— ¡Déjame en paz! —gritó ella corriendo, huyendo de allí; él la siguió, jamás la dejaría, ella sería suya. Ella siguió corriendo, empezaba a llorar, pero no era el momento. Entonces empezó a caer la lluvia, haciéndole las cosas más difíciles; la tormenta cayó con más fuerza y ella sin poder evitarlo se resbaló con el suelo húmedo. —Ven aquí chiquilla —dijo el con su voz sádica —. No te aré nada. Era simplemente un desquiciado, un mal nacido que se acercaba a ella lentamente. Se paró de prisa y se adentró en el parque. Le hubiera hecho caso a su hermano mayor, no hubiera ido a esa fiesta… Ahora estaba en aprietos. La suerte no era lo suyo, cayó de nuevo haciendo que su falda negra se quedara enganchada en una rama bastante firme. —Ayuda, ¡ayuda! —gritó al verse atrapada, pero nadie oía, nadie respondía a aquella suplica, tal vez se debía a la fuerte tormenta que caía, o que era de noche y todos dormían. Lo sintió a él, sus sucias manos; fue aquella, sin duda, la peor noche de su corta vida.