Microrrelato La anciana del 49-B

Se había mudado recientemente al edificio Monte Claro de Luna hacía ya un par de meses. El trabajo era bueno, la relación con su novia era cada vez mejor y sus padres habían dejado de lado su ley del hielo, para visitarlo cada fin de semana, claro, cada vez que podían. New Valley estaba a un par de horas del pequeño pueblo de Nashville. Era una ciudad grande, invadida -sin que lo hubieran podido evitar- por la comodidad y los placeres de la tecnología. Edificios grandes, autopistas, instituciones importantes, entre las cuales las escuelas y universidades parecían ser el foco de interés de estudiantes como él.

Pero eso parecía ser sólo una engañosa tapa de un folleto turístico hecho para un ingenuo forastero. Lo cierto es que, cosas horribles sucedían allí. Cosas extrañas que no podrían explicarse con facilidad y que, sorprendentemente, los habitantes de aquel lugar parecían haber aprendido a ignorar.

Una noche, una tormenta agresiva, había aparecido para surcar los cielos de New Valley y obligando a los mortales de aquel pedazo de tierra, a despertar con el corazón en la boca. El sudor de su rostro, sin embargo, parecía provocarlo otra cosa y no los destellos que rompían la armonía del cielo nocturno. Había tenido una terrible pesadilla hasta el punto de secar su boca.

Fue por un vaso de agua después de refrescar su cara con el agua helada del lavabo. Necesitaba más que nunca calmar aquella sed inexplicable. Y no había llegado a bajar los humildes tres escalones hacia la cocina, cuando notó que algo pasó corriendo por encima de su cabeza. Se detuvo, clavó su mirada en la madera del suelo en tanto un escalofrío comenzaba a apoderarse de él.

Dándose algo de valor, comenzó a subir sus ojos hacia arriba lo más lento posible, podía sentir la mirada, de lo que fuera que se le había metido en su casa, sobre sus hombros. Como si hubiese estado esperando que lo hiciera todo ese tiempo. De repente, un par de destellos seguidos iluminaron toda la sala. Sólo había sido un pestañeo, ni siquiera había logrado procesar el ensordecedor estruendo de los truenos, cuando la nariz de la anciana del 49-B estaba muy cerca de la suya.

Estaba de cabeza, con los ojos hundidos, como si estuviera consumiéndose por alguna extraña razón. Sin embargo, cuando los rayos y centellas aparecieron nuevamente, ella ya no estaba ahí. Después de unos días procesando lo que sus ojos habían visto se enteró, por otros buenos vecinos, que la anciana había fallecido hacía un par de años. Pero solían verla entrar al 49-B y conversar con los nuevos inquilinos como cualquier anciana inofensiva.

O en el peor de los casos, visitarlos en las noches.

Terminó de clavar una cruz en la puerta de su casa y dejó escapar un suspiro. Tal vez, aquel pedazo de madera lo protegería de las intenciones de la anciana. Y si no era así, volverían a encontrarse...