció Amalia y por un momento, parecía mucho más mayor, lejos de la imagen de chica ingenua.

    El resto de la tarde pasó rápidamente, las demás continuaron jugando, nadando, tirándose de bomba al lago. Yo después de la conversación reveladora no tenía ganas de divertirme, por tanto, dediqué ese tiempo en tomar el sol y pensar. Una vez secas, nos dirigimos hacia la mansión, puesto que era cerca del toque de queda. Volver me ponía nerviosa, era como despertar de un sueño idílico y regresar a la realidad, una realidad extraña y desconocida.

    Durante el recorrido, todavía inmersa en mis cosas, escuché un ligero murmullo, parecida al de una criaturilla pidiendo auxilio. Siguiendo el ruido, me alejé del grupo, adentrándome en las entrañas del bosque. No tardé mucho en descubrir que el sonido procedía de un zarzal, apartando unas espinosas ramas logré ver el causante de todo este barullo. Era un gato, por lo visto al entrar al zarzal se enredó con las ramas de tal forma que se quedó atrapado, inmóvil para no hacerse daño pues las espinas le causaron varios rasguños. Retiré los tallos con el máximo cuidado posible para meter la mano, inevitablemente los pinchos rasgaron mi piel, haciéndola sangrar. Estuve unos minutos intentando llegar hasta el gato, que al ver mi mano invasora comenzó a maullar con más énfasis. Finalmente, conseguí sacarlo y ponerlo a salvo en mi regazo.

    El susodicho, no demasiado mayor, era blanco prístino, con hipnóticos ojos ambarinos. Me fijé en la chapita de su collar, al menos no era un gato callejero. Allí indicaba su nombre.

    —Así que te llamas Musa, es bonito.

    La gata (supuse que era gata por el nombre) parecía entender que la había salvado y en un gesto de gratitud lamió con su lengua rasposa los finos arañazos de mi mano, brotando un par de lágrimas de sangre.

    —¿Eso de ahí es un gato, Daniel? — preguntó con curiosidad alguien detrás de mí, ante la sorpresa di un bote y en consecuencia Musa salió pitando de mi regazo, perdiéndose entre la maleza.

    Me giré y vi a Alma que me tendía la mano, aceptándola me aupó hacia arriba.

    —Estaba atrapado en un zarzal y no podía salir, ¿qué otra cosa podía hacer?

    Alma me contempló un momento y después rio, algo que no lograba descifrar brillaba en sus ojos.

    —Solo tú harías algo así… Daniel Hyde, rescatadora de gatitos indefensos.

    De repente, mis sentimientos reprimidos se desbordaron. Había algo desde que llegué a este lugar se agitaba, hacía que mi estómago se apretará en ansiedad, que Alma se riera de mí, de todas las personas, no lo podía soportar.

    —¿Crees que soy una niña? — empecé mi verborrea de emociones—, soy infantil, ingenua, estúpida… no sé nada sobre nada, nunca voy a ser como los demás, no encajo en ningún lado… todo el mundo tiene compasión de mí, como si fuera una invalida, una lisiada, una… rara. Tú no eres diferente.

    Acto seguido de decirlo, me arrepentí. Por lo general era muy reserva con mis sentimientos, pero esta vez no me callé nada y le escupí cosas que no eran ciertas. «Eres una idiota… una total y completa idiota». Para mi asombro, Alma me soltó una cachetada, no llegó a dolerme, pero me picaba lo suficiente como para mirarla expectante, no entendía lo que estaba pasando, aunque logró disipar mi estado de ánimo depresivo, ahora quería devolverle el guantazo.

    —¡Deja de compadecerte de ti misma! Sabes de sobras que nada de lo que has dicho es verdad, sí continúas con esa forma de pensar, nunca llegarás a nada.

    Luego extendió los brazos y me abrazó, siendo unos siete centímetros más alta que ella, me sentí pequeña en su abrazo. Su respiración me hacía cosquillas en el cuello al hablar. Mis ganas de pelea se disiparon al instante.

    —Lo siento, no quería hacerte daño, en absoluto pienso las cosas tontas que has dicho. Eres maravillosa tal y cómo eres. —Confesó, por un momento sentí que mi corazón había dejado de latir. ¿Desde cuándo Alma era tan adulta? — eres gentil, compasiva, inteligente, divertida…

    Quise devolverle el abrazo cuando ella se apartó, algo en su expresión me decía que sus siguientes palabras iban muy en serio. No habíamos tenido un contacto tan íntimo desde mis doce años, yo no era muy dada este tipo de proximidades y esta experiencia me chocó. Puede que después de todo sí que mis compañeras tuvieran razón. Sí me perturbaba tanto el abrazo de una amiga, nunca sería capaz de estar con alguien en la cama.

    —Daniel, debo decirte que yo… Quiero estar a tu lado.

    Ya me dijo algo parecido nuestra primera noche juntas, aunque hoy no eran promesas para calmarme. Su tono solemne exigía una respuesta, de su frente fruncida goteaban gotas de sudor.

    —¡Yo también quiero estar a tu lado!

    —Oh… ¿en serio? — las pupilas de Alma se dilataron.

    —Claro que sí, eres mi mejor amiga, deseo que estemos juntas y que nuestros caminos no se separen. — Repentinamente me hallaba muy entusiasmada—, hagamos una promesa de meñique.

    Alma pestañeó, incrédula, se quedó con la vista clavaba en mi dedo meñique. Vacilé de que estuviera haciendo una estupidez dantesca, al fin, unió su dedo al mío. La sonrisa de su boca era apagada.

    —Las promesas de meñique no se pueden romper, si lo haces, te mataré.



    Por segunda vez en la mansión Corvino, la señora de la casa nos esperaba en el recibidor. Las maletas ya no estaban, me preguntaba si ella misma las colocó en nuestros dormitorios. Estaban en la segunda planta, nos indicó que la siguiésemos para asignarnos nuestras habitaciones (todas individuales, al parecer), se me iba a hacer raro dormir sola. La casa contaba con tantas alcobas que, al lado de la puerta, cada una estaba clasificada, por número o por descripción. La mía era “Habitación 102”.

    —Deberéis ducharos y arreglaros en consecuencia, si veo que no estáis vestidas como corresponde, bueno, no lo queráis saber. Tenéis una hora.

    Para suponer que eran habitaciones de invitados, o en el pasado de los criados, era ciertamente impresionante. Habituada a dormir en grupo, en una cama humilde, esto era como vivir el cuento de la Cenicienta. Era espaciosa, tanto que podría correr de pared y pared y cansarme, quise hacerlo, pero me abstuve. La cama presidía el cuarto, más grande que lo de mi cuerpo estirado podía abarcar. Emocionada, me tiré en plancha, el tierno colchón amparó mi caída. Realmente era confortable, tuve ganas de cerrar los ojos, pero tenía que colocar mi ropa en la cómoda e irme a la ducha. Me quedé examinando unos momentos más antes de irme. Todo estaba muy pulcro, ni una sola mota de polvo en ninguno de los muebles, ni una huella en el espejo adornado en la pared, sin rastros de pelusa en la vidriera que daba al jardín trasero. Curiosa, me agaché debajo de la cama, en la penumbra, podía ver algo semblante a una cacerola, al sacarlo, me di cuenta de que se trataba de un orinal. Tras la inspección, saqué dos conclusiones; Amaranta Corvino era una obsesa de la limpieza y que esta casa es más antigua de lo que parece.


    Ya todas arregladas “correctamente”, como insistía la Sra. Corvino, bajamos por las majestuosas escaleras, al final de estas, estaba la dueña esperándonos. Nos acompañó al ala este, al comedor principal. Si ya en definitiva todo era lujoso, el comedor, centro de reuniones y banquetes (en mi imaginación fantaseaba con espectaculares fiestas donde las mujeres aún vestían con pompa y los hombres llevaban monóculo y fumaban en pipa) era más que esplendorosa, magnífica. La mesa que se extendía frente a nosotras era larga como un día sin pan, sillas exquisitamente ornamentadas a los lados, un ramo de rosas frescas en el centro. La chimenea a la izquierda de la sala, inclusive apagada daba el remate de elegancia, pero lo que verdaderamente destacaba era la lámpara de araña en el techo, obesa en su ostentación parecía que en cualquier momento la cadena que la aguantaba iba a quebrarse, aplastándonos a las seis, nuestros cuerpos despachurrados como simples cucarachas, tripas e intestinos decorando las paredes.

    —Sentaos, os enseñaré a comer apropiadamente.

    Nos sentamos con torpeza, antes de enseñarnos, una por una nos analizó, complacida con que hubiéramos cumplido sus reglas al dedillo. Costó cumplir con sus expectativas, sobre todo a Felicia, gótica declarada (hace unos meses se cortó y se tiñó el pelo, negro, obviamente, dejando atrás su cabello castaño rojizo que su hermana aún llevaba) aún con esas se las arregló para ponerse un vestido de rayas negras y blancas. Jill y Amalia aparentaban ser dos muñecas de porcelana, en cambio Alma acostumbrada a verla en chándal o ropa ancha era de lo más divertido verla trastabillarse con unos ligeros zapatos de tacón, aunque reconocía que le quedaba muy bien. A mí me gustaba la ropa sencilla, tejanos, jersey o camiseta y bambas, preferiblemente el confort a la estética. Cedí a la vanidad al pensar que el vestido azul oscuro no se veía tan mal en mí.

    La comida ya estaba servida en la mesa, humeante, con un aspecto de lo más sabroso. Mi estómago se agitó en anticipación, comer era una de las cosas que más placer me daba. De primer plato; una sobria crema de puerros con bolitas de calabaza y como plato estrella unas costillas de cerdos caramelizadas. Sin poder resistirlo, levanté mi tenedor (uno de tantos colocados en la mesa) y pinché una patata de la fuente. La mirada de la Sra. Corvino se clavó en mi mano, la patata a medio camino de mi boca. Supuse que hice algo mal y devolví la patata con las otras.

    —Primera regla de protocolo en la mesa, no empieces a comer hasta que el anfitrión de la cena no lo haga. Segundo— prosiguió tajante—, antes de empezar debes colocarte la servilleta en el regazo, si es pequeña se puede abrir del todo y si es grande se mantiene doblada hacia ti. Tercero, nunca devuelvas comida que ya has cogido. Cuarto, empieza siempre por los cubiertos de la parte exterior. ¿Entendido Srta. Daniel?

    Ni siquiera había probado bocado y ya hice el ridículo. Tragándome la vergüenza por el toque de atención, obedecí sin rechistar todas sus instrucciones. Me recordaba a las clases de primaria cuando no había hecho los deberes y la maestra me pillaba, odiaba esa sensación. Mientras cenábamos escuchamos a grandes genios como Debussy, Chopin, Bach y otros tantos que no llegué a reconocer, toda esa música procedía de un gramófono, ¡aquello sí que era una auténtica reliquia!

    De reojo observé a Jill, sentada a mi lado y no tardé en darme cuenta que estaba gozando de la velada enormemente. No obtuvo ninguna reprimenda por la Sra. Corvino, al contrario, fue elogiada por sus excelentes modales, cosa que ella agradeció con modestia. Desde pequeñas, Jill había sido la más madura, guapa y fina, no dudaba que en un futuro llegase a ser modelo. Hay personas que sus vidas son como una estrella fugaz, siempre ascendiendo y la preciosa rubia a mi costado iba a ser una de ellas. «Sí, pero hasta ella ha estado con hombres y tú mientras sigues siendo un bebé» pensé con una picazón de veneno en mi mente, quería preguntarle muchas cosas, pero sabía en el fondo de mi corazón, que eso era imposible.

    Aquel día lluvioso de verano hace cuatro años nuestra amistad se rompió.

    El día que la encontré con sus muñecas abiertas, sangrando al borde de la muerte, pero no murió. Por muy poco no lo logró, los médicos decían que era un milagro con toda la sangre perdida. Las dos teníamos el mismo tipo de sangre, cero negativo, sí le daba toda lo que necesitaba podía salvarla y así lo hice.

    Pero no fue suficiente, ella nunca me lo dijo con palabras, pero sus ojos hablaban por sus labios. Me culpaba, me culpaba de su intento de suicidio.

    Y yo, sabía que más allá de toda razón, Jill estaba en lo correcto. Mi llegaba al orfanato estaba indudablemente relacionado con ese incidente.

    Lo vi en mis sueños, momentos antes, lo vi todo, la vi coger la cuchilla de afeitar de las chicas del piso superior, como se encerró en el baño, en su rostro no había emoción alguna, era como un títere manipulado por alguien alieno. Después, en un acto metódico, de precisión cirujana se apuñaló su muñeca hasta la mitad de su antebrazo, el fluido saliente parecía antinatural. No hubo dolor aparente, ni gritos, sin dilación hundió sus dedos en la herida cruenta y escribió el mensaje en la pared, acto seguido se desplomó en la bañera derramando el agua.

    Era la causante, no sabía cómo, pero comprendía que era por mí. Ese mensaje me advertía de algo que no lograba entender.

    Así fue como nos distanciamos, ocultando nuestro pequeño secreto a las demás.

    —Estás cogiendo el tenedor mal otra vez, es así, mira. — la sosegada voz de Jill me instruyó, con su usual delicadeza.

    Me invadieron unas terribles ganas de pedirle perdón, reclamar su amistad de nuevo y llorar en su regazo. ¿Desde cuándo tan sensible? Gracias a dios, nada de eso pasó. Esta mansión me afectaba, controlaba mis emociones y estados de ánimo o eso me gustaba creer.

    Después de la cena, fuimos a la sala de té, nos instalamos en los sillones esparcidos por la sala, con una tácita cada una en nuestras manos. No me gustaba el té, pero no quería ser quisquillosa. La Sra. Corvino se sentó en el taburete en frente de un espléndido y seguramente caro piano de cola, abrió la tapa que custodiaba las teclas de marfil y con una capacidad que no había visto en nadie tocó una melodía desconocida para mí. Sin querer evitarlo, aplaudí en admiración, algo parecido a una sonrisa pasó fugazmente por la boca de Amaranta. Nos dijo en su idioma natal, el italiano, que era “Twelve Pieces” de Tchaikovsky.

    —Toda señorita que se precie debe de tocar un instrumento como mínimo, con preferencia el piano o el violín. — Declaró y se giró del taburete de terciopelo, desafiante —. ¿Alguna podría tocarme algo?
    Hubo un silencio dolorosamente largo, inquietas por su reto. Las únicas virtuosas musicales eran Jill y Felicia, esta última podía tocar el piano y todas las variantes de guitarra, su vida era la música estaba claro. La rubia iba muy dispuesta a demostrar su talento, pero la Sra. Corvino me sacó de mi ensueño al preguntarme.

    —¿Qué? ¿yo? No sé tocar nada, soy una completa inútil con los instrumentos, ni siquiera era capaz de tocar la flauta en…

    Por favor, ven, yo te ayudaré. — Ordenó contundente. No había discusión posible. «¿Acaso quería humillarme?» me pregunté avanzando con piernas temblorosas, de un plumazo me senté en el taburete, tiesa como un clavo—. No te preocupes, te guiaré.

    Sus manos se colocaron en las mías, las situó en el teclado y allí me dejó. Estaban heladas. Sin escapatoria presioné al azar, intentando hacer mi espectáculo esperpéntico llevadero, después de unas notas estridentes, miré suplicante a la Sra. Corvino.

    —Continúa.

    Tragándome el orgullo, me concentré todo lo que puede, cerré los ojos y no pensé en nada. No supe cómo, pero mis dedos acariciaron las teclas del piano con una habilidad que no sabía que poseía, una fuerza extraña me dominó, algo dentro de mi carne se rompía queriendo salir. Un resplandor centelleaba detrás de mis parpados, cegando mis globos oculares, como si una cataplasma de estrellas chispeantes fuera arrojado directo a mi cerebro. Al terminar de tocar, mis mejillas estaban húmedas por las lágrimas. Agradecí que estuviera de espaldas para que no pudieran ver mi lamentable estado.
    —No sé qué pieza era. — Murmuré sin aliento, la sensación de melancolía era abrumadora.

    Gnossienne No. 1 de Erick Satie. — Contestó la Sra. Corvino apretándome el hombro. Abruptamente, un dolor como un rayo atravesó mi cuerpo, partiéndolo en dos. Me mordí el labio oprimiendo un chillido que murió en mi garganta. Notaba como la cicatriz en mi costado se abría, en un acto inconsciente miré el reflejo de la gran vidriera de la sala de té, al contemplarlo distinguí una mancha oscura empapando mi vestido, donde la cicatriz aullaba de dolor. Asustada, palpé enseguida debajo de mi pecho, estaba seco.

    «¿Pero qué… ?»

    No tuve tiempo de buscarle una explicación lógica a mí supuesta alucinación dado que la taza de Amalia se reventó contra el suelo, haciéndose añicos, ella siguió el destino de la taza. Se había desmayado y al caerse del sillón los trozos de cerámica agujerearon su piel.

    Felicia voló a su lado, abrazándola, colocando su cabeza en sus rodillas le gritó que despertase. Ninguna sabía qué hacer, menos Amaranta que se agachó y le aflojó el collar y el cinturón, después elevó sus pies por encima del nivel de su corazón, en seguida Amalia reaccionó a los estímulos y logró erguirse por sí misma, nos observó desorientada y solo la calmó la mano de su hermana en la suya.

    —¿Estás bien? — preguntó visiblemente preocupada. Las dos mantuvieron lo que yo solía llamar “una conversación de miradas” hasta que Amalia asintió. Incluso yo me percaté de que era mentira, sus ojos se tambaleaban en pavor.

    —No me acuerdo bien… Pero sé que he escuchado algo, el llanto de un niño, ha sido tan desgarrador lloro que inmediatamente he perdido el conocimiento. — Reveló la gemela atravesando con la mirada a la Sra. Corvino—, sé lo que he oído, ¿vosotras no lo habéis escuchado?

    Todas negamos haber escuchado semejante cosa, el rosto de Amalia palideció ante nuestra declinación. Se levantó de suelo y se sacó un par de trozos de la taza.

    —Creo que es hora de dormir, ven Srta. Amalia, vamos a tu cuarto, te desinfectaré las heridas y te las coseré, pero no creo que haga falta, las demás, a la cama. Ha sido un día muy largo y necesitáis descansar. — Mandó la señora de la casa con su mano empujando levemente la espalda de Amalia.

    —¡Yo voy con vosotras! — Felicia bramó, incapaz de dejar sola a su hermana, ante esto Amaranta se encogió de hombros sin más, dándole permiso. Sin más preámbulos se marcharon a curarle las heridas.

    Al resto no nos quedó otro remedio que irnos a nuestras respectivas habitaciones, tuve que cogerme al brazo de Alma, pues me costaba andar por el tembleque de mis piernas. Al llegar a nuestros aposentos quise tirarme en la cama y dormir hasta el día siguiente, no podía ser así, por supuesto.

    —Daniel… ¿qué ha pasado antes? No sabía que tocabas el piano. Además, te has puesto a llorar.

    —¿Cómo lo sabes? No me veías.

    —Pero sé cómo funciona tu cabecita—me golpeó la frente con el dedo—, te encorvas en una bolita cuando no quieres que te vean llorar… ¿me dejas pasar y hablamos? La Sra. Corvino aún se está ocupando de Amalia.

    Abrí la puerta y sin más entró, adoptando una pose masculina en la madera de la ventana, le expliqué lo que me había pasado por la cabeza y lo triste que me sentí después de tocar esa pieza, como pude, porque ni yo sabía al cien por cien. Una cosa era segura, estaba recodando, si no mi pasado, al menos recuperé una habilidad olvidada. La primera puerta había sido abierta, ¿cuántas quedarían hasta llegar al núcleo velado?

    Alma me escuchó paciente, sin interrumpirme y concluyó que era una buena señal, sinceramente temía que después de cuatro años sin hallar ninguna pista, me quedaría hasta mi lecho de muerte amnésica. Sí, era una buena cosa, ¿no?

    —Estoy preocupada por Amalia, ¿qué crees que le ha pasado?

    —No tengo ni la más remota idea, se veía tan energética horas atrás… ¿quizá era un truco de las gemelas? Ya sabes, se aburrían y montaron un show.

    —No creo… Quiero decir, no llegarían hasta el punto de hacerse daño, —razoné tumbada en la cama, cada vez más somnolienta, una presión me obligaba a cerrar los ojos—, dijo algo sobre el llanto de un niño.

    —Yo no escuché nada, pero le creo, por extraño que parezca, ¿y sí la Sra. Corvino nos ha mentido y hay un infante en la casa? — sondeó la morena, levantándose y caminando en círculos, con sus dedos rozándose hiperactivamente el mentón. Hacía este extraño ritual cada vez que su cerebro se activaba, si no lograba triunfar como artista, podría dedicarse a ser detective y con lo inteligente que era, no dudaba que sucediera.

    —¿Por qué? ¿qué ganaría mintiéndonos?

    —No lo sé, ¿es un vampiro y quiere sangre de doncellas jóvenes?

    —Ya estás hablando como Amalia, —sonreí medio en broma—. Además, solo nosotros dos somos vírgenes, ¿recuerdas?

    —Oh, es cierto… — el aura detectivesca de Alma se desinfló como un globo. Sus mejillas rojas al igual que dos manzanas frescas.

    Conversamos un rato más, nada importante, cosas triviales, de lo que nos parecía la casa, lo divertido que fue estar en aquel lago encantador y lo extravagante (y guapa) que era Amaranta, inventamos mil historias sobre ella, a cada cual más disparatada. Me alivió de sobremanera estar con ella, era la única persona en el mundo que me tranquilizaba, era mejor que cualquier medicamento. Antes de entrar en mi cuarto apenas podía andar por mi inquietud y ahora casi me dormía mientras hablaba y teorizaba. Dándose cuenta de esto, Alma sonrió y deseándome buenas noches, se marchó, al instante caí en los brazos de Morfeo.



    Fue cerca de la media noche cuándo un ruido contra la ventana me despertó, algo así como pasar las uñas por una pizarra, agobiada por el chasquido incesante, me incorporé de la cama y observé una pequeña figura en la cristalera que al estar a contraluz no adiviné que podía ser. Me paralicé por un momento, alarmada. No queriendo entrar en pánico, busqué a tientas a lámpara de mi mesita de noche, al encenderla, vi una criatura blanca mirándome impaciente con ojos ambarinos.

    Acercándome a la ventana, entré de un ágil salto.

    —Eres tú, Musa, ¿qué haces aquí? — atrapé a la gata por debajo de sus brazos, se dejó hacer, al parecer era una gatita muy mansa — ¿es posible que tu dueña sea la Sra. Corvino?

    Ella me miró sin entender y maulló en respuesta, la dejé en el suelo y fue directamente a la puerta, hizo exactamente igual que con la ventana. La lógica gatuna a veces me asombraba.

    —¿Quieres salir? Pero si acabas de entrar.

    No la hice esperar y entreabrí la puerta, con mucho cuidado de que no crujiese. Musa salió al pasillo, pero no se fue, se quedó allí, esperándome. ¿Quería que la siguiera? Busqué por todos los cajones del cuarto, a la captura de una linterna, pero solo encontré unas cuantas velas medio gastadas, una palmatoria y un par de cerillas. Me tendría que conformar. Encendí la vela y me encontré con Musa que al advertirse de mi presencia saltó a las escaleras, al ver que no la seguía se sentó en la penúltima escalera y me miró. Realmente esta gata quería escoltarme a algún sitio, ya había salido de mi habitación, no me quedaba otra que continuar. Me llevó hasta el recibidor y arañó el portón principal, procuré de abrirla, pero estaba cerrada.

    —¿Y ahora qué?

    Ella no se dio por vencida y deambuló hasta la cocina, subió a la encimera y de un brinco impresionante salió de la casa por una ventanilla. Dejé la vela y probé de irme por el mismo lado que la gata, para mi vergüenza, me costó bastante, de hecho, me propiné un buen coscorrón con la corredera. «Te lo mereces por idiota… Mira que seguir a un gato por la noche».

    Ya fuera, un viento gélido como un vendaval agitó los frondosos árboles que rodeaban la mansión, las nubes acosaban la luna creciente lo mismo que los lobos a una oveja moribunda. El vello de mis brazos se erizó, me abracé a mí misma para darme calor, aunque fuera julio aún refrescaba al anochecer. Agarré la palmatoria de metal que dejé en la cocina, la luz titilaba por lo que con la mano traté de salvaguardar mi única fuente de visión aparte de la luna.

    —Bien, ¿a dónde vamos?

    El animal pareció entenderme pues reanudó el camino, viendo dónde se dirigía, parecía que me llevaba al lago. En el trayecto, me caí varias veces y tropecé con ramas secas otras tantas. La senda no era lisa precisamente y con tan poca visibilidad me costaba dar dos pasos seguido sin toparme con una piedra afilada, no me traje zapatos y mis pies empezaban a notarlo. Musa como buen felino que era, iba mucho más veloz por el plus de poder ver en la oscuridad, cada tanto, se giraba para seccionarse de que no me había ido. Curiosamente, no me asustaba viajar sola en un bosque rodeada de tinieblas, más bien mi curiosidad me estaba devorando por dentro. Poco a poco, los árboles iban escaseando, dejando ver el cuadro del lago, desde aquí podía intuir las livianas olas. A cada zancada que daba me iba dando cuenta que en el agua del lago pasaba algo inusual, había adquirido un tinte celeste, reluciendo en la creciente oscuridad. ¿Podía ser esto posible?

    Incrédula, me acerqué a la pasarela de madera, al llegar al final vi una silueta dentro del lago siendo tragada por el abismo, estaba demasiado lejos para saber qué o quién era. En un vano intento de ayudarlo, estiré la mano.

    —¡Espera! ¿quién eres?

    Con lentitud, se fue girando, revelando con los rayos solares, algo parecido a una figura humana. Cuando casi se volteó del todo, una mano me tiró hacia atrás y trajo de vuelta a la realidad. El lago había perdido su resplandor azulado.

    —¡¿Qué estás haciendo aquí?! — inquirió enfadada Amaranta, tardé varios segundos en reconocerla con el cabello suelto, le llegaba por la cintura. — ¿Es qué pretendías tirarte al lago y ahogarte?... Sí eras sonámbula me lo tendría que haber dicho la Srta. Lisa.

    «¿Estaba caminando en sueños?»

    Al ver que no reaccionaba posó con suavidad sus frías manos en mi mentón y me miró preocupaba.

    —¿Seguro que estás bien? No tendría que haberte zarandeado tan repentinamente, pero estabas a nada de caerte al agua. — No sé muy bien qué le respondí, pero fue suficiente para apaciguarla.
    De la misma forma que había hecho con Amalia, situó una mano en mi baja espalda, apremiándome a andar cuando de golpe me acordé de Musa, la había olvidado de lado por completo al poner mis ojos en el lago.

    —Un momento, ¿y la gata?

    —¿Qué gata, Srta. Daniel?

    —Una gata blanca, con los ojos amarillos, se llama Musa ¿no es suya?

    —Nunca hemos tenido animales en la mansión, a mi padre no le gustaban y yo ya estoy mayor para mascotas.

    Con una sensación incómoda en mi pecho, nos marchamos a la casa. El camino transcurrió en silencio y cuando llegamos, en vez de devolverme a mi habitación, nos aposentamos en la sala del té, ahora recogida de los trozos de la taza de Amalia. Encendió un par de candelabros y me dejó allí unos minutos, al volver tenía dos tazas calientes de té y un chal burdeos para mí. Agradecida me lo puse por encima, era muy cálido y olía a una fragancia femenina.

    —Debes de haber cogido frío en tu aventura nocturna, tomate el té y acuéstate. — Ordenó como era normal en ella, pero ahora no había rastros de austeridad. En realidad, su tono era de simpatía, muy diferente de lo que yo había visto hasta ahora.

    A la luz de las velas, lucía verdaderamente hermosa, como un espejismo, etérea, su pelo en la opacidad de la habitación se asemejaba más al negro que no al castaño oscuro, que cayera pesadamente como un manto le favorecía gratamente, en vez de una mujer adulta parecía una muchacha de veinte años. Hasta con su bata de dormir puesta, se intuía su sensual forma. No me sorprendería pensar que, si yo fuera un chico, me enamoraría de ella sin dudarlo.

    —¿Desde cuándo eres sonámbula? — preguntó ella, sorbiendo (sin hacer ruido, por supuesto), yo la imité no queriendo parecer descortés.

    —Hace mucho tiempo que no sufría un episodio, creí que ya lo había superado. Veo que me equivocaba. — Dije y una parte de mí tampoco estaba segura de que lo sucedido hubiese sido un sueño producto de mi hiperactividad.

    —Ya veo, parecéis muy sensibles a este lugar.

    —¿Cómo se encuentra Amalia? — tanteé ya que tenía la oportunidad y no esperaría hasta mañana.

    —Nada de lo que preocuparse, solo unos cortes leves, pero sí mañana sigue encontrándose mareada llamaré a la Srta. Lisa para que venga a buscarla. — Se comprometió dejando la taza vacía en su regazo.

    —Debemos parecerte un grupo chaladas.

    Ante mi declaración se rio, su risa era encantadora al igual que el canto de un petirrojo. Desprovista de todo su blindaje de maestra de protocolo, me evocaba a cuando estaba con Lisa, pero no tan maternal, se parecía más a una hermana mayor.

    —Por supuesto que no, las chicas con esta edad a menudo se comportan de forma extraña. Sin ir más lejos, cuando tenía tus años más o menos, contaba con una sirvienta, amiga mía, la quería muchísimo, ella estaba enamorada y felizmente comprometida, pero se enteró de que su novio le era infiel con una compañera. Desesperada y rota, se plantó en el tejado de la mansión gritando a los cuatro vientos que se iba a suicidar si él no volvía a su lado. — las llamas de las velas, excitadas, proyectaron sombras torcidas en su rostro.

    —¿Y… se tiró? — pregunté francamente interesada por esa historia.

    —Claro que no.— Se burló de mi ingenuidad—. La convencimos para que bajara y con el tiempo encontró a otra persona, pero nunca amó a nadie como el primero. El amor puede ser algo monstruoso.

    Se quedó meditativa, con la mirada perdida, su actitud jocosa y amable envuelta de nuevo en su armadura de inexpresividad. Interiormente, me preguntaba si enamorarse era una cosa tan horrible.

    —Lo que dijo escuchar Amalia… el llanto de un niño… — empecé titubeante, midiendo mis palabras— ¿hay un bebé en la mansión?

    —No sé de dónde habéis sacado semejante idea, en esta casa solo estoy yo. — Musitó seca, temí que no dijera nada más, pero continuó—, tuve un hijo, pero él estaba muy enfermo y murió. De eso hace ya mucho tiempo.

    Amaranta en un gesto prácticamente invisible, se acarició el vientre. Me embargó la compasión, sus padres, su marido e hijo habían muerto, por eso no encontré ningún cuadro, fotografía o cualquier cosa que retratara a su familia, sería demasiado doloroso. «¿Cuánto sufrimiento puede aguantar una persona sin derrumbarse? ¿cuánto habrá padecido la Sra. Corvino?»

    —Vayámonos a descansar, mañana será un día muy largo.

    Me escoltó hasta la habitación, impasible como antes y deseándome buenas noches cerró la puerta, queriéndole preguntar cómo sabía que me encontraba en el lago antes, me asomé al pasillo, pero ya no estaba allí.

    En mi primera noche en la mansión Corvino me dormí con más preguntas que respuestas.


     
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    Bahamut

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    Hola, ¿qué tal?

    Leí tu primer capítulo posteado y me agrado bastante tu forma de escribir, quisiera aclarar para no dejar malos entendidos...digamos que el terror no es mi género predilecto, ya que tiende por acabar con la poca concentración que puedo dedicar en una lectura. Al margen de eso, quiero señalar que me a gustado mucho leer tu trabajo y espero que continúes publicando los trabajos. Se puede entender que si uno entrega un trabajo de calidad uno espera recibir algunos comentarios por ello, pero el foro está en crecimiento y aún cuando no hay tanto trafico de gente, te puedo asegurar que hay gente que se toma esto con seriedad y saben apreciar un buen escrito cuando lo ven.

    A mi modo de ver tienes pasta para esto-desconozco si te dedicas a esto desde hace algún tiempo o comenzaste hace poco-, es decir, tienes un buen manejo del lenguaje, dominas la ortografía; al margen de los fallos señalados, hay una buena estructura y se ve que la historia es sólida, y sigue un camino concreto. Como dije antes, lo que me atrajo a esta historia fue tu manera de escribir y no así tanto la temática de la historia(la razón ya la dí). Si te sirve de algo, creo que escribes de lejos mejor que yo, pese a que no sabría decirte si eso es un alago.

    Me alegra de que hayas atraído a más de algún usuario, porqué tu trabajo es bueno. Ahora bien, mi consejo es que dosifiques un poco la extensión de los capítulos, ahora me explico, esto se debe a que la mayoría de las personas que lee en el foro en general-los que comentan los fanfiction-son capaces de digerir a lo más tres mil palabras a lo sumo de un capítulo como mucho...mi consejo solo aplica si tu idea es llegar a la mayor cantidad de personas posible y eso se traduzca en comentarios para tu historia. También comprendo que un buen capítulo de calidad debe extenderse lo que sea necesario, pero no todos están dispuestos a leer ocho mil palabras de historia.

    Para finalizar quiero aclarar que soy una persona crítica y honesta a la hora de expresar mi opinión. Y si hay tanta zalamería en el comentario es a razón de que comento lo que pienso y observo, ya que me toca leer muchos escritos(me gusta hacerlo) de personas que recién comienzan o algunos que llevan más tiempo, aunque les falte muchas cosas por mejorar(mi caso personal) y las excepciones(como el tuyo) que están sobre el promedio.

    Espero que mi comentario te ayude a continuar. Buen trabajo, sigue así.

    Saludos y suerte.
     
    Última edición: 8 Septiembre 2017
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    ShakespeareDrunk

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    Felicia




    12 de julio de 1986



    No dormí en toda la noche, no pude hacerlo, me senté en una silla al lado de la cama de mi hermana y me dediqué a velar por su sueño. Me mordí las uñas desesperada y cuando ya no tenía más uñas en las manos para comer, mordía los pellejos de los dedos, estaba segura de que mi esmalte negro se quedó pegado entre los dientes, pero no me podía importar menos. Protocolo y etiqueta, ¡a la porra!


    Ni siquiera en mi niñez me ha gustado que me mandaran, a más mayor era menos toleraba que me dieran órdenes. Solo yo era dueña de mi vida y nadie más, toleraba a la Srta. Lisa porque nos había estado cuidando a las dos desde que éramos unos bebés, y siendo sincera, también era el único motivo por el cual había aceptado ir a este campamento del infierno. No quería pensar en eso ya que me ponía enferma, ¿comer adecuadamente? ¿vestirse con recato? ¿tocar instrumentos como un mono de feria para complacer a los demás?


    Por favor, me daban ganas de vomitar. Pero como siempre, cedí ante los deseos de Amalia, por supuesto que ella estaría encantada de pasar toda una semana en una mansión antigua y vestida como una princesa. Tan frívola.


    Podría llegar a soportarlo, realmente, el lago era guay y la comida estaba buena, pero ver ahora a mi hermana tendida en la cama, quieta como un muerto, era aterrador.


    «Son solo unos cortes, nada de lo que preocuparse, si despierta con mareos la Sra. Corvino ha asegurado que llamará a la Srta. Lisa para que se la lleve».


    Amaranta Corvino le había desinfectado y vendado todos los rasguños, que no eran más que unas salpicaduras sobre todo en los brazos y en las rodillas, Amalia no se quejó en ningún momento, algo raro, pues siempre que se hacía daño lloraba y pataleaba como una malcriada, tan solo se quedó mirando a la señora como si fuera una aparición fantasmal, después de marcharse, se desplomó en la cama, alegando que estaba muy cansada y se negó a hablar conmigo de lo sucedido.


    El llanto de un niño.


    Ni yo ni las demás escuchamos semejante cosa.


    Mi mente se invadió de recuerdos indeseados, recuerdos que tienen que estar guardados en lo más profundo de las tinieblas de mi ser. Por el bien de Amalia.


    Los aparté fijándome en los tenues rayos del amanecer que se filtraban por las gruesas cortinas del cuarto, ya era de día, una bandada de pájaros voló mezclándose con el alba. Lo odiaba. Hasta que Amalia no se despertase lo odiaría todo. Era una mala persona, lo fui desde niña, pero reconocía mi maldad, y aquello al menos no me convertía en una hipócrita como el resto.


    Posicioné mi dedo índice debajo de la nariz de mi hermana, al menos inhalaba, con la ligereza de un pajarillo, pero respiraba. Su pecho no subía ni bajaba, se asemejaba más a un cadáver que a la usual Amalia coqueta que yo conocía. Su piel blanquecina, sin vida ni lustre, labios mustios y agrietados, sin moverse ni un ápice en toda la noche, era como si algo le estuviera chupando la energía vital, no tenía sentido, si me fijaba de cerca incluso lucía más delgada que horas atrás.


    Mi parte racional se inclinaba a pensar que debía de ser anemia, Lia (como solía llamar a mi hermana cariñosamente) sufría de constantes desmayos y no era precisamente un as en los aspectos físicos, se cansaba con facilidad y a menudo que se quedaba sin aliento con las actividades más sencillas. Pero jamás la había visto como ayer noche, no hizo nada para desmayarse de aquella manera, además los médicos, en sus revisiones rutinarias, aseguraron que Amalia se encontraba en un estado magnifico.


    Me froté las sienes adoloridas por no pegar ojo, las retinas estaban secas y era molesto parpadear. No quería pensar en el aspecto mugriento que proyectaba, cuando me ponía nerviosa sudaba mucho, incluso en invierno mis axilas se humedecían en sudor asqueroso. Me alegré, debía de parecerle una cucaracha inmunda a la Sra. Corvino.


    Cada vez que cavilaba sobre ella, mi estómago se retorcía en nudos, una sensación de comer huevos podridos me invadía el paladar. Creo que únicamente yo me notaba así con respecto a esa señora, pero algo andaba mal con ella y esta casa. Lo sentía por Lisa, pero si al acabar el día mi gemela no daba signos de mejoría, la llamaría para que vinera a recogernos, con el permiso o sin el permiso de Amaranta. Era muy egoísta, alejarla de los brazos moribundos de su madre con cáncer, pero en el fondo no me importaba, solo me preocupaba por ella y por mí.


    No había nada más en este mundo excepto ella y yo.


    Las dos solas.


    Ni siquiera mis amigas eran significativas en comparación, ellas no podrían entender este sentimiento, formar parte de una entidad perfecta, simétrica, indolora.


    «Ya estás pensando raro de nuevo…»


    Quería tocar mi guitarra para mitigar mis nervios, pero aún era muy pronto y tampoco quería ser una capulla de manual y despertarlas. En compensación, me metí un cigarro en la boca y lo encendí, algo era algo, la nicotina me sosegó a un estado tal que casi caí dormida si no fuera porque la puerta de la habitación se abrió. Por supuesto, era ella, la señora espectral, al entrar, miró con desaprobación el cigarrillo que rehusé a esconder, sorprendentemente no dijo nada.


    —¿Has estado en vela toda la noche? — preguntó yendo al lado de mi hermana, la observó con el cejo fruncido.


    En contestación, solo di otra calada a mi cigarrillo.


    —¿No se ha despertado? — ignoró mi falta de respuesta. Palpó la muñeca inerte de Amalia, buscando su pulso—. Sus latidos son demasiado débiles, ¿es normal lo que ha pasado?


    —De más pequeña, sí, ahora es raro que se agote así. Llamarás a Lisa hoy para que nos lleve.


    Un silencio tenso se prolongó, en su mirada capté algo más allá de una frialdad de hielo, un deje amenazador. Si en algún momento de este silencio hubiese sacado un cuchillo y me lo hubiera clavado en la yugular, no me desconcertaría en absoluto. Pasmada, el cigarro se consumió en la boca, sacándome de mi estupor solo cuando las cenizas cayeron en la piel descubierta del muslo, quemándome. Pocas personas me asustaban tanto como Amaranta.


    —Esperaremos al mediodía, si hasta entonces sigue igual, la llamaré y si por un casual no puede venir, yo misma me encargaré de su seguridad. Le prometí a la Srta. Lisa que os cuidaría como si de mí misma sangre se tratase. —Dijo con un tono suave como la seda, me inquietó infinitamente más. Desprevenida, me agarró de la mandíbula para que nuestras miradas se encontrasen y añadió—: No creerás que soy una mentirosa, ¿verdad?


    Sin atreverme a evitarla, asentí a regañadientes y ella me quitó el cigarrillo, lo aplastó en su palma, sin inmutarse, aunque estuviese encendido.


    —Bien, dúchate y prepárate, desayunaremos en media hora, no llegues tarde. —Dicho esto, se marchó, dejándome con la misma sensación de huevos podridos en mi paladar. Rozándome las sienes, ahora palpitantes, me lancé directa a la gran bañera queriendo deshacerme de las huellas de esa bruja innatural. Me aferré a la idea de que, en unas breves horas, las dos no habríamos marchado de la sofocante mansión. De alguna manera que no podía entender, esta casa nos estaba afectado, abría nuestras heridas más profundas, los secretos que no debían ser revelados, teníamos que irnos pronto o a mi hermana le iba a pasar algo, y no permitiría eso, no de nuevo.


    Renitente a irme y dejarla sola, le aparté su flequillo cobrizo y le besé la frente, cubierto de una fina película de sudor, con un último apretón en su mano, me reuní con las demás.


    No llegué a ver como Amalia entreabría los ojos.




    El aire en la cocina era denso y fatigoso, costaba respirar con normalidad, admito que no era la persona más observadora del planeta, pero hasta yo me di cuenta de que las demás tampoco habían pasado una noche agradable. Daniel tenía unas marcadas ojeras, y hasta para ser ella, meditaba demasiado, no entabló una conversación normal en todo el desayuno. Alma se veía irritada y triste a la vez, sin embargo, Jill estaba más tensa de lo normal… y aquello me hacía pensar que desde niña había sido un tanto estirada, mirando a los demás por encima del hombro, pero esta mañana realmente le habían metido un palo por el culo. A pesar de no haber dormido nada, deduje que tenía mejor aspecto que ellas. Estaban malogradas como los girasoles que circundaban la mansión.


    Cuando me senté, el desayuno ya estaba servido; zumo de naranja exprimido a mano (lo noté por la pulpa, apartándolo asqueada), rebanadas de pan con mermelada de ciruela, melocotón y fresa, cereales con leche de avena y una omelette con vegetales para cada una. Aunque me moría de sueño, también lo hacía de hambre y no tardé ni cinco minutos en comérmelo todo. Me hizo sonreír imaginarme a Amaranta acompañándonos en el desayuno, estaría indignada por mis modales y aunque nos acompañe, nunca comía nada enfrente nuestra. Ante el silencio sepulcral del resto, mi neurosis aumentó.


    —¿Se puede saber qué os pasa? No estamos en un entierro, podemos hablar. —Me aventuré a provocarlas, necesitaba una reacción mínimamente humana. O no me escucharon o me ignoraron deliberadamente—. ¡Eh! ¿¡pero qué demonios os ha sucedido!?— grité dando un golpe en la mesa, la bonita jarra de zumo se tambaleó lo suficiente como para derramarse. Aquello pareció despertarlas de su ensueño, asombradas por mi ataque de ira repentino.


    —Haz el favor de no levantar la voz, mi cabeza va a estallar. —Sentenció Jill masajeándose la frente. La expresión de su cara nada afable, por lo visto hoy todo el mundo desea matarme, me encendí más, no me caracterizaba por mi paciencia.


    —¿No veis lo qué pasa? Yo no lo puedo explicar ya que no lo entiendo… pero sé que no nos podemos quedar aquí, en esta mansión, ¿no os habéis mirado en el espejo? Parecéis malditos zombis.


    —Solo ha sido una mala noche, Felicia… nada más, no creo que tengas que montar el numerito de casa encantada para irte. —Dijo Alma y con honestidad me asombré de su hostilidad. Sé que no soy su persona favorita, pero la creía demasiado pusilánime como para enfrentarme cuando estaba enfadada.


    —¡Arg!, ¡no se trata de eso! —exclamé empezando a perder los pocos hilos serenidad que me quedaban, mi fama de bromista empedernida me pasaba factura—, Amalia aún no se ha despertado, he pasado toda la noche vigilándola y no se ha movido un centímetro, es como si estuviera en estado vegetal, por lo que veo vosotras estáis igual de mal… no seáis tan estúpidas como para negarme eso.


    Ninguna comentó nada en un largo rato y temí que siguieran pensando que no hablaba en serio, que era otra de mis payasadas, pero saben que con la salud de mi hermana nunca bromearía. Debía de convencerlas de que algo andaba terriblemente mal.


    —Yo te creo… Ayer por la noche caminé en sueños por primera vez en muchísimo tiempo, —tras captar nuestra atención, Daniel continuó—: Acabé en el lago silencioso, pude ver como una figura se hundía en el agua, era rara, con una luz sobrenatural, quise ayudarla a salir, pero antes de poder hacerlo Amaranta me lo impidió y me llevó de vuelta a mi cuarto… Suponer que todo es fruto de mi imaginación, una alucinación de una sonámbula sin más…


    —No obstante, parece real. —Concluyó Alma, la chica de ojos grises sentada a su lado, lo afirmó colocándose un mechón de su pelo rebelde. No necesitaba más pruebas para marcharme, que Daniel tuviera uno de sus “paranormales” sucesos era indicio suficiente de que algo horrible ocurría o iba a ocurrir. Todavía recuerdo el intento de suicidio de Jill, (tema tabú y totalmente prohibido de sacar) aquella noche lluviosa, me levanté curiosa por el ruido del pasillo en el orfanato para darme cuenta de que Daniel intentaba forzar la puerta del lavabo. Las muñecas desgarradas y la sangre inundándolo todo. Soy una mórbida, eso es cierto, pero el gore real no me acababa de gustar… Había algo perturbador en Daniel, aunque ella en sí era muy tranquila y reservada, podía decir incluso que era una chica muy buena, inocentona, no obstante, poseía un aura que atraía este tipo de desgracias, por no mencionar que su pasado era un completo misterio. En mi cabeza la apodaba, “la chica desafortunada”.


    —Parad de decir tonterías, os estáis comportando como unas niñas pequeñas… Además, si fuera cierto y hay algo que se escapa a nuestro control, ¿qué podemos hacer? ¿le damos un golpe en la cabeza y nos vamos corriendo? —se rio sin humor la rubia—. Dejad de conspirar como unas crías y razonemos como adultas; Amalia sufre de anemia, es normal que ayer se desmayase, Amaranta llamará a la Srta. Lisa y os marcharéis. Daniel, tú también has deambulado alguna vez en sueños, a lo mejor el cambio de aires y el estrés ha influenciado. No hay nada inusual en esta casa, un mal sueño no justica un plan disparatado para marcharse.


    Quería golpear a Jill muy fuerte, apreté mi puño para aguantarme las ganas. La perfecta Jillian, siempre tan elocuente, justa, amable, impecable en todo lo que hace, a simple vista parece extraordinaria, una gentil alma envuelta en un papel aún más hermoso… Me compadecía de los pobres diablos que caían en su trampa, no corría sangre si no veneno por sus venas, un aguijón mortal te esperaba si te acercabas mucho a ella.


    —Bien, no me importa, quedaos aquí y pudríos. Ya llegará el momento en el que os acordaréis de mis palabras.


    Iba con la intención de marcharme, pero la aparición repentina de la Sra. Corvino me impidió el paso. La mirada por debajo de sus negras pestañas que me echó me cortó la respiración.


    —¿Ya habéis acabado? Recoged los platos y dirigíos a la sala de baile.


    Sin más explicaciones, se fue, era como un fantasma, nunca pude oír sus pasos. Haciéndole caso, limpiamos la cocina y enseguida nos encontrábamos en la vasta sala de baile. Bufé exasperada, por supuesto que también deberíamos aprender algún tipo de danza estúpida e innecesaria.


    Para mi desgracia, me tocó de pareja Jill (ley de Murphy, claro), puesto que Alma y Daniel obviamente iban a practicar juntas. Ver a Alma llevando los pantalones (siendo más bajita) era algo digno de contemplar, no pude evitar reírme por dentro, en el fondo esas dos me daban un poco de envidia, eran como mi hermana y yo de pequeñas. Era desesperante observar su relación desde fuera, la morena iba a hacer cualquier cosa por Daniel y ella en cambio era muy posible que jamás se diera cuenta de sus sentimientos… La mano invasiva de mi pareja de baile interrumpió mis pensamientos.


    —Oye, debes proponerme el baile con tu mano derecha, ¿no eres el hombre de esta relación? — Demandó Jill impaciente por empezar a bailar el vals que sonaba de fondo, la melodía retumbaba por las bóvedas del salón. Solo con nosotras cinco parecía mucho más grande de lo que era. Tragándome la vergüenza (pues no era buena en este tipo de bailes) tomé la iniciativa y con más brusquedad de la necesaria la agarré por la espalda, ella aceptó mi mano con la suavidad de una mariposa posándose en una flor. Siguiendo las instrucciones de Amaranta conseguimos dominar el baile, aunque pisé a mi compañera varias veces el principio, nunca se quejó y aquello consiguió agrietar el resquemor que sentí por ella minutos atrás.


    —Mira, Jill… sé que tienes motivos de sobra para no fiarte de mí, —susurré lo más humildemente que pude mientras girábamos incesantes, tanto y tan rápido que me mareé— pero tienes que creerme, sé que a mi hermana le ha pasado algo que no puedo explicar, la anemia nunca le ha afectado de tal manera antes.


    Danzamos un rato más, ella no me miró si quiera, puede que demasiado embriagada de la sensación de fantasía, mientras yo me mordí el interior de las mejillas para no sucumbir al agobio de dar vueltas como idiotas. Nuestras compañeras de al lado eran la viva imagen de dos patos mareados, por lo cual la Sra. Corvino tuvo pararse para ilustrarlas y que no se mataran entre ellas. Aprovechando este pequeño momento de privacidad Jill se manifestó.


    —¿Sabes…? Aún me acuerdo de aquella vez que me pusiste cucarachas en la cama. Me enfadé tanto qué quería empujarte por las escaleras, de pequeña eras un mal bicho.


    Me reí ante su impertinencia, en muy extrañas ocasiones se podía escuchar de su boca algún tipo de insulto o falta de respeto.


    —Te vengaste, me partiste el labio.


    —Sí, bueno, se podría decir que tú misma te lo buscaste. —Tras esto, ella suspiró en derrota—. Supongo que tú ganas, pase lo que pase estaré de tu lado. Yo también estoy intranquila de estar aquí.


    Una impresión de tregua nos unió al admitir que este lugar le perjudicó. Era de agradecer que, por una vez, me apoyara. El resto de la mañana fue igual de tranquilo y aburrido, aprendimos a cocinar ciertos platillos y tentempiés, recitamos poesía de Byron, Bécquer, Lorca, y varios autores italianos que no me acuerdo ni me interesaban, mas Amaranta nos lo recitó en su idioma natal con gran fervor, la poesía me parecía pretenciosa y con la grave somnolencia que tenía, en más de una ocasión cabeceé adormilada. Prefería las letras desgarradoras y directas de mi música. Después de comer una comida ligera consistente en una sopa de panecillos y de segundo; pimientos rellenos de tofú y verduras, me apetecía repetir con los pimientos, pero la Sra. Corvino me regañó diciendo que era preferible que una señorita se quedase con hambre a que fuera una glotona, la maldije en mi cabeza y me mordí la lengua, no pretendía causar una guerra ahora que estaba tan cerca de irme de aquí, preferí tragarme el ego. Se concentraba un ambiente cargado cada vez que nos reuníamos con Amaranta, como si una pelota de tenis se instalara en la garganta.


    Todas se encontraban en un estado lamentable, terriblemente cansadas y ojerosas como si llevaran sin dormir una semana entera, no paraban de bostezar y me pegaron las ganas de abrir la boca irremediablemente. En un acto de insólita compasión, Amaranta Corvino las despachó para que se tomaran una siesta (de no más de veinte minutos, insistió) puesto que una señorita debía de tener un aspecto descansado y sano, este último adjetivo no era lo que las definía el día de hoy. Con unas terribles ganas de ver cómo se encontraba mi hermana y de cerrar los ojos un rato, salí escopeteada hacia las escaleras, antes de poder poner un pie en el primer peldaño, la mano mortalmente fría de la señora de la casa me paró en seco, no queriendo sentir su tacto más, revoloteé lejos de su alcance.


    —Srta. Felicia, me alegra comunicarle que acabo de llamar a la Srta. Lisa, me ha comunicado que antes del anochecer llegará. —Sin un motivo claro, la piel del brazo se puso de gallina, el iris de sus ojos era igual a un torbellino negro—, a lo mejor debería visitar a su hermana, puede que la necesite. Empaquetad vuestras cosas y dejadlas al lado de la puerta del recibidor, por favor.


    No le di respuesta a cambio, solo corrí por las escaleras todo lo rápido que mis piernas me permitían, al girarme ya se había ido. Incluso antes de entrar en el cuarto de Amalia supe que las cosas no iban bien. Estaba despierta, me hubiera alegrado si no se estuviera hincando uno de mis cigarrillos encendidos en el antebrazo, sudaba a mares y su semblante era de pura desesperación, la cara de una demente. Instintivamente me lancé y traté de quitárselo, ella me arañó la cara, parecía que su vida pendía de clavarse todo lo hondo posible el cigarro, sorprendida por su ataque (noté la piel de mi mejilla desgarrada) tardé unos segundos en volver a reaccionar, sin creerme lo que estaba ocurriendo, fui hacia ella con todas mis fuerzas, en un placaje sin control la tiré en la cama, nuestros cuerpos retumbando por la caída. Le agarré las manos y arrojé el cigarrillo a la esquina más alejada de la habitación, impidiendo que volviese a hacerse daño. Amalia peleo por su libertad, pero yo logré contenerla, no era la primera vez que me luchaba contra una mujer furiosa y no tardó demasiado en quedarse sin fuerzas, luego de quedarse lo más relajada posible, la solté y me senté en la cama a su lado. Estaba llorando en silencio.


    —Lia… ¿Qué te has hecho? — pregunté asiéndole el brazo lo más suave que pude. Su quemadura era fea, profunda, su centro negruzco por las cenizas y el alrededor de un latente rojizo, sus heridas de ayer no dejarían marca, esta sí —. Tengo que curarte esto, iré a por la Sra. Corvino.


    Ante la mención de su nombre, mi gemela me sujetó con vigor renovado, sus ojos anchos de puro terror, inyectados en sangre.


    —Feli, no… no lo entiendes, todo es falso, ella es falsa, esta casa es falsa… no puedo volver a dormir, no puedo volver a dormir… — Tartamudeó clavándome las uñas en los costados. Estaba mucho peor físicamente que esta mañana, hace apenas unas horas me pareció verla más delgada, ahora podía corroborar que era cierto, la tira elástica de su pijama se resbalaba por su cintura. «Dios mío… ¿Qué está pasando?»


    —Lia, estoy contigo, no te va a pasar nada, estás a salvo. —La acuné contra mi pecho y la balanceé, acariciando su cabello, en mis dedos se enredaban mechones de pelo, se le estaba cayendo tanto que había pequeños claros, engullendo mi propio pánico continué con mi tarea de tranquilizarla.


    —Las cosas que he visto Felicia, oh, Feli… no puedo volver allí, no puedo… —Lloró e hipó sin control, dejándome la camisa un asco y llena de mocos, no podía importarme menos. Sus ojos volaron por todas partes, como buscando algo o a alguien, su corazón contra mi pecho bombeaba al borde del infarto, tan rápido como el de un colibrí. No paraba de tocarme, creyendo que no era real, que seguía en su particular pesadilla.


    —Tienes que explicarme lo que está pasando, porque yo no entiendo nada, ayúdame, vamos.


    Amalia se alejó de mí, haciéndose una bolita, rascándose la cabeza, hurgándose, reía y lloraba al mismo tiempo.


    —Las cosas que hicimos, Felicia… las cosas que hicimos, vuelven a por nosotras… ahora lo sé, todo acto tiene su consecuencia, no puedes olvidarte del pasado, no lo puedes enterrar… te seguirá allá a dónde vayas, es un descenso, como bajar por unas escaleras a los recovecos de tus pecados, a tus secretos más profundos, te consume, te devora, te vuelve débil, lo necesita para poder comerte… todas las cosas vivas, las chupa, no sé… no sé cómo estoy aquí, no sé sí es real… he visto las semillas que caían del cielo, he visto el horror… he visto a mi… a mi… —Frenando su discurso atragantado me agarró la cara con sus dedos huesudos— . ¿Por qué me permitiste hacerlo?


    Mis latidos se pararon en seco, la bilis inundando mi garganta, suprimí un par de intentos de arcada, los lados de mi visión se tornaron borrosos. Entonces, los dedos de Amalia me apretaron más.


    —Escúchame, Feli, escúchame… hay que salir de aquí, tenemos que irnos, todas, si nos quedamos una noche más, nos devorará a las cinco.


    —La Srta. Lisa vendrá a por nosotras antes de la cena, Amaranta le llamó…


    —¡No! ¿no lo ves? Es una mentira, no ha llamado a nadie, nos quiere aquí… quiere que nos durmamos para no despertar. No podemos esperar tanto, tenemos que buscar otra forma, pero no podemos levantar sospechas o no saldremos jamás.


    —Vale… entonces, déjame intentar una cosa.


    —¿Qué?


    —Intentaré llamar a la policía o a quien sea, si viene alguien no podrá hacernos daño… si no funciona simplemente nos marcharemos, por las buenas o por las malas.


    —¡Feli, no! No funcionará, no puedo explicarlo, pero… no se rige por las normas de nuestro mundo, puede manipular cosas, hacernos ver cosas que no son, no es tangible, no es natural.


    Volvía a la misma actitud pavorosa de cuando la encontré, pero yo sabía lo que tenía que hacer. Dejé de ser una niña hace mucho y ver a la sangre de mi sangre, mi único pariente hecha prácticamente un esqueleto… no debía dejarme dominar por el creciente terror en mi seno, si lo hacía, perdería a mi hermana. Solo yo podía cuidarla.


    —¿Confías en mí?


    —No se trata de eso.


    —Pero ¿confías en mí?


    No dudó ni medio segundo en contestar.


    —Sí, siempre.


    Era todo lo que necesitaba.


    —Bien, escucha atentamente lo que voy a decirte; si entra Amaranta hazte la dormida, ten un arma, cualquier cosa, preparada por si acaso. Pase lo que pase, tú seguridad es lo más importante, ¿lo has entendido? La tuya y la de nadie más.


    Apenas asintió con la cabeza, mientras ella se quitaba su pijama sudado yo me despojé de mi ropa de señorita por algo más práctico, pantalones y camiseta negra y unas bambas con suela de goma para hacer el mínimo ruido posible. En una discreta mochilita, metí cosas que pensé podría necesitar, como, por ejemplo; una linterna pequeña (en esta maldita mansión solo había velas), mi navaja multiusos y mi juguete estrella, la ganzúa que tanto dinero me había dado. Aún recuerdo la cara de desaprobación de mi gemela al verlo meterlo en mi equipaje, ella sabía para que lo solía utilizar, normalmente para entrar a hurtadillas a un establecimiento mal vigilado, nada muy grande, algún super del pueblo de poca monta como mucho, increíblemente aún no tenía antecedentes. Al enterarme de que pasaría toda una semana en una mansión antigua y rica, no deseché la posibilidad de robar alguna que otra joya. Actualmente, estaba muy agradecida por mis malos instintos.


    Abriendo la puerta con toda la precariedad posible, asomé mi nariz por la rendija de luz tenue, cerciorándome de que no hubiera moros en la costa. Salí del cuarto dándole un último vistazo a mi hermana, levantándole el pulgar para asegurarle de que estaría bien. Se había vuelto a esconder en las mantas de la cama con un pesado candelabro apretado en su pecho.


    No hice ningún ruido, pero Amaranta parecía levitar más que andar, aún no supe como no lograda detectar ni un paso suyo sabiendo que usaba zapatos de tacón. La sola idea de que me pillara en el pasillo con una navaja en la mochila hizo que mis piernas se doblegaran ligeramente. Irónicamente tenía más miedo de ser atrapada de una mujer que enseñaba protocolo a jovencitas que a la policía. Ni un solo tablón se perturbo por el peso de mis pies al andar hasta el final del pasillo, solo había un lugar al que podría ir, a la puerta cerrada del piso superior que yo suponía que era un despacho, allí debería encontrarse el teléfono, puesto que en ningún lugar más en toda la mansión logré ver algún objeto mínimamente moderno, era como si este lugar se hubiera congelado en el tiempo.


    Nerviosa y excitada en alcanzar las escaleras, el crujido de una puerta a mis espaldas me detuvo en seco. Mi corazón dejó de latir.


    Mierda.


    — ¿A dónde vas?


    No era la voz autoritaria de la Sra. Corvino, pero igualmente me traería problemas. Me giré para observar a una Jill muy sorprendida, aunque al menos no tenía una expresión acusatoria en su rostro, de alguna manera pareció comprender lo que estaba haciendo. Tampoco era la primera vez que me atrapaba escapándome del orfanato de hurtadillas para irme de fiesta, aunque la situación ahora era mucho más precaria, si alzaba la voz demasiado me delataría y sería el fin de todo.


    En silencio coloqué mi índice verticalmente en mis labios rogándole que no hablará más. Le lancé una mirada que decía: «Hicimos una promesa», en respuesta ella parpadeó y entró de nuevo a su habitación, me estaba cubriendo. Tuve que reprimir un suspiro de alivio, al menos supe que era una persona de palabra, por el momento.


    Sin perder más tiempo subí por las intrincadas escaleras hacia el piso superior con una sensación de tener pegado en el cogote unos ojos, pero de todas las veces que volteé ninguna vi la fantasmal figura de una mujer. La puerta con candado era contundentemente más grande que las demás, fortificando un secreto que no debía ser descubierto. «Bueno» pensé, «me gusta quebrantar las normas, está en mi naturaleza».


    Con algo más de confianza, saqué mi ganzúa de la mochila y estudié la cerradura por un momento, no será fácil, era antigua y estaba un poco oxidada por dentro, pero había abierto cosas más complicadas que esto, no podía detenerme ahora, que Amalia estaba muerta de miedo un piso más abajo… se sentía que estaba a galaxias de distancia de ella. No me demoré y lo metí con cuidado, aplastando los pistones, tardé dos o tres intentos que me parecieron una eternidad, la gota de sudor que nació en mi nuca alcanzó mi baja-espalda en el momento que el chasquido metálico del candado sonó. Sin miramientos me zambullí en lo que efectivamente era un despacho que en tiempos pasados habría sido magnifico y elegante, ahora era más bien lúgubre y anticuado, la vidriera de colores vibrantes con forma circular daba vida a un espectáculo de luz en el suelo de madera. Me quedé hipnotizada hasta que me di cuenta de que no tendría más de cinco minutos para volver a mi dormitorio, examiné todo el despacho en busca del teléfono, pero no encontré nada a simple vista, me incliné sobre la mesa de trabajo principal, colocada delante de la cristalera, todos los cajones estaban llenos de papales acartonados y sin valor, excepto por un cajón que también estaba bajo la custodia de otra cerradura.


    Fue un rival más duro, pero cedió igual, había abierto tantos cerrojos que era como una segunda personalidad. Me sentía casi eufórica de poder desentrañar los misterios de esta casa con tanta facilidad.


    Dentro no encontré lo que vine a buscar, sin embargo, había una cajita de roble hermosamente tallada y dentro de ella, una fotografía, un retrato familiar. No tardé mucho en darme cuenta de que se trataba de la familia Corvino, Amaranta estaba en el medio, en toda su burbujeante adolescencia con un vestido azul y con el largo cabello suelto, una sonrisa delicada adornaba su rostro, detrás de ella se encontraban lo que serían muy probablemente sus padres, el padre, a la izquierda, ataviado en un traje austero y tanto el pelo como el bigote canos, su madre estaba a la derecha vestida de negro al completo y peinada con un moño pasado de moda. Sus expresiones severas, fruncidas, parecían muy mayores para tener una hija tan joven, a sus espaldas un campo de girasoles los encuadraba. Giré la fotografía donde había escrito; “Flavio, Amaranta y Arianna Corvino. 07/06/1968.”


    Calculando que por su físico debería tener unos catorce años en la foto, aproximadamente en la actualidad tendría unos treinta años… no lucía para nada como una mujer en su madurez, de hecho, según el ángulo se parecía más a una chiquilla que acababa de pasar su adolescencia, si no fuera por su comportamiento de señora en sus sesenta, más a acorde con la imagen de la madre que la acompañaba en la fotografía. Durante unos instantes, tuve compasión por ella. «¿A qué edad perdió a sus padres? ¿cuándo enviudó?»


    En seguida alejé esos pensamientos, al menos, ella tuvo padres. Dejé la fotografía en su lugar original, pero me di cuenta de que había algo extraño en la cajita, la parte posterior era hueca y pesaba demasiado para ser solo de madera de roble barnizada, apretando abrí un compartimiento secreto y dentro había un bulto envuelto por una tela de seda, curiosa, la desenvolví y me encontré con algo que me quitó el aliento y me hizo tropezar. Una silla de ruedas apareció misteriosamente en mi parte trasera, ni si quiera me percaté de que se encontraba allí en primer lugar. Sintiéndome estúpida, estacioné la silla de ruedas en frente de la vidriera, para no volver a darme un golpe con aquella cosa.


    Un revolver.


    Para ser más concreta, un revolver 38 largo se alojaba en la pequeña cajita. Con las manos temblorosas lo cogí, estaba cargado.


    «¿Debería cogerlo?»


    La sencilla pregunta me atravesó como un rayo, no creía que fuera necesario usarlo, pero…


    No me planteé la pregunta más ya que el sonido abrupto de un teléfono empezó a sonar, taladrando mis tímpanos y volcando mi corazón en la garganta. En un rápido movimiento escondí el revolver en la parte interior de mis pantalones, tapándolo con mi ancha camiseta. Asustada hasta la locura, traté de divisar de dónde procedía; en una esquina del despacho localicé un montón de cajas de cartón llena de papales y periódicos, el timbre procedía de algún lugar enterrado en esa pila de documentos, cada vez el ruido era más nítido. Para mi fortuna, logré descolgarlo antes de que toda la casa se levantara por el incesante pitido.


    —¿Hola?


    Durante unos segundos solo escuché mi respiración agitada, tuve que tratar muy duro para concentrarme en lo que sonaba al otro lado de la línea. Comenzó como un suave arrullo, incluso agradable, sin aviso, el llanto agónico de un infante taladró mi cerebro, instalándose en él, en la nebulosa de mis recuerdos reprimidos, un sollozo pidiendo socorro, rogando por vivir. Todos los flashes de aquella horrible noche resplandeciendo dentro de mi cabeza, más vivos que nunca.


    Golpeé tan fuerte el teléfono que la piel de mis nudillos se astilló. Notaba mis ojos húmedos y me mordí el puño para no gritar.


    —Las cosas que hicisteis, Felicia… las cosas que hicisteis… —una voz agrieta con las lenguas de mil acentos habló, infantil y socarrona. El tono de un padre regañando a un niño imprudente se alzó entre las penurias de la mansión y se transmutó en la silla de ruedas, ahora enfocada en la cegadora luz, todo el abanico cromático de colores se filtró en la silueta incandescente sentada en la aparatosa silla, los lados donde la luz no le tocaban y la oscuridad era seductora dejaban ver una piel tan blanca que era translucida. La vileza que se dirigía a mí continuó—: ¿Se sintió bien?


    Y en un instante fugaz tuve el presentimiento de que iba a morir, que el verdugo de mis pecados se materializó desde el séptimo círculo del infierno para cobrar la deuda pendiente, pero tan pronto como esa corazonada vino se fue y solo la certeza de que no estaba sola en el despacho me libró del estupor.


    —¿Qué estás haciendo en el suelo? ¿has acabado lo que tenías que hacer? — unas gentiles palmas arrastraron mi mirada al óvalo perfecto de un rostro rosado… Jill—. Amaranta nos llamará en breves.


    Chasqueó los dedos en frente de mis ojos, haciéndome parpadear.


    —Tenemos que irnos de aquí, ahora mismo.


    Rodé mi vista un momento otra vez a la silla de ruedas, que se encontraba vacía. Respiré tranquila en lo que parecieron horas, pero también sabía que fuera lo que fuera, volvería.


    —Sí, es lo que te estoy diciendo, vamos. —Insistió la rubia sosteniéndome la mano y aupándome.


    —No, no me entiendes, tenemos que irnos de esta casa. Ya.


    —¿Pero qué dices…?


    —Escúchame, si te quedas aquí, morirás.


    Un silencio largo se prolongó, sus labios se curvaron hacia arriba en una mueca divertida, luego se tambaleó al ver que mi expresión era una mezcla entre la urgencia y el pavor más intenso.


    —¿Hablas en serio?


    —Nunca he hablado más en serio en toda mi vida, lo acabo de ver Jill… eso, lo que ha estado consumiendo a mi hermana, sé que tú lo sientes también, esa esencia maligna. Nosotras nos iremos, tú decides que hacer, aunque espero vengas. De verdad.


    Titubeó, de repente sus cejas se juntaron y lentamente asintió. No hicieron falta más palabras.


    —¿Cómo lo hacemos?


    —Nos largamos por la puerta principal, si se niega a dejarnos ir… —le enseñé el revolver guardado en el pantalón, sus ojos brillaron—, lo haremos por las malas.


    Acto seguido nos marchamos y buscamos a nuestras respectivas compañeras. Yo fui directamente al dormitorio de mi hermana, las zancadas, apresuradas, temblorosas avanzando a trompicones, abrí la puerta sin ceremonias y … nada. No había nadie en la cama, entre las sábanas, ni en el lavabo adjunto.


    No.


    No puede ser.


    «No, por favor…»


    —Felicia, Alma está en el baño de su cuarto, ha despertado con náuseas, Daniel está con ella…— la rubia se calló al notar que no le respondía, algo estaba mal—. ¿Y Amalia?


    —No está… ella simplemente, no está aquí.


    Daniel y Alma se arremolinaron en la entrada, la monera tenía un aspecto horrible, su piel normalmente bronceada y radiante ahora era grisácea, con una textura resbaladiza, en su boca quedaban restos de algo parecido al cerumen derretido de una vela. Se presionaba el estómago, con su brazo derecho se apoyaba en el hombro de Daniel, su semblante helado, como si estuviera caminando en sueños.


    —¿Hay algún coche o medio de transporte en esta casa? — preguntó Daniel o más bien sentenció. No iban a esperar a nadie, aquello me dolería si no estuviera tan atónita.


    —No me voy sin ella.


    —No la vamos a abandonar, pero tenemos que salir y buscar ayuda. ¿Has podido llamar a alguien?


    Negué con vergüenza y maldije para dentro, es posible que perdiéramos nuestra única oportunidad de que alguien nos auxiliara por culpa de mis demonios internos.


    —Que yo sepa no hay vehículos ni nada por estilo, tendremos que irnos a pata hasta la carretera, y allí rezar para encontrar un coche que quiera recogernos. — Razonó Jill, ahora que me fijaba ya no estaba vestida en su camisón, sin lugar a dudas lo que sea que haya presenciado en mi ausencia la convenció para abandonar esta mansión.


    —Ya os lo he dicho, no me iré sin mi hermana, tenemos que buscarla. Ella lo haría por vosotras.


    Apreté los puños, quería gritar lo egoístas que eran, el sabor cobrizo de la sangre inundando mi boca al masticarme el labio inferior. Daniel se acercó a mí, dejando a Alma en brazos de Jill. Me agarró por los antebrazos, con tanta fuerza que noté como se formaban ya los moretones.


    —Lo has visto.


    —¿Qué?


    —No sé qué es, no sé siquiera si es humano… pero nos va a devorar a todas si no nos vamos de una maldita vez. — Su mirada era intensa, en su iris cerúleo barajado con gris vi las mismas motas incandescentes que se replegaban alrededor de aquella siniestra silla de ruedas—. Lo he visto en mis sueños, mientras dormía la siesta… creí que no volvería a despertar jamás, sentí que una parte de mi alma era destruida en mil pedazos, contaminándose en vileza… sí, tendríamos que haberte hecho caso esta mañana, pero no podemos hacer nada ya, sabes que no vas a encontrar a tu hermana si nos quedamos. Así no la podemos ayudar… ¿de acuerdo?


    Sorprendiéndome a mí misma, me encontré asintiendo sin más pelea. Quizás era por el miedo que se anidaba en los nudos de mi vientre, o quería convencerme de que era la mejor opción, la única opción, así pretendía pensar que no estaba abandonando a mi gemela a una muerte segura… o algo peor.


    Una vez que todas estábamos fuera del dormitorio sucedió algo inesperado, todas las luces de la majestuosa mansión destellearon, una, dos veces, y se apagaron, envolviéndonos a las cuatro en un manto negro, incluso las ventanas eran opacas impidiéndonos ver lo que sucedía en el exterior. Aquello era imposible, cuando me hallaba en el despacho no serían más de las cinco de la tarde. Paralizadas, solo oíamos el tic tac de las manecillas del antiguo reloj y nuestras respiraciones agitadas.


    —Jill, sujeta esto y alumbra nuestro camino. — Incluso en esta oscuridad, se las arregló para coger la linternita que le ofrecía torpemente e iluminar el suelo que teníamos a nuestros pies, seguimos caminando con cuidado de no caernos por las enormes escaleras y partirnos la crisma. Una vez en la recepción, me precipité a la puerta principal y traté de girar el pomo, pero no se movía. Estaba cerrada a cal y canto. Me tragué el pánico hasta que se aposentó en mi barriga.


    —Probemos por la ventana. — Inquirió creo que Daniel a mi lado, la percepción de quién hablaba era difícil en la lobreguez más absoluta.


    Jill enfocó en las paredes, en todas y cada una de ellas, pero no hubo rastro alguno de ventanas, se habían esfumado todas, como si en realidad jamás hubieran existido. El “clock” atronador del reloj nos sacó un grito estridente a algunas, a otras un chillido por dentro, paralizándolas, alguien presa del pánico clavó sus dedos en mi muñeca, pero no supe quién. Las agujas del reloj ancestral indicaban que eran las doce en punto de la noche.


    Creí percibir un vaporoso “¿Qué hacemos?”, sin embargo, las luces que permanecieron obstinadamente pasivas a nuestra ceguera volvieron con tal pasmo que entrecerré los ojos para divisar un contorno eclipsado en lo alto de las escaleras.


    Su silueta se quedó grababa permanentemente en mis retinas.


    Amaranta Corvino.


    No estaba vestida con su habitual traje sobrio, si no con aquel vestido azul que vi en la fotografía, el cabello oscuro sin recoger, flotando como un velo al mínimo de sus movimientos. Lo más aterrador era que su cara se aserenaba en un semblante relajado, apacible incluso… tanto que no me di cuenta de que mis piernas avanzaron hacia ella. Me estaba atrayendo.


    —¡Es una trampa!


    Una de las chicas gritó.


    Otra de ellas se desplomó en el suelo.


    Daniel me asió del brazo desvelándome de mi trance, Amaranta estaba a penas a unos centímetros de nuestras caras, su aura segundos atrás tan seductor ahora me inundaba el paladar con una docena de huevos podridos.


    No supe en que momento pasó, pero me encontraba apuntándole con el revolver directamente a la cabeza. A esta distancia no podría fallar. El reloj no había dejado de sonar, lo seguiría haciendo hasta el fin de los tiempos… si no me encargaba de Amaranta.


    —¿Qué has hecho con mi hermana?


    Ni una palabra traicionó su silencio, hubiera dudado por un momento que esa persona suspendida en el aire fuera un holograma, sus ojos vidriosos se enfocaron en Daniel, estaban hablando sin palabras, en las brasas de su pupila vi secretos arcaicos que, si los contemplaba por demasiado tiempo, me volvería loca.


    Apreté el gatillo.


    Nada pasó.


    «¡Mierda!» pensé descompuesta, mis manos una vez pasada la adrenalina, temblaban incesantemente. «¡No he quitado el seguro!»


    Amaranta, consciente de mis intenciones, se reclinó hacia atrás, centelleando en dirección a las escaleras, estaba huyendo. Pero mis manos no me obedecían, mi cabeza gritaba con derramarle los sesos, no obstante, mi cuerpo se petrificó.


    —¡Dispara antes de que se vaya! —Jill se colocó junto a mí, le quitó el seguro al revolver, situó su dedo índice sobre el mío y disparó. Esta vez de verdad.


    El tañido del reloj paró de golpe.


    El escarlata en forma de corazón creciente brotada sin cesar del pecho de Amaranta, donde le disparó Jill y ésta se tambaleó hacia nosotras, sus pasos impregnando huellas carmesíes en el suelo. Su pelo formó riachuelos negros en su cara, aun así, pude observar que sus labios se abrían y cerraban con espasmos, queriendo decir algo, intentándolo con su último aliento, pero falló patéticamente y sus piernas cedieron, finalmente derrumbándose. Su cuerpo inerte tendido bajo la mirilla de mi revolver, aun apuntándole… por un instante miserable, sentí genuina pena por ella y luego, mil agujas de culpabilidad me pincharon.


    Acababa de matar a una persona.


    «Jill la ha asesinado, ella apretó el gatillo, no yo». Me reprendí mentalmente, mirando de reojo a la susodicha, que estaba quieta como una estatua.


    Entonces, la mansión retumbó, las paredes se hinchaban y luego se contraían, como si estuviéramos dentro de un pulmón, los cimientos de la casa por entero crujían, sus antiquísimos huesos se despedazaban, se astillaban en una estridencia igual de espantosa que una manada de lobos aullando a la luna llena. Un rastro de polvo caía desde arriba, se pegaba en nuestras fosas nasales, Jill dirigió la pobre luz de la linterna al techo, éste se abría en millones de finas grietas. La mansión se desplomaba con nosotras.


    El piso bajo nuestros pies se agitó con la fuerza de las olas y me provocó una caída dolorosa, aterrizando sobre mis nudillos, que se enredaron sobre algo suave y mojado… la ropa de Amaranta, pero no había rastro de ella, su cuerpo se esfumó como las ventanas hace unos instantes, como si no existieran. La realidad se resquebrajaba ante nuestros ojos.


    La urgencia por salir de la mansión se intercambió por la urgencia de sobrevivir a la enorme cicatriz que dividía la residencia en dos, engulléndolo todo, la lámpara de araña se cayó en ese abismo negro sin fin, cuando llegó a nosotras la primera en precipitarse fue Alma, que se encontraba totalmente sin energía, consumida en una extraña aflicción que no llegó a contarnos. Su figura tragada con glotonería por las tinieblas.


    Daniel chilló, quiso seguir su camino, ayudarla en su estúpida bondad, pero al encontrarse junto a mí, se lo impedí. Ella luchó, dándome duro en las costillas, no hubo tiempo de seguir mientras la grieta se hacía más grande y nos separó de Jill, que se quedó sola, acechada por la oscuridad creciente. En medio de todo ese caos, atrapé una voz familiar, muy parecida a la mía, solo que con una gentileza que yo jamás poseería.


    «Felicia, por aquí».


    Vislumbré una hendidura en la pared a nuestra derecha, una materia carnosa la rodeaba, parecida a una herida que se cerraba, al contrario que la otra raja, ésta quería replegarse. Era una escapatoria a contrarreloj y mi hermana (o la esencia de ella) me guiaba allí.


    —Tenemos que irnos, por aquí. —Indiqué apremiada, ansiosa por salir de una muerte segura, noté que Daniel no me seguía—, ¿a qué esperas? ¡Hay que irse ya!


    Sus piernas titubeaban, no sé si por el temblor constante o por su propia incertidumbre.


    —¿Y qué pasa con Jill? —Preguntó Daniel negándose a dejarla. Lágrimas brillantes se deslizaban sus mejillas.


    —Tú misma me lo dijiste cuando mi hermana desapareció, no podemos hacer nada, no la podemos ayudar. —Le devolví la misma estrategia que usó conmigo, solo que yo se lo dije como un puñal—. Si no quieres morir, acompáñame.


    Algo se rompió en Daniel; su voluntad, su esperanza, no lo sabía, tampoco me importaba.


    Agachó la cabeza y me siguió. No pudo dedicarle una última mirada a Jill, arrinconada en una esquina, yo sí pude.


    No gritó, no pidió ayuda, no lloró. Se quedó arreplegada en la esquina con el abismo acariciándole los pies.


    Algo relucía en sus cuencas oculares. La traición.


    No tuve el valor suficiente parar seguir mirando su inevitable final… ni poder aguantar el rencor abrumador que ondulaba de ella hacia mí.


    «Realmente no la podíamos salvar, no es como si la abandonáramos a propósito… y honestamente, no era ninguna heroína».


    Intentando aplacar el sentimiento de culpa, nos adentramos por esa rendija pocos momentos antes de que se cerrara por completo. Más que un camino era un túnel muy estrecho, con paredes palpitantes, cálidas, no se veía nada más allá de nuestras narices, apenas podía contemplar los rasgos faciales de mi amiga… si aún lo éramos. Un ruido parecido al de sorber con una pajita envolvía esta innatural caverna.


    —¿Qué es este lugar? —Me aventuré preguntar, maldiciendo haberle dado a la rubia mi pequeña linterna, a ella no le haría falta ahora… mi cinismo me revolvió un poco las tripas, pero en el fondo, me consideraba una persona práctica más que emocional. Al menos aún conservaba mi mochilita conmigo.


    —De momento, nuestra vía de escape. —Dijo Daniel y empezó a caminar por la suntuosa senda. La seguí con apuro, no queriendo quedarme atrás.


    Qué Daniel fuera más valiente que yo era algo que jamás me hubiera esperado. Siempre era tan introvertida que nunca supe lo que pensaba realmente, de algún modo… era como si todo esto no la sorprendiese, como si de alguna manera ya supiera que todo esto iba a pasar. De todas las personas con las hubiese querido emprender esta quimera, Daniel se encontraba en el último puesto, ahora más que nunca me inquietaba hasta el extremo. Incluso hubiera preferido a Alma, que, aun siendo una miedica, al menos era normal… pero el abismo la devoró.


    —¿Crees que todo esto es real? —Demandé hastiada por el silencio entre nosotras.


    —Es real.


    —¿Cómo puedes saberlo?


    —No lo sé, lo siento, aquí, en el pecho. —No la pude ver, pero imaginaba que se llevó la mano al corazón—, presentí lo mismo lo mismo el día que Jill intentó suicidarse, es como… una presencia, una corazonada, no puedo explicarlo con claridad, pero… sé que todo esto es verdad.


    Jill.


    Ella confió en mí para marcharnos de la mansión y yo le fallé.


    «Basta».


    —Ellas; Alma, Jill, Amaranta… mi hermana… ¿han muerto? ¿lo sabes?


    Durante un buen rato no contestó a mi cuestión y simplemente continuamos vagando por el túnel sin fin. No pude concluir durante cuánto tiempo, este era raro, inocuo, calculé que podrían ser minutos, sin embargo, parecían horas. El aire se viciaba cada vez más, podía incluso masticar una sutil neblina, la metralla de fondo persistió, incrementando ese ruido de succión, obsceno, incluso… sexual.


    «¿Qué demonios estás pensando, Felicia?»


    Me pasé el dorso de la mano por la frente, limpiando mil gotitas de sudor. Noté el revolver quemándose contra la piel de mi estómago, no recuerdo en qué momento la guardé, nos sería útil para defendernos.


    —No están muertas, aún no.


    Por un breve instante, ella se giró y sus ojos relucieron.


    —¿Quién eres, Daniel? —Susurré palpando tentativamente el revolver.


    Ignoró aposta mi pregunta y siguió, no obstante, me contó una teoría disparatada.


    —Tengo una suposición; no me pidas nada razonable pero este túnel es como un cordón umbilical, uno que nos guía hasta la salida de toda esta pesadilla… ¿Cómo sabías qué podíamos escaparnos por ese agujero?


    —Escuché la voz de mi gemela llamándome, venía de este lugar, del agujero en la pared.


    —¡Eso es una buena noticia! Te estaba indicando a dónde ir, quería salvarte, Felicia.


    La velocidad se diluyó transformándose a cámara lenta, las palabras de Daniel no eran más que un eco sin sentido, todo se esclareció, ella era un maniquí moviendo la boca muy lentamente, un aura mística la rodeó. Súbitamente en el túnel unidireccional se entreabrió una hendidura a un lado y ese otro lado era divino, mi gemela me enviaba un canto de sirena que no pude resistir, me estaba ayudando como antes, abriéndome las puertas para poder huir de este infecto lugar.


    Sin ningún tipo de miramientos entré, el resplandor me llenó, me albergó una felicidad que no era equiparable a nada vivido antes. En aquel regocijo no presté atención a la advertencia de Daniel.

    —¡No vayas…!


    Antes de querer si quiera dar media vuelta, ya era demasiado tarde. El mismo ente vil de la silla de ruedas me cazó, no en una forma cárnica. Estaba dentro de mí.


    —Déjame ver lo que escondes, ábrete para mí, estoy deseoso por entender lo que se alberga en el fuero más enterrado de tu ser. Por favor, muéstramelo.


    La viscosidad pútrida de unos tentáculos me penetró el alma, lamiendo mis entrañas, sorbiendo la bilis amarillenta que choreaba por mi hígado. Violó y rasgó en lo más profundo de la amígdala cerebral, sin gentileza, aclimatándose en el néctar de mis pecados; mis miedos, mis deseos, mis vergüenzas. Me chupó y me llenó al mismo tiempo, haciendo hervir la sangre en mis venas con violencia tal que se hincharon presionando mis músculos, las venillas más débiles estallaron. Me fecundó de algo horrible y una vez estuvo satisfecho, me dejó los tuétanos blandos como la gelatina.


    Lo último que pude escuchar antes de caer en la inconsciencia era la risa apacible de un joven.
     
  7.  
    ShakespeareDrunk

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    Jill

    Fecha desconocida


    Pasos agitados.

    Ruedas que chirrían por todas partes.

    Atrapo al azar palabras como: desnutrida, abandonada, pulso débil.

    Tengo nueve años y apenas tengo un hilillo de carne pegada en los huesos, mi cuerpo es la broma de una niña, un cadáver frío, con unos latidos que se resisten a apagarse del todo. ¿Para qué estoy luchando?

    Noto debajo de la piel como se arrastran las cucarachas, poniendo sus larvas entre los pliegues de los músculos, alimentándose de la poca grasa que me quedaba. Soy la viva imagen de la putrefacción.

    Hay un cambio sutil, ahora capto palabras que tienen que ver con la sangre o la perdida de ella. Tengo doce años y es mi primer intento de suicidio o llamada de atención, según los psiquiatras.

    «Necesitamos sangre tipo cero negativo».

    Mis muñecas palpitan por atención, la congoja dentro de la caverna de mis costillas es insoportable, los ojos se mueven agitados detrás de los párpados, en la última fase del sueño REM, me doy cuenta de que necesito despertarme o no lo haré nunca.

    «Solo es una huérfana más con depresión…».

    El sonido de un monitor cardíaco manifiesta mi pulso agitado. Algo detrás de mi cogote me quiere atrapar. Hacerme suya. Una sensación tentacular se enreda en mi corazón, lo oprime en un agarre vicioso, el latido del monitor se dispara como loco.

    Pero no cedo.

    Soy consciente de mis manos retorciéndose, aferrándose a una sábana, mis dientes muerden el interior de mi mejilla por el esfuerzo de oponerme a esta violación de mi ser.

    «No puedo morir así… tengo que resistir» pienso mientras mi cabeza se parte en dos por el dolor, un rayo chispeante ilumina todos los recovecos de mi cráneo inundado de esas raíces invasoras que me hacen prisionera, estas retroceden, como si las quemase. Después de eso, nada.

    Un absoluto abismo de nada.

    La sensación de ingravidez hace que mis pasos se sientan etéreos, es como combatir en arenas movedizas, solo consigues hundirte más. No sé como sigo andando si no veo nada, mi cuerpo es una concha de lo que fue, pero sigo, debo seguir. Cada vez el sonido del monitor cardíaco es más fuerte, retumba entre mis orejas.

    Finalmente, llego a un punto dónde me siento segura de esa presencia que, momentos antes quería conquistarme, sin embargo, la vida me ha enseñado a no confiar en nada ni en nadie.

    Antes de correr el tupido velo de mis párpados, auguro un susurro en la parte trasera de mi cuello y me apresuro a abrir los ojos.

    La luz es tan blanca que por un momento consigue que me mareo, tan prístina que me arroja un chorro de fuego líquido directo en mis iris. Tardo más de lo que me gustaría en recuperarme del golpe de claridad, después de un oprimente negro me doy cuenta de que es un ojo de buey en el techo de una habitación. Tan mundano como eso.

    Miro de lado a lado y concluyo que solo se puede tratar de una habitación de hospital, una muy agradable y bien iluminada, por cierto. No sé cuánto tiempo pasa hasta que mis extremos entumecidos vuelvan a reaccionar, se han quedado dormidos, lo sé por el suave cosquilleo que recorre todas las extensiones de mi cuerpo. Incluso así, me doy cuenta enseguida de que estoy en una gran cama, tapada hasta la cintura por unas sábanas limpias, mi ropa de calle se remplazó por un pijama del hospital, una camiseta ancha y unos pantalones cortos de verano, todo de ese característico verde azulado, por como se desparramaban mis pechos por la camiseta deduje que no llevaba ropa interior de ningún tipo. Maldije para mis adentros avergonzada, odiando la sensación de vulnerabilidad.

    Al intentar inclinarme, un pinchazo me aguijoneó en el brazo, habían introducido un catéter en la doblez del antebrazo, arrastrando la mirada en dirección a la bolsa que contenía lo que sea que me estuvieran inyectando en las venas, vi algo que me hizo juntar las cejas. En la bolsa dónde se suponía que tendría que contener medicamentos, un líquido celeste de aspecto extraño estaba fluyendo libremente por vía intravenosa. Sea lo que fuera no lo quería dentro de mí.

    Con el cuerpo un poco menos agarrotado, tiré de la sonda lo suficientemente rápido para no sentir mucho dolor, aún con eso mi piel se puso de gallina. Un chorrito de ese flujo celeste se vertió y continuó otra cuerda de sangre, quise atarme algo para detener el sangrado, pero me tuve que conformar con mi mano. Acto seguido me dediqué a despegarme todos los electrodos esparcidos por mi cuerpo.

    Unos instantes después me levanté de la cama, el estómago se me puso del revés y mis piernas temblaron, me tragué dos arcadas prominentes… solo después de unos segundos de reposo, apoyándome en la pared, logré calmar mis nauseas lo suficiente para poder caminar.

    No sé muy bien porque, primeramente, me dirigí a la ventana, que estaba cerrada por una persiana. Al abrirla contemplé un cielo nublado, con una llovizna estrellándose sobre el cristal, más allá de eso no podía ver mucho aparte de una arboleda espesa. No pude distinguir el sonido de la lluvia. La habitación era estéril de cualquier personalidad, aséptico, adulterado.

    Me quedé allí, medio atontada, mirando las gotas caer con la mente derretida, asombrosamente vacía de pensamientos. Es entonces cuando al girarme, divisé algo que no me había percatado hasta entonces… ¿o no estaba allí cuándo me desperté?

    Cerca de la cama había una silla, encima, un osito de peluche.

    De repente mi piel volvió a ponerse de gallina, las paredes tambalearon, como si estuviera en un sueño.

    Me acerqué sin prisa hasta el osito y rápidamente lo agarré para investigarlo; enseguida capté una nota colgada de su lacito perfectamente colocado en el cuello. Leí ávidamente lo escrito en el papel:


    “Esperamos que te recuperes pronto, nuestro cielo.

    Con amor,

    Tus padres.”​

    Mis padres…

    Tragué con fuerza.

    El escozor en mis muñecas comenzó de nuevo, me las revisé; no tenía mis usuales cicatrices. Mis ojos se inundaron en lágrimas, la cabeza que hasta ahora estaba hueca de cualquier preocupación se llenó de un tsunami de recuerdos indeseados.

    Lo recordé todo: el campo de girasoles secos en nuestro viaje en coche, mi grata impresión con la residencia Corvino, todas riendo en el lago silencioso… el desmayo de Amalia, la inquietud esa noche al tratar de dormir, sentir como me iba desvaneciendo, la preocupación de Felicia… las dos bailando mientras intentaba convencerme de que las cosas en la mansión iban terriblemente mal, Daniel explicando que volvió a caminar en sueños… yo misma, mientras esperaba a Feli, intentando limpiarme la cara del sudor, cuando repentinamente se llenó el baño de cucarachas, luego toda la casa derrumbándose y cómo apreté el gatillo para disparar a Amaranta; su circulo rojo brotando de su pecho. Alma siendo la primera caer en la fosa, más tarde Daniel y Felicia abandonándome hasta que dejé de sentir el suelo bajo mis pies… después de eso, la inconsciencia, la nada.

    Y esa presencia vil que quiso penetrarme el alma.

    «Otra vez, me abandonaron, me desecharon, siempre, siempre serás imprescindible para todos, Jill, acéptalo». Musité interiormente con resquemor, no tenía tiempo para la autocompasión, mil preguntas acaparaban mi mente, ninguna con respuesta.

    Realmente, ¿estaba en un hospital?

    En el umbral físico todo lucía de veraz, pero reflexionando muchas cosas eran un sinsentido. No encontré sentido para el raro fluido celeste, ni para la falta de cicatriz en mis muñecas, mucho menos en la nota de mis padres… ellos murieron hace mucho tiempo.

    Decidí que la mejor opción era salir del cuarto y encontrar un veredicto por mí misma.

    Entonces, giré el pomo, una, dos, tres veces antes de entrar en pánico. Estaba encerrada.

    —No, por favor… no.— No pude evitar musitarlo en voz alta, aparte de un miedo atroz a las cucarachas, también sufría de claustrofobia, entre otras cosas que necesitaban de medicación—. ¡Ayuda! ¡Por favor, sacadme de aquí!

    Aporreé y sacudí la puerta hasta que mis nudillos se pelaron, pero nadie acudió, nadie me escuchó. Siempre encerrada, abandonada, sola.

    Cansada, desesperanzada me derrumbé en una esquina del cuarto, acurrucándome en el suelo, apoyé mi frente en las rodillas y lloré, permitiéndome que el miedo me dominase. Prefería cuándo no podía acordarme de nada y simplemente miraba la lluvia, el dulce regalo de la ignorancia. Envidiaba a Daniel por eso.

    Una vez saciada de gimotear, mis oídos se enfocaron en un ligero traqueteo, apenas imperceptible de unos zapatos al otro lado de la puerta, la luz en el espacio entre la puerta y el suelo, de no más de un centímetro proyectaba dos sombras. Una persona (esperaba) estaba parada detrás, aún enmudecida, intenté decir cualquier cosa, pero el temblor en mi barbilla me lo impedía… parecía mentira que no hace mucho disparé a alguien para matarla.

    —¿Quieres salir de aquí? —alguien preguntó, una voz femenina, joven, una voz muy parecida a una que ya conocía, pero menos estricta y más tierna.

    Me quedé sin palabras por la improbabilidad de aquello, no podía ser, simplemente… no era posible.

    —No hay tiempo para dudas, Jill, necesito que me des una respuesta ya. —Exigió la voz detrás de la puerta.

    —Sí. — Asentí con tono desesperado que en otro momento me mortificaría—. Sácame de este lugar.

    —Bien, te ayudaré a salir, pero no creo que pueda seguir haciendo esto sin que él se entere. —Quise preguntar quién era él, no obstante, un objeto fue lanzado y resbaló en el hueco de la puerta hasta tocarme el dedo gordo del pie. Era una llave—. Tendrás que enfrentarte a cosas abominables, que no son lógicas según nuestro entendimiento, no cedas ante el miedo, la oscuridad… él se alimenta de eso, chiquilla. Por favor, sálvate, salva a las demás.

    —¿Por qué haces esto? Yo… quise matarte.

    Me brindó una risa dulce y triste.

    —Redención.

    —¡Espera! —grité abalanzándome a la cerradura de la puerta, sintiéndome estúpida al ser incapaz de abrirla bien a la primera, seguro que, si Felicia estuviera aquí, haría mucho que se habría escapado. Dos intentos fallidos después, la puerta se abrió.

    Cómo imaginé, nadie se encontraba detrás. Los muertos no podían hablar, ella estaba muerta la última vez que la vi, me encargué de eso… ese pensamiento me estremeció. Comencé a pensar que todo era un producto de mi excitada imaginación sin medicar, pero el vendaval de viento que impactó contra mi cara lo sentí muy real.

    Afuera solo se divisaba un recuadro de negrura que absorbía cualquier atisbo de saber dónde colocar mis pies. Por un momento quise tener devuelta la linternita que me dejó Felicia, espera… era remotamente posible que aún la tuviera, recordaba perfectamente aferrarme a ella antes de caer en la inconsciencia. Miré en los armarios y los cajones, en uno de ellos encontré el ansiado objeto, cosa que por otro lado me dejó algo perpleja. Era todo tan ajeno aquí, obra de un desquiciado demente.

    Envalentonada con la linterna, me atreví a salir topándome con lo que parecía ser un pasillo, oscuro, sucio, las motas de polvo bailaban a la luz de la linterna, la brisa aún era intensa y me agitó el pelo del flequillo. Podría ser el pasillo de cualquier establecimiento; un hospital, un hotel, un complejo de apartamentos… enfoqué la luz a una placa al lado de la puerta de salida de lo que supuse era mi cuarto. Allí estaba escrito: “La chica de los pies descalzos”. ¿Podría referirse a mí?, tal vez, o al menos, eso creí ya que a lo largo de todo el pasillo fui encontrando varias puertas más con otras placas en ellas, en total, descubrí los siguientes nombres:


    “La chica del corazón henchido”.


    “La chica desafortunada”.

    “La chica malograda”.

    “La chica de los pies descalzos”.

    “La chica torcida”.


    Intenté abrir todas las puertas, idénticas a la mía, pero no hubo manera y cómo carecía de fuerza física, tampoco pude hacerlas tambalear ni un centímetro. Seguía preguntándome que significaban esos nombres, si había alguien allí dentro, alguien que me pudiera ayudar de alguna forma… aunque siendo franca, lo dudaba. Miré mis pies, ahora desprovistos de zapatos, una vez más. Nunca me gustó andar por el orfanato en calcetines como a las demás niñas, siempre llevaba puestos mi único par de zapatos de vestir, viejos, pero increíblemente bien cuidados, yo me encargaba de que se encontrasen en un estado impecable, incluso raídos por los años de exposición y juegos infantiles, no obstante, no fue así durante un tiempo, un tiempo dónde mis pies estaban astillados y agrietados, sucios como los de una vulgar mendiga. Daría cualquier cosa por poder calzarme, odiaba la idea de tener las plantas del pie negras y mugrientas, como ahora.

    «Vamos, Jill, no te pongas princesa… tendrás que apañártelas sola, como has hecho toda la vida». Medité para mis adentros, poniéndome en marcha otra vez.

    Topándome con otra puerta al final de pasillo, esta sin placa ni nombre para poder reconocerla, giré el pomo, sorprendiéndome al encontrarla abierta. Bien, al menos tenía un camino por el que seguir.

    Pronto, mi optimismo se desvaneció, detrás solo había un pasillo exactamente igual que el primero, un calco preciso, todas las puertas y sus placas repartidas de la misma forma, y al final, la abertura dónde me encontraba. Repetí el acto varias veces, corriendo al final del pasillo, y entrando otra vez, para mi angustia volver a encontrarme en el maldito pasillo. Se convirtió en algo automático, entrar y salir, correr sin descanso, esperado descubrir algo nuevo, que me diera alguna pista para poder salir.

    No pude negar mi latente necesidad por la medicación. ¿Podría ser… una alucinación causada por la falta de pastillas?

    Requería de la presencia de la Srta. Lisa más que nunca.

    En mi decimonovena vuelta, noté un cambio, uno muy sutil que una persona menos observadora (o menos desesperada) no hubiera notado. La luz lívida de la habitación en la cual salí adquirió un tono extraño, entre verdoso y azul que lo empapaba todo, al igual que un cáncer que se extiende, contaminando las partes sanas. La luz de la linterna parpadeó… tenía que darme prisa y resolver lo que ocurría si no quería andar entre tinieblas. Atrapada en este pasillo a oscuras no era plato de buen gusto.

    Mientras me daba prisa caminando, la sensación era cada vez de ir más lento, cada paso suponía un increíble esfuerzo por mi parte, además de que ópticamente el pasillo se alargaba hacia el infinito de sobremanera. El estado de peligro volvió a mí, picándome las ganas de llorar en los lagrimales… el recuerdo mientras estaba inconsciente, con aquella cosa inexplicable pisándome los talones era una letanía.

    Con el corazón en la garganta, forcé mis músculos a responder, mientras la linterna centelleaba inconstante… no podía ver bien, pero sí sentir, y algo húmedo me mojaba hasta las rodillas tan de repente que fue como un puñetazo en el plexo solar.

    Mis muñecas volvieron a zumbar, la inmaculada piel que las rodeaba ahora se retorció de arriba abajo, abriendo la carne tierna hasta llegar al hueso. Igual que la noche en la bañera del orfanato, creando unas cicatrices tan horribles que siempre las llevaría vendadas para no verlas.

    La sangre brotó del manantial bendito, roja; innaturalmente roja. Demasiado apetitosa, demasiado poco humana.

    Intenté taparme las heridas con las manos, pero fue insuficiente, los ríos de sangre se filtraban por los dedos, manchándolo todo, mis brazos, mis muslos, los pantalones, hasta llegar al líquido que quise suponer que era agua rodeándome. De nuevo, la presencia vil, estaba cerca, muy cerca, al acecho. Pesadamente recorrí unos metros más, el agua helada densa me impedía continuar, la linterna se quedó atrás, hundida, mientras peleaba por juntar el tejido de mis muñecas.

    En un momento de flaqueza, me volteé.

    Y lo vi.

    Estaba muy oscuro para verlo bien, pero mis ojos se acostumbraron a la penumbra lo suficiente para reconocer a la figura erguida, a no más de diez pasos de mí.

    Era…

    Era irrevocablemente un muchacho.

    Espigado, magro e incluso podría decir que grácil. Las profundas sombras en su rostro me impidieron descifrar cualquier expresión, pero los pocos segundos que logré vislumbrarlo pude clasificarlo con una palabra: albino. Estaba más allá de la palidez vampírica… no supe si era producto del pavor, pero juraría ser capaz de ver el paisaje más allá de su carne nívea. Era translucido como un mar en calma.

    Había algo hipnótico en mirarlo, transcendental, pero contra más lo observaba más sangre manaba de las heridas, supe enseguida que tenía que luchar contra ese magnetismo o perecería en la más absoluta de las locuras.

    —Jillian.

    Su voz era incluso más encantadora, un canto de sirena tentador, pero lo que muchas chicas ingenuas no sabían, era que las sirenas eran caníbales. Ningún hombre con los que he estado me ha hecho sentir una fracción de lo que su voz me hizo… cabe decir que también fueron unos patanes. La mezcla de atracción y asco me llenaba el estómago de piedras.

    —¿Quién eres? —pregunté con un hilo de voz, la falta de sangre comenzaba a afectarme de forma severa.

    —La pregunta es; ¿quién eres tú? Jillian Hyde, vienes de la nada, no eres nada… aún así lo eres todo para mí. Deja de luchar, por favor, será mucho más fácil si dejas de resistirte contra lo inevitable. —Aquel joven abrió los brazos, invitándome… ¿a qué? —, ¿no estás agotada de sufrir? Yo puedo ayudarte. Simplemente sométete y el dolor desaparecerá.

    Sollocé patéticamente, medio desangrada y con los ojos encharcados en lágrimas contenidas que crearon la ilusión de ver a tres jóvenes emborronados, aproximándose con el sigilo de un gato, descubriendo así algunos de los rasgos de su faz. Y eso fue el peor error que pude cometer. La debilidad de mi fuero interno al contemplarlo se aseguró de confirmarme que nunca podría ganarle, por mucho que lo intentara, por mucho me que opusiera… era suya, ahora y siempre.

    No era una cara hermosa, entendía lo que se aceptaba como bello por la sociedad, y él no lo era, no obstante, me conmovió de forma tan desgarradora que las lágrimas aún acunadas en mis ojos se derramaron por mis sonrosadas mejillas. Un semblante largo, singular, con una boca llena, incluso femenina, la nariz demasiado ganchuda para ser armónica y unos ojos acuosos con toda la melancolía de la humanidad aprisionada en ellos. Incluso en la oscuridad, uno podía deducir que había algo inverosímil en aquel rostro, que, en realidad, se trataba de una máscara y su verdadera esencia moraba escondida detrás.

    —¡Aléjate de mí! —bramé chapoteando en un vano intento de distanciarme, para mi sorpresa, mis palabras le detuvieron y agachó lo suficiente su cabeza, su cabello defectuosamente nacarado le ocultó un ojo lechoso. No hubo rastro de color en él—. ¿Qué es lo que quieres?

    —Todo.

    Debió fijarse en mi ceño fruncido por lo que continuó.

    —Quiero todo lo que puedas darme y más. Quiero tu carne, tu corazón, tu útero, tu sangre y tu mierda… quiero aquello a lo que vosotros llamáis alma. Quiero abrirte el cerebro en dos e inspeccionar lo que hay dentro, para que sea mío también. Quiero nutrirme con tus recuerdos más vergonzosos y quiero tu dolor más intenso, quiero devorarte por completo hasta que no quede nada de ti. Por favor, no me juzgues cruel, viviré de tu exuberante vida y tú morirás. Así son las cosas, es solo la naturaleza; depredador y víctima.

    Quise hablar, negarme, decirle cualquier cosa, pero ya apenas me quedaba sangre en el cuerpo, el frío en mis labios era indicador suficiente de mi mortalidad inminente. Temblé, mis piernas cedieron, y salpiqué de agua todo a mi alrededor, se formó un flotador carmesí enmarcándome la cintura, ondeando a causa de mis dificultosas respiraciones.

    Iba a morir, no era tan idiota para obviar ese hecho. La sensación tentacular acezaba como un buitre esperando la putrefacta carroña.

    No podía moverme, sin embargo, en mi mente todo era un caos, repitiendo la misma frase una y otra vez, un mantra sin fin:

    ¡NO QUIERO MORIR!

    Logré sobrevivir a mi nefasta familia, a la soledad abrumadora, a la desesperanza… quería hacer tantas cosas, tenía tantos planes para el futuro que acabar siendo pasto de un monstruo aberrante me parecía una broma ridícula.

    No sé porqué motivo aquel chico se rio y por un instante, morir escuchando su risa no lo creí tan horrible. Estaba agachado a mi lado, frotando suavemente su dedo anular contra mi mejilla helada, su caricia era fantasmal. Las pocas fuerzas que me quedaban las usé para alejarme de su tacto.

    —Me resulta curioso que pienses así, por lo general, los suicidas no desean vivir.

    La humillación de mis cicatrices me recordaría siempre ese hecho, que hubo un día en que dije al mundo que se fuera al garete. Que no podía más… por otra parte, ¿Qué quería conseguir realmente?

    ¿Quería morir?

    Sé lo que quería, lo que aún deseo, algo que jamás podré tener.

    A mis padres.

    Amor incondicional.

    —No morir… no exactamente… algo parecido a apagarme, como si fuera un televisor o quedarme en estado vegetativo hasta… no sé, ser una adulta y encontrar a alguien a quién… cuidar.

    Logré declararme a duras penas, mis pulmones ardían por el esfuerzo.

    —Calla, no hables, solo piensa, podré escucharte.

    Asentí mentalmente con tanta levedad que creí que no lo notó, pero lo hizo.

    —Jillian, solo te haré esta pregunta una vez, y sé sincera, si mientes me enteraré y las consecuencias de mi ira serán más terribles que las diez plagas que infligió dios a los egipcios.

    Si pudiera carcajearme lo habría hecho, la primera de las plagas, convertir el agua en sangre se cumplió justo ahora, cuando las últimas gotas que me ataban al mundo tiñeron el agua turbia en colorada. Aún con todo, volví a asentir.

    —¿Quieres vivir?

    Todo mi individuo gritó un alto y audible: ¡Sí! ¡Quiero vivir!

    —Como desees, seré compasivo por una vez, la honestidad es algo que valoro mucho… aunque deberás demostrar ser digna de mi misericordia. Si lo haces, entonces, todo esto no te parecerá más que una horrible pesadilla, te lo prometo.

    Sus labios de ultratumba se posaron en mi frente unas décimas de segundo, lo suficiente para hacerme cerrar los ojos, entregada totalmente a su voluntad. Una vez que los abrí, me encontré tendida en el mismo pasillo, pero diferente.

    Tardé varias pulsaciones en volver a respirar con normalidad, mi corazón, por otra parte, estaría hasta el fin de mis días marcado, erráticamente agitado.

    Él ya no estaba (cosa que mis nervios agradecieron), el agua también se fue con él, ahora en las paredes había ventanales, dejando un paisaje nubloso, con una Luna creciente tan obesa que llegué a pensar que me aplastaría, al menos, ahora no estaba del todo ciega. Lo más significativo era que ya no me encontraba cansada, ni remotamente agotada, todo lo contrario. Mis muñecas dejaron de sangrar, pero a cambio las heridas se cerraron y formaron el mismo mapa cicatricial que yo conocía tan bien.

    Suspiré, volvía a la casilla de inicio.

    Al levantarme, percibí que llevaba un peso extra en el bolsillo, extrañada, examiné el objeto furtivo; era una llave, otra maldita llave. Esta, sin embargo, parecía antigua, era grande y de acero, en la paleta final había labrado un emblema que al principio me costó reconocer; era la figura de un búho o una lechuza, acoplando en sus alas a la Tierra.

    Un búho y la Tierra… sabía que quería decir algo, pero no lograba entenderlo, no era la mejor resolviendo puzles o enigmas, era a Alma a quién se le daban bien este tipo de cosas, su cerebro analítico era perfecto, digno de estudio. Al contrario, yo escalé en la vida gracias a mi físico, no era coqueta, ni promiscua, incluso a veces pecaba algo de mojigata, tan solo alimentaba las fantasías que los demás tuvieran a mi costa, cada uno había nacido con unas cartas y yo jugaba las mías lo mejor que podía, ¿acaso era algo reprochable?

    Suspiré, otra vez, tenía que dejar de pensar y empezar a actuar si quería marcharme de toda esta pesadilla, y eso es lo que hice, fui inspeccionando todas las puertas, suponiendo que solo podría abrir una de ellas, no parecía que pudiera abrirlas todas. Una llave, una oportunidad o eso creía.

    Súbitamente, al pasar por una por la puerta con la placa de “La chica malograda” las plantas de los pies se humedecieron, mirando hacia abajo, divisé un rastro de sangre, un caminillo de gotitas perladas se hacían paso desde esa puerta a la siguiente; “La chica del corazón henchido”. Sea lo que fuere que se hallara dentro había salido. Era posible que fuera una de mis compañeras, si es así debía de socorrerla, si no lo era, bueno, caería en una trampa y no tendría cómo defenderme.

    Haciendo de tripas corazón, usé la llave y me adentré por la puerta de “La chica del corazón henchido”.

    Lo que encontré me asombró, esperé toparme con otra habitación de hospital, tal y cómo lo hice yo, aquello no tenía nada que ver, sus dimensiones eran increíbles, titánicas y enseguida vi montones de libros, más libros de los que jamás llegaría a leerme.

    Estaba en una biblioteca, o al menos la visión retorcida de una.

    Las gigantescas entenderías formaban pasillos laberinticos, intrincados, de formas imposibles, algunos se enchanchaban, dejando espacio a pequeños círculos de mesas y otros se estrechan tanto que era imposible continuar sin hacerte del tamaño de un ratón. El techo no parecía tener fin, oscureciéndose en un punto en el cielo nocturno, quizá, si escalará, podría llegar a otra parte radicalmente distinta, a otra capa, pero la madera era tan antigua y endeble que, al intentarlo, se partió. Cómo, entonces, ¿aguantaban el peso de libros tan anchos como mi muslo?

    Gracias a las velas esparcidas sin sentido pude seguir sin chocarme, a veces su cera se apilaba en un conjunto de libros y papeles, otras estaban dentro de pequeños farolillos. Seguí el rastro de sangre, hasta que me llevó a un callejón sin salida y ahí quise gritar de la frustración.

    «¡Esta biblioteca es un maldito laberinto!» chillé en mi cabeza.

    Deambulé, sin una dirección concreta, recordé que una profesora me comentó hace tiempo, que, si quería salir de un laberinto, tendría que posar mi mano por la pared de la izquierda y seguir siempre esa pared… ¿o era la derecha? Ya no me acordaba y era demasiado tarde, estaba perdida en las entrañas de esta longeva biblioteca. En un momento de lucidez, quise volver al principio, a la puerta, mas todo era un engaño, descubrí demasiado tarde, que, de alguna manera, los sinuosos pasillos se iban abriendo y cerrando a voluntad, creando una red de carreteras inagotable. Caí de cabeza en esta maquinación maquiavélica como una estúpida.

    A veces me encontraba cuadros, retratos de gente con rostro sobrio, de apariencia agria, me preguntaba si podrían haber sido personas que aquel muchacho albino había capturado, encerrados hasta volverlos desquiciados y así, finalmente, poder consumirlos. También hallé varias sillas de ruedas aparatosas, roídas de inmundicia, tiradas en alfombras sin cuidado, el sonido de sus ruedas oxidadas al pasar me crispaba, las motas de polvo y el olor añejo se me pegaban en el interior de la nariz. Las escaleras eran del todo inútiles, se acababan antes de poder anclarme a otra repisa. En resumen, no escaparía de aquí coherente, tenía que seguirle el juego, sentí que me estaba llevando a alguna parte.

    Tras varios minutos o horas, realmente no lo sabía, aparecí en una especie de claro, en el centro de la biblioteca, estaba mejor iluminado, incluso había una chimenea abismal, con fuego crepitando dentro, que me dio la suficiente claridad para darme pistas de un contorno que se movía, apenas imperceptible, entre una multitud de mesas y textos formando una barricada muy endeble.

    —¿Hola? —Pregunté con cautela, acercándome con pasos ligeros, tendí una mano, pero enseguida volvió a mi pecho, retrocediendo asustada por un repentino movimiento de su parte.

    Unos ojos negros me devolvieron la mirada.

    —¿Jill?

    —¿Alma…? Pensé, pensé que habías muerto.

    Ella salió de su escondrijo y por unos instantes solo nos quedamos mirando la una a la otra, rota esa tensión, nos abrazamos. Alma era una leal amiga, cuando vi en la mansión su caída en los abismos, creí que sucumbiría con ella, aunque, bueno, así lo hice. Sus brazos eran sorprendentemente fuertes, supuse que de ir a natación con Daniel, se tonificó lo suficiente como para pasar de ser una chica fofa a una de músculos nervudos.

    —Me estás ahogando… —murmuré contra su cuello. Al soltarme, sus ojos estaban acuosos, noté que los míos también.

    —Yo también pensé que había muerto… cuando la casa se partió en dos y las tinieblas llegaron creí que había llegado a mi fin, en realidad, aún lo creo. —Dijo apoyándose en una de las muchas mesas.

    —No estamos muertas, Alma.

    —¿Cómo lo sabes?

    —Porque me he encontrado con él.

    —¿Quién es él? —Inquirió la morena con una gruesa ceja levantada. De nuevo, dejó su sentimentalismo y se centró en su pensamiento analítico, tan típico de ella. La razón antes que la sensiblería (cuando no se trataba de Daniel, por supuesto). Si alguien encontraba una respuesta a toda esta locura, sería ella.

    —Él es el causante de todo esto. —Le expliqué a Alma todo lo que sabía; mi despertar en la habitación de hospital, la posible ayuda de Amaranta, las puertas con los nombres, mi encuentro con el muchacho albino, la promesa de libertad que me dio, el rastro de sangre y la llave… excluí del relato mi atracción y repulsión latente por ceder a los deseos del albino, no creí que ella lo entendiese.

    Ella no me interrumpió ni una vez, sencillamente absorbiendo todo lo que le decía, sacando sus propias conclusiones, desmenuzando la información en su cabeza, ella estaba quieta, sin pestañear. Una vez acabé, me la quedé mirando, esperando que dijera algo, cualquier cosa, pero después de un largo rato mi paciencia se agotó.

    —¿Y bien?

    —Yo… no lo sé.

    —¿Qué quieres decir con qué no lo sabes? —demandé agarrándola por los hombros, quizá un poco fuerte—. ¡Tú lo sabes todo!

    Una risa se escapó de sus labios, demasiado irónica, demasiado cínica para ser de Alma.

    —Pues ya ves, aquí hay un acertijo que ni yo puedo resolver. A lo mejor estamos muertas y esto no es nada más que un limbo, esperando para ir al cielo o bueno, ya sabes, al lado del tipo con tridente.

    Parpadeé, incomoda por su abatimiento.

    —No pienses de manera lógica, sea lo que sea este lugar no lo es. Tienes que darme una respuesta convincente.

    —¿Por qué?

    —Para poder continuar.

    Ante esto, ella me miró fijante y suspiró.

    —Me baso para sacar esta teoría en nada sólido, que conste; esto es como otro mundo, una dimensión, como en “The Twilight Zone”, una de pesadilla, por supuesto, sin embargo, es real de alguna manera o todo lo verdadero que puede ser una dimensión paralela. —Se colocó delante de la chimenea, proyectando sombras extrañas. Yo me quedé en silencio y ella prosiguió—: ese chico que me has mencionado parece ser el anfitrión de la pesadilla, lo que no sé es si la pesadilla es un ente aparte o si es a causa de él… lo que sí se, es que nosotras tenemos una influencia en la pesadilla, bastante mínima, por lo que veo.

    —¿Cómo?

    —Querida, ¿qué piensas que he hecho al minuto de despertar en esta biblioteca? —insinuó con pedantería, si no estuviéramos en una situación tan delicada, habría puesto los ojos en blanco—. Fíjate bien, tú, que te has pasado toda la vida en hospitales despiertas en la habitación de uno, y yo, que he sido una rata de biblioteca, voy y aparezco aquí… ¿no te parece mucha casualidad?

    —Entonces, en las otras puertas están encerradas las demás. —Concluí, aunque en el fondo era algo que sospechaba—, tenemos que liberarlas, eso es lo que me dijo Amaranta, crees… ¿qué ella está viva?

    Temblé un poco al pronunciar su nombre, aún sentía el picor en mi índice al disparar con el revólver. Ella me sujetó la mano con firmeza, aunque era más bajita que yo, sus manos eran grandes, cálidas.

    —Francamente, no creo que lo haya estado nunca.

    —Pero eso rompe tu teoría.

    —No, eso solo confirma que sea lo que sea a lo que nos enfrentamos, tiene poder en ambas dimensiones. Mierda, no me he sentido más engañada en mi vida, todo, la mansión, el lago, las clases de protocolo… no han sido más que una farsa, una treta. ¿Qué quiere de nosotras? ¿por qué nosotras? Eso es lo que no acabo de entender. No hemos sido escogidas al azar, Jill.

    Aquello me estremeció en serio, mi subconsciente cada vez estaba más seguro que nunca podríamos irnos, que finalmente, sucumbiríamos.

    —No sé porque nosotras, pero sí sé que quiere… —parafraseando al muchacho dije—: Todo.

    —Que codicioso, ¿alguna idea de quién o qué es?

    —Ni idea, estoy segura de que Amalia pensaría que es un vampiro, tiene el encanto de uno, eso seguro.

    Una tensión vibró en el ambiente, la mirada de Alma se convirtió en una de sospecha, yo me encogí, tímida. «¿Por qué estoy pensando así?».

    —En fin, cuéntame que más has encontrado. —Carraspeé en un torpe intento de redireccionar la conversación.

    —Pues… hay tantísimos libros aquí, muchos están en lenguas extranjeras, latín, sobre todo, otros ni siquiera sé el idioma, parecen símbolos de una lengua de una civilización pasada o del futuro o de otro planeta, hay un emblema que se repite en esos tomos, un búho envolviendo la Tierra…

    —¡Espera! —exclamé revolviendo el bolsillo de mi pantalón, saqué la llave y se la enseñé—, ¿cómo este?

    —¡Sí! Exactamente como ese.

    —Él me lo dio para abrir tu puerta, ¿sabes que significa?

    —En conjunto no lo sé, los antiguos griegos creían que el búho simbolizaba la sabiduría, es posible que este relacionado con un culto o secta, a saber, a lo mejor significa pizza con pepperoni en alienígena.

    —No seas ridícula, necesitamos todas las pistas para marcharnos… a nuestra dimensión, si podemos. ¿Algo más?

    Alma me llevó a su pequeño bunker de mesas, llenas de libros, papeles esparcidos con tinta corrida, repleto de apuntes desordenados. Sin duda, no perdió el tiempo.

    —Estaba investigando una cosa interesante justo cuando llegaste… mira, es información sobre nosotras, recortes de periódico, observa esto. —Me tendió uno de los gruesos tomos, con una nota enganchada—. Lee esto.


    Dos muertos en un choque entre un camión y un coche

    Martes 24 de marzo de 1976

    La joven pareja de casados, Francis (32) y Guinevere (26) de un turismo han fallecido este martes al chocar su vehículo con un camión, cuyo conductor ha resultado herido leve, según ha informado el servicio de tráfico. La única que ha sobrevivido al impacto ha sido su hija Alma (6), que se encuentra actualmente en estado grave.

    El accidente ha ocurrido hacia las 10:50 horas de la mañana, cuando, por motivos que se investigan, han chocado un camión y un turismo.


    El recorte del periódico se acababa aquí. Observé a Alma, que se encogió de hombros.

    —Nunca me lo habías contado. —Le dije un poco acusatoriamente, pondría la mano en el fuego a que Daniel sí lo sabía.

    —Ah, bueno, un poco cliché, ¿no crees? Es aún más cliché saber que el conductor del camión era un alcohólico diagnosticado, pero que por falta de pruebas no se le pudo juzgar y quedó en libertad. —Dijo amargamente, conociéndola estaba segura de que el caso del supuesto accidente de sus padres le obsesionaba.

    —Lo siento.

    —No lo hagas, no es tu culpa. —Con un movimiento veloz cogió otro tomo y por la expresión de su cara supe que me incumbía—. Echa un vistazo a esto.

    Con un poco de temor leí el articulo señalado.


    Rescatada una niña que llevaba 20 días encerrada en el sótano de su casa

    Lunes 22 de febrero 1979

    Desnutrida, deshidratada y herida, así se encontraba la menor tras permanecer encerrada en el sótano de su casa casi un mes.

    La menor de 9 años que fue rescatada la noche de este lunes, al parecer un vecino escuchó ruidos extraños provenientes del sótano. Tras el hallazgo y rescate de la niña se inició una investigación contra los padres, para determinar si se trata de un caso aislado o recurrente. Sin embargo, las autoridades no han logrado dar con el paradero de los padres de la menor.


    La noticia continuaba, dando detalles mórbidos que le gustaban tanto a los medios de comunicación, mas yo conocía al dedillo esta historia.

    —Soy yo.

    —Sí. —Sentenció Alma con prontitud no queriendo meter más sal a las heridas, mientras yo tiré al fuego de la chimenea el libro que contenía mi virulenta infancia, observando con deleite como las llamas reducían a cenizas, me provocó un placer perverso imaginarse que mis padres se retorcían en las brasas—. ¿Sabes qué les pasó?

    —Unos meses después de que la policía me rescatase, los encontraron muertos, por sobredosis en una casa de okupas. —Las flamas de la fogata agitaron mi cabello que con su fulgor era más rubio que nunca. Me prometí a mi misma que no lloraría por mis progenitores nunca más, y hoy no iba a ser una excepción—. Me encerraron en el sótano porque no podían seguir cuidando de mí, claro, todo su dinero iba para la adicción que compartían. Me abandonaron… para que muriera allí sola.

    Ninguna dijo nada más al respecto, agradecí su precaución en este asunto, no soportaba la lástima en ningún ámbito.

    —¿Has encontrado una salida? Lo he intentado mil veces, todos los caminos me han llevado aquí, al centro de esta laberíntica biblioteca, no es algo propio de mí, pero nunca he tenido tantas ganas de irme de una.

    —Solo la entrada, aunque no debemos volver, de momento no hay nada que podamos hacer allí, hay que continuar adelante.

    Un súbito crujido a nuestras espaldas nos alertó, sonó como alguien estrellandose con una estantería y, en consecuencia, precipitando una avalancha de libros al suelo.

    —¿Hola?

    No hubo respuesta.

    Sin saber como proceder, nos quedamos tiesas al lado de la luz, intentando divisar cualquier tipo silueta con la esperanza de encontrarnos con otra de nuestras amigas.

    Los pasos no se sentían los de una persona, más bien eran erráticos como si sufriera una epilepsia.

    El alarido que nos concedió definitivamente no era humano. Era una mezcla entre el aullido de retorcerle la pata a un lobo y los chillidos al degollar a un gorrino.

    —Hay que irnos. —Murmuré asiéndola del brazo para que espabilara. Su mano voló hacia su boca, ahogando un grito. Lo vio, lo que nos perseguía, yo por mi parte no me quedaría mortificada esperando a ser asesinada, tuve que arrastrarla conmigo—. Vamos.

    Nos adentramos en unos de los pasillos al azar, no hubo mucho tiempo para estrategias inteligentes, solo huir lo más rápido posible de lo que avistó Alma. Normalmente el camino solía ser recto sin mucho espacio para elecciones, seguías una vía hasta ver que estaba cerrada, luego volvías atrás y por arte de magia aparecía otra senda por la cual seguir, creando la ilusión de un laberinto, ahora, se bifurcaba en dos opciones.

    Derecha o izquierda.

    «¿Qué elección era la correcta? Uno de los dos, sin duda, nos enviaría a un final fatal».

    —¿Por dónde? —le demandé sin gentileza, no hubo tiempo para ser amable, el lamento del aquel ser se acercaba a pasos agigantados.

    Ella no me respondió.

    Estaba paralizada por un miedo que se cimentó en lo más profundo de su alma. Traté de hacerla volver en sí, incluso le propiné un guantazo, no obstante, ni un solo músculo se movió.

    Debería… dejarla atrás.

    Era una carga, no podía hacerme responsable de ella. Moriría al intentar ayudarla, es mejor una que dos… ¿no?

    No.

    ¿Qué estoy pensando?

    Yo… estaba haciendo lo mismo que me hicieron cuando era niña.

    Era igual que ellos.

    La bilis y la vejación se arrastraron por mi tráquea.

    Con una inesperada pero inquebrantable voluntad, sostuve una de las muchas velas repartidas de la repisa y sin mucha gracia, la lancé a una montaña de libros. No tardó mucho en que el fuego apareciera, alimentándose con voracidad del inflamable combustible. Pronto, surgió el humo lo suficiente denso que me provocó estallar en lágrimas.

    Eso nos daría algo de tiempo, y con suerte espantaría a… la cosa.

    Era flexible y veloz, según mis notas en gimnasia, no fuerte, por eso me desconcertó poder aupar a Alma sobre mi espalda, sosteniéndola por la parte de detrás de sus rodillas, eso me hizo doblarme hacia delante, cada zancada era una lucha por no caerme.

    —Agárrate.

    No recuerdo el camino que escogí, la humareda me mareó tanto que es un milagro que aún anduviera, puede que en realidad no importe.

    Todo era un juego, un divertimento para el muchacho albino.

    Muy bien.

    Le demostraría de lo que era capaz.
     
  8.  
    ShakespeareDrunk

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    Alma

    Fecha desconocida



    Mi estilo favorito había sido siempre la acuarela, aunque siendo franca, también se me daba bien el óleo, pero había algo muy rígido en su pintura, menos libre, más preciso y masculino que la acuarela, por eso; por su fluidez, por su versatilidad, su gracia y su feminidad preferí las técnicas acuareables. Este año me había empeñado en practicar los fondos, los paisajes y los bodegones, trabajar en las perspectivas y en los puntos de fuga. Era mi punto débil como artista, el dibujo técnico. Aunque mi mente era metódica, mi alma no lo era.

    Supuse que mi vena creativa vino de mi padre, él desde muy joven tuvo la necesidad de crear, que con una vida convencional nunca sería feliz, no se conformaría con trabajar ocho horas en una fabrica u oficina. Eso habría significado su muerte, por eso, a los quince años dejó atrás a su familia poco afectuosa y emprendió lo que se suele llamar una vida bohemia. Empezó a formarse como ayudante de un famosillo director de teatro, y una vez probó las mieles de las artes escénicas, jamás volvió a ser el mismo.

    Poco después, hubo un terrible accidente con la caída de un foco mal colocado, que cayó desafortunadamente en la pantorrilla derecha de mi padre, obligándolo a prostrase en la camilla de un hospital durante un mes con la pierna en alto.

    Aquello fue el fin de su carrera como ayudante de director, pero conoció a Guinevere, el que sería el amor de su vida. Ella era la enfermera que le cuidaba, en aquel entonces, tenía veinticuatro años, él diecisiete, tuvieron que esperar un año para poder casarse. No pasó mucho hasta que se dieron cuenta de que estaba embarazada, aún así, supe que no fue una boda de penalti. Me querían genuinamente en sus vidas, al contrario que a las demás chicas del orfanato.

    Fui bendecida con una infancia feliz, agitada por todos nuestros cambios de casa, sin muchos caprichos, el trabajo de enfermera de madre era el único sueldo que entraba en casa, pues mi padre, Francis, incapacitado de la pierna para el resto de su vida, enfermó de la fiebre por la dramaturgia, si no podía estar dentro de un escenario, al menos lo haría desde fuera, con las letras. Lamentablemente, nunca tuvo éxito, todas las editoriales le decían lo mismo: sus obras no las entendería el público estándar, tan acostumbrados a musicales de fácil consumo, no serían los suficientemente comerciales para ganar dinero. Después de veinte rechazos seguidos, se sumó en una profunda depresión y solo escribió para si mismo y su esposa, ocasionalmente me leía sus cuentos. En mi quinto cumpleaños, me regaló una pequeña cajita de pinturas y unos pinceles, y fue entonces que descubrí mi pasión por el dibujo. Y ahí empezó todo.

    Hasta el día del accidente.

    Suspiré y dejé el pincel con los demás, me había agenciado el ático para establecer un modesto estudio de pintura, desde aquí podía ver un bonito paisaje del ocaso que ya se estaba transformando en anochecer, tendría que continuar mañana con el boceto. Divisé una silueta en el patio exterior, donde estaba la mesa de madera grande, parecida a las que ves cuando vas de colonias. Esa persona dejó una mochila y se sentó, el resto del tiempo lo dedicó a mirar inmóvil, los naranjas y granates del atardecer que se recortaban ante los árboles que rodeaban la casa. Solo ella podía ser una persona tan contemplativa, quise levantar el pincel e incluirla en el dibujo, pero me pareció una invasión a su privacidad. Era la única en el orfanato que no posó para mí, aunque tampoco se lo pedí.

    Bajé las escaleras sin parecer ansiosa, alimentando la idea de que pasaba por casualidad, sin embargo, el orfanato eran tan grande que tuve que correr para poder alcanzarla. A veces aún me fascinaba el edificio, antiquísimo y majestuoso, podía albergar por lo menos unas ochenta niñas en un buen año, pero no todas se quedaban, las más jóvenes, las que no superaban los ocho años, solían ser adoptadas. Ninguna de nuestra ala logró ser adoptada, era posible que nos consideraran demasiado inestables, o feas, en mi caso.

    El patio exterior era mi lugar favorito, en los días buenos, como hoy, podías aprovechar y dejar que los rayos solares acariciaran tu piel, tumbarte, cerrar los ojos y escuchar el murmullo del viento, si tenías suerte, a Felicia practicar con su guitarra. Estos días, todo parecía un poco mejor.

    Ni si quiera se tambaleó un poco al intentar asustarla por detrás. Llegué a pensar que tenía un ojo en el cogote o un superpoder de detección.

    —Buenas.

    —Qué pasa. —Dije a modo de saludo y con eso, intenté ponerme a su lado, con la gracilidad de una vaca.

    Nos quedamos sin romper el silencio, Daniel nunca fue muy habladora y yo no necesitaba palabras con ella para expresarme, creando un acuerdo tácito entre nosotras de no llenar el silencio con palabras vacías. La miré por debajo de las pestañas, tenía el pelo mojado, seguramente de haber venido hasta aquí después de natación, sin molestarse en secárselo si quiera.

    —Te vas a resfriar. —Le advertí.

    —Hoy a sido un buen día, estoy feliz. —Contestó ignorando deliberadamente mi aviso. Había una sonrisa tranquila en sus labios. Sus pequeños gestos la definían más que cualquier risa exagerada.

    —¿Ha pasado algo especial?

    Aunque íbamos al mismo instituto, este año nos cambiaron de aula y ya no nos cruzábamos tanto. En el patio y en los pasillos ocasionalmente y ahora con las actividades extraescolares era cada vez más difícil vernos. Estábamos creciendo.

    —Nada especial, ha sido una jornada de clases como cualquier otra… pero las lluvias de marzo se han ido, después de nadar, mientras iba con la bicicleta para venir aquí y he notado como el sol me cegaba por un momento, como la falda del uniforme se movía y cómo se me agarrotaban las agujetas al pedalear, pensar en que hoy cenábamos pizza, no sé, he sentido que volvía a casa, que pertenecía a un lugar, ¿sabes?

    Me gustaría decirle que eso era genial, si no pensara que era una reflexión muy triste, nunca perteneceríamos a ningún lugar, tu misma tenías que labrarte tus propias raíces. Yo una vez las tuve, pero fueron cortadas de raíz. No sé que era peor.

    —Sí, la pizza levanta el animo a cualquiera. —Intenté bromear, fracasando torpemente.

    —¡Oye! No estés triste, no chafes mi buen humor con tu melancolía, sé feliz conmigo. Anda.

    —Vale, entonces, ¡soy muy muy feliz, por favor, seamos felices juntas! —farfullé con una aguda voz de pito, en esta ocasión, sí conseguí sacarle una risa. Dicho esto, se estiró sobre la mesa, inhalando ruidosamente, soltando aire con vigor de su nariz y colocó sus manos detrás de su cabeza. Sus largas piernas quedaron tendidas en un ángulo perfecto para ser retratada. Ella se dio cuenta enseguida que la estaba mirando y aparté rápidamente mis ojos al cielo más oscuro.

    —Nunca me has dibujado, ¿por qué?

    —Ah, pues… —moví mis dedos anulares en círculos, incómoda, estaba segura de que las puntas de mis orejas estaban brillando escarlatas—. Creí que te molestaría.

    —¡Qué tontería! Estaba deseando que me lo pidieras, la verdad, estaba un poco celosa de las demás, tenían un montón de dibujos súper bonitos… la próxima vez, déjame ser tu modelo, ¿vale?

    —Vale.

    Me prometí que el dibujo que le hiciera sería digno de admiración. Un regalo que atesoraría incluso de anciana.

    Desde la lejanía, escuché que la Srta. Lisa nos llamaba para ir a cenar, me incorporé para marcharme a la casa, Daniel me paró.

    —Esperemos aquí hasta que el sol se marche, por favor. Quiero verlo.

    Incliné la cabeza en señal de interrogación, una rica pizza nos estaba esperando. Ella era más importante que una pizza sabor barbacoa. Sí, definitivamente más importante… Me senté a su lado otra vez hasta que los pequeños puntitos centelleantes decoraban tímidos el cielo lunar. Unas nubes lánguidas fileteaban al astro de plata. Los perros del orfanato aullaron histéricos y una cuadrilla de grillos cantaron una llamada a la reproducción.

    —Mira, Alma.

    Su dedo índice señaló al cielo vertiginoso, concretamente a una estrella que se movía. ¿Un cometa? No. Después de esa estrella que desapareció, se deslizaron muchas otras, pitando miles de trazos luminosos por la bóveda celeste. Se trataba de una lluvia de meteoros. Nunca vi tal cosa, parecía que el cielo iba a desmoronarse ante nosotras.

    —¿Qué es eso? —pregunté con angustia latente. No era normal, y eso me acongojaba.

    —Por fin ha venido.

    —¿Qué?

    Un meteoro aterrizó cerca, haciendo temblar la tierra y formando un gran cráter humeante. A tres segundos de distancia se estrelló otro, un sinfín de ellos como un millar de lágrimas de un dios despiadado, era el mismísimo fin del mundo, el Ragnarok. Protegida con mis brazos sobre la cabeza, procurando que ninguna roca espacial me atravesará en dos me di cuenta demasiado tarde que Daniel ya no estaba a mi lado. Entre todo el caos vi que se dirigía hacia el bosquecillo, donde alguien le esperaba. Su esbeltez blanquecina era delatadora, pese que no lo vi nunca con mis propios ojos, supe que era el muchacho al que se refería Jill.

    Jill… claro, ahora lo entendía.

    No era real. Todo esto no era más que otra capa de la pesadilla.

    Aunque eso no me frenó a intentar llegar a ella, que caminaba como la primera vez que la encontré tiritando en la lluvia, caminando en sueños.

    —¡No vayas con él, Daniel!

    Por acto reflejo esquivé un meteoro que iba directamente a por mi muerte, pero en el último momento logré saltar a un lado, cayéndome de rodillas, me levanté todo lo veloz que mi cuerpo poco entrenado podía. El suelo vibraba tanto que costaba horrores mantenerse en pie, si no tenía cuidado, un fatal impacto acabaría conmigo. Más enfurecida que asustada al saber que ese mamarracho luminiscente se estaba riendo de mí. Literalmente, advertí una sonrisa cínica de sus gordos labios, incluso en todo este caos.

    Con un último esfuerzo, pues mi fatiga por la carrerilla ya me quitó el aliento de los pulmones, logré rozar el cabello de Daniel, pero esta ni se inmuto, como si fuera solo una mosca pesada. Cabe decir que ni un solo meteorito se atrevió a rasguñarle. Un pedrusco del tamaño de la cabeza de un lechal me arrancó el brazo que intentaba tocarla, dejando al descubierto hueso, cartílago y el líquido sinovial. Todo pasó tan rápido que no pude gritar, la fuente de sangre salió disparada con furia y mi visión se comenzó a ensombrecer. Di unos pasos oscilantes, fijándome solo en como Daniel yacía en los brazos del albino, en un estilo nupcial, no supe distinguir si estaba despierta o no. Quise vomitar, pero ya era suficiente con regar la hierba de rojo, dejé mi brazo bronceado atrás, no permitiendo que el incipiente mareo ganara la batalla. Iba a quitarle esa sonrisa de la cara con mi único puño.

    «Mierda, date prisa, se va».

    —Eres una criatura obstinada. —Habló aquella cosa y su voz me agitó el estómago de tal manera que no pude seguir suprimiendo las arcadas, y sin preámbulos, eché hasta mi primera papilla. Aquello hizo que postrase las rodillas en la tierra, debilitada, no pasaría mucho para desangrarme y desfallecer, si aún estaba viva en un principio.

    —No… no vas a llevártela… tendrás que matarme primero…

    —No estás en condición de negociar nada, sois unos sujetos verdaderamente curiosos, me despertáis una mezcla de fervor y repulsión. —Dijo sosteniendo con codicia el cuerpo inerte de Daniel, o una falsa Daniel— en lo referido a ella, es mía, igual que todas vosotras, me pertenecéis. Sois mi alimento.

    Me dedicó otra sonrisa, más tranquila, más cansada, mientras, yo me moría a sus pies.

    —No lo entiendes, no entiendes tu poder, tu arte, es tu mayor valor. Si pudiera salvar algo de este infecto planeta… sería el arte. Tienes un don, Alma, pero lo desperdicias, por amor. El amor es una quimera, querida y acabará contigo. Una tragedia.

    Abrí la boca para replicarle, pero solo chorreé sangre entre las comisaduras. El sabor metálico me espabiló lo suficiente para volver a levantarme. Un último intento, vamos.

    —¿Por qué pierdes el tiempo con ella? Realmente, no te das cuenta de cómo es, es la mujer más cruel y despiadada que haya conocido jamás, entiendo que puedas caer hechizada en su ingenuidad, no obstante, su aparente bondad no es más que un engaño. —Afirmó con calma, como si el asunto no fuera con él, pero su apretón contra su carne tierna decía lo contrario. Su aspereza le dejaría magulladuras purpuras en su piel— , ansío su odio más puro y debe ser solo mío, y tú, criatura, vas a ayudarme a conseguirlo.

    Y entonces, con un reverente arco de su mano, un meteorito colisionó contra mi estampa, haciendo añicos mi esqueleto y reduciéndome a una pulpa asquerosa de tripas, casquería y sesos. Los momentos antes de extinguirme, el dolor fue tan insoportable que preferí morir mil veces antes de volver a ese estado.


    El olor a quemado me volvió en sí, asustada, lo primero que hice al recuperar la consciencia era comprobar que mi brazo seguía unido a mi cuerpo. Un suspiro tembloroso escapó, aliviada, recé a los dioses que no creía, dándole las gracias. Todo estaba en su sitio.

    —¿Estás bien?

    La nebulosa en cabeza me mareaba, tuve que apretar los párpados para focalizarme. El cabello rubio brillante era reconocible a cien metros, Jill estaba tendida, agazapada en lo que parecía una habitación circular, una extensión de la biblioteca aún abarrotada de libros. Aunque no había ninguna salida a la vista.

    —Estoy bien, creo… —comenté masajeándome la frente— la verdad es que he muerto, bueno, ese chico blancuzco me mató. Parece un chiste y todo. He muerto aplastada, nunca imaginé una muerte tan épica.

    —Entonces… lo has visto.

    —Sí, más que eso. Estaba como en un sueño, como en otra capa más de la dimensión de pesadilla, recuerdo estar en el orfanato, y me encontré con Daniel, entonces, un montón de cometas cayeron del cielo, uno me sacó de cuajo un brazo y todo. Él se llevó a Daniel, pero no creo que fuera la de verdad, tengo la esperanza de que se trate de una versión mía, de mis recuerdos, no obstante, esa cosa parece tener un odio intrínseco por ella.

    Jill no contestó, solo asintió en señal de que me escuchaba. Por su puesto, sabía que tenía algo que decir, algo que aún no quería decirme. Probablemente relacionado con Daniel. Su relación ha colgado de un hilo desde aquel “accidente” en la bañera.

    —¿Qué ha pasado? Me cuesta pensar con claridad. Solo recuerdo fragmentos.

    Ella se levantó, incluso ahora, con movimientos delicados. Rodeo una mesa de té pequeña, que hasta ahora no me había dado cuenta de su presencia.

    —Algo vino y te quedaste aterrorizada, ni siquiera te podías mover. Tuve que tomar una decisión, quemé la biblioteca y como pude te llevé hasta aquí, dime, ¿qué fue lo que viste que te dejó en shock?

    Ahora que lo decía, recordaba todo aquello, recuerdo el intenso pavor, como mi cuerpo se paralizó y no hacía caso a mi instinto natural de preservación, el fuerte sentimiento de querer huir por tu vida, pero era una cobarde, lo era desde mi niñez, una miedica, una gallina como solía llamarme Felicia, ni siquiera podía aguantar con dignidad las películas de terror que tanto gustaban a las gemelas.

    —No consigo recordar lo que vi, cuando lo intento, me duele la cabeza y solo logro escuchar una estática blanca dentro. Es como si me hubieran extirpado esas memorias. —Hice un amago de incorporarme, cuando mi estómago dio tumbos inciertos, desistí. Ya vomité una vez, aunque no en esta realidad—. Parece que me han practicado una lobotomía; un picahielos introducido por la órbita ocular, removiendo partes del lóbulo frontal…

    —Es suficiente, gracias. —Gruñó escondiéndose las cicatrices de sus muñecas. Se las amasaba cada vez que se preocupaba.

    —No, gracias a ti.

    —¿Por qué?

    —Por salvarme.

    De nuevo, no comentó nada más. Una semilla se plantó en su interior, una incertidumbre que no quiso compartir conmigo.

    —Bueno, no nos podemos quedar aquí para siempre, parece que escapamos por los pelos, después de todo lo que arriesgaste, morir aquí atrapadas sería estúpido. ¿Alguna otra salida?

    Ante esto, Jill se rio muy leve, una risa sin ningún tipo de encanto, muy inusual en ella, que era encantadora.

    —Nada, obsérvalo por ti misma. —Se agachó en cuclillas y suspiró cabizbaja.

    —Debe ser una broma.

    —Todo esto es como una broma pesada. —Dijo alejándose, se postró sobre le mesilla, donde un botecito marrón transparente pasó inadvertido. Era un típico frasco de pastillas. Unas pastillas que Jill solía tragarse todos los días al despertarse y al acostarse—. Y esto es la cereza sobre el pastel, hay una nota escrita que pone: «Tómame».

    Agité el botecito, abrí la tapa y más que pastillas normales parecían golosinas, habichuelas de caramelo todas de colores vibrantes.

    —Pues habrá que probar, no nos queda otra opción.

    Sin más preliminares, agarré una pastilla al azar y por poco me la zampé, si no fuera porque la mano delicada de la rubia me lo impidió en el último momento.

    —¡No lo hagas! ¿Y si es una trampa?

    —¿Qué más podemos hacer, Jill? No podemos volver atrás y al parecer esta es la única salida posible, además, tú cuidaste de mí, te lo debo. Yo probaré primero.

    Una expresión de derrota se imprimó en su cara, no le hice caso y mis muelas rompieron el insólito caparazón del caramelo. Un sabor dulzón invadió mis papilas gustativas. Estaba bueno, de hecho, podría haber repetido si no fuera por un repentino blancazo se precipitó sobre las cuencas de los ojos. Sentí que giraban hasta alcanzar la parte trasera de mi cabeza. Un dolor parecido al de ser aplastada por un meteorito vibró por todo mi armazón, mis huesos se convirtieron en chicle moldeable y empequeñecí bajo el inflexible yugo de una mano invisible. Mis órganos internos se asfixiaban en la caverna de mi caja torácica, hasta que esta cedió también. Toda mi psiquis se puso del revés, océanos de tiempo después, cuando algo de mí recobró el sentido, entre las estanterías de libros, logré visualizar el marco de una puerta en frente nuestra que apareció de la más absoluta nada.

    —¿Ves lo mismo que yo? —pregunté señalando nuestra salida.

    —¿Qué tengo que ver? Solo hay libros y más libros.

    Parpadeé, en parte por la revelación y en parte porque las corneas aún me escocían. ¡Las pastillas/chuches desenmascaraban cosas que a simple vista nuestros ojos no podían ver!

    —Ten, cómete una. —Le planté una habichuela azul en la planta de su mano. Ella miro recelosa la golosina, pero accedió a tragársela y poco después apretó la mandíbula, puso los ojos en blanco y tembló en una especie de ataque epiléptico. Aparté la mirada, la imagen me inquietaba, pero era un mal necesario. Duró escasos segundos, suficiente para que sus piernas cedieran y cayera al suelo.

    —¿Todo correcto? —dudé, echándole una mano para auparla.

    —Sí, creo… Madre mía, es peor que beberte diez chupitos de absenta de golpe. —Se quejó agarrándose la barriga. Sabía que la sensación de devolver era alentadora—. La puerta, antes no estaba, ¿cómo…?

    —Exacto, parece que el poder de las píldoras es ver cosas más allá de nuestro plano actual. —Reflexioné guardándome el frasquito en el bolsillo del pantalón, podría sernos de gran utilidad si nos encontrábamos en apuros.

    Una vez compuestas y enteras, contemplamos la puerta ante nosotras. La rubia la abrió, el graznido de las bisagras provocó un eco tras otro. El negro nos saludó altanero, presumido de saber que tantear entre tinieblas era uno de mis mayores pavores.

    —Vamos. —Ordenó la rubia, me tendió la mano y yo la acepté.

    Y así, nos adentramos a los horrores que albergaba la oscuridad.

    Unas escaleras infinitas nos dieron la bienvenida, pero no nos querían despedir. Las escalinatas eran irregulares, muchas de ellas estaban hechas añicos, el granito se deshacía bajo nuestros pisotones inseguros, agarrándonos a la pared para no caernos y partirnos la crisma. Irónicamente, contra más bajábamos más cuesta arriba se nos hacía continuar. Hubo picos de histeria, creímos (más bien yo) quedarnos atrapadas hasta el fin de los tiempos descendiendo por estas escaleras. El vacío de palabras era demasiado desalentador para continuar sin querer gritar, la lengua bailó en mi boca, buscando un tema, cualquier cosa, pero la rubia se adelantó.

    —¿Qué piensas de él? —preguntó y noté enseguida un nerviosismo que no tenía nada que ver con estar bajando los peldaños invisibles.

    —Para empezar, no sabemos si es él, podría ser un ente femenino. —Presumí, aunque en realidad, yo también asumí que era hombre, a pesar de que su género lucía más bien andrógino por lo poco que pude verle en mi pesadilla del orfanato. Solo de volver a pensar en aquella cosa quería desmayarme para olvidarme de él, en su quebradiza apariencia, detrás de toda esa piel falsa, se revolvía incipiente algo que no hubo adjetivos para describirlo. Aún me asombraba de mi osadía al pretender si quiera luchar para salvar a Daniel.

    —Es posible, yo al menos, no lo sentí así… fui atraída del mismo modo que una mosca a la luz, ignorante de que eso ocasionaría mi muerte. Quería revelarme ante él y eso me da más miedo que cualquier otra cosa.

    Era un suceso inaudito oírle hablar de alguien del sexo contrario con fascinación. Al igual que yo, teníamos una relación distante con los hombres. Puede que tenga algo que ver los empujones y las collejas que recibí en la escuela por su parte, las niñas también fueron maliciosas, con su viperina lengua: tortillera, gorda y negrata eran sus apodos cariñosos hacia mi persona, de todos modos, me consideraba poseedora de una mentalidad pragmática; las huellas físicas eran más duraderas. El único hombre que llegué a admirar fue mi padre y dudaba muchísimo que otro le substituyera.

    —Experimenté una sensación de insignificancia, de estar a un nivel muy inferior. Él es un niño aplastando una filera de hormigas. Nosotras somos las hormigas, alimentamos su diversión, nada más.

    No comentamos nada significativo durante un tiempo impredecible, como el lugar. Inconstante y eterno.

    —Pensé en dejarte.

    —¿Cómo?

    —Quise dejarte atrás, en la biblioteca, el miedo te paralizó y yo…

    —Pero no lo hiciste.

    Le apreté la mano, calmando sus nervios, unas cuantas sacudidas después, alcancé mi cometido.

    Resbalamos las dos, un peldaño fue el causante. Ella fue ágil y logró que no nos cayéramos, por unos instantes breves, pudimos escuchar la tenue letanía del campo abierto. Incitadas por la melodía corrimos todo lo que nuestras inconscientes piernas podían, hasta que estas dejaron de aparecer, y sucumbimos por un hondo túnel, golpeándonos en la trayectoria la una con la otra, contra la pared cavernosa, nuestros chillidos quedaron opacados por los duros topetazos.

    Finalmente, aterrizamos, milagrosamente no nos lastimó. Un apabullante color amarillo nos rodeó; nos encontrábamos en un abundante campo de girasoles, tendidas en la tierra, apenas se podía entrever un trocito de cielo inmaculado, sin ninguna nube que entorpeciera el azul. Hacia un día glorioso, un día de verano. Jadeamos al erguirnos, recibí un buen porrazo en las costillas.

    —¿Dónde estamos? —preguntó la rubia echando un vistazo a su alrededor. Los girasoles eran tan altos que era imposible ver más allá de un mar de flores amarillas colindantes.

    —Parece obvio, ¿no crees?

    Ella me contestó con un bufido exasperado, sus rodillas se pelaron, manchando su piel perfecta de alabastro. Ahora mismo, se parecía más una lunática que se había escapado de un manicomio que a una joven promesa de la belleza, con su cabello rubio alborotado y lleno de nudos, restregones de suciedad ennegreciéndola y su ropa de hospital rasgada, daba un contraste surrealista a la escena alegre que se nos presentaba. Todo era surrealista, en realidad.

    —Replanteo mi pregunta, ¿qué debemos hacer?

    —Caminar. Algo encontraremos.

    Los tallos crujían bajo nuestros pies, aparté con las manos unas cuantas, de las flores adoradoras del sol, no acabé de quitar de en medio a un grupo cuando ya me esperaban otras, aún más altivas que las demás. Andar por este trecho resultaba dificultoso, el calor sofocante tampoco ayudaba. Al menos, yo tenía zapatillas, Jill debía proseguir con sus pies descalzos.

    Una risa.

    Reconocí la risa de un niño no muy lejos de dónde nos hallábamos.

    Tapé la boca de la rubia antes de que pronunciara palabra alguna, hice la señal internacional con el dedo en la boca del silencio. Ella obedeció y se mordió la lengua.

    Como a cámara lenta, vimos destellos de un cabello oscuro brillante, dando vueltas, una silueta joven agasajando de amor a una más pequeña. Era una visión de Amaranta de antaño, corriendo y pasándoselo bien, disfrutando con un floreado vestido, le pelo suelto y los pies sin zapatos, con una criatura siguiéndole igual que un bebé pato. El sombrero de ala ancha que llevaba (de Amaranta, seguramente) le venía tan enorme que era imposible distinguir algún rasgo determinante.

    La risa de Amaranta era genuina, y por un momento, me estremeció el corazón. No supe de qué; tristeza o angustia.

    —Esa es… —susurró Jill con un amago de acercárseles. La paré de inmediato.

    —Calla.

    Las dos presencias no parecieron alertarse de nuestra existencia, por lo que nos mantuvimos en el resguardo de las flores, por si acaso. La interrupción ocasionada por mi compañera me obstaculizó escuchar lo que decía la persona más pequeña, imagino que un infante, imposible desde su espalda adivinar si era niño o niña, aunque conseguí percatarme de la delgadez de sus miembros, a parte de eso, poco más. Amaranta aupó en sus brazos al crío, amagando su rostro en el espacio del hombro y el cuello, dejándome sin pistas.

    —¿Qué dices, cielo? Quieres que te vuelva a contar esa historia, no sé qué os ha dado con ese cuentito, a mí me resulta muy triste, pero si te alivia ese pequeño corazón que tienes, lo haré. —Zarandeó graciosamente al pequeño entre sus brazos, que le otorgó una risa excitada a cambio. Amaranta carraspeó teatralmente y comenzó—: Érase una vez un pobre niño que no tenía padre ni madre, todos se habían muerto y ya no quedaba nadie en el mundo. Se habían muerto todos.

    Mientras escuchábamos aquel macabro cuento, el cielo encima nuestro, que hace nada era soleado y amable, se tornó negruzco, con unas nubes cargadas de tormenta, dispuestas a perforarnos con su metralla. Las dos figuras que espiábamos eran ajenas que el buen tiempo cayó en picado. Mi instinto me alertaba, y el de Jill parecía que también, porque me sostuvo de la mano.

    —Y él fue y se puso a llorar día y noche. Y como ya no había nadie en la tierra, quiso ir al cielo, y la luna le miraba tan risueña, y cuando por fin llegó a la luna, era un trozo de madera podrida.

    El cielo volvió a estreñirse, a contraerse, el negro de sus nubes se mudó a rojo, unas cuantas gotas impactaron contra la mejilla pálida de Jill. Era sangre, estaba lloviendo sangre. Amaranta prosiguió su narración, empapándose también. La tierra se enfangaba, una mezcla asquerosa de marrón y magenta, sin darnos cuenta, teníamos encallados las piernas en el fango hasta las rodillas.

    —Y entonces se fue al sol, y cuando llegó al sol, era un girasol seco, y cuando llegó a las estrellas eran mosquitos de oro pequeñitos, que estaban prendidos como los prende el alfaneque en el endrino, y cuando quiso volver a la tierra, la tierra era una olla del revés.

    La casual llovizna de sangre al final era un buen chapuzón, ríos de brea espesa, costaba incluso abrir los ojos, intentábamos en vano movernos por las arenas movedizas, cada paso nos hundía más, hasta llegar al punto en que el fango nos rodeó la cintura. No había nada más que hacer, toda lucha era inútil… aun así seguimos intentándolo. Tragando barro, me pregunté… «¿Había llegado nuestro final? ¿Fallamos tan pronto?»

    Incluso en ese infierno de lodo, nuestras manos no se soltaron.

    —Estaba completamente solo, y entonces se sentó y empezó a llorar y todavía sigue sentado, y completamente solo.

    Lo último que vi antes de enterrarnos en ese ataúd de tierra mojada, fue la sonrisa jovial de Amaranta, y unos centímetros escasos del niño que sostenía.

    Era…

    Era…


    Música.

    Una delicada melodía tocada con maestría.

    Era triste, muy triste. Quería echarme a llorar hasta quedarme seca, dioses… una canción tocada a piano jamás me puso tan melancólica. Me recordaba a tiempos más tranquilos, tiempos donde mi padre me contaba cuentos antes de irme a dormir y mi madre, al volver de su trabajo de enfermera, se aseguraba siempre de que mis sueños eran plácidos.

    ¿Por qué nos está pasando esto? Una especie de karma suponía, debemos de haber hecho algo verdaderamente maligno para acabar en esta pesadilla.

    ¿Qué he hecho yo?

    Muchas cosas malas, no era una santa, no pretendo serlo, pero sabía que no había sido tan perversa para merecer tal tormento…

    Quizá, mi pecado fue amarla.

    Me hubiera gustado seguir escuchando la maravillosa balada, porque no podía ser otra cosa que una canción de amor, sin embargo, el agradable saco amniótico en el que me encontraba se deshilachaba a marchas forzadas. Volví a nacer en un mundo más horrible, más torcido, desquiciado… la pesadilla no terminó. Sospechaba que nunca lo haría.

    —¡Jill! ¿Dónde estás? —pregunté al aire, sin ella, este lugar era aún más inhóspito, y conociendo lo miedica que era, eso no significaba una buena señal. Además, la unión hacia la fuerza, y de eso tenía poco.

    Inspeccioné la nueva estancia donde nuestro querido anfitrión nos colocó, pues dudaba ya de que alguna vez tuviéramos algún poder real en la pesadilla. Era una galería, una de arte, llena de puertas que comunicaban a otras habitaciones, con vitrinas y cuadros expuestos, no me percaté de nada fuera de la norma, el arte era muy mundano, pintoresco, nada alarmante y la galería, aunque lucía abandonada y algo lúgubre, tampoco me ponía los pelos de punta, por el momento. Me acerqué a una pintura, no particularmente llamativo, ni bonito, tengo que decir, se trataba de un paisaje campestre, arrastré mi índice llevándome una gruesa capa de polvo. Sin dudarlo el lugar era antiguo, con cierta clase, decorado clásico en rojos y dorados, muy al estilo francés, aunque totalmente obsoleto, todo el aparato eléctrico parecía del siglo pasado, la luz escasa de la lamparas era amarillenta y daba al entorno una cincelada mortecina. Me eduqué en la rama del arte del pincel, y distinguí la mayoría de los cuadros, hubo de todo, no concluí un orden o un sentido lógico, vi desparramados lienzos prerrafaelistas, intercalado con surrealismo y post impresionismo. En algunos su pintura estaba tan desgastada que sus tonos engrumecían, se marchitaban, como toda la estancia. Me desvelé en lo que creí era es vestíbulo, por su puesto, la puerta principal estaba cerrada a cal y canto, ingenua de mí deambulé por las habitaciones contiguas, con la esperanza de encontrar a alguien, la soledad empezaba asustarme de verdad. Entonces, una apesadumbrada nota de piano se alojó en mis oídos, y después otra, hasta repetir la canción que escuché antes de despertarme aquí. Me estaba guiando, antes de seguirla, rompí la pata de una de las múltiples sillas podridas, un bate de beisbol casero se convirtió en mi única arma, al menos era preferible a mis puños desnudos. Con algo más de confianza, me aventuré a seguir la melodía, que a cada paso era más sonora, incluso con el miedo anquilosado en el pecho la canción continuaba conmoviéndome. Subí una escalinata que me llevaron al piso superior, cada paso era una tortura, mis manos bronceadas se tornaron blancas de apretar el trozo de madera con tanta tensión, los tendones de los brazos se me agarrotaban, por la tensión acumulada. Salté de mi propia piel cuando una sombra pasó corriendo por un pasillo, no alcancé a ver nada más. Eso fue suficiente para que el corazón se parará en seco y volviera a latir con fiereza, solo esperaba no volver a entrar en shock.

    Huir y encerrarme en alguna habitación y construir una barricada sonaba tentador, pero en el fondo sabía que solo postergaba mi propia muerte. Entendía que aquella sombra aún no había captado mi presencia, a lo mejor tendría alguna posibilidad si le atacaba por sorpresa. Con todo el cuidado del mundo, intenté moverme con sigilo, pero era difícil con un suelo tan antiguo, sin embargo, la suerte parecía estar a mi favor y logré perseguirle sin que nada delatará que estaba a punto de asestarle un poderoso golpe por la espalda. El pasillo estaba más oscuro y apenas pude ver la silueta, que se paró al final del pasillo, en lo que parecía un callejón sin salida. Antes de que pudiera darse la vuelta y encontrarme de frente, levanté la pata de la silla para coger impulso y sin pensarlo dos veces, se lo estampe causando un ruido sordo que consiguió derrumbar a la sombra.

    Un quejido de dolor, demasiado agudo y femenino para ser de un monstruo. Iba a causarle un segundo golpe cuando una voz que reconocía muy bien me paró en seco.

    —¡Para! Soy yo, soy yo… —se quejó aquella voz en las sombras.

    —Espera un momento… ¿Jill? ¿Eres tú? —pregunté estupefacta— ¡pensé que te había perdido!

    Me abalancé para abrazarla, sin embargo, al postrar mis manos en su cuerpo volvió a gritar y se apartó de mí. Claro, me olvidaba que casi le abro la cabeza como una nuez.

    —Claro que soy yo, ¿quién pensabas que fuera? —cuestionó con un gruñido, palpándose el lomo apaleado. Se veía terrible, llena de barro y sangre seca, con hematomas por todo el rastro de piel, su pelo rubio, que siempre envidié en secreto, ahora era un nido de pájaros, tan enredado que, si salíamos de aquí, seguramente tendría que cortárselo. A su ojo derecho se le reventaron las venillas, dejándolo encharcado en rojo. Toda esta situación era tan delirante que mi sistema de autodefensa optó por reírse.

    —Te ves fatal, pareces sacada de una película de terror.

    Ella frunció el ceño, lanzándome dagas con su mirada, odiaba que criticaran su apariencia, pero al seguir riéndome (mi risa era estúpida y fea) no pudo evitar contagiarse y soltar una sonrisilla, mis carcajadas tenían ese efecto.

    —Tú tampoco te ves mucho mejor. —Resopló alicatándose la cara con saliva—. Pero me alegro de encontrarte, pensé que volvía a estar sola.

    —Yo también. —Confesé con sinceridad, mis pensamientos están más calmados con ella a mi lado. Aunque otra pequeña parte de mí estaba constantemente preocupada por Daniel.

    —La próxima vez seré yo quién te aseste un porrazo por la espalda. —Acusó acercándose a la única lámpara intacta del pasillo. Sus ojos bicolores me estremecieron un poco.

    —Ahora en serio, ¿te encuentras bien?

    —Sí, solo estoy un poco cansada, nada que no pueda controlar.

    Sabía que mentía, pero no la presioné más. Una vez en silencio, la sonata a piano volvió a tronar vigor renovado, no queriendo que nos olvidásemos de ella.

    —Estaba siguiendo esta música cuando te encontré, ¿la habías escuchado antes?

    —Nunca, pero, aunque suene tonto, me dan ganas de llorar sin remedio. —Dijo Jill, rascándose una costra de la muñeca— ¿Conoces esta galería?

    —No, nunca había estado antes, todo esto empieza a cansarme, ¿qué sentido tuvo lo de antes? ¿Por qué estamos aquí ahora?

    Jill se encogió de hombros y suspiró.

    —Puede que el cuento de Amaranta nos esté dando alguna pista, solo que no sabemos verla.

    Mi cabeza echaba humo, trataba de no sacar conclusiones lógicas, tal y como me aconsejó ella, pero solo conseguía preguntas, y ninguna respuesta. Esto era una locura, no estaba segura de poder continuar a este ritmo.

    —Por ahora, tenemos que continuar. A lo mejor así tenemos alguna probabilidad de salir. Yo voto por seguir la música, ¿te parece bien?

    —Estoy de acuerdo. —Concordó ella, pero justo antes de reanudar el camino, me detuvo— necesito un arma, como tú, me niego a estar indefensa de nuevo. Ayúdame a encontrar algo, por favor.

    En seguida acepté su propuesta, era mucho más seguro que las dos no pudiéramos defender e intentar no depender la una de la otra. Haciendo un análisis al pasillo, poco había que pudiera serle útil, a parte de algún cuadro, las patas de los estantes eran demasiado robustas para que la pudiéramos romper, y los jarrones con flores marchitas, no era práctico, además de poder usarlo como misil una única vez. Mi mirada se desvió a lámpara de pie donde se apoyaba Jill. La desenchufé y quité la pantalla, luego, procedí a romper la bombilla de un pisotón, la rubia gritó sorprendida, haciendo de sus crestas filosas una especie de alabarda improvisada. Orgullosa por mi ingenio, se la tendí.

    La música orientó nuestro sendero hasta llevarnos a una gran puerta doble, no se abrió a la primera, parecía que hace mucho que nadie entraba allí, pues tuvimos que empujar las dos para conseguir abrirla. La sonata dejó de sonar al entrar.

    —Oh, dios santo… —murmuró Jill, bajando la guardia y no era para menos. Yo no dije nada porque simplemente, no pude.

    No hay palabra que defina a esta sala de exposición que no sea perturbada. Delante de nosotras se hallaban centenares de obras, obras que no me apeteció mirar dos veces, si esto era arte, entonces yo era un maldito genio. Era morboso, gore, y nada más, no encontré nada de bello en los cuadros colgados; ojos inquietantes al borde de un cuchillo, cuerpos femeninos desmembrados, jugando con su sangre para formar alas celestiales de tinta roja, miembros formando un conjunto de figuras siniestras envueltas con rosas, cadáveres tratados como títeres con sus entrañas relucientes al descubierto u una orgía lésbica de fiambres sin cabeza, esto es lo que nos ofrecía la galería. Coronando el centro, cuatro gruesa telones rojos escondían, lo que esperaba, nos atrajo a este lugar de miseria y muerte. Yo estaba asustada para revelar lo que se encontraba entre las telas, aún así Jill se acercó y tiró de una de ellas, al fin y al cabo, era una mujer decidida. Detrás se hallaba una jaula de dimensiones épicas, casi un dormitorio estándar, la jaula estaba custodiada en alambre de espino, verticalmente y horizontal, no había forma si quiera de intentar escurrirte sin dejarte la piel, además de los sólidos barrotes. Dentro de la celda, se encontraban diferentes objetos, principalmente muebles; una cama de sabanas blancas, un escritorio de dibujo repleto de lo que parecían bocetos, entre otros enseres personales, su cuadriculo era otra pieza de arte grotesco más del salón, pero lo que llamaba la atención era un magnifico piano de cola, de allí venía la música, de allí y del hombre sentado en el taburete cerca del piano. Al darse cuenta de que lo estábamos observando, se alisó su aparentemente caro traje gris perla y se dio la vuelta para recibirnos.

    —Parece que mi taciturna melodía ha engatusado a dos encantadores pajarillos…—canturreó con acento extraño —. Bienvenidas a mi humilde… encarcelamiento.

    Se puso de pie, se recolocó su perfecto peinado engominado y colocó sus manos juntas detrás de la espalda, dando una postura grácil. No había pasado ni dos minutos con él y ya me parecía un cretino.

    Como era usual, Jill se me adelantó a preguntar, cosa que agradecí, pues mi pugnante malestar hacia este hombre aumentaba por momentos.

    —¿Quién eres tú? Eres la primera persona que nos encontramos. —Anunció la rubia arrimándose a la jaula, el hombre le dedicó una sonrisa afilada, todo en él era afilado.

    —Entiendo, entonces, es todo un honor ser el primero. Imagino que tendréis muchas preguntas, pero os concederé mi nombre, al menos. —Dicho esto hizo una reverencia exageradamente dramática. Notando así que, en su cabeza repeinada de cabello pelirrojo, había destellos de canas—. Me llamo Kasey Hyde, a vuestro servicio.

    Hyde.

    De todos los apellidos posibles, tenía que ser Hyde, el apellido de todas nosotras. Me sorprendió menos de lo esperado, aquí todo era posible, todo tenía una razón de ser, estaba segura de eso.

    —Nos has dicho tu nombre, pero no has contestado su pregunta. ¿Quién eres y qué haces aquí?

    Kasey, un nombre raro para una persona como él, se rio y su risa estaba muy alejada a la risa jovial de Amaranta, más bien era parecido a masticar cristales.

    —Un pajarillo perspicaz, por lo que veo. Te daré lo que quieres, porque nunca he podido resistirme a las demandas de una joven hermosa. —Murmuro más para si mismo que para nosotras. Sus movimientos estaban perfectamente medidos, elegantes, la manera de moverse de un caballero; rezumaba grandilocuencia y teatralidad. Su aspecto también estaba fuera de lo común, incluso desde su jaula reconocí que era alto. Todos los ángulos de su rostro eran puntiagudos, pérfidos de alguna manera vagamente atractiva para mí, quizá otra mujer más inclinada a la belleza masculina le parecería un hombre sumamente guapo, inclusive con la sonrisa y miradas ladinas. Tanto el mechón de canas en sus sienes como las ligeras arrugas en las comisuras de los ojos indicaban que era mayor de lo que a primera vista pensarías—. Mi padre era Robert Hyde, fundador del orfanato con su mismo nombre, al morir él, yo, su primogénito pasé a ser el director, desde las sombras, por supuesto, nunca me ha gustado ser el centro de atención para asuntos que no sean de creación propia. Se podría decir, que, de alguna forma, vosotras sois mis hijas. Demasiado íntimo, lo sé, prefiero el termino pupilo.

    Jill y yo nos miramos, aquel hombre tuvo razón. Había muchas preguntas, cada vez más. El orfanato estaba involucrado en esto, aún no supe cómo, pero lo acabaría averiguando. El silencio se construyó como el hilo de una telaraña: rígido, tenso. Jill me agarró de la manga de la camisa, igual que lo hacía de pequeña cuando quería que le hicieran caso.

    —¿Crees que la Srta. Lisa sabía lo que nos iba a pasar?

    Vi las últimas migas de esperanza reflejado en sus ojos torturados.

    —No lo creo, pero no descartemos teorías, por si acaso. —Dije y era todo lo que le pude dar sin mentirle. Volví mi atención al sujeto encerrado, que ahora nos vigilaba impasible—. Bien, contestanos, ¿por qué permaneces cautivo? ¿Y qué relación tiene el orfanato con la pesadilla?

    —También eres un pajarillo curioso, pero ten cuidado gorrión, si indagas demasiado, el gato acabará comiéndote. —Su amenaza no fue sutil, y sus pupilas se dilataron, dejando solo un borde azul eléctrico— os daré información y a cambio, vosotras tendréis que ayudarme a escapar de mi confinamiento forzado, os doy mi palabra.

    Tenía en la punta de la lengua interrogarle sobre quién le había hecho tal cosa, cuando de repente Jill tosió, no fue una tos normal, su garganta se atragantó y escupió un riachuelo de sangre por la boca, mezclándose con la sangre seca. Miró sus manos, que antaño fueron las manos de una modelo, actualmente teñidas de gotitas rubíes. Su mirada detonaba sorpresa y miedo, y yo me sentí igual, su condición era peor de la que imaginé.

    —Por favor, límpiate con esto. —Por un hueco entre los barrotes y el alambre de espino, la mano enguantada de Kasey asomó un pañuelo de tela en un noble gesto. Antes de poder advertirla, Jill alcanzó el pañuelo con dedos tímidos, y aprovechando la cercanía, él tiró de ella, convirtiendo su mano en un grillete—. Adviertes un cambio en ti, ¿verdad? Un cambio en lo más profundo de tu ser, algo ignoto, pero que tira de los hilos de tu destino, no tengas miedo, es una bendición, un regalo. Eres suya, algo más grande de lo que jamás hayas podido soñar, serás aún más hermosa, una verdadera obra maestra.

    Estuve a punto de golpear la mano para que la dejara en paz, ella parecía estar en trance hasta que se atrevió a preguntar.

    —¿Quién es él? Sabes a quién me refiero, él controla todo esto.

    —Él es Erik, y hasta hace unos años, estuvo bajo mi tutela. Yo fui por así decirlo, su mentor, su maestro… Un día, no obstante, descubrió ciertas cosas que no le gustaron y le pareció conveniente mantenerme en esta jaula. —Reveló con esa perpetua sonrisa cínica, besó el dorso de la mano de Jill y la soltó—. No seáis avariciosas, niñas, mis labios seguirán sellados, excepto si lográis sacarme de aquí, solo una vez fuera, estaré más que encantado de daros toda la información que deseéis.

    «Erik» pensé para mis adentros, «qué nombre tan trivial para un ser de excepcional poder».

    —Entonces, ¿es humano? ¿Cómo es eso posible? —Jill cuestionó apartándose de aquel endemoniado hombre. Lo que le dijo le afectó de sobremanera, una vez a mi lado seguía temblando.

    —Como he dicho, mis labios están sellados. —Replicó ignorándonos, volviendo a tocar el piano con técnica envidiable, en otro momento menos delicado, alabaría su destreza.

    —Pues dinos cómo liberarte. —Prácticamente le escupí.

    Kasey cesó unos breves instantes en su ejecución, pero reanudó su trabajo con fiereza, aporreando las teclas de marfil, maltratando al instrumento injustamente. Cuanto más le analizaba más pensaba en él como en un apasionado cruento, inestable.

    —A Erik le gustaban los puzles, los acertijos, con su inteligencia precoz ideó rompecabezas dignos de ingenieros, pero el placer lo obtenía de la derrota de sus cobayas, esto, —explicó abarcando con los brazos toda la sala— no es más que otro de sus juegos. Como su tutor, le instruí en ciencias, historia, filosofía… sin embargo, su pasión se inclinaba por las artes, al igual que… En fin, no importa. Él llegó a la conclusión de que el mundo se regía por tres pilares fundamentales: codicia, miedo y lujuria. Debes escoger tres obras que se ajusten a la perfección a esa temática de entra toda esta magnifica galería. Si conseguís averiguar los tres, podré salir por fin, y, en consecuencia, vosotras.

    La canción varió ligeramente en su matiz; menos virulenta y más sosegada. Entonces, se trataba de un prueba y error, con tiempo y mi conocimiento lo conseguiríamos.

    —¿Así de fácil?

    —No, querido gorrión, nada es así de fácil con Erik. —Su risa de moler cristales juntos me chirrió los oídos—. Cada cuadro de la galería contiene un medallón, relacionado con su temática, tres de ellos son los correctos, si falláis… bueno, las consecuencias podrían a ser mortales o peor. Erik nunca ha sentido aprecio por la vida de los demás.

    —O sea, en resumen, que tenemos que escoger tres cuadros de una galería enorme, que bien podría contener, no sé, ¡miles de obras! —grité tan exasperada que podría tirarme del pelo, esto era sencillamente injusto—. Vaya, pues estamos jodidos. Más que jodidos, estamos de mierda hasta el cuello.

    —Lenguaje, por favor, una señorita no debería decir palabrotas.

    —¿Y por qué no nos lo dices y ya está? —cuestionó Jill, que, sin darme cuenta se había despegado de mi lado para mirar con detalle algunos de los cuadros maquiavélicos.

    —Porque mis labios están sellados. —Alegó con prontitud.

    Vale, se trataba de alguna mierda críptica que le impuso aquella criatura con nombre de humano. De repente, me sentí desalentada, nos íbamos a adentrar de cabeza a una trampa mortal donde las probabilidades de acertar eran menos que escasas. Jill se había quedado embobada, aparentemente embelesada con los cuadros expuestos observándolos con fijeza, cosa que Kasey notó.

    —Parece que el pequeño jilguero ha sido cautivado por mi arte. —Dijo el hombre y aquella aclaración solo hizo que aumentar mi desprecio—. Dime, ¿qué experimentas al contemplarlos? Hace eones que nadie los admira, solitario, abandonado y rodeado por mis creaciones. Lamentable.

    —Repulsión y… atracción.

    —Hay belleza en la destrucción, jilguero mío, capturar nuestra efímera vida humana, aceptar nuestra fragilidad para transcender a lo divino, dejando atrás nuestras crisálidas de carne y sangre… plasmar la transmutación, romper el velo que nos ciega, nuestra incapacidad de ver más allá del mundo terrenal y nuestras bajas pasiones. Como pronunció Platón, hay que desprenderse de las cadenas que nos hacen presos y salir de la cueva, para la liberación, la auténtica ascensión. Para mí, capturar ese momento, es el verdadero arte. —Concluyó su manifiesto con fervor renovado, en su mirada relucía una locura aterradora, el poco ápice de cordura en su apariencia galante se resquebrajó para no volver.

    —Eres un psicópata, lo que haces no es arte, solo estás enfermo.

    —¿Con qué estándares exactamente? —preguntó él con curiosidad fingida. Estoy bastante convencida que si no estuviera confinado ya me habría partido el cuello. Era el tipo de artista que menos soportaba: vanidoso, con una gran visión de si mismo y no acepta una critica negativa.

    —La sociedad vive según unas reglas morales, es lo que nos hace humanos.

    Kasey se rio, era la risa de un adulto ante la respuesta ingenua de un niño. Volvió al piano y nos ignoró. La conversación terminó definitivamente.

    No íbamos a sonsacarle nada más, con un movimiento de cabeza, le indiqué a Jill que nos fuéramos a investigar, ella me siguió sin rechistar, agitada aún por inquietudes internas. Justo al salir de la sala, no pude evitar soltar un largo suspiro contenido, todo ese ambiente me sofocaba, diría que prefiero el temor de la incertidumbre que cruzar palabras con ese individuo. Mi compañera no soltó prenda, y su taciturnidad me preocupaba.

    —¿Qué piensas de él? —demandé buscando su complicidad. Los ecos de las notas del piano aún se dejaban escuchar.

    —No hay que fiarse, por otra parte, sabe demasiado y posiblemente es la mejor opción para nuestra supervivencia. De todas formas, démonos prisa, el tiempo apremia. —Sentenció tajante, no dejando margen para más charla. Me dije a mi misma que no me importaba su tono seco, en el fondo, me había acostumbrado a que, por una vez, dependieran de mí, pero tenía razón, contra más tiempo permaneciéramos más difícil sería escapar de la pesadilla.

    Le propuse centrarnos en un tema primero y hallar la solución entre las dos, peinar la zona e intentar descartar todas las obras posibles. Hicimos foco en la codicia, porque de los tres, a lo mejor era el más fácil de descubrir… o quizá no, solo esperaba que este acertijo no fuera pendenciero y acatará sus propias normas, por inconsistentes que sean. Fuimos habitación por habitación, observando al detalle cada pieza, nunca estuve tan agradecida por mis clases particulares de historia del arte, porque creí descubrir donde se ocultaba el primer medallón sin mucha dificultad. Después de revisar toda esta enorme galería, la opción más evidente para la codicia es la pintura al óleo del autor Alberto Durero, con el título de Avaricia, aunque su nombre original en italiano ya no lo recordaba, mostraba a una vieja fea y desdentada, con un pecho fofo al desnudo sujetando una bolsa llena de monedas. Su mensaje no podía ser más claro; no importa cuántas riquezas poseyeras, todo resultaría inútil en nuestro lecho de muerte, demostrando lo efímera y absurda de la vida. Una vez convencida de que solo podía ser ese lienzo y no otro, Jill ignorante de las leyendas de los cuadros que inspeccionamos, decidió creerme, y quitando el marco de la pared, vimos que había un hueco del tamaño de un centavo, y aposentado dentro, un medallón. Como era de esperar, estaba demasiado asustada para extraerlo, me imaginaba las consecuencias de las que nos advirtió Kasey; a lo mejor si no era el medallón correcto se nos arrojaría a la cara un chorro de ácido, u optaría por algo más cómico, por ejemplo, una trampilla bajo nuestros pies, con pinchos esperándonos como colofón. Si yo era el cerebro de la ecuación, Jill se convirtió en el ejecutor, sacó con cuidado el medallón con las uñas… cerré los ojos y esperé. No pasó nada. Superamos el primer acertijo a la primera, una sonrisa brabucona y un bailecito de la victoria escaparon de mi control.

    —¡Chúpate esa! Albino estúpido, me rio yo de tus adivinanzas.

    Jill solo puso los ojos en blanco y me dijo que aún nos quedaban dos más, pero yo ya me creí invencible, puede que después de todo, no fuera tan diferente al Sr. Hyde. Si la codicia fue más o menos fácil de acertar, el miedo fue ciertamente complejo. Para empezar, era un sentimiento muy íntimo, individual, y no supe si se refería al miedo retratado o al que sentía el espectador. Hubo tantísimas posibilidades… La pesadilla de Henry Fuseli, inspirada por el miedo a lo satánico del siglo XIX, con su íncubo dominando los sueños de una lánguida doncella, La masacre de los inocentes de Rubens, siendo honesta, me ponía los pelos de punta querer describirla o El papa de Francis Bacon, donde refleja los horrores cometidos en nombre de la religión a lo largo de la historia. Aunque entre todo ese espanto, solo hubo uno que me dejó noches sin dormir, Saturno devorando a su hijo de Goya.La figura dantesca de Saturno se quemó en mis retinas desde que lo vi en los libros de historia. Tenía que ser ese, me jugaría mi mano derecha. Jill no tuvo ni que cuestionarme, por si sola se dio cuenta de que el siguiente cuadro ya había sido escogido, aunque en esta ocasión estaba cien por cien segura, seguía siendo una cobarde, por lo que este medallón también fue sustraído por ella, tras unos segundos de incertidumbre, todo parecía normal.

    —Tenemos la suerte de nuestro lado. —Respiró ella con los dos medallones en las manos, había una inscripción en ellas, pero sus símbolos nos eran indescifrables en nuestra lengua.

    —No es suerte, es el poder del conocimiento.

    —Eres insufrible. Anda, vamos a por el último, lujuria, este va a ser complicado, hay tantos desnudos… Antes me he fijado en uno en concreto, ya sabes que mi fuerte no es la pintura, pero este se me quedó grabado. La autora se llamaba Artemisa no sé qué más… mira es este de aquí. —Señaló un lienzo que enseñaba un episodio del antiguo testamento, la heroína bíblica, junto a su doncella, se adentra en terreno enemigo y seduce para luego decapitar a Holofernes—. Recuerdo que me contaron que la autora quiso expresar todo el miedo, dolor y odio sufrido cuando a un compañero de su padre la violó.

    —Artemisia Gentileschi, Judit decapitando a Holofernes. —Instruí, ligeramente molesta, no era que no apareciera su contribución… pero este era mi campo, mi especialidad, solo yo podría deducir dónde se encontraba el último medallón—. Una elección muy interesante, no obstante, había pensado en algo más obvio; El origen del mundo de Gustave Coubert. Un primer plano de un desnudo, una vagina, concretamente, lo pintó para el deleite personal de un millonario turco. Si eso no es lujuria en estado puro, no sé qué más podrá serlo. No te enfades, ¿vale? Pienso que yo tengo razón en esta ocasión.

    Desde el instante en el que las palabras salieron de mi boca, me arrepentí, estaba hablando mi ego hinchado, no yo… o una parte de mi muy escondida debajo de capas de hipocresía. Una parte oscura, celosa de los demás que no quería reconocer, puede que, inconscientemente, odiara a Jill, era lo que yo deseé ser siempre, hermosa y delicada, por fuera, al menos.

    «¿Por qué estoy pensando así? Ella te ha salvado, ella es tu amiga».

    —Tienes razón, nos ha ido bien hasta ahora gracias a ti, cogeré el medallón. —Dijo con un tono de voz amable, su escudo cuando alguien le insultaba. Saber que le había herido conscientemente me colmó de culpa y vergüenza, y en un arrebato, arranqué el medallón.

    Y entonces, todas las luces de apagaron sin aviso, y la galería en su enormidad retumbó bajo el graznido de una bestia afligida. Mis acciones irreflexivas habían despertado a un monstruo con sed de carne adolescente, que por el traqueteó de los muebles, se acercaba a nosotras con la velocidad de un relámpago. Temía, estúpida de mí, que mis ridículas armas caseras poco podrían hacer para ahuyentar lo que fuera que venía. El chillido, cada vez más cercano, era igual al que había oído en la biblioteca laberíntica. En un acto reflejo, nos escondimos torpemente en la parte posterior de una vitrina ancha, para protegernos a las dos. No tuvimos tiempo ni de contener nuestro agitado aliento, el monstruo ya estaba aquí.

    Sus pisadas eran erráticas, crueles con lo que pisaba, su presencia arrojaba luces y sombras celestes, me centré en no mover ni un nervio de mi cuerpo, por sus movimientos más lentos supe que nos estaba buscando, y si no nos íbamos pronto, acabaría por encontrarnos. Una vez me acostumbré a la oscuridad, le hice señas a Jill, que me entendió enseguida, para irnos a la siguiente columna, puesto que aquella bestia se ubicaba a escasos centímetros de la vitrina que nos ocultaba. Antes de que pudiera alcanzarnos mi cuerpo actuó sin mi consentimiento lanzándose al refugió de la columna, asombrosamente, burlé a la bestia, que se encontraba de espaldas y esperé por Jill, esta aprovechó la oportunidad y casi estaba conmigo cuando pisó un cristal con su pie desnudo, y chilló, alertando a la cosa que no tardó en voltearse y abalanzarse sobre nosotras. Y por fin lo vi de frente, pero no tuve ocasión para reflexionar lo que vi, y de quién se trataba.

    —¡Corre! —grité poniéndome en marcha con mis tendones quejándose por el sobreesfuerzo de correr sin calentamiento, a la vez que en mi mente experimentó el horror de contemplar a Saturno devorando a su hijo, multiplicado por diez.

    Choqué con varias puertas haciéndome añicos los hombros, pero en la adrenalina del momento no me dolió y continué con la carrera hasta que llegamos a unas cuantas salas más lejos, lo suficiente para sentirnos relativamente a salvo, yo me escondí en una especie de cómoda, y algo detrás de mí, llegó Jill que se ocultó en un sofá que apenas la cubría justo en el momento que la criatura entró haciendo su aparición estelar colisionando con esculturas, obras y muebles, destrozándolos con sus formidables, asesinas, patas acabadas en punta. La bestia jadeó, o debería decir sollozó en nuestra búsqueda. Me tomé un segundo para analizar al monstruo. Por lo complicado de su entrada, debía de medir por lo menos dos metros, sin embargo, no se veía pesado, en su parte inferior, su figura arácnida era esbelta, recubierta por una piel dura y blanquecina, tenía cuatro patas móviles, que hacían su función a la vez de daga, por como apuñalaba todo lo que se le ponía por delante. Entre sus retorcidas piernas un río de sangre manaba, goteando incesante, pero era en su parte superior donde una imagen femenina se abstraía, igual que una pintura de Dalí, su torso desnudo revelaba unos pechos poco formados, y sus brazos humanoides, pero con dedos infinitamente monstruosos, cubrían sus ojos que al igual que en su entrepierna, lloraban sangre. Su rostro permaneció inquebrantable en una expresión de sufrimiento, en su cabeza se posó una corona de tentáculos inquietos centelleando un brillo celeste, asemejándose a Medusa. Sin embargo, fue su cascada de cabello castaño cobrizo por lo que la reconocí y mi corazón se hundió en la boca del estómago.

    Era Amalia.

    La vi en la biblioteca, y reaccioné dejando que mi alma se escapase, dejando un cascaron vacío. Mi mente, normalmente inteligente, borró los recuerdos de lo que vi para evitar un trauma. Me mordí los dedos para no chillar hasta quedarme afónica. Escuchaba pausados los latidos entre mis orejas, la visión se iba nublando… iba a desmayarme. Súbitamente, Jill le propinó una estocada con su alabarda cuando se dio cuanto que estaba acorralada en la endeble guarida del sofá, el aullido de la grotesca Amalia me recuperó de mi estado catatónico.

    —¡Sígueme! ¡Deprisa!

    Obedecí aún con la energía de la adrenalina en mis venas, pasando de largo de Amalia, que seguía lamentándose de la herida bajo en pecho. Jill solo se paró para alcanzar el medallón detrás del cuadro del degüello de Holofernes, y no se detuvo hasta llegar a la galería principal, allí atrancó la puerta con la barra dorada con cuerda de terciopelo, aunque tenía un pie lastimado, me costó seguirle el ritmo, parece que al menos Amalia no nos persiguió.

    Estábamos exhaustas, física y mentalmente, el hombre encerrado en cambio, fresco como una rosa, sin hacernos caso, tocando una canción de Bach cuyo nombre olvidé hace mucho. Era cómico, en cierta manera, todo el conjunto de los acontecimientos. Tardamos varios minutos para simplemente respirar sin atragantarnos.

    —Aquella cosa… era Amalia, —susurró con la mirada perdida— ¿es lo que viste en la biblioteca? ¿Verdad?

    —Sí.

    Pasamos otro largo rato mentalizándonos, que nuestra amiga, la tierna y cándida Amalia, con su cabecita llena de historias de fantasía sobre romances, se evaporó y se tornó en ese engendro, era demasiado para asumirlo, simplemente demasiado.

    —Ahora entiendo muchas cosas… —dijo hurgándose la raja del pie, quitándose los fragmentos de cristal hincados en la carne de su talón—. Tenemos que hablar, Alma.

    —Eso nunca es bueno. —Objeté echando un vistazo a Kasey, totalmente inmerso en su narrativa, no parecía importarle que hubiéramos vuelto. Lo que me quería decir Jill, él ya lo sabía.

    —No, no te va a gustar. —Comenzó posando dos dedos en mi barbilla, captando toda mi atención—. Cuando desperté tenía puesta una vía intravenosa, con un líquido celeste. Míralo.

    Acaté su demanda y ella me enseñó el pliegue del antebrazo delantero, su centro hinchado como una pelota negra, las venas a su alrededor oscurecieron, parecido a la gangrena, la piel cercana se pudría y agrietaba, sin pudor mostrando la pulpa de su esencia. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? La respuesta llegó rápido, era una experta en esconder todas sus cicatrices auto infligidas.

    —Me consume, Alma, hay algo, en mi fuero interno, que me contagia de una semilla repugnante, es vil y es atrayente, a cada minuto tengo menos fuerzas para resistirme. —Admitió con un hilo de voz—. Cuando deje de resistirme, me convertiré en lo mismo que es Amalia.

    —¿Qué estás diciendo? —pronuncié horrorizada. No… no podía ser cierto.

    —Cállate, déjame terminar, sabes que tengo razón. Hay algo más… Daniel, ella es la causante de todo esto.

    —¿Qué te impulsa a decir tal tontería? —le interrogué con un tono más alto del que pretendía, pero la conocía, y sabia por dónde iban los tiros.

    —Con lo lista que eres para unas cosas y lo idiota para otras… Dijiste que ese chico, Erik, odiaba a Daniel, además está el hecho de… en mi intento de suicidio, escribí un mensaje, pero no fui yo, el mensaje decía: “Volveremos a encontrarnos, E.”

    —Sí, yo también lo vi, es solo una casualidad. —Defendí pobremente, incluso a mí me parecía una excusa que hacía aguas por todos lados.

    Ella me miró fijamente, aún con su ojo inyectado en sangre era bella.

    —Ellos estaban conectados de alguna forma, algo malo pasó entre los dos, ella perdió la memoria y él juró venganza, si yo continúo mucho más en la pesadilla me transformare en una horrible criatura, eso es una verdad absoluta e irrefutable, y no te atrevas a rebatírmelo. —Dictaminó ella y semblante se puso serio—, escucha, puede que Daniel recupere sus recuerdos, y puede que no sea la misma persona que conocemos, tienes que prometerme que no te fiarás de ella, puede que yo no consiga volver… pero al menos quiero que tú lo hagas.

    —No puedo prometerte eso… —sus cejas se juntaron por mi respuesta—, en cambio, te prometo que todas volveremos a casa, dónde debemos estar, y todo esto, no será nada más que un mal sueño.

    La tapa del piano se cerró de golpe, creando una reverberación de acordes asonantes que me asustaron.

    —¡No hay nada más hermoso en el mundo que la amistad femenina! Admiro vuestra lealtad, en serio, los hombres por lo general, estamos demasiado ocupados destruyendo cosas. —Aplaudió airoso, con sus andares de serpiente se acercó a una cerradura, bellamente adornada con tres huecos— ¿Han encontrado mis pajaritos los tres medallones?

    —Sí, ¿cumplirás tu promesa?

    —Me ofendes, soy un hombre de honor.

    Los dedos de Jill eran más temblorosos de lo que quiso admitir, pero con bulto de aspecto enfermizo me sorprendía que se mantuviera en pie. Colocó el medallón de la avaricia el primero, seguido del miedo y finalmente la lujuria. En seguida el alambre de espino se arrastró como una enredadera marcha atrás, y la puerta de la jaula se abrió.

    Sacó una pierna larga y de un salto estaba libre, se colocó el traje y se peinó el cabello, una sonrisa de lobo adornó sus labios finos.

    Muy posiblemente, soltar a Kasey Hyde, fue nuestro peor error.
     
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