Microrrelato Lágrimas bajo la lluvia

Lágrimas bajo la lluvia​

El bramido atronador e incesante de los truenos resonaban por sobre mi cabeza, alertándome sobre la inexcusable llegada de la tormenta, aquella que desde hacía días era esperada y que mi madre, con tanta saña, me había forzado a llevar conmigo el piloto y un paraguas. Ahora, mis fieles amigos impermeables eran los únicos que me acompañaban en aquel momento de dolor, ese que con tanto esmero procuraste causarme.

Apenas tuve oportunidad ante mí, no dudé en utilizarla y echar a correr lo más rápido que mis desacostumbradas piernas pudieran permitirme. Ni siquiera aguardé a que terminaras de hablar. ¿Para qué? Ya no quería oír más de tus mentiras, ni contemplar tu hipócrita expresión de arrepentimiento. Estaba cansada y sólo quería huir, desaparecer de allí mientras aún pudiera continuar conservando algunos trozos de mi corazón.

Recién cuando mi cuerpo me reclamó descansar, reparé en dónde me encontraba. Se trataba nada más ni nada menos que del parque donde nos conocimos hacia ya tres distantes años y, como si de un golpe se tratase, los cálidos y alegres recuerdos que atesoraba de él se arremolinaron en mi interior de forma dolorosa, desgarrando mi consciencia. Todas las tardes que habíamos compartido juntos, los sentimientos que nos confesamos, las promesas de que nosotros algún día…

No pude resistirlo más y, en el preciso momento en que mis lágrimas me traicionaban, la lluvia comenzó a caer. El pálido cielo gris se había oscurecido en su totalidad, dándole lugar a las farolas para iluminar el sitio con su tenue resplandor amarillento. Una brisa helada se alzó en medio del temporal, despeinándome y buscando colarse por entre los pliegues de mi ropa.

Pronto empecé a temblar a causa del frío, pero no me importó. Cada memoria tuya era como una puñalada a mi corazón, tan penetrante y desgarradora que me sentía desfallecer. El dolor de tu engaño era tan grande que poco me importaba pescar un resfrío o algo más grave. A mi mente llegaban todas las noches en que me dormía llorando, luchando por creer febrilmente en tus patéticas excusas.

Ahora la patética era yo, puesto a que ya lo sabía, desde hacía mucho tiempo, y nunca lo quise ver. Ahora no era más que una triste y solitaria mujer que desahogaba sus penas bajo la lluvia, esperando que aquellas cristalinas gotas mitigaran el dolor de su corazón.