Historia larga La desastrosa vida de Juliet

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por Ela McDowell, 24 Abril 2017.

  1.  
    Ela McDowell

    Ela McDowell Entusiasta

    Sagitario
    Miembro desde:
    29 Noviembre 2013
    Mensajes:
    175
    Pluma de
    Escritora
    Título:
    La desastrosa vida de Juliet
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Comedia Romántica
    Total de capítulos:
    4
     
    Palabras:
    380
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    SINOPSIS:

    Desde que tenía nueve años, Juliet ha soñado con tener una vida estudiantil como la que veía en las películas: llena de diversión, fiestas con amigos y mucho, mucho romance. Sin embargo, puede que la preparatoria resulte ser todo lo opuesto a lo que ella esperaba.

    ¿Fiesta cada fin de semana? Lo bueno es que tiene muchos primos que cumplen seguido.
    ¿Amiga de los más populares? Seguro, lo único es que ellos aún no lo saben.
    ¿Chico guapo? Claro, sólo tiene quince años más que ella y le dicta inglés.

    Al final del día, no puede haber nada más desastroso que la vida de Juliet.


    INTRODUCCIÓN


    Vamos a comenzar esta historia por el principio, ¿de acuerdo?

    Cuando empecé este diario virtual no creí que iba a ser leído por tantas personas. No, en verdad no creí que fuese leído por nadie. Aún me sigo preguntando cómo es que lo pudieron encontrar. O sea, ¡si hasta la dirección del blog es ininteligible! No me imagino ni siquiera a la persona más aburrida del mundo buscando www.assajbjhas.com sólo para matar el tiempo.

    En serio, seas quien seas, primer lector, admiro tu tiempo libre. Si acaso fue el destino lo que te trajo hasta aquí, o si bien fue la casualidad la que te llevó a darle cabezazos al teclado, nunca lo sabré.

    Oh, ¿lo segundo? Bueno, quién lo diría. A veces me alegra que respondas a todo lo que escribo. Otras, pienso seriamente que debería desactivar los comentarios.

    Como sea, el punto es que no tengo ni idea de cómo mi diario personal terminó convertido en una novela juvenil conocida por media ciudad. No es como si mi vida fuese tan interesante.

    Tomen nota, chicos: Nunca, por ninguna razón, causa, motivo o circunstancia, nunca de los jamases, suban su diario a Internet. ¡Es peligroso! ¡Nadie les puede asegurar que sus padres no lo leerán! Eso sí es traumante.

    Sí, mamá, también por los acosadores. Ajá, entiendo, los violadores de menores son un problema. Sí, lo sé. ¿Puedes dejar de comentar todo lo que pongo? Es un livestream. ¡Mamá!

    ¡No, espera! ¡Lo siento! No desconec...
     
  2.  
    Ela McDowell

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    Título:
    La desastrosa vida de Juliet
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Comedia Romántica
    Total de capítulos:
    4
     
    Palabras:
    1610
    CAPÍTULO 1


    —Juliet, ¿aún sigues en el baño?

    Las palabras de mi madre me llegaron desde el otro lado de la puerta. Su voz estaba teñida de una preocupación dirigida directamente hacia mí.

    —Puedo llamar a la escuela y decirles que estás enferma.

    —¡No! —respondí de inmediato, la angustia bullendo en mis entrañas—. Estoy bien, de verdad. Ya no tardo en salir.

    Hubo varios segundos de silencio antes de que mamá volviera a hablar.

    —De acuerdo, pero date prisa o llegarás tarde.

    Cuando finalmente oí cómo el ruido que sus tacones hacían sobre el suelo se alejaba, suspiré.

    Por fin había llegado el día.

    Toda mi vida fantaseé con cómo sería mi primer día como estudiante de preparatoria, de principio a fin, y había esperado fervientemente por él. Sin embargo, nunca estuve preparada para despertar retorciéndome de dolor, subyugada bajo el poder de mi peor enemigo.

    Mi útero y yo no nos manteníamos en buenos términos desde el día en que decidió torturarme por primera vez con los más despiadados cólicos. Por eso, mes tras mes nos debatíamos en feroz combate: él con su ventaja natural sobre mi cuerpo, y yo con un par de analgésicos. Empero hoy no podía esperar la media hora que las pastillas tardaban en surtir efecto antes de abandonar mi cama. No, tenía que reunir toda mi fuerza de voluntad para ir a la escuela.

    —¡Juliet! —bramó mamá desde el piso de abajo.

    —¡Ya voy!

    Terminé de acomodarme la falda antes de salir del baño. Quería darme otro vistazo en el espejo para estar segura de que estaba bien arreglada, pero resistí la tentación gracias al chillido que emitió mi celular en ese momento. Tenía un grito de terror por alarma, la cual estaba fija para sonar quince minutos antes de la hora en que debía pasar el autobús escolar.

    Bajé las escaleras con premura y casi choco con mi madre, quien, mirándome con el ceño fruncido, me tendió mi mochila.

    —Te he dicho que cambies ese horrible sonido. Me tiene con el credo en la boca cada vez que lo escucho —me reprendió.

    —Es lo único que me levanta en las mañanas —dije, agarrando mi mochila y colocándola al hombro.

    —A ti y a todo el barrio —resopló.

    —Los vecinos deberían agradecerme —continué, adelantándome hacia la entrada principal para que no pudiera ver la sonrisa que se dibujaba en mis labios—. Gracias a mí jamás llegan tarde al trabajo.

    —Juliet... —El tono de advertencia suprimió todas mis ganas de bromear.

    —OK, le bajaré el volumen.

    Cerré la puerta detrás de nosotras luego de que mamá la atravesara. La llave molestó un poco dentro de la cerradura, pero logré sacarla al final. Tendría que recordarle a papá que la cambiara el fin de semana, si es que llegaba a una hora razonable esta noche.

    Después de depositar un maternal beso en mi frente y de desearme una buena jornada, mi madre subió a su camioneta, una Kia de color plateado, y se alejó en dirección al trabajo. Yo, por mi parte, caminé hasta la parada de autobús más cercana. Quedaba a sólo media manzana de distancia, lo cual me venía perfecto, puesto que no tenía que madrugar demasiado sólo para alcanzarla a tiempo. No obstante, hoy el trayecto de cinco minutos a pie se sintió eterno. La parte baja del abdomen me ardía como si estuvieran quemándome los órganos internos y me hacía avanzar a paso lento.

    «Maldito sistema reproductor femenino», me quejé mentalmente.

    Al llegar a la parada me sorprendió no encontrar a nadie allí. Sabía que en el barrio habían varias familias cuyos hijos tenían aproximadamente mi edad, por lo que supuse que al menos uno o dos asistirían a la misma escuela que yo. ¿Acaso sería la única en el sector en ir a la preparatoria Hamilton? ¿O es que me habría equivocado de lugar?

    Un largo bus de color amarillo apareció en el cruce de la esquina y, respondiendo a la segunda pregunta, se detuvo justo frente a mí. Las puertas se abrieron de par en par, dejando a la vista a un hombre entrado en años, con cabello cano y afable rostro surcado de arrugas, el cual me saludó con un cordial “buenos días” cuando subí al vehículo. Respondí de igual manera antes de adentrarme en el pasillo para buscar asiento.

    Todos estaban desocupados, así que me senté en la primera hilera, mirando a través de la ventana las casas que dejábamos atrás conforme nos poníamos en marcha. Al parecer, aquella ruta escolar apenas iba a comenzar a recoger a los estudiantes. Mi parada era la primera. ¡Qué bien! Así podría saber en qué sectores vivían el resto de mis compañeros.

    No es que fuera a stalkearlos ni nada, ¿de acuerdo? Simplemente consideraba oportuno conocer a personas que residieran cerca a mí para facilitar reuniones de trabajo en grupo y demás.

    Pasado un rato, el autobús empezó a llenarse de adolescentes con todo tipo de colorida vestimenta, y aquí y allá las conversaciones entre amigos y las estrepitosas risas juveniles brotaron con ánimo. El calor de tantos cuerpos concentrados en un ambiente tan estrecho me sofocó un poco, y el aire seco del verano no ayudaba a aliviar el ardor en mis pulmones; el ruido de distintas voces colisionando entre sí me provocó un leve dolor de cabeza, pero el entusiasmo que me embriaga en ese momento me permitió hacer caso omiso a todos esos males y disfrutar de la vista.

    «Cuánta testosterona reunida en un solo lugar», pensé, un poco avergonzada.

    El noventa por ciento de los que ocupaban el vehículo eran hombres. Contándome a mí, había un total de cinco chicas, cada una sentada en un extremo diferente del autobús. Era un poco incómodo visto desde esa perspectiva.

    «¿A quién le importa? Tú llénate el ojo y ya», dijo mi yo interior, ese oscuro y siniestro ente que habita en las profundidades de mi alma y que logra subsistir alimentándose de Yaoi y de libros de romance erótico.

    Traté de barrer con la mirada el menú exhibido ante mí: rubios, morenos, altos, bajos, flacos, de contextura atlética, etcétera. Algunos tenían pinta de extranjeros, otros eran tan americanos que exudaban patriotismo. Para resumirlo de algún modo, era una panorámica espléndida para deleitar a una adolescente en estado hormonal.

    El autobús dio un giro brusco en una curva y me envió de golpe hacia la derecha. Del otro lado, alguien impactó contra mí, convirtiéndome en un sándwich humano. El dolor en mi abdomen se disparó de nuevo y me encogí sobre mí misma.

    —¡Lo siento! —dijo una voz masculina a mi lado—. No pude sujetarme a tiempo. ¿Te lastimé?

    Alcé la cabeza lo justo para toparme con el rostro de un chico a pocos centímetros del mío. La sorpresa fue tal que retrocedí instintivamente, olvidando la distancia que había entre la ventana y yo, y me golpeé la parte posterior del cráneo contra el cristal. Una nueva y ardiente punzada reemplazó a los cólicos, y tuve que apretar con fuerza los dientes para no soltar una retahíla de improperios.

    —¿Estás bien? —preguntó el joven, su voz teñida de preocupación—. No era mi intención, en serio. No pretendía asustarte.

    Conté mentalmente hasta diez antes de exhalar el aire contenido. Volví mi atención hacia el chico sentado junto a mí. El cabello azabache caía de manera desordenada sobre sus oscuros orbes verdes, dándole un aire descuidado; el tono de su piel era de un exótico canela y, si me fijaba bien, su labio inferior estaba partido en una esquina, quizá por morderlo mucho.

    Mi corazón se detuvo.

    Era guapísimo. Diez de diez. Completamente mi tipo.

    «Oh, Dios, si tengo que convertirme en tortilla para conocer a un chico como este, no me importa. Acepto gustosa», bromeé internamente.

    ¿Cómo se me pudo haber pasado? Ah, cierto, estaba babeando por aquel rubio.

    —Estoy bien —respondí, tratando de sonreír lo menos tonta posible—. No fue nada grave.

    Pareció que se relajaba al oír mi respuesta. Me devolvió la sonrisa, y creo que iba a añadir algo, pero una mano sobre su hombro llamó su atención.

    —¿Qué estás esperando? —dijo un chico rubio a sus espaldas—. ¿Que el bus te lleve al salón? Vámonos.

    No me había percatado de que ya estábamos en el estacionamiento de la escuela y de que casi todos los demás ya habían bajado del autobús. Un mar de estudiantes se extendía fuera del vehículo; cientos y cientos de ellos desplazándose hacia la entrada principal. Un nudo se me formó en el estómago.

    —Disculpa. —Volteé con la intención de proseguir la conversación con el moreno, pero me di cuenta de que éste ya se encontraba fuera.

    Logré divisarlo unos segundos antes de que se perdiera en la multitud. Hice un puchero con la boca, sintiéndome plantada. Ni siquiera tuve oportunidad de preguntarle su nombre. ¿Por qué no pudo durar más el trayecto? Es cierto que quería llegar rápido a la preparatoria, pero a veces se puede dar un cambio de planes.

    —Señorita, se tiene que bajar —declaró el conductor desde la parte delantera, sacándome de mis pensamientos.

    Agarré mi mochila y, dándole las gracias por el viaje, salí al exterior del estacionamiento. Frente a mí, a menos de ocho metros de distancia, se encontraba la vía de acceso a mi sueño. Un cartel con grandes letras que formaban la palabra “BIENVENIDOS” reposaba bajo el nombre de la preparatoria Hamilton.

    Di un profundo respiro. Aunque me esforzara, no había poder humano que me borrara la sonrisa de oreja a oreja que me adornaba la cara.

    —¡Estoy aquí! —chillé para mis adentros—. ¡Por fin llegué!

    ¡Admira, mundo, mi nueva vida!
     
    Última edición: 24 Abril 2017
  3.  
    Ela McDowell

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    Título:
    La desastrosa vida de Juliet
    Clasificación:
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    Comedia Romántica
    Total de capítulos:
    4
     
    Palabras:
    1781
    CAPÍTULO 2

    OK, había olvidado el talento que tienen los maestros para arruinar mi humor por completo. Sólo había tenido dos clases esta mañana y ya me había ganado la animadversión de un par de docentes. En serio, ¿no hay piedad para los nuevos estudiantes? Era mi primera vez caminando por ese laberinto de pasillos y bloques, por lo que me costaba orientarme para encontrar cada aula. Si no fuese por la ayuda de la orientadora estudiantil, a quien la casualidad me llevó a toparme en ambas ocasiones, ni siquiera habría asistido a tiempo.

    Bueno, el tiempo es relativo. ¿No lo dijo un famoso científico?, cuyo nombre estoy segura de haber escuchado alguna vez en las lecciones de secundaria. El punto es que llegar cuarenta minutos tarde a una clase que dura tres horas no debería suponer mucho problema. Pero la señorita Evans y el señor Bennet no parecen pensar igual. ¡Já, por gente como ellos nunca me han gustado las matemáticas ni la biología!

    Como sea, no dejaré que nadie amargue mi dulce experiencia estudiantil desde tan temprano.

    —Juliet —me llamó la chica que compartía mesa conmigo.

    Era de ascendencia china, con bonitos ojos como el ónix y largo cabello negro que enmarcaba su rostro redondo. Se llamaba Jun Wèi, tenía dieciséis años, de los cuales llevaba once en Estados Unidos, y, al parecer, veíamos juntas casi todas las asignaturas en mi horario. También le pregunté sobre otros aspectos de su vida, como la cantidad de hermanos que tenía (dos hermanas mayores y uno menor), cuáles eran sus pasatiempos, si podía hablar mandarín fluido, etcétera. Cosas triviales. No es que vaya por el mundo preguntándole a la gente su RH, eso sí que sería raro. Aunque dijo que era O negativo. ¡Como yo!

    —¿Te importaría correr un poco tus cosas? Es que mi cuaderno se está cayendo del escritorio y, pues, no puedo escribir en el aire.

    —¡Oh, claro! —dije, bajando la maleta al suelo y guardando en ella el libro de biología, el estuche de colores, la carpeta vacía, el bloc de hojas en el que dibujaba cada vez que perdía el hilo de lo que explicaba el señor Bennet, y demás cosas que no sé por qué había sacado—. ¿Mejor? —pregunté, con una afable sonrisa dibujada en el rostro.

    —Sí, gracias —respondió Jun, devolviéndome una mueca en la que no terminaron de elevarse las comisuras de sus labios.

    ¿Estaría incómoda por algo? Quizá debí recoger también mi pequeño zoológico de borradores. A decir verdad, a algunas personas no se les hacía grata la visión del cuerpo de un oso unido a la cabeza de un hipopótamo, aunque a mí me parecía una linda combinación. Aunque nunca los usaba, ya que no quería estropearlos, tenía la costumbre de intercambiar las partes de su cuerpo entre sí para entretenerme.

    Tenía cinco borradores en total: un oso, un hipopótamo, una tortuga, un gato y un pato. Eran tan pequeños que cabían todos en la palma de mi mano. Por lo general los mantenía sobre el escritorio de mi habitación, pero había comenzado a llevarlos conmigo a todas partes desde hacía unos meses. Me gustaba pensar en ellos como amuletos de la buena suerte, a los cuales ya les había destinado un futuro uso.

    Sujeté el diminuto pato entre mis dedos índice y pulgar y lo observé detenidamente. Era de un color amarillo tan chillón que lastimaba la vista. A pesar de ello, lo encontraba fascinante.

    «Una rubia sería genial», dije para mis adentros, volviendo la atención hacia el pedazo de papel que descansaba en la mesa. Lo leí por milésima vez:


    PREPARATORIA PERFECTA, REQUISITOS:

    1. Hacer cuatro mejores amigos. (Uno gay ♥)

    2. ¡¡Estar en el centro de un triángulo amoroso!! Algo así como el de esa peli de vampiros.

    3. Ir al baile de graduación con el chico más guapo de la escuela.

    4. Hacer alguna actividad artística. ¿Será que me aceptan en un musical?

    5. No cagarla.


    Sí, en definitiva quería una amiga rubia. Sin embargo, quedaba descartada de inmediato cualquiera que se llamara Stacy, Ashley, Ginger o Cydney. Especialmente las Cydney. Ugh, con sólo pensar ese nombre se me erizan los vellos del cuerpo. En serio, ¿quién nombra a su hija como la ciudad más grande de Australia y Oceanía?

    —¿Cómo deletreas Cydney? —le pregunté a Jun en un susurro, no queriendo que mis palabras fueran escuchadas por encima de la lección que el señor Bennet dictaba.

    —S-y-d-n-e-y —respondió ella, sin levantar la cabeza y sin dejar de tomar apuntes de lo que decía el profesor.

    De acuerdo, entonces las únicas vedadas eran las Cydneys con C.

    El sonido de la campana retumbó en las paredes y, como si fuese una señal divina que liberaba a los estudiantes de la charla sobre el núcleo de la célula, todos a mi alrededor recogieron sus pertenencias y, poniéndose de pie en un parpadeo, abandonaron el aula de clase. Ni siquiera tuve tiempo de preguntarle a Jun si quería que almozáramos juntas, puesto que fue de las primeras en atravesar el umbral de la puerta.

    Guardé mis cosas tan rápido como pude antes de salir al pasillo, dejando atrás el caos de sillas y escritorios abandonados en desorden para sumergirme en una corriente de cuerpos que no dejaba de arrastrarme hacia una dirección opuesta a la que debía ir.

    «¿Quién parió a tanta gente?», me quejé mentalmente, intentando abrirme paso entre la multitud.

    Necesitaba desentenderme de los libros de matemáticas y de biología, que pesaban como ladrillos en mi espalda, porque no los necesitaría en lo que quedaba de la jornada y me parecía injusto con mi columna el tener que cargarlos de aquí para allá. Mi casillero quedaba en el bloque B, mientras que la cafetería estaba junto al F, así que tendría que recorrer casi que de punta a punta la escuela para ir a comprar algo de comer.

    Genial. Me tocaría correr.

    —Permiso —dijo alguien detrás de mí.

    Me aparté de inmediato hacia un lado, olvidando por completo que me hallaba en medio de una pared humana. Mi hombro chocó con alguien a la izquierda y el impacto hizo que mi mochila cayera al suelo como peso muerto. Me agaché para recogerla, pero antes de que pudiera volver a levantarme, algo impactó en mi costado y me envió de cola al suelo. Escuché un golpe, seguido de una palabrota y un par de risas.

    La punzada de dolor no fue demasiado fuerte, ni tampoco duró lo suficiente como para molestarme. Sin embargo, provocó algo mucho, mucho peor: un despertar. Hasta allí llegó el efecto de los analgésicos. Mi útero, hasta entonces anestesiado y sumergido en plácidos sueños sangrientos sobre la destrucción de la humanidad, rugió cual bestia infernal. Sentí cómo fluía de entre mis piernas un líquido tibio y viscoso que pronto se extendió en la toalla higiénica, maravillosa invención que lo contuvo lo suficiente para que no traspasara límites indeseados.

    Me doble sobre mí misma, tratando de recuperar el aire que el golpe me había quitado. Más que nada, lo que realmente hacía era esperar que desapareciera esa incómoda sensación de tener el océano Pacífico entre las bragas.

    Volteé a ver a la persona que había tropezado conmigo. Tendido sobre el suelo, y masajeándose la parte baja de la espalda, se hallaba el chico rubio con el que me había topado esta mañana. Bueno, topar no es la palabra adecuada, sino más bien mirar de lejos. OK, esa es una oración. El punto es que lo reconocía.

    —¿Estás bien? —le pregunté.

    —No fue nada —respondió él. Cuando nuestras miradas se cruzaron pude notar que el color azul de sus ojos era más bonito observándolos más de cerca. Su rostro era... ¿cómo decirlo? Soy pésima para ello. Para mí sólo hay una forma de describir a alguien con unos rasgos faciales tan atractivos: churro—. ¿Qué hay de ti? ¿Te hiciste daño? —dijo, señalando la forma en que mis manos reposaban sobre mi zona abdominal.

    —Oh, ¿esto? —Sonreí—. No es nada.

    Se puso en pie y me tendió la mano para ayudarme a hacer lo mismo. La acepté sin miramientos y, con un leve tirón, me encontré sobre mis pies de nuevo. Murmuré un rápido gracias ante el gesto de caballerosidad de alzar mi mochila y entregármela.

    —Perdón por tropezar contigo, no estaba prestando atención al camino —se disculpó, rascándose la parte posterior del cuello.

    —No te preocupes. Estoy acostumbrada —lo tranquilicé. A pesar de que mi tono era sincero, creo que lo tomó como una broma porque se le escapó una pequeña risa.

    «En serio, es la segunda vez del día en que un chico guapo colisiona contra mí. ¡La ropa interior roja sí funciona!», se regocijó mi yo interior. «Aunque preferiría que fueran encuentros menos bruscos. Estoy segura de que me va a salir un moretón en la nalga».

    Ninguno de los dos dijo nada durante un par de segundos, lo cual me mortificaba ¡Detestaba ese tipo de silencio! Ese en el que no tienes ni la más remota idea de qué hacer para entablar una conversación. Ambos lo notamos.

    —Juliet —me presenté finalmente, tomando su mano y estrechándola de forma energética—. Primer año.

    —Ethan —contestó, su agarre débil. Su expresión se tornó un tanto confusa. Al parecer, los hombres no terminaban de acostumbrarse a que yo diera el primer apretón. O, por lo menos, no los que conocía—. Segundo.

    Me fijé en el dibujo expuesto en el de su camiseta blanca: un Husky sobre una gran letra H. Aquél era el emblema de la preparatoria Hamilton. Las películas me habían enseñado que eran los deportistas quienes portaban el escudo de su escuela en su vestimenta diaria. Sumando eso al hecho de que Ethan tenía una contextura atlética bastante marcada, y que medía alrededor de un metro-ochenta, lo más probable era que fuese miembro del equipo de fútbol americano.

    —¿Estás en algún equipo? —pregunté, la curiosidad superándome.

    ¡Por Aslan! Si ese chico me decía que era capitán de lo que me imaginaba, si es que estaba en lo correcto, y tiendo a estar en lo correcto porque las películas nunca se equivocan, entonces podría estar un paso más cerca de lograr uno de los objetivos de mi lista.

    —Sí —respondió. Mi corazón aceleró su ritmo por la emoción que empezaba a bullir dentro de mí—. A decir verdad, soy el líder del equipo de voleibol.

    Tardé un poco en procesar esa última palabra.

    —Perdona, creo que no escuché bien. ¿A qué equipo dijiste que pertenecías?

    —Al de voleibol —confirmó el rubio.

    OK. Damas y caballeros, les presento el primer pinchazo de realidad que hizo un agujero en mi perfecta fantasía.
     
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    Palabras:
    1857
    CAPÍTULO 3


    Entre todos los deportes que hay en el mundo, ¿por qué tenía que practicar el que yo más odiaba? No podía sentarme en las gradas y ver un partido de voleibol sin que me diera picazón. ¡Qué fastidio! Y yo que pensaba que sería bueno ir a animarlo si nos volvíamos amigos, tal como lo hacen las chicas en las películas.

    —Espera, ese cuerpo escultural no lo desarrollas jugando voleibol ni en tus mejores sueños. Lo máximo que conseguirías serían unas buenas piernas y la retaguardia de Kim Kardashian —sentencié, apreciando el hecho de que tuviera más masa muscular que los chicos promedio—. Y eso que a mí ni siquiera se me tonificaron los glúteos.

    Cuando me di cuenta de que mis pensamientos se habían manifestado en voz alta, me llevé la mano a la boca y ahogué la palabrota que casi escapa entre mis labios.

    El rubio frunció levemente el ceño, inclinó la cabeza hacia un lado para echar un raudo vistazo a mis piernas, y luego me dedicó una de esas miradas incómodas a las que, al parecer, debería ir acostumbrándome. Sentí la cara ardiendo de vergüenza.

    —¡Perdón! —me apresuré a disculparme. Me mordí el dedo índice con fuerza, una manía que tendía a aparecer siempre que metía la pata—. A veces olvido ponerle filtro a lo que digo.

    Titubeó un momento.

    —No te preocupes. Es más, es cool que seas directa —respondió, su semblante un poco más relajado—. Y para responder tu duda: mi hermano es instructor en un gimnasio del norte y suele llevarme a trabajar con él dos o tres días a la semana. Digamos que tiene envidia de la paz que desprendo mientras ronco en el sofá.

    Wow. Había estado esperando cualquier otro tipo de reacción, así que me sorprendió su actitud de “no pasa nada” ante mi deslenguado comentario. Le di gracias al universo por hacer que me topara con una persona tan agradable. En serio, ¡mil gracias! No habría soportado ser catalogada como rara desde el primer encuentro.

    —Sí, seguro que es eso. —Su manera de bromear liberó la tensión acumulada en mi pecho—. Pero, ¿no se supone que los adolescentes dejan de crecer si levantan pesas?

    —Creo que un metro-ochenta y tres es una buena estatura para quedarse pasmado —declaró Ethan, con una sonrisa de la que pronto me contagié—. Me gusta atravesar una puerta sin golpearme la cabeza en el proceso.

    —Buen punto —concedí.

    —Así que ya sabes: cuando necesites un entrenador que te ayude a tonificar glúteos, estoy disponible los martes. —Guiñó un ojo de forma juguetona.

    Me reí.

    —Lo tendré en cuenta —le aseguré, tratando de aparentar una seguridad que en realidad no tenía, pues en el fondo no dejaba de chillar por la emoción. ¿Aquello se podía considerar coqueto? ¡Oh, Aslan!

    «Es tu oportunidad: saca tema de conversación. Sé tu misma. Espera, no. Sé alguien normal. Sí. Pero... ¿cómo es alguien normal? ¡Ilumíname, Sharpay!».

    Los pensamientos iban y venían en vertiginoso tropel. Logré controlar el impulso de abofetearme para despejar mi mente y, en su lugar, abrí la boca, dejando escapar mi naturaleza curiosa, y le pregunté:

    —¿Cuál es tu signo?

    El repentino giro de la conversación lo tomó desprevenido.

    —Leo, ¿por?

    —¡Somos compatibles! —anuncié, aplaudiendo con la yema de los dedos—. O sea, ambos somos fuego —expliqué al notar su confusión.

    —Oh.

    —¿Sabes? Los signos de fuego tienden a ser más creativos y energéticos que los otros, aunque también son muy individualistas y con carácter fuerte. En mi caso, no creo que sea acertado. No obstante, me identifico bastante con lo de ser entes pasionales que se dejan llevar por su instinto.

    Ethan asentía en silencio.

    —Además, son líderes por naturaleza —proseguí—. ¡Hey! ¿Qué te parece si intercambiamos núme…? —Fui interrumpida por un fuerte “¡Ethan!” gritado desde el otro lado del pasillo, el cual se había vaciado casi por completo sin que me diera cuenta.

    El rubio volteó a ver quién lo llamaba, olvidándose de mi existencia.

    —¡Apresúrate o se acabará la pizza!

    El chico moreno de esta mañana esperaba junto a la puerta del corredor, acompañado de una pelirroja a la que no pude detallar mucho debido a la distancia. ¿Serían amigos?

    Al primero lo reconocí por su playera turquesa y porque el color naranja de sus pantalones se podía distinguir a mil kilómetros de distancia. Pero estaba segura de no haberme topado antes con aquella chica. Su vestimenta me era desconocida, y eso que había pasado gran parte de la mañana observando a quienes me rodeaban en busca de posibles amigos; fijándome en rostros, gestos faciales y, sobre todo, en las prendas que portaban.

    Ahora me picaba la curiosidad por mirarla más de cerca.

    —¡Voy! —Volvió su atención a mí y me sonrió una última vez—. Nos vemos luego, Juliana.

    Ethan se marchó con un leve trote hasta alcanzar a ambos jóvenes, para después desaparecer de mi campo de visión al cruzar el umbral de la salida.

    Nuevamente, no tuve tiempo ni para corregir mi nombre. ¿Por qué las personas siempre se iban antes de que pudiera terminar de hablar? Eso de que me dejaran con la palabra en la punta de la lengua comenzaba a molestarme.

    Algo en mi interior pareció retorcerse, y recordé que mi útero seguía en huelga por ser una desgracia para mis ancestros. Me di un golpe en el abdomen para vengarme de él y el dolor se esparció aún más, como una oleada de calor que me quemaba por dentro. OK, aquello había sido estúpido.

    «Debí haber nacido hombre», me quejé. «Pero un hombre guapo y gay. Algo así como el Jared Leto de los homosexuales».

    Hablando de homosexuales... Quería un Ryan Evans en mi vida. Sería genial tener a alguien con una perspectiva diferente a la de una chica, pero que aun así te acompañe a ir de compras, a ver maratones de películas románticas y acarameladas sin andar bostezando a cada rato, y con quien cotillear sobre cualquier cosa durante horas al teléfono. Además, los gays tienden a tener un excelente gusto por la moda, y yo necesito ayuda para combinar hasta un par de calcetines. Sí, definitivamente lo encontraré.

    Nota mental: agregarlo como prioridad en mi lista de cosas por hacer.

    Otro retorcijón me devolvió al presente. Hice una mueca y busqué el baño más cercano, el cual estaba justo al lado de la zona de mi casillero. Caminé a paso raudo hacia él, apretando las nalgas y separando lo menos posible las piernas. Luego me preocuparía por los libros; por ahora, me urgía evitar una catástrofe.

    Al atravesar la puerta, un intenso hedor golpeó mis fosas nasales e hizo que mis pulmones se contrajeran. Era una repugnante mezcla entre heces, orines y cloro. Me tapé la nariz con la mano e intenté respirar por la boca. Una pésima idea. Fue como si el mismísimo aire supiera a mierda. Me dieron arcadas por el asco que aquello me provocaba.

    No había nadie en el baño. Al parecer, todo el mundo ya estaba en la cafetería. Debía darme prisa si quería alcanzar a comer algo.

    Entré en un cubículo sólo para salir pitando enseguida.

    —¿Es en serio? ¡Es el primer día de clase y ya taparon la cañería! —rugí irritada—. ¡¿Acaso cagan como elefantes?!

    Pude hallar un inodoro limpio en ese mar de suciedad y me encerré en su apartado. El seguro hizo un click tan débil que no tenía dudas de que se rompería con la más mínima presión que ejerciera sobre él.

    «Por favor, no», rogué al universo. No soportaría tanta mala suerte.

    Sentada y relajando cada fibra de mi ser, me dediqué a lo que nadie más podía hacer por mí. Suspiré. Por fin el alma retornaba a mi cuerpo.

    Cuando terminé, envolví la toalla ensangrentada en papel higiénico y la tiré en la papelera. Busqué una nueva en los bolsillos de mi mochila, que reposaba a mis pies, pero lo único que encontré fue el paquete vacío de Always Ultra Sensitive.

    Mi corazón dio un vuelco.

    Saqué mis pertenencias en un arranque de pánico y puse el morral de cabeza, suplicando que cayera milagrosamente de donde estuviese oculta, y sin embargo, la toalla higiénica que recordaba haber guardado no aparecía por ninguna parte.

    La palabra “mierda” se convirtió en un cántico reiterado en mis labios.

    Permanecí inmóvil lo que pareció una eternidad, aunque según mi teléfono sólo habían pasado quince minutos. Sumergida en mi propia miseria, me planteé la posibilidad de llamar a mi prima, quien vivía a seis manzanas de distancia y trabajaba desde casa, para pedirle que me trajera una un par de toallas de repuesto.

    «Te mandará al carajo», razonó mi yo interior.

    Aun así, le envié un mensaje de texto lleno de emoticones llorones y decenas de signos de exclamación.

    Escuché la puerta del baño abrirse y la flor de la esperanza brotó de inmediato en mí. El golpeteo de los tacones sobre el suelo de baldosa siguió su curso hasta detenerse en el cubículo contiguo al mío. El sonido de líquido contra líquido llegó a mis oídos y las mejillas se me encendieron de vergüenza, pues me sentía espiando, de una u otra forma, un momento privado.

    —Disculpa —me aclaré la garganta—, ¿tienes una toalla higiénica de sobra?

    Transcurrieron los segundos y comencé a pensar que me habían ignorado otra vez.

    Por toda respuesta, una mano apareció por el hueco entre ambos espacios con un pequeño y colorido paquete. Las uñas estaban perfectamente pintadas de un tono carmín, y varios anillos adornaban los largos y finos dedos que se extendían hacia mí; el más llamativo era uno con forma de corona, el cual poseía unas incrustaciones de rubí que me dejaron pasmada. A pesar de que no sabía nada acerca de joyería y que no distinguía a simple vista el oro falso del real, estaba segura de que aquellas piedras eran auténticas.

    —Gracias. —Fue todo lo que logré articular al aceptar el objeto.

    La mano retornó a su cubículo y oí la cisterna bajarse.

    Tras arreglar mi ropa y recoger el desorden que había provocado, salí con la intención de agradecer adecuadamente a mi socorrista. Sin embargo, para cuando me di cuenta ya se había ido. Debí tardar allí dentro más de lo que pensé. ¡Qué lástima!

    Me acicalé frente al espejo, acomodándome la falda y bajando un poco el borde mi camisa blanca para que no se viera tan corta. Al igual que en la mañana, estudié mi reflejo desde todos los ángulos posibles, pasando de mi cabello, lacio y castaño, a mis ojos marrones y a mi cuerpo menudo. Me faltaban curvas aquí y allá; no tenía casi pechos y, como le había dicho a Ethan, necesitaba tonificar glúteos. Debería hacer sentadillas de nuevo, pero no me gustaba ejercitarme sola.

    —¡OMG! ¡Eso es!

    Si encontraba a la chica de ahorita, la del anillo extravagante, podríamos hacernos amigas e ir a correr al parque juntas. A fin de cuentas fue el universo quien la envió a rescatarme, ¿no? ¡Era algo así como el destino!


    ¡Sería perfecto! Sólo tendría que encontrar a la chica de la toalla higiénica.
     

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