¡Buenas a todos! Hoy os traigo una pequeña historia que, aunque no está planteado como un relato corto, podría funcionar como tal. Es un pequeño experimento que he traído para que disfrutéis, espero que os guste. Existen unas pocas palabras en euskera (la lengua vasca), al final tendréis un pequeño glosario con las traducciones. Si queréis una continuación, poco a poco os lo iré trayendo. I Los cuatro jóvenes miraban fijamente al gran óleo sobre lienzo del caserío en el que se habían colado. Los protagonistas del cuadro, el dueño de la casa y su difunta esposa, posaban como dos elegantes monarcas. Bajo el cuadro había una mesa de juego rectangular en la que había varios retratos de la pareja, además de una pequeña niña. De uno de estos retratos colgaba un bello colgante de oro que uno de los jóvenes no dudó en coger y meterse en el bolsillo de su falda. –Julita, es el colgante de la hija. Un reºspeto a los difuntos. –reprendió León, el más alto de los jóvenes, mediante un murmullo. –No seas cagueta. –Julita, por favor. –le respondió Rafael, joven delgado de nariz prominente y pelo rapado. La muchacha dejó el colgante en su lugar. Este último avanzó por el edificio a oscuras, un baserri que tenía la mayoría de sus ventanas cerradas. A pesar de su cuidadoso andar, el mozo no pudo evitar tropezarse con un cubo de madera. Sus tres amigos lo miraron fijamente, dejando claro que tuviera más cuidado. Subió unas escaleras despacio y se detuvo a observar a través de la primera puerta que vio, la cual tenía una gran cama rodeada por dos mesitas de noche, una de ellas con una lámpara de gas. Parecía ser bastante nueva, con una base ancha donde iba el aceite, una pequeña rosca para regular y una campana de luz por la que se emitía la luz. –Nunca había visto un candil de estos. –dijo Julita, adelantando a Rafael y entrando en la habitación. –Creo que se llama lámpara de parafina. –respondió Joxean, el más joven y pequeño de los cuatro, siguiendo a la muchacha. –Nunca había visto tanto lujo. –comentó León, mientras revisaba los cajones. De repente, se volteó hacia sus amigos. –¿Por qué creéis que el señor Uribe recoge tantas nueces? –Todo el pueblo se pregunta eso. –siguió Julita. –Cuando el verano acaba recoge tantas nueces como para alimentar a una familia durante un año entero. –Mi madre suele decir que comer nueces ayuda al saber. Igual por eso supo hacer fortuna. –resolvió Rafael desde la puerta. Decidió continuar por el pasillo hasta la siguiente puerta, la cual aparentaba estar cerrada. Agarró la manilla y empujó con un poco más de fuerza, abriendo lo que parecía la habitación de una niña. No era muy grande. Tenía una pequeña cama de barrotes de bronce, edredón de lino blanco de detalles florales y la almohada más grande que jamás había visto, pero todo estaba cubierto de polvo. A su derecha había una mesita de noche, vacía, aunque uno de los cajones parecía no tener tanto polvo. El estómago del joven dio una vuelta, decidiendo cerrar la puerta. Se quedó mirando al suelo durante unos segundos, para después volver a abrirla y acercarse al cajón. Lo abrió, viendo un cuaderno de escritura y un pequeño alfiletero. Cogió el alfiletero, el cual tenía una base cuadrada de madera y un bello cojín aterciopelado encima, y lo miró de cerca, teniendo la impresión de que en la madera había unos surcos aparentando una puerta. –Rafa. –llamó Julita desde la puerta, dando un leve susto al joven absorto en el alfiletero. La muchacha de pecas en la nariz y blanca piel se le puso a la par mientras miraba a su alrededor. –¿Has encontrado algo? –Un alfiletero, pero es bastante bonito. –Deberíamos marcharnos ya. El señor Uribe vendrá pronto. El muchacho metió el alfiletero en su bolsillo y los cuatro salieron del caserío por la ventana de atrás por la que habían entrado. ***** Desde aquella casa de Albiz hasta el hogar de Rafa había una buena caminata de, al menos, una hora. Primero dejaron a León y Joxean, quienes vivían en el barrio de Elexalde, pero para cuando llegaron al barrio de Olabe, el anochecer se les había echado encima. Julita y Rafa se despidieron y el muchacho empezó a rodear un cerco para poder entrar en casa por detrás. Era tarde y su madre le iba a reñir. A través de la cuadra, entre gallinas, ingresó en la casa. Rápidamente cogió el pasillo que dirigía a la cocina, pero antes de llegar a esta, giró para enfilar las escaleras. En ese momento, en el que pensaba que se habría salido con la suya, una puerta se escuchó tras de sí. –Rafael. Baja a cenar, anda. –dijo una tranquila voz masculina, Joxe Migel, su padre. El joven retrocedió y entró en la cocina, pasando por delante de su padre cabizbajo. La lúgubre cocina no era muy grande. En medio estaba situado el hogar que calentaba y alumbraba la sala, además de dos humildes lámparas de aceite que colgaban de las vigas. El padre entró y se sentó en un gran escaño de cocina, hecho de madera y de cuyo respaldo salía un brazo que acababa en la mesa. Alrededor de la mesa circular los tres hijos estaban sentados y listos para cenar. –Cuántas veces te he dicho que vengas antes de que se haga de noche. -empezó la madre que, junto al fuego, probaba el caldo de una olla que colgaba del techo. Gracias a la cadena, tiró para subir la olla y alejarla ligeramente del fuego. –Se me ha hecho tarde. Lo siento. –La noche no es lugar para estar jugando, además, en casa hay muchas cosas que hacer. Las manzanas no se recogerán solas. –La madre empezó a repartir los cuencos a los comensales de la mesa, al padre, el hermano mayor Pedro, la hermana mayor Eufemia y la pequeña de 6 años Maria. –Anda, siéntate. Seguro que ha sido Julia otra vez. –No tienes por qué hacer todo lo que te diga. –dijo Eufemia, de tez oscura y largos cabellos castaños. –Yo hago lo que quiero. –respondió el joven, a la vez que se sentaba junto a la mesa redonda. –Ojalá esa chica tuviera el ejemplo de Isabel, su hermana mayor, y no estuviera todo el día incitando a que hagáis trastadas. –Dejad que coma tranquilo. –insistió la abuela Tomasa desde el otro extremo de la cocina, sentada sobre una gran caja de madera, comiendo un huevo duro con una navaja. –Pero madre, si tú eras la primera en insistir que no anduviéramos de noche. –replicó una madre a la suya. –Gaua gauekoentzat eta eguna egunekoentzat. –Ana Mari. –interrumpió el padre. –Mañana se encargará de recoger las manzanas. –Pero mañana a la tarde quería ir al río. –¿Con Julia? –Eufemia intentó molestar a su hermano poniendo un tono burlón. –La próxima vez ven antes. –sentenció Ana Mari. –No tengo ganas de cenar. –El joven cogió un cacho de pan y se levantó. Sin mediar una palabra más, tomó rumbo a su habitación. Tras cenar y comer unas nueces, el hermano de Rafael subió a la habitación, sala que ambos compartían. Nada más abrir la puerta Pedro quiso hablar con su hermano. –Sé que no estás dormido. –Petri, tengo que descansar para mañana. -dijo Rafa, llamando a su hermano por su mote. –No seas terco. El castigo te lo mereces, por haber intentado engañar a tus padres. Además, tienes que ayudar más en casa. Ya tienes catorce años. –El joven se dio la vuelta y miró al mayor. –Poco a poco nos hacemos mayores. Recuerdo cuando Maria nació que rezaba porque fuera una chica. –¿Y eso? –Porque de ser un chico esta habitación más caliente hubiera sido para él y no estaría con tu hermana como ahora. Me hubiera tocado ir a la habitación del fondo, en la que no hay quien viva. Era un pensamiento muy egoísta. –Está bien, echaré una mano. –El joven se alzó un poco. –¿Pero cómo lo ve todo? –Las madres simplemente lo hacen. –respondió Pedro. –A veces son un poco brujas y no las podemos engañar. –Ojalá no me viera siempre por alguna ventana. ***** –¡Pedro! ¡Rafael! ¡Despertad! –gritó el padre cuando los primeros rayos de luz salían en el horizonte. –¿Qué ocurrirá? –preguntó para sí mismo el hermano mayor. –Parece urgente. –comentó el pequeño. Ambos se pusieron sus zapatos y bajaron en camisón a la entrada, donde no vieron a nadie. Los padres se encontraban en la entrada del baserri, a unos cuantos metros de la puerta, con las cabezas ligeramente levantadas y observando bien la fachada principal. –¿Qué pasa? –dijo Pedro. –Mira. –respondió la madre. Los hermanos se giraron y vieron que todas y cada una de las ventanas habían sido tapiadas. Ya fuera con clavos de hierro forjado o cruzando maderas, todas y cada una de ellas se encontraban imposibilitadas para abrirlas. –¿Qué tipo de broma es esa? –susurró Ana Mari para sí misma. –Nosotros no hemos sido. –respondió Rafa nervioso. –Ya lo sabemos. –continuó Jose Migel. –Además, no estamos muy seguros de sí anoche cerramos la puerta. –Fijaros en la ventana del piso de arriba. –dijo la madre. Estos miraron arriba, a la pequeña ventana que había bajo el tejado, una ventana que había sido sellada desde fuera, a más de diez metros de altura. –Qué demonios ha podido poner esos clavos, a esa altura y con esa fuerza. En ese momento, Pedro miró a su hermano bastante descolocado. Glosario: 1) Baserri: Caserío; hábitat rural tradicional, originario del norte de la península ibérica, sobre todo en la zona del País Vasco, Navarra y País Vasco Francés. 2) Gaua gauekoentzat eta eguna egunekoentzat: "La noche para los de la noche y el día para los del día", dicho relacionado a Gaueko, la representación de la noche y las tinieblas. Otros) Prakagorri: "Pantalón rojo". En la mitología vasca estos duendes o genios que realizan trabajos a un dueño. Suelen ser amigables, aunque si no se les da ningún trabajo pueden ser bastante pesados. Dependiendo de donde viene la leyenda tienen un nombre y una apariencia diferente, aunque siguen unos patrones comunes.
II Junto a una escalera de madera y unas herramientas ligeramente oxidadas, Joxe Migel intentaba sacar un clavo con un martillo de orejas. Desde la cocina, donde los demás desayunaban, se escuchaban los esfuerzos del hombre. Un tablón cruzaba la ventana, con un clavo en cada contraventana. Tras unos primeros intentos, el hombre se remangó su blanca camisa y se ajustó el cinturón, para volver a la tarea. Tiraba con fuerza, apretando los dientes con fuerza, pero la holgura de las contraventanas no le permitían sacarlo. –Pedro, sujeta la contraventana, por favor. Entre los dos empezaron a sacar el clavo, pero muy poco a poco. Cuando ya estaba a punto, Joxe Migel empezó a golpear con la cabeza del martillo, hasta sacarlo. Sorprendidos, vieron el tamaño del clavo, de más de diez centímetros y el grosor de un pulgar. Pedro le dio el clavo a Rafael, mientras el mayor lo miraba fijamente. –¿De dónde han salido estos clavos? –dijo el pequeño. –No lo sé. Han podido salir de cualquier baserri. –respondió el padre, mientras una gota de sudor recorría su rostro desde la calva hasta su gran nariz. –Rafa, trae un poco de agua. –¿Con la ventana de arriba qué haremos? –preguntó el hermano mayor mientras se preguntaba cómo alguien había llegado hasta ahí. –No tengo ni idea de qué han hecho, pero no tiene mucho arreglo. Tendremos que desmontar la ventana. ***** Cuando el sol llegó al punto más alto el trabajo estaba bastante avanzado. El alto padre, subido a la escalera, acababa con la primera planta, mientras que Pedro sujetaba la escalera. En ese momento se acercó a la casa una mujer de mediana edad con Julia. –¿Qué os ha pasado? –dijo la niña. –¿Os han tapiado las ventanas? –preguntó la mujer, Marixabel, madre de Julia. –Algún bromista parece que se ha pasado por aquí esta noche. –explicó el padre. –Parece que no podemos andar tranquilos. Cerraremos bien la puerta por las noches. –dijo la madre. –¡Hombre! –exclamó Ana Mari, quien había escuchado la conversación desde la cocina. –¿Cómo vosotras por aquí? –Volvíamos a casa cuando hemos visto a Joxe Migel desde el cruce y nos hemos acercado a preguntar. Además, Julita quiere saber si a la tarde podrán quedar con Rafa. –Ayer comentamos ir al puente viejo. –añadió la pequeña. –Hoy Rafael tiene trabajo que hacer. –respondió Ana Mari rápidamente. –Con la broma andamos tarde con la manzana. –Bueno, vamos bastante avanzados con esto. –dijo el padre. –Rafael, si quieres vete empezando con la manzana. Con suerte para mañana habremos acabado y podrás quedar. ***** Tras la hora de comer Joxe Migel y Pedro se pusieron a desmontar la ventana de arriba. Rafael en cambio fue al campo tras el baserri, donde estaba el manzanar. Con un palo acabado en un pincho y dos cestas, se disponía a coger los frutos que habían caído del manzano. Pero su cabeza estaba en otra parte, quería comprobar si el alfiletero había cumplido su deseo. Sacó el alfiletero de su bolsillo y con la palma abierta pronunció su nuevo deseo. –Quiero que se recojan todas las manzanas caídas en la parcela. Inmediatamente la minúscula puerta del alfiletero se abrió, de la cual salieron cuatro criaturas humanoides del tamaño de una avispa. Tenían la forma de una persona y vestían calzas rojas, pero de su espalda salían cuatro fuertes brazos insectiles, aparte de dos alas de mariposa que los ayudaba a volar. Inmediatamente uno voló hasta la mano de Rafa, haciendo un educado gesto para que le diera la vara. Para sorpresa del joven, la criatura cogió con increíble fuerza la vara y empezó a pinchar las manzanas para llevarlas al saco. Las otras tres criaturillas volaron hacia el interior de la casa, llenando a Rafael de preocupación. Salió corriendo tras ellos, para darse cuenta de que buscaban otras tres varas para ellos. Rápidamente les abrió la puerta de un armario y se pusieron manos a la obra. ***** Pasó media tarde cuando Joxe Migel se encontraba acabando la ventana. Ya con el trabajo casi listo, mandó al hijo a ayudar a Rafa, iniciando así la bajada. Para su sorpresa, cuando llegó a la parte trasera del baserri solamente se encontró una quincena de cestas llenas de manzanas y las cuatro varas apoyadas sobre ellas. Pedro empezó a meter las cestas en casa, pero en su cabeza solo tenía un pensamiento. En uno de los viajes se topó con su madre, quien le extrañó que él estuviera –¿Y tu hermano? –Parece que acabar y se ha marchado. –¿Tan pronto? –Eso parece. Pero ha dejado todas las manzanas fuera. ¿Está amama en casa? –Este chico, siempre hace todo a medias. –respondió la madre, aparentemente sin darle mucha importancia. –Si, amama ha llegado hace poco. Está en la cocina. Acabar la labor y se dirigió directamente a la cocina para hablar con la abuela Tomasa. Esta se encontraba echando leña al fuego central, con una mano moviendo el leño y con la otra apoyándose en su bastón. Mientras tanto, su madre traía unos pimientos verdes para preparar la cena, y Eufemia enseñaba a María a jugar a las tabas. La abuela se sentó en una banqueta que tenía junto a la ventana y rápidamente se percató de que su nieto lo miraba. –¿En qué te puedo ayudar Petri? –La abuela hizo un gesto con la mano libre para que se viniera. –Anda, ven. Coge una banqueta y ponte junto al fuego. –Amama, cuando éramos pequeños nos contabas un cuento sobre unos seres de pequeño tamaño que hacían las labores de sus dueños. –La mujer exclamó de curiosidad. –¿Prakagorriak? –Sí, eso. ¿Cómo era la historia? –¿No eres mayor para cuentos? –le dijo Eufemia. –Nunca se es mayor para nuestros cuentos. –respondió Tomasa sonriente. –En el valle del río Oka se habla de unas criaturas llamadas Prakagorriak. Son muy muy pequeñas, tanto que cuesta verlas y se suele contar que habitan en el monte Sollube. –Yo también quiero escuchar el cuento. –dijo María, trayendo su asiento junto a Petri y dejando atrás a Eufemia. Después, la abuela continuó. –Un día un hombre compró unos Prakagorri y cuando los llevó a casa les enseñó un alfiletero que, a partir de ese momento se convertiría en su hogar. Entonces el hombre les pidió que hicieran una tarea, la cual inmediatamente realizaron. Mandó una segunda, la cual volvieron a hacer en un santiamén. Así una y otra vez, hasta que el hombre se quedó sin labores que ordenar. Entonces los Prakagorriak empezaron una y otra vez a preguntar por más labor. ¿Y ahora qué?, ¿Y ahora qué?, ¿Y ahora qué?. El hombre, temeroso de que le hicieran daño, pidió que le cribaran el agua del río. Los hombrecillos no dudaron y se dirigieron al río, pero fueron incapaces de realizar la tarea, cansados, se darían por vencidos y volvieron al alfiletero. –¿Entonces? ¿Son peligrosos? –preguntó la niña. –Quien sabe. Yo nunca he visto uno. –se rio Tomasa. –¿Cómo así te ha dado por preguntar eso? –dijo la madre, curiosa. –No creerás. De repente, la madre quedó paralizada al ver que el bol situado en la mesa junto a la entrada le faltaban más nueces de lo habitual. No quedaban muchas, una docena, pero tras cenar el día anterior al menos quedaban dos docenas. Aquello le trajo un viejo recuerdo a Ana Maria. –Hola. –De repente, Rafa entró en la cocina. –Hoy vienes pronto. –respondió la madre, volviendo en sí. –Así me gusta. Pero la próxima vez mete las manzanas en casa. –¡Ay! Se me ha ido la cabeza. –respondió el pequeño, notando la mirada fija de su hermano mayor. –¿No has acabado muy pronto? –dijo Pedro. –La verdad he acabado antes de lo esperado, no me lo esperaba. Me ha dado tiempo para ir a Artzubi. –Ves. –continuó la madre. –Si le pones ganas todos ganamos. GLOSARIO: 1) Amama: Una de las formas de decir "Abuela".
III Ana Mari recordaba muy bien el atardecer del día de San Juan de veintinueve años atrás. Ella tenía ocho años y llegaba a casa cuando observó como una vajilla de plata salía volando por la ventana de un caserío y desaparecía en el bosque. Esto la dejó tan impresionada que solo pudo salir corriendo hacia su casa en busca de respuestas. Entró rápidamente a casa, encontrando a una joven y encinta Tomasa, acompañada de una amiga. La compañera de su abuela era una mujer cercana a los sesenta años, de vestimentas oscuras que cubrían todo el cuerpo y se recogía su canoso pelo con un hueso tallado. –Ana Mari, esta es Aurea, de Nabarniz. Es mi matrona. De hecho, es la mujer que ayudó a que vinieras al mundo, al igual que a mí, a tus hermanos y a tus hermanas. Ha venido para traer unas hierbas para mis dolores. –Hola. –respondió tímida. –Hola, Ana Mari. Veo que creces con energía, pero te veo preocupada por algo. –La niña miró al suelo desconfiada. –¿Qué sucede hija? Puedes contarlo, no te preocupes por la visita. –He visto algo. –No sabía cómo iniciar. –Es para hoy. –insistía Tomasa. –He visto la vajilla del vecino salir volando por la ventana. –Tomasa miró a su amiga, mientras que Aurea simplemente liberó una mueca. ***** La madre, nada más amanecer, avisó a Eufemia del trabajo que había por hacer y partió hacia el norte, al cercano pueblo de Nabarniz. Un viaje de dos horas la puso en la cima del monte de Arrola, desde donde se veía la gran serpiente verdemar que liberaba sus aguas en el océano. El ancho valle se quedaba pequeño por la altura de las arboladas montañas que lo cubrían, los cuales en poca distancia cogían bastante altura. Se atisbaban detalles muy lejanos, tanto que los pueblos eran simples motas blancas en el glauco y verdinegro del paisaje. El camino le hacía ir hacia la derecha, donde al fondo se veía el poblado al que se dirigía, encajado en el fondo de un ligero valle. A pesar de no ser un pueblo mucho más grande que otros pueblos de la zona, algunas casas de este mostraban un núcleo más uniforme junto a la iglesia, algo que en los barrios de Mendata, hogar de Ana Mari y su familia, no ocurría. Poco antes de llegar al pueblo tomó el rumbo hacia un baserri solitario, colocado en el límite entre pasto donde se alimentaba un burro y el robledal que se extendía tras la casa. El caserío no era muy grande, solo tenía dos plantas, pero la madera estaba impecable, como si aquel día se hubiera levantado la casa. En la entrada se encontraba Aurea hablando con una mujer mientras intercambiaban unas hojas. Hacía mucho que Ana Mari no la veía, pero apenas había envejecido algo en casi tres décadas. –Aquí tienes las hojas. Haz un caldo y que se lo tome, pero no uses más de tres hojas o podría ser perjudicial. –decía mientras metía las hojas en una bolsa y depositaba esta en las manos de la otra. –Muchas gracias, señora. –La visitante no supo por dónde seguir. –Mujer, llámame Aurea. No suelo usar mi nombre de casada. Como mucho dejo que me llamen Ojanguren. –Está bien, Aurea. Muchas gracias por todo. –La mujer, agradecida por las hojas, marchó hacia Nabarniz, dejando a solas a las otras dos mujeres. –¿Belladona? –Sí, su hija está teniendo sus primeras reglas y no las lleva nada bien. Un agua con las hojas y seguro que se le quitan los dolores. –Los años no pasan por ti. –cambió de tema Ana Mari, curiosa por el secreto de la mujer. –Por desgracia sí pasan, ese es mi problema. –respondió burlona. –¿En qué puedo ayudarte? Desde que María nació no has necesitado mi ayuda y no parece que vayas a tener más. –Siempre te estaré muy agradecida. Me ayudaste a traer a cuatro criaturas al mundo y cuando pensaba que no podría quedarme encinta otra vez hiciste posible ese pequeño milagro que es María. Pero no vengo a eso. Es sobre los Prakagorriak. –Aurea frunció el ceño, algo que puso algo nerviosa a Ana Mari, obligándola a hacer una pequeña pausa. –¿Son peligrosas esas criaturas? –Las cosas no suelen ser peligrosas porque sí. El desconocimiento suele ser peligroso. –¿Qué sabes más allá de los viejos cuentos? –¿Por qué esas preguntas? ¿Ha llegado un alfiletero a tu casa y no sabes qué pedir? ¿Las nueces desaparecen inexplicablemente? –Aurea, por favor. Creo que están pasando cosas raras y no quiero que vayan a más. –Está bien, está bien. –La mujer se acercó a Ana Mari y le empezó a susurrar. –¿Sabes cómo llaman a esas criaturas en Álava? –La madre movió su cabeza de lado a lado muy despacio. –Los Enemigos o Enemiguillos. –Eso no me parece muy alentador. –Y no lo es. Hay que tener mucho cuidado con esas criaturas. Se suele pensar que son amables personitas que realizan cualquier trabajo, pero no. Se inquietan hasta el punto de volverse locos cuando no pueden concluir una labor. Cuando eso ocurre ponen todo patas arriba, ponen a la gente en peligro y solamente hay dos finales posibles. –¿Cuáles? –O acaban muriendo de inanición al olvidar comer nueces y, de verdad, te digo que no es algo fácil. –Ambas mujeres se miraron fijamente a los ojos. –O aquel quién dio la orden acaba muriendo en algún accidente. ***** El cielo estaba a punto de tomar un color rojizo cuando la madre llegaba a su casa. La tranquilizó el escuchar las risas de Maria provenientes de la cocina o el cortar de la leña de Petri. Era el sonido de su hogar y solamente el graznido dos curvos interrumpían. Nada más entrar, cerró la puerta de casa y saludó a Joxe Migel. –¿Está todo bien? –preguntó él, preocupado. –Sí, tengo que hablar con Rafa, solo eso. –Está en la cocina jugando con Maria. Entró en la cocina, donde Tomasa y Eufemia preparaban la comida y Rafa y María jugaban. La madre, primero, observó el bol de las nueces. Quedaban ocho. Sin dudar un segundo, se sentó junto a los dos últimos, muy seria, con un rostro que llamó la atención de todos. –Rafa. ¿Has pedido cosas a los Prakagorri? –Los rostros de Tomasa y Eufemia no pudieron disimular la sorpresa. –¿Ana Mari? –pronunció Joxe Migel extrañado. –¿Qué dices, madre? –intentó disimular, pero no muy bien. –¿Ha llegado un alfiletero a tus manos? –No. –Rafa. –Te he dicho que no. –Sé de sobra que tienes un alfiletero. De verdad, no has hecho nada malo, pero es un poder muy peligroso. Puedes acabar haciéndote daño, a ti o a los tuyos. –El niño miró hacia un lado y torció el morro. –El otro día nos colamos en una casa vacía y me lo encontré allí. Pero de verdad, lo de las ventanas fue sin querer. –Tranquilo hijo. ¿Has pedido algo más? –Solo ayer, que recogieran las manzanas. Me parecía demasiado volver a utilizarlo. –Bueno, no pasa nada. Ahora tienes que darme el alfiletero. –El joven asintió con la cabeza. Los dos subieron las escaleras a la habitación de los jóvenes, enseguida siendo visitados por Tomasa y Joxe Migel. Rafael directamente fue a su cama y buscó en el hueco que había entre los dos colchones. Estiró su brazo y empezó a menearlo de un lado para otro. –¿Qué pasa? –preguntó ella. El joven levantó la sábana y el colchón de encima de un empujón, dejando el de debajo, el de paja al descubierto. Nervioso empezó a mirar debajo, a los lados, pero no lo veía por ninguna parte. –No está. En ese preciso momento los cuervos de la calle se silenciaron.
¡Buenas a todos! Antes de empezar quería desearon una buena lectura. He cogido con ganas esta historia y me hace ilusión poder compartirla con vosotros. Al ritmo que me encuentro tendréis al menos un capítulo semanal, si no son más. Por mi parte, me gustaría animaros a comentar y opinar sobre este relato. Me gustaría saber vuestra opinión o errores que hayáis podido ver. El meter términos del euskera puede hacerse confuso e intento que se entiendan por el contexto (que no haga falta el glosario) y me gustaría saber si creéis que he logrado el objetivo. Dicho esto, que tengáis un buen día. IV Ana Mari, recién despertada, bajó las escaleras de la casa con idea de reavivar las pocas brasas que dejaron la noche anterior, pero antes se detuvo en la puerta de casa. Esta se encontraba abierta, otra vez, aunque recordaba a la perfección haberla cerrado. Miró bien que las oscuras bisagras no tuvieran fallas, pero no era el caso. La puerta, dividida en dos, podría abrirse la mitad superior, cosa que hizo para airear la planta baja. Fue abrir y ver cómo un hombre se acercaba al baserri. El hombre era alto, tanto como la puerta de casa, y de anchos hombros. Vestía boina, pantalón gris, chaleco y camisa blanca como era habitual, pero por encima llevaba una chaqueta de traje que no se veía en muchos kilómetros. Prácticamente hasta Bilbao había que ir para ver algo así, pensaba Ana Mari. –Buenos días, señor Uribe. ¿Se encuentra un poco lejos de casa no? –saludó la madre, intrigada por la visita. –Buenos días, señora Etxabe. Siento importunarla de esta manera, en sábado, pero me gustaría poder hablar con su señor y con usted. Será un momento. –Claro, pase. ¿En qué podemos ayudarle? –dijo la madre, intentando disimular su incomodidad. –Hombre, Antonio. –dijo Joxe Migel, quien aparecía por la entrada de casa. –¿Cómo tú por aquí? –Se me hace difícil decir esto, pero el otro día sufrí un robo y tengo algunas sospechas. –¿Nos acusas de algo? –El tono de Joxe Migel se tornó a uno más serio a la vez que daba dos pasos al frente. –No, no, hombre. –intentó apaciguar el alto. –Vuestro hijo, al igual que a sus tres amigos, fueron vistos antes de ayer en las inmediaciones de mi casa. Entendería que de haber hecho alguna fechoría no os lo habrían contado, por lo que quería saber si habéis notado algo raro. Esta misma conversación he tenido con los Egurrola y los Gandiaga y la tendré también con los Arana. –Nosotros no hemos notado nada raro. ¿No? –dijo Ana Mari mirando a su marido. –Bueno, esa noche sí que sufrimos una fechoría bastante grave. –respondió Joxe Migel. –Alguien tapió las ventanas durante la noche. Una broma de mal gusto que nos ha hecho perder mucho tiempo y, la verdad, no tenemos ni la menor idea de quién ha podido ser el responsable. –Veo que no soy el único importunado. –Señor Uribe, voy a llamar a Rafael y solucionar todo esto. ¿Podría saberse qué le ha desaparecido? –La mujer entró a la puerta y de una voz llamó a su hijo. –Pequeños objetos, tampoco de un valor excesivo, pero me preocupa que alguien pueda entrar de esa forma a mi casa. –Es entendible. –dijo el padre mientras Rafael salía afuera. El joven se llevó un susto al ver a Antonio Uribe, pero intentó disimular. La madre, en el momento que la visita no lo veía, lo miró con cara de enfadada. –Rafael. ¿Entraste en la casa del señor Uribe? –La mujer se paró para mirar a Antonio. –¿Cuándo fue? –Anteanteayer. –¿Rafael? Si has cometido alguna fechoría es el momento de decirlo. –La madre agarraba el hombro del joven. –Perdona señor Uribe, pero yo no entré en su casa. Ese día estuvimos por Albiz, pero no hicimos tal cosa. Se hizo el silencio durante unos largos segundos en los que Antonio miraba fijamente al niño, el cual aguantó la incomodidad y no desplazó la mirada. Todos se mantuvieron en silencio, solamente escuchando la leve brisa del norte, hasta que el hombre hizo una mueca. –Está bien. –El hombre agachó la cabeza pensativo. –¿No visteis nada sospechoso no? ¿Alguien inusual? –No, señor. –De acuerdo, eso sería todo. Iré a preguntar a los Arana a ver si vieron algo. Muchas gracias por vuestro tiempo. –Al contrario, Antonio. Si podemos ser de ayuda aquí nos tendrás. –respondió el padre. –Sentimos no poder ser más de ayuda. –dijo Ana Mari. –No me quedará otra que estar muy atento. Hasta pronto. –El hombre se dispuso a marchar. –Por cierto, tened más cuidado con la puerta de casa. Después de la broma no creo que sea muy segura dejarla abierta por las noches. ***** Ana Mari, aprovechando que hacía las tareas del hogar, buscó y rebuscó cada rincón, pero todo fue en vano. La situación era tensa. Las palabras de Aurea, la visita mañanera y las cuatro nueces restantes sobre el bol de la cocina no hacían más que ponerla más nerviosa. De hecho, no estaba muy orgullosa de haberle hablado mal a Eufemia cuando quiso mandarla a por más nueces. Debía parar con ese único pensamiento que tenía en la cabeza, por lo que aprovechó la hora de comer. Todos reunidos en la cocina, servir la comida en silencio e inmediatamente sacó el tema. –Escuchadme. Hay un tema que debemos tratar. –Todos miraron a la madre. –Quiero zanjar el asunto del alfiletero. –¿No crees que estás siendo un poco supersticiosa? –empezó Joxe Migel. –¿No crees que puede haber sido todo una casualidad? –Aita. –le dijo Rafa a su padre. –Vi a esas criaturas. Vi como agarraban la vara y recogían las manzanas. No me lo imaginé. –Alguien de esta casa tiene el alfiletero. Cada día cuatro nueces son comidas por los Prakagorriak, su alimento. Alguien me está mintiendo y en esta casa eso no puede pasar. –¿No crees que te pasas de dura? –dijo Eufemia, la cual cosía un pequeño traje de lana para un bebe. –La situación es peligrosa y pronto ocurrirá una desgracia. –¿Rafa, seguro que no sabes nada? –dijo Pedro a su hermano. –Petri, de verdad. Ayer dejé escondido el alfiletero cuando marché y cuando subimos ya no estaba. –El mayor de los hermanos miró por la ventana en ese momento, observando un gato negro que parecía vigilar el interior de la cocina. –Hijos, seguro que ninguno tiene tal objeto. Este asunto se está poniendo serio. Vuestra madre no está para bromas. –Madre, ya lo siento, pero tengo que acabar el vestido antes de la misa de mañana. Te recuerdo que a la tarde tenemos el atsolorra de Cruz Olabe y quiero acabar el regalo. –El rostro de la madre se cambió totalmente. –Cierto, me había olvidado completamente de que la mayor de los Olabe ya había parido. Qué cabeza. –dijo la mujer echándose la mano a la cabeza. –¿Entonces se acabó el interrogatorio? ¿Ya está? –dijo Pedro algo indignado y sin poder perder de vista a aquel gato negro. –Por favor, no pidáis nada a los Prakagorri. –respondió la madre con cara de derrotada y viéndose algo ahogada por las labores. –Quién lo tenga que lo entierre por ahí, pero por favor, quiero que esto acabe ya mismo. GLOSARIO: 1) Atsolorra: Antigua festividad de los pueblos vascos en la que las mujeres se reunían en la casa de un recién nacido para hacer regalos, merendar, cantar y demás.
V Tras la misa del padre Victorio Acha, el cuarteto de jóvenes se reunió para pasar la tarde jugando. En casa de los Olabe, en el barrio de Lamikiz, había nacido su primera nieta y, como era tradición, las mujeres del pueblo iban a la casa para merendar y llevar regalos. Julita, por su edad, no fue llevada junto con su madre y su hermana, pero tenía mucha curiosidad por acercarse, por lo que se apañó para que los tres chicos fueran con ella a las inmediaciones. Cuando pasaban junto al baserri de la familia Olabe escucharon el llanto de la criatura, la cual parecía estar hambrienta. –Ya voy. –decía una voz, desde el interior del hogar, en respuesta al llanto. –Esa debe ser Cruz Olabe. –dijo el pequeño Joxean. –Claro que lo es. ¿Acaso no la has visto hoy en misa? –respondió Julita, quien miraba a un gran fresno junto a la casa. –¿Pero sabéis que me ha contado mi hermana sobre los Olabe? –Está claro que no lo sabemos. –Le respondió León en el mismo tono que ella había usado con Joxean. –Mi hermana me dice que las mujeres de la casa de los Olabe son lamias. –Joxean y León se miraron mutuamente. –Siempre visten largas faldas con las que disimular sus pies de pato, pero una vez Isabel se asomó por la ventana y las vio. –Tiene que ser una broma. –aportó el alto. –Cobarde. –respondió rápidamente la muchacha. El otro dio un paso al frente hasta ponerse cara a cara. –No hay valor a subir al árbol para mirar dentro. –Las lamias no existen. No hay mujeres de pies de pato viviendo en los arroyos y secuestrando a los jóvenes. –Sube y verás. ¿O es casualidad que vivan en el barrio de Lamikiz? –No voy a subir. –Lo que me temía. –Ya vale. –interrumpió Rafa. –Ya voy a subir yo, a ver qué se ve. Así nos dejamos de estupideces. –No hagas el tonto. –recriminó León, preocupado por su amigo. –Como te caigas vas a hacerte daño. –Déjale que lo haga. –insistía ella. –Subiré y acabaremos con esta estupidez de una vez por todos. Si veis que viene mi madre avisadme cuanto antes. No quiero tener que irme a casa y no poder quedar con vosotros en días. El joven estiró sus brazos a la altura de su cabeza y tocó el tronco, buscando los huecos en los que meter sus dedos. Una vez los tenía, empezó a clavar sus pies y ascender en el tronco hasta las primeras ramas donde lo tenía más fácil para subir. En poco tiempo logró alcanzar la rama donde podía acercarse a la ventana del baserri y mirar. –¡Rafael! –gritó una voz desde abajo, dando un leve susto al joven que no le hizo precipitar por poco. Miró abajo, era su hermana. –¡Baja ahora mismo! –Eufemi. Vaya susto me has dado. –respondió el hermano aparentando una falsa tranquilidad, pero sin moverse de la rama. –Te he dicho que bajes. Tu madre está de camino y como te vea la vas a armar. –Vale, vale. Ya bajo. –reculó el joven ante la amenaza, empezando a bajar de inmediato. –Eres como mi hermana, siempre estropeando la diversión. –acusó Julita a Eufemia. –¿No tienes que irte a freír espárragos? –Si hicieras más caso a tu madre o a tu hermana cuán mejor te iría. –Al menos yo o mi hermana encontraremos un buen hombre con el que casarse. Mientras tanto mírate a ti, llevando dulces al apuesto hijo de los Olabe. Es demasiado hombre para ti, mujer. Asúmelo. –La chiquilla se rio, mientras miraba hacia los lados para que los otros siguieran las risas. –Qué sabrás, criaja. –Eufemia se obligó a parar, viendo poco maduro entrar al trapo con aquella niña tres años menor que ella. En ese momento Rafa llegó al suelo. –De verdad, espero que cambies de actitud y en pocos años puedas venir con las demás al atsolarra. –Lo que no se es a quién quieres engañar con esas pintas de monja. Con lo bien que estaríamos todos probando los dulces de la hermana Etxabe. –Rafa giró su cuerpo hacia Julita, poniendo una mano sobre su hombro. –Déjame. –Repelió ella, agitando su hombro con fuerza. –Bueno, me voy. Rafael, si esto es lo que te gusta ver a diario, me compadezco por ti. Yo no seré la que no vaya a ser invitada a un atsolorra en la vida. –¿Qué insinúas? –Nada. –¡Qué quieres decir! –Adiós. Julita, enfadada, avanzó con fuertes pasos hacia Eufemia, la cual simplemente liberó una mueca. Los tres chicos intentaron detenerla, pero ella volvió a zafarse con fuerza y siguió acercándose con determinación. –Hola, chicos. ¿Está todo bien? –dijo una voz tras Julia. Era Ana Mari, quien venía vestida de negro y con una cesta de mimbre. –Buenas tardes, señora Etxabe. –El tono de Julia cambió por completo, dándose la vuelta sonriente hacia la madre de Eufemia. –¿Qué tal se encuentra? –Bien, bien. ¿Tu madre y tu hermana aún no han venido? –No, no las he visto. Justo le decía eso a Eufemia. –Giró su cabeza hacia Eufemia, obligando a esta sacar una falsa sonrisa. –Bueno, parece que llegamos pronto. –dijo la madre. –Mejor. Así podremos ver bien al joven. De esa manera madre e hija marcharon a la casa de los Olabe, aunque las palabras de Julita habían calado en Eufemia. Ana Mari hablaba, pero su hija tenía la cabeza en otra parte, tenía ganas de dar una lección a la niña. Esos pensamientos no se detuvieron hasta que vieron a los hombres de la familia Olabe salir de la puerta. Aniseto y Ángel, padre e hijo, rápidamente se acercaron a saludar a las mujeres. –Qué pronto venís. –dijo el padre, un hombre de gran altura, sin pelo y con la voz grave. –Ahora marchábamos para la taberna. –Allí hemos dejado a Joxe Migel. Espero que no os paséis con el tinto y tampoco juguéis con los jóvenes. –No, no. Tranquilas. No volveremos a dar vino a Petri y Ángel. Que parece que les gusta demasiado –bromeó Aniceto, dando una palmada a su hijo y riéndose de él. –¿Aquel día no llegarías a casa tan borracho como Petri? –preguntó Eufemia al joven, sin dudar en acercarse. El joven se puso tenso, algo que hizo gracia a Ana Mari. –Menos mal que quedaban tus artopilas, si no no hubiera recuperado en días. Vaya resaca más horrible. –La verdad es que los dulces se te dan de lujo. –Añadió el padre. –Estoy deseando que llegue San Blas para volver a probar la torta. –La semana que viene te traeré unas artopilas. Prometido.
VI En la cocina del baserri de los Olabe las mujeres fueron reuniéndose, familia a familia trayendo un regalo para la nueva criatura. Cruz, la reciente madre, era una mujer alta como su padre, de largos cabellos dorados y de hombros marcados. En sus brazos sostenía a la pequeña criatura que de vez en cuando lloraba por el bullicio de su alrededor. La madre de Cruz, Francisca, y sus hermanas no paraban de ir de un lado para otro, sacando sillas y comida para las visitas. En una esquina se encontraban Ana Mari y Eufemia, la primera hablando con otras señoras del círculo de mujeres vestidas de negro, mientras que la hija solo respondía en silencio, asintiendo o haciendo muecas ante alguna chanza. Sin esperarlo, se le acercó Cruz, quien había notado desde el otro lado de la sala la incomodidad de Eufemia. Las dos eran las más jóvenes de la cocina, teniendo la reciente madre apenas dos años más. –¿Quieres coger al niño? –dijo Cruz, sentándose al lado en una vieja silla de madera que le habían desalojado. Eufemia, con cuidado, cogió el bebe en sus brazos y estiró los dedos de un brazo para despejar el rojizo rostro redondo. –Ya pesa. –sonrió Eufemia, todavía nerviosa. –En casa todos hemos nacido grandes. Francisca siempre se acordará del cabezón de Angel. –Jamás había visto nacer una calabaza como esa. –bromeó la madre de Cruz, pendiente de la conversación, levantando las risas de las mujeres. De repente, entraron dos mujeres más en la sala. Eran Isabel, la hermana de Julita, y su madre, Maixabel. Ambas eran dos mujeres de mediana estatura, de redondeados pómulos, nariz algo saliente y unos ojos marrones que casi parecían dos negras perlas. Ambas vestían igual con trapos de color grisáceo arriba y faldas marrones. –Hemos traído un sonajero para el pequeño. –dijo Maixabel, entregando el regalo a Cruz, un bello sonajero de madera con garbanzos en su interior. –La verdad es que tu marido tiene buena mano con la madera. –respondió la otra, observando los detalles tallados. –Muchas gracias, Maixabel e Isabel. Seguro que a Aitor le gusta. –¿Cómo dices que se llama? –Aitor. Sí, es un nombre peculiar, pero mi hombre lo escuchó en el mercado de Bilbao y la verdad que nos gusta. Aitor sería algo así como el patriarca ancestral de los vascos. –Bueno, si a ti y a Balendin os gusta es lo que cuenta. –añadió Francisca, quien traía una silla. Cruz se levantó y dejó a la criatura a su madre para coger algunos regalos y llevarlos arriba, a la habitación de la criatura. Encima de la cocina, en la habitación más cálida, estaba preparada la cuna, una vieja llena de polvo. La mujer miró a su alrededor y suspiró. No sabía donde dejar las cosas. ***** Un puñado de tabas cayó sobre la mesa, otra vez, en la algarabía de la cocina. Las mujeres de la casa no paraban de trabajar, de un lado para otro. Francisca freía algo de chorizo y panceta en el fuego del centro, dando un delicioso olor al lugar. La criatura había sido llevada a dormir y las tres mujeres más jóvenes, Cruz, Isabel y Eufemia hablaban entre ellas. –Ya siento si mi hermana te molesta de esa forma. La verdad, que en casa a veces nos trae por la calle de la amargura. Siempre le ha gustado llamar la atención. –se disculpó Isabel. –No te preocupes. Seguro que con el tiempo madura. A veces controlar a Rafa tampoco es fácil. –intentó consolar Eufemia. –El pobre Rafael solo se mete en problemas por Julita. –En general son un grupo bastante problemático. Dios los cría y ellos se juntan. –añadió Cruz. –Un día tendrías que llevar a Julita con tu padre a por miel a los panales. –propuso Isabel a Eufemia. –¿Y eso? –Les tiene un pánico increíble. Ver una abeja y se pone blanca como una cebolla. Eso si no sale corriendo. –A veces deseo que se le caiga una colmena encima a Julita. –dijo Eufemia, en un tono burlón, haciendo reír a las dos amigas. ***** El sol empezaba a besar los montes del oeste y las mujeres poco a poco empezaron a despedirse, no era el caso de las familias Etxabe, Arana y Olabe que seguían hablando acompañadas de un culín de pacharán. –Es el primer vino que bebo en meses. –dijo Cruz, mirando al vaso con pena. –Era la última botella de la temporada. Suerte que pronto volverá a salir la andrina. –Recuerdo tu primera merluza. –respondió Isabel. –¿Hace cuatro años, puede ser? Le robaste el vaso de pacharán a tu padre mientras este lo colaba y llenaba las botellas. Tu padre pensó que te habías desmayado. –Sí, sí. Cuando llegó a la cocina conmigo en brazos mi madre me vio y se empezó a reír de él, tanto que pensaba que se caía ahí mismo. Recuerdo mirar a Isabel y ver doble. No la reconocía. –¿Tú estabas? –preguntó Eugenia. –Justo había venido a dejar una banqueta que encargaron arreglar a mi padre y me encontré con el percal. Fue muy gracioso. –Era esa época en la que tú te habías obsesionado con un libro de cuentos que te habían regalado. –Cambió de tema Cruz. –Es cierto. Sobre todo con un cuento sobre un oso. –siguió Isabel. –Tampoco fue para tanto. –La verdad que era un cuento bastante siniestro. –dijo la nueva madre. –Además de verdad, nadie sabía cómo te podía gustar tanto. –continuó Isabel. –Decía que quería ver un oso. –Que debía ser algo increíble. –Vale sí, sí, siempre he querido ver un oso. –Las palabras se le atragantaron a Eufemia. Su cabeza giró hacia la ventana, pero no se veía nada, solo el rojo atardecer. –¿Estás bien? –preguntó la amiga mayor al ver el blanco rostro de la joven. La cocina se quedó en silencio mirando a Eufemia, pero las miradas rápidamente se dispersaron al escucharse un llanto a lo lejos. Rápidamente supieron de quién eran, era la reconocible voz de Julita que venía corriendo hacia casa. El corazón de Eufemia empezó a latir a toda velocidad. Las madres se asomaron a la entrada para ver qué ocurría. Julita entró corriendo hasta llegar al regazo de su madre, donde la abrazó con fuerza. La chiquilla tenía trozos de barro seco, palos y miel sobre la cabeza y los hombros. Sus rodillas estaban ensangrentadas y la falda rasgada a la misma altura. Sus brazos estaban llenos de sarpullidos. La cara y piel estaban llenas de picaduras y alguna tímida abeja parecía perseguirla. –¿Qué ha ocurrido? –dijo Maixabel. –Estábamos bajando para casa y una colmena se me ha caído. He salido corriendo, pero las abejas me perseguían y me he caído a las ortigas. –Tranquila, Julia. Ya ha acabado. –Su mirada se giró hacia Francisca. –¿Tienes algo de vinagre para el dolor de las ortigas? –Ahora mismo. ***** Rafa, León y Joxean esperaban cerca de la casa, queriendo apurar los últimos rayos de luz para volver con sus madres a casa, así teniendo una excusa para estar más tiempo en la calle. Las madres de León y Joxean aparecieron en lo alto de la colina, lo que marcaba la hora de despedirse, pero las mujeres se detuvieron en seco y empezaron a gritar a los muchachos. Estos, ante los gritos, afilaron sus oídos, pero no entendían nada. –Chicos, creo que nos están avisando de eso. –dijo León, mirando hacia atrás. Tras ellos, con pasos lentos, pero firmes y la mirada fija en sus presas, apareció un gran oso. .
Enfilamos la recta final de la primera parte (de tres) con este capítulo, iniciando con la acción. Espero que sea de vuestro agrado. Este domingo tendréis el final de la primera parte. También quería resaltar que los capítulos anteriores han sido revisados y corregidos. VII Los tres jóvenes se quedaron helados. El oso agitaba la cabeza de forma brusca, a la vez que avanzaba hacia ellos. Incapaces de moverse, sus cabezas se movían sin quitar sus ojos del gran animal. –¿Qué hacemos? –susurró Joxean. –Tenemos que llegar al árbol de ahí atrás. –propuso León. Los otros dos miraron atrás, viendo un grueso roble junto a una casa. –Joxean, te ayudamos a subir primero. –dijo Rafa. –Una, dos. ¡Ya! Los tres jóvenes salieron a toda velocidad, agitando al confundido oso que salió tras ellos. Los dos amigos empujaron al pequeño Joxean a llegar a las ramas, para después, León subir de un salto y Rafa agarrando hábilmente los surcos de la corteza. El animal se lanzó con fuerza contra el tronco, estampando su gaznate contra él, y con la ayuda de las patas empezó a ascender. Su hocico cada vez estaba más cerca de los pies de Rafa y el joven cada vez escuchaba más cerca el roer de las garras en la madera. León, rápidamente, se tumbó en su rama y estiró su brazo, agarrando la mano de Rafa y tirándolo de él en el último momento. –De poco. Gracias León. –dijo Rafa, blanco, con la respiración agitada. –¿Estamos a salvo? –preguntó Joxean. –Deberíamos subir un poco. Para estar algo más tranquilos. –propuso León. –Yo creo que puedo saltar al tejado. Podría ir a la taberna y avisar a nuestros padres. De repente, las mujeres en lo alto de la colina empezaron a gritar. Las dos mujeres, alzando sus brazos y gritando con todas sus fuerzas, intentaban conseguir la atención del oso. Pero el animal seguía en su intento de ascender al árbol. Rafa, desde la rama más alta capaz de soportar su peso, se acercó al baserri contiguo. Cuando el peso era demasiado y el brazo del roble parecía flojear, el joven saltó hacia el abismo. Sus dos manos se agarraron con fuerza al borde de la ventana, para después de un impulso clavar su codo y poder introducirse en la casa. Miró afuera, viendo que sus dos amigos respiraban de alivio. A su vez, parecía que el oso había visto la huida del joven y parecía cesar en su intento, ahora tomando dirección a las mujeres que gritaban. Ahora el animal se dirigía al barrio de Lamikiz. ***** Rafa no tardó en llegar a la taberna, la planta baja de un baserri contiguo a la iglesia. Allí una docena de hombres acababan el vino antes de que anocheciera. El muchacho, con el corazón en la boca, se tropezó con el escalón de la entrada, cayendo en un círculo de cinco hombres en el que se encontraba su padre. –¿Qué pasa Rafael? –preguntó su padre agachándose y estirando su mano para ayudar a levantarlo. –¿Estás bien? –Sé que no me vas a creer. Pero hay un oso en el pueblo y se dirige a la casa de los Olabe. Allí está nuestra madre, Eufemi y alguna más. –Todos los hombres se quedaron en silencio. –¿Qué estás contando, hijo? Esta broma no hace gracia. –Te lo juro por la gloria de tu madre, de la abuela. Es grande como un carro y en su boca podría caber la cabeza de un lobo. A León, Joxean y a mí casi nos como de no subirnos a un árbol. Hay que moverse. En casa de los Olabe están en peligro. –Aniseto y Ángel Olabe se acercaron al escuchar las palabras. –Hace cincuenta años que se mató el último oso de Vizcaya. –dijo Aniseto. Joxe Migel, pensativo, miró a los hombres de su alrededor, quienes lo miraban muy serio. –Rafael, espero que estés seguro de lo que estás haciendo. Vamos a coger las armas. ***** Ana Mari, Eufemia, Tomasa, Marixabel e Isabel habían consolado a Julita y ya se encontraban todas en la entrada preparadas para marchar. Isabel miraba desconcertada a Eufemia, la cual parecía encontrarse muy nerviosa. Los pensamientos de la primera rápidamente se verían interrumpidos por los gritos de las dos madres que querían alertar de la venida del oso. –¿Pero qué decís? –preguntaba Marixabel, sin entender las palabras de las mujeres. –Viene un oso. Meteros en casa. –dijo una de ellas, casi sin poder respirar. –¿Cómo que un oso? –dijo Ana Mari, provocando que Isabel mirara a Eufemia. Una asustadora respiración se escuchó tras ellas, haciendo que miraran atrás, pero aún no se veía a la criatura. De repente, un rugido las activó haciendo que entraran corriendo a casa y cerraran la puerta con cerradura. La abuela Tomasa no dudó un solo instante y cogió a Julita de la mano. A continuación, se dirigió a la cocina. –Francisca, coge el rifle de caza. –ordenó la abuela, mientras cogía a las hermanas pequeñas de Cruz. –Hay un oso acercándose a la casa. Me llevo a las niñas al piso de arriba. –¿Cómo? –La mujer se quedó atónita. –Mira por la ventana, pero ciérrala pronto. –dijo Marixabel, quien entró a toda velocidad en la sala acompañada de su hija. La mujer miró por la ventana, observando como una gran sombra se acercaba. Inmediatamente cerró las contraventanas. –Ama, tengo miedo. –dijo Julita, muy nerviosa. –No quiero que te pase nada. –Julita, tú no te preocupes. Quiero que hagas caso a todo lo que te diga Tomasa. –La niña asintió mirando a los ojos de su madre, la cual le dio un cálido abrazo mientras acariciaba su pelo. –¿Apagamos el fuego? –preguntó Isabel. –No, pero hay que tirar el chorizo y la comida que ha sobrado a la calle. El animal puede que huela la comida. –dijo Ana Mari entrando en la sala. Marixabel cogió la comida en un plato y volvió a abrir la ventana para tirarla. –Las ventanas de la planta baja están cerradas. Eufemi está atrancando la puerta trasera. –Esperad. –dijo Cruz, la cual parecía llevarse las manos al útero. La mujer se levantó de su asiento con dificultades, siendo ayudada por su madre. –Madre, coge el rifle de aita. Isabel, corre con Eufemia a la casa de detrás. Creo que junto a la entrada encontraréis un par de rifles más. Iría yo, pero estoy notando algunas contracciones. –Tú descansa. –respondió Isabel. –Voy a por esas armas. La madre de los Olabe cogió el rifle situado en un armario junto a la cocina, un viejo rifle de cerrojo que rápidamente abrió, colocó el cartucho y cerró. Después, se dirigió a la ventana en la que previamente había estado y destapó un breve hueco en la ventana para mirar de nuevo. Cruz, Ana Mari y Marixabel se encontraban en silencio, mirando a la mujer. –Creo que se está comiendo el chorizo. –susurró la mujer. En silencio, apuntó con su arma a la criatura, pero el hueco no le daba suficiente recorrido como para apuntar a la cabeza. Con el ojo en lo más cercano al cuello que podía, disparó, impactando en el cuerpo del animal. Este, enfurecido, rugió con todas sus fuerzas, resonando en todo el valle. Se puso a dos patas y rugió de nuevo, para luego girarse y arremeter contra la entrada. –¡Va a entrar! –gritó Ana Mari. Ella y Marixabel salieron de la cocina y cogieron una banqueta. La apoyaron contra la puerta y empujaron, aguantando las arremetidas del oso. Mientras tanto, Francisca abrió el cerrojo del arma dejando caer el casquillo y volvió a cargar, pero desde la ventana no tenía un tiro limpio. –¡Francisca, dispara! –decía Marixabel, viendo que no podrían aguantar mucho tiempo. –Echaros atrás, coged a Cruz y subid al piso de arriba. –Apareció la madre de los Olabe, apuntando el arma hacia la puerta. –Solo hay una manera de acertar en su cabeza. –¿Estás loca? –dijo Ana Mari, sin soltar la banqueta. –El animal no puede subir por las escaleras, no seas idiota. –respondió Marixabel, viendo que las garras del animal empezaban a atravesar la madera. –¡Apartaos! De repente, una descarga de tiros se escuchó en el exterior, haciendo cesar los zarpazos en la puerta. ***** –No entiendo lo que está pasando, pero creo que me debes una explicación. –dijo Isabel a Eufemia, mientras entraban en el baserri de detrás. –No sé de qué me estás hablando. –Dos casualidades son demasiadas, Eufemi. No me trates de tonta. –Eufemia se detuvo y miró fijamente a su amiga. –Ahora tenemos que coger los rifles. Lo de ahí afuera parece la guerra y nuestras madres están en peligro. Ambas mujeres llegaron a la entrada, llena de polvo y con todas las ventanas cerradas. Se veía claramente que nadie había entrado en mucho tiempo. Junto a la entrada había un gran armario, el cual abrieron y vieron dos viejos rifles. Junto a ellos había una pequeña cajetilla de hojalata con algunos cartuchos. –¿Sabes disparar? –dijo Eufemia, repartiendo los cartuchos entre las dos mujeres. –No. –Entonces llévale el arma a tu madre. Yo apoyaré a los hombres por el lateral. Ambas mujeres salieron otra vez por la parte trasera del hogar, separándose en la esquina de la casa de los Olabe. Allí Eufemia avanzó sola mientras miraba al arma sin saber cómo abrirla. –Deseo que mi arma se cargue. –dijo la mujer, apareciendo dos Prakagorri bajo su falda que cargaron su arma al instante. Eufemia estaba llegando al borde de la casa, ya con el arma en alto, cuando de repente su falda se quedó enganchada en el dental de un arado. Ella tiró con su pierna, pero no se soltaba. Se escuchó una segunda carga de disparos, agitando aún más sus latidos. Agarró con una mano su ropa y tiró de nuevo, rasgándola pero logrando avanzar. Cuando giró vio a su padre y otros hombres volver a cargar sus armas. El animal se había distanciado de la puerta, volviendo a estar en el punto de mira de Francisca, aunque el oso se encontraba muy confuso. Se tambaleaba de un lado para otro, sangrando del cuerpo y sin saber muy bien qué hacer. Miraba de un lado a otro de forma brusca, intentando atemorizar a la gente armada, pero cada vez se veía más acorralado. El plantígrado, desconcertado, plantó su mirada en Ángel, quien se encontraba cargando. El animal, viendo una forma de escapar, se abalanzó con todas sus fuerzas a por el joven, quién solamente pudo temerse lo peor. Francisca disparó desde la ventana intentando salvar a su hijo, pero era demasiado tarde. Eufemia, con su arma en alto, no dudó un instante y disparó, dando de lleno en el ojo de la criatura. El terrible impulso del animal se detuvo de golpe frente a Ángel que, tembloroso, no podía quitar la mirada del animal. Aniseto y Joxe Migel acabaron de cargar sus armas y se acercaron al oso poco a poco, comprobando su muerte. Joxe Migel, con la boca del cañón, sacudió ligeramente la cabeza del animal, mientras que Aniseto comprobaba que su hijo estaba bien. Confirmada la muerte, todos miraron hacia donde había provenido el disparo, observando cómo Eufemia había dado el golpe de gracia. Incrédulo y sonriente, Ángel se abalanzó contra Eufemia, dándole un fuerte y largo abrazo. La mujer recibió el abrazo a gusto, aunque ella tampoco llegaba a creerse todo lo que había ocurrido.
¡Buenas! Ávidos lectores, aquí tenéis el final de la primera parte (introducción de la historia). La historia en total tendrá unos 19 capítulos, espero que sigáis ahí, en el pie de cañón y disfrutéis la historia. VIII La familia Etxabe volvió a su casa en silencio. Eufemia bajo el hombro de su padre y Rafa de la mano de su madre, no pronunciaron una sola palabra hasta encontrarse con Pedro en las inmediaciones de casa. –Los Arana me han contado lo sucedido. ¿Estáis todos bien? –Sí, Petri. Ha quedado todo en un gran susto. –dijo Joxe Migel. –¿Dónde estabas? –Estaba tras el gato negro que está merodeando nuestra casa. –Bueno, deja el gato en paz. Volvamos a casa que ya casi es de noche. Pedro no quitó un ojo de su hermano pequeño, algo que todos percibieron. Rafa estaba molesto por las sospechas de su hermano, pero entendía que lo mirara así. La abuela Tomasa miraba con preocupación a su hija, llegando a juntar las miradas. Entraron en casa, primero la madre, la cual se detuvo en el inicio de las escaleras para que todos se dirigieran a la cocina. Allí Tomasa se sentó junto a la ventana, en la caja de madera, mientras que los tres hijos se sentaron alrededor de la mesa. La madre cerró la puerta y, después, comprobó que María estaba durmiendo. Bajó de nuevo a la cocina, no sin antes revisar la puerta otra vez, y una vez reunidos todos los padres se pararon junto al acceso. –Parece que la charla de ayer no sirvió para nada. –empezó Ana Mari. –Os pedí por favor que os deshicierais del alfiletero y ni caso. Hoy podría haber muerto alguien por una imprudencia. –Todos se mantenían en silencio. –¿Acaso no tenéis nada qué decir? ¿Daños que asumir? –Ama, yo te juro qué… –intentó pronunciar el pequeño sin mucho valor. –Tranquilo Rafael. Ya sé que no lo tienes tú. –En ese instante Pedro se dio cuenta de que su madre miraba a Eufemia, la cual miraba al suelo cabizbaja. –Os avisé que esto era peligroso. –¿Eufemia, desde cuándo sabes disparar un arma? –La hija alzó su cabeza y miró a la madre. Poco a poco sus ojos empezaron a ponerse cristalinos. –No lo sé. –dijo ahogada. Sin poder contenerse, rompió a llorar. –¿Pero por qué lo has hecho, hija? –preguntó Joxe Migel, en un tono amable pero con los brazos cruzados. –De verdad que lo siento. –respondió temblorosa y sin poder controlar la respiración. –Pensaba que podría hacer un buen uso y traer beneficios para la casa. Pero me descuidé y llamé al oso. Todo esto me está superando. –¿Alguien sospecha algo? –Isabel. Me dijo que todo era mucha casualidad. –¿Todo? –saltó Ana Mari. –Pedí que se cayera la colmena sobre Julita. –Por dios. –exclamó la madre. –¿Cuántos años tienes para caer en las provocaciones de esa niña? ¿Eso es ser responsable? –Me pudo la codicia y quería probar el poder de los Prakagorriak. –Mañana nos reuniremos frente a la iglesia para ver qué hacer con el cadáver y discutir qué ha podido pasar. Esperemos que no llamen a ninguna institución y que tu amiga esté callada podríamos tener problemas. –Hablaré con ella y arreglaré todo esto. –Espero, pero primero deberás darnos el alfiletero. –dijo Ana Mari, a lo que la mujer asintió. La mujer se le acercó ofreciéndole un pañuelo con el que secarse. Eufemia se levantó y con los dos brazos alzó la falda, mostrando un pequeño bolsillo cosido en la parte interior de esta. Metió sus dedos, pero se dio cuenta de que el bolsillo tenía un agujero. Rápidamente recordó el enganchón antes de disparar el golpe final. –No está. –pronunció perpleja, en un tono casi inteligible. –¿Qué? –dijo una iracunda Ana Mari. –¿Otra vez? –Cuando fui a disparar me rasgué la falda. Mira, tiene un agujero. –Empujó la falda para mostrar el boquete. –Se ha caído en algún lugar. –Tienes que estar bromeando. –No, madre. Ya no está. La mujer, en blanco, salió de la cocina con un paso lento. Estaba agotada. Ya no sabía qué pensar, qué creer o en quién confiar. Su marido salió de la cocina y estiró su brazo derecho para poner su mano sobre el hombro de ella. –Yo creo a Eufemia. El alfiletero ya no está en esta casa. Ya ha acabado todo. –dijo el hombre. La mujer se giró y le soltó una mueca. –Creo que pensar eso es muy ingenuo. Acabas de ver lo peligroso que es ese objeto. Cualquiera está en peligro mientras ese objeto esté en este pueblo. –Al menos el peligro no está en nuestra casa. Mañana intentaremos que no nos salpique nada. Debemos volver a hacer vida normal. –¿De verdad creés que tu hija dice la verdad? –preguntó Ana Mari, recibiendo la afirmación de Joxe Migel. –Eufemia dice la verdad. –dijo Tomasa, de repente, apareciendo tras ellos. –¿Os habéis fijado en las nueces? Hay las mismas que ayer a la noche. Ana Mari, en silencio, abrió la cerradura de la puerta de casa y salió a la calle. Era de noche y no se veía nada en la cercanía, salvo un gato negro que la miraba. La mujer avanzó unos pasos hasta posarse frente a él. –Se ha perdido el alfiletero durante el revuelo. Ya no está en esta casa. Ya nunca más. En ese momento toda la familia salió a la calle. El gato, tras mirarlos fijamente durante un instante, empezó a caminar en dirección a Lamikiz. –¿Por qué le hablas al gato? ¿Quién es? –Eso da igual, es hora de dormir. –respondió la madre, visiblemente cansada. El joven miró a su padre. –Deja en paz al animal. Escucha y respeta a quienes te trajeron al mundo. A dormir. La familia entró en el baserri y todos marcharon a dormir, no sin que Ana Mari revisara bien que la puerta había sido cerrada. FIN DE LA PARTE UNO (DE TRES).
IX La familia Etxabe caminaba hacia la iglesia de San Miguel en silencio y vestida de manera más notable de lo habitual. La pequeña María y Rafael jugaban y correteaban, mientras que Pedro y Eufemia los miraban varios pasos por detrás. Ana Mari rodeaba el brazo de Joxe Miguel mientras apoyaba su cuerpo sobre el hombro de él. –Ama. –dijo Eufemi, haciendo que la madre se incorporara. –¿Vas a intentar saber si alguien ha encontrado el alfiletero, no? –Habrá que estar atenta. –Quiero ayudarte. Sé que la he cagado y me gustaría arreglarlo. –Está bien, pero de momento tendremos que tener paciencia. No podemos delatarnos. ***** En lo alto de la colina se encontraba la imponente iglesia, de la cual provenía un gran bullicio. La fachada principal era de piedra y tenía tres arcos que rodeaban la hermosa puerta de madera tallada que daba paso al interior. Sobre estos arcos se alzaba una estrecha, pero alta torre que finalizaba en campanario cubierto por un pequeño tejado. Encima de la puerta había un gran rosetón que iluminaba la iglesia con luz natural, al igual que algunas ventanas esparcidas en su estructura. El resto del edificio era una única nave de planta rectangular, cubierto por un simple tejado que empezaba en el presbiterio y acababa en la entrada. Frente a la entrada, un gran grupo de gente rodeaba un carro tirado por dos bueyes. Sobre el vehículo yacía el difunto oso. La familia, nada más llegar, saludó a la gente e intentó acercarse al centro. Muchos se acercaron a Eufemia y Joxe Migel por el certero disparo de la muchacha. –Por la polea que hemos usado para subir el oso, al menos pesa unos 100 erralde. –decía Aniceto Olabe con una mano sobre la cabeza del bicho. –Menuda puntería la de tu hija. A ver quién se mete con ella ahora. –decía un vecino a Joxe Migel. –De verdad que estamos muy agradecidos con tu hija. Si no llega a ser por ella hoy estaríamos dentro de la iglesia despidiéndonos de mi hijo. –dijo Aniseto, estirando su brazo para dar un fuerte apretón de manos a Joxe Migel. –Y como osa privada de sus cachorros, me enfrentaré a ellos. –dijo una vieja y reconocible voz tras el carro, haciendo que se dieran la vuelta. Era el padre de Victorio Acha, un anciano sacerdote de arrugada y pálida tez, alto y delgado como un lápiz. Algo cheposo y de oscuras ojeras, su voz fuerte chocaba con su apariencia de cansado. Siempre vestía su impoluta sotana y, bajo ella, un blanco alzacuello. –Buenos días, padre Victorio. –saludó Aniseto. –Buenos días, Olabe. –respondió sin perder la vista de la criatura. –Etxabe, felicito la actuación de su hija. No sabía que tus hijas supieran disparar. –Solo saben Eufemia y Pedro. Las mujeres también deben saber defender su hogar. –No sabría decirte si es la mejor de las ideas, pero por hoy vamos a conceder el beneplácito de la duda. –La respuesta del religioso generó un incómodo silencio. –Gracias, padre. Joxe Migel, intentando disimular su descontento y nerviosismo, se vio salvado por la campana cuando la gente parecía girarse y mirar a alguien que venía a caballo. El hombre suspiró relajado, algo que no le duró mucho al ver el uniforme y capa azul oscuro y boina roja del visitante. El hombre, no muy alto, de frondosas y largas patillas y mofletes rechonchos, se bajó del caballo a una distancia prudente y se armó con su fusil Remington a la espalda para acercarse al centro de todo. –Buenos días. –dijo el hombre, mientras avanzaba entre la gente hasta llegar donde el cura y los dos hombres. –Soy Ramón de Anitua. Vengo en representación del Cuerpo de Miñones de Vizcaya. Este mismo amanecer hemos sido avisados por unos rugidos provenientes de Mendata. Veo que los temores no eran infundados. ¿Estáis todos bien? –Pudimos acabar con la criatura antes de que pasara una desgracia. –dijo Aniseto. –La verdad, tuvimos mucha suerte. –Me tranquiliza escuchar eso. –dijo Ramón, quitándose su boina. –¿Sabéis de dónde ha salido el oso? –No, no tenemos ni idea. –intervino el cura. –No se ha matado un oso en Vizcaya en cincuenta años. –Señor de Anitua. –Aniseto se acercó al Miñón. –¿Existe alguna recompensa por matar al oso? –Lo siento. ¿Su nombre? –Aniseto Olabe. –Señor Olabe, hace ya mucho que no se dan dineros por la limpieza de los bosques. Como bien el padre ha señalado, hace mucho que no hay osos en Vizcaya. –¿Entonces, ha aparecido por arte de magia? –dijo Isabel, escondida entre la gente. Ana Mari y Eufemia miraron a su alrededor, en busca de la muchacha. A su vez, la gente de alrededor empezó a murmurar nerviosa. –Seguro que han lanzado un begizko. –dijo uno, comenzando con el pánico. –Alguien debe tener una garra de tejón con la que curarlo. –respondió otro mientras se santiguaba. –Calma, calma. –dijo el cura, en tono fuerte, subiendo al carro y colocándose junto al difunto animal, con un pie sobre su hombro. –No caigamos en falsas creencias paganas. Aquí no hay ninguna maldición lanzada a un vecino con perversas intenciones o castigos divinos. No caigáis en la locura, debe haber alguna explicación más mundana. –¿Por ejemplo? –preguntó un vecino. –Sabéis perfectamente que el camino desde Durango a Bilbao es muy transitado. Muchos bandidos que atacan a las caravanas se refugian en nuestros montes. Creo que el oso simplemente se ha escapado. No son pocos esos negocios ambulantes que viajan a Bilbao, que traen todo tipo de obscenos espectáculos circenses. No me extrañaría que se les escapara cualquier criatura. –Creo que es una explicación razonable. –dijo Joxe Migel. –Más que creer en poderes desconocidos. ***** Petri se encontraba apoyado contra la fría pared de la iglesia, bajo el campanario y cerca de la puerta. Allí vio al gato negro, junto a un árbol, observando en círculo de gente. El joven, incapaz de detenerse, empezó a acercarse, bordeando la pared de la iglesia, despacio y ligeramente agachado. –¿Qué haces joven? –le dijo la voz del alto hombre que tenía frente a él, para darse luego la vuelta. Era Antonio Uribe. –Nada, señor. Perdone si le he molestado. –respondió el joven, inquieto y oscilando los ojos entre el hombre y el gato. Antonio miró a su lado, viendo a dónde miraba. –Deja en paz a ese gato. Ya tienes una edad. ¿Además, nunca te han dicho que los gatos negros dan mala suerte? ***** El sol se encontraba en lo más alto cuando una fuerte galerna proveniente del mar trajo nubes plomizas. El frescor del fuerte viento empezó a movilizar a la gente, haciendo que las familias empezaran a regresar a sus casas. Al despejarse la multitud Isabel observó que su amiga se encontraba apartada, a lo que fue directa hacia ella. –¿Hoy no piensas saludarme? –lanzó Isabel sin piedad. –Hola. No te había visto. Aunque no parece que vengas en son de paz. –¿Qué está pasando Eufemi? Ayer estabas muy rara y pasaron muchas casualidades. –De verdad, no sé qué está pasando. Lo de ayer fueron dos casualidades. No entiendo nada de lo que está pasando. Yo soy la primera persona que quiere saber lo que está ocurriendo y tu desconfianza no me ayuda. –Eufemia, eres una pésima mentirosa. ¿Acaso crees que no me acuerdo de la cara que pusiste? ¿De cómo te quedaste en blanco? –Te digo la verdad. –insistía Eufemia, intentando disimular su inquietud. –Espero que seas mejor bruja que mentirosa. Isabel, enfadada, se dio media vuelta y se marchó donde su madre, a la cual le insistió en que quería marcharse. Eufemia suspiró, aliviada de la tensión que había sentido, pero rápidamente cerró los ojos viendo que en vez de arreglar nada, lo había empeorado todo. Miró a su madre, la cual rápidamente leyó en su mirada lo que había sucedido. La muchacha intentó sacar valor para volver a hablar con su amiga, pero de repente el padre Victorio apareció. –Isabel. –dijo el sacerdote, arrinconando a la muchacha hacia un lado, lejos de la gente. –¿Qué os ha pasado a Eufemi y a ti? Jamás había visto trataros de forma tan soez. –Padre, creo que mi amiga está siendo mala cristiana. Solo quiero ayudarla. –Por dios, Isabel. –El hombre se ruborizó. –Las dos siempre habéis sido uña y carne, aún os recuerdo en vuestra primera Eucaristía. Cómo puedes decir eso de Eufemia. –De verdad. –No sé qué riña habréis tenido, pero hablad las cosas. Soy dos buenas jóvenes, no os merecéis hablaros de esa manera. –Está bien, padre. –Isabel agachó la cabeza para disimular que se estaba mordiendo la lengua. –Tengo que marchar. –Bien, vuelve con tu familia. –La muchacha comenzó a caminar, no sin girarse una última vez. –¿Pero, podrías preguntar a Eufemia si tiene algo que confesar? Glosario: 1) Erralde: Medida antigua del País Vasco correspondiente a 4,8kg. 2) Begizko: Nombre que se le daba al mal de ojo o las maldiciones lanzadas por alguien.
X Cuatro días después, el viernes, el alto León Egurrola llegó a su casa después de haber estado jugando toda la tarde con sus amigos. Entró en la cocina y se percató de que sus padres se encontraban en silencio y muy serios, al rededor de una mesa. –¿Está todo bien? –preguntó el joven de forma tímida. –Nos han entrado a robar. –respondió la madre, sin agachar la mirada del suelo. –¿Qué? –Han robado la makila que le gané en la apuesta a Joxe Migel Etxabe. –dijo Sixto, el padre del joven. ***** Un domingo más amaneció en Mendata, atrayendo a todos los habitantes a la misa del padre Victorio. La familia Etxabe acudía junta, como siempre, pero esta vez el ambiente era muy tenso. Llegando a la iglesia, Eufemia se acercó a su madre y ambas mujeres se quedaron detrás. –¿Qué vamos a hacer? –preguntó la hija. –Lo primero, aparentar normalidad. Parece que te ha dado un ataque de nervios. –reprendió la madre, en tono arisco, pero sin dejar de susurrar. –Vale, vale, madre. Es que Isabel me ignora desde el lunes y no sé cómo hacerle frente. –Tú habla con ella. Tienes que arreglarlo hoy mismo. –¿Y cómo vamos a saber si alguien tiene el alfiletero? –Estate atenta durante la misa. Quien lo tenga se comportará raro o cometerá algún error. Debemos estar atentas. ***** El sermón de Victorio Acha fue más breve de lo habitual, hecho del que Ana Mari y Eufemia ni se percataron, mirando a su alrededor discretamente. La joven buscaba alguna joya nueva o vestimenta cara entre la gente, pero no había novedades. Eufemia, en un momento, miró hacia Isabel, la cual se percató y la miró enfadada. La madre, mientras tanto, miraba a Cruz que intentaba que su pequeña criatura no metiera ruido. El cura, cuando parecía que iba a despedirse, se colocó frente al altar y miró a sus feligreses en silencio. Todos se le quedaron mirando, a la espera de que diera fin a la misa. –Hay una cuestión que debemos tratar aquí, aunque no sea del agrado de nadie. Quiero recordaros que ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los difamadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios. Ninguno. –El hombre pegó otro repaso al pueblo que lo miraba en silencio. –Ninguno de los que esta semana se han dedicado a robar en el valle entrará en el reino de Dios. Un gran murmullo se empezó a escuchar en la iglesia. Madre e hija se miraron mutuamente sin entender nada. El cura alzó las manos con las palmas boca abajo, haciendo que la iglesia volviera a silenciarse. –El viernes me avisaron de una serie de robos que se han dado en el valle. No se sabe si es una persona o una banda, pero no han dejado ni rastro. –Madre e hija volvieron a mirarse. –Por desgracia, esos ladrones han pasado por nuestros barrios y han incumplido el séptimo mandamiento. –En ese momento, Sixto Egurrola se levantó de su sitio, atrayendo las miradas de todos. –El viernes al atardecer nos percatamos de que alguien había robado la makila que teníamos colgada en la pared de mi habitación. Está claro que fueron a robar las cosas de valor de casa. –explicó el hombre. Las miradas, en aquel momento, se giraron hacia la familia Etxabe. –Con tanto robo, el dueño del alfiletero no se hará mucho de notar. –susurró Ana Mari a su hija. –Estoy seguro de que ninguno de los presentes es el causante de tales robos, pero debéis tener cuidado. –continuó el sacerdote. –Los miñones están detrás de ese o esos malhechores. Mientras tanto, tened cuidado con vuestros hogares. Dicho esto, os daré la bendición final. –Volvió a ponerse tras el altar. –El Señor esté con ustedes. –Y con tu espíritu. –respondió el público. –Bendito sea el nombre del Señor. –Ahora y por siempre. –Eufemia e Isabel se miraron mutuamente, al igual que Joxe Migel y Sixto. –Nuestro auxilio es el nombre del Señor. –Que hizo el cielo y la tierra. –Rafa miró a Cruz y a la criatura. –La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo, y Espíritu descienda sobre ustedes. –Amén. –Podéis ir en paz. ***** La misa había finalizado y la gente salía de la iglesia. En ese momento Ana Mari observó que el cura y los Egurrola hablaban mientras miraban a su marido. Se acercó a donde sus dos hijos y les susurró al oído. –Pedro, Rafa. Id a casa y mirar que no haya nada raro. Me estoy temiendo que nos hayan podido tender una trampa. De forma discreta, aparentando marchar a jugar, los niños salieron inmediatamente. Mientras tanto, el padre Victorio se acercó junto con la familia Egurrola. –Hola, Joxe Migel. –dijo Sixto, en un tono amable. –Sé que vosotros no habéis sido, pero el rumor no podía detenerse. –Tal vez no hacía falta decir en público qué te habían robado. –respondió un cortante Joxe Migel mirando al cura. –¿Estáis bien? –Sí, sí. No había nadie en casa cuando entraron a robar. –He creído conveniente hablarlo entre los tres. –continuó Victorio. –Era conocedor de lo que podía pasar y asumo tu malestar. Pero hay una forma de desmentir todo rumor. –¿Cómo? –Ir ahora a vuestro baserri. ***** –Isabel. –dijo Eufemia, acercándose a la mujer que marchaba de la iglesia con su familia. –¿Podemos hablar? –No tengo tiempo para las mentiras. –respondió, deteniéndose pero sin mirarla a la cara. –Por favor, Isabel. –La mujer cedió a mirarla. Eufemia hizo un gesto con la cabeza para que se separara de la familia. –No quiero que sigas enfadada. Te contaré toda la verdad. Glosario: 1)Makila: Bastón, algo como un bastón de mando, típicos en la zona y muchos lugares del mundo. Suelen tener un gran valor simbólico y monetario.