Prisionera del Horror

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Prólogo​

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Era su última oportunidad de conseguirlo. Las puertas a la libertad estaban cerradas, y no había otra escapatoria. Jamás podría regresar a su época si no atravesaba el pozo. Para su suerte, el mundo en el que estaba atrapada se había convertido en su peor espejismo. Su venerado hanyou, al fin había podido consumar su deseo: ahora era un verídico Youkai. Pero para su infortunio, algo había fallado en el proceso.
Cuatro días agónicos le quedaban para la noche de luna nueva, y entonces todo acabaría.

¿Sería capaz de sobrevivir o sería carcomida por aquél demonio ?

Capítulo uno.​

Alaridos infernales​

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Ya todos lo consideraban un exordio al Apocalipsis. No quedaban dudas, él de seguro mataría a Kagome sin pensarlo. Presenciaron su cambio con brutalidad: de alguna forma u otra debían huir; asesinarlo era imposible. ¿Quién iba a creerlo? Hasta la pobre Kikyo cayó en las redes del engaño, creyendo que él era el mismo. Sin embargo su mentalidad ahora era inhumana, versátil e inmutable. Inquieto buscaba la sangre que tanto tiempo había aclamado por su amor. Una sangre que lo haría más poderoso, que lo alejaría de ser vencido.
La desdichada sacerdotisa no obtenía escapatoria. ¡Inclusive dentro de un templo, él la encontraría! Era peor que Naraku, peor que cualquier bestia infame que existiera. Ya no sabía dónde ir: si el desasosiego se apoderaba de ella, él de seguro sabría su paradero.

¿Qué haría ahora? No tenía ningún arma, ninguna idea. Se encontraba sola entre la inmensidad del Sengoku.
La fuerza de sus piernas era la única salvación que hasta el momento discernía. Muy a lo lejos logró divisar el báculo del monje. Pobre de él, su esposa e hijos. Más muerto que cualquier esperanza vigente, ahora sus restos descansaban en una colina seca.

La angustia oprimía su pecho.
— ¿Anciana Kaede?

Quizá no estaba sola. Una anciana de cabello beige se asomaba a lo lejos, junto a la colina que tanto observaba. Parecía que su vestimenta estaba rota. Pálida, dio cortos pasos para acercarse.

—Ka…Kagome…

Las palabras de la mujer sonaban crujientes y sin aire. ¿Estaría muriendo acaso? De cualquier manera aproximarse un paso más no era nada loable. De repente el cuerpo cayó como una bolsa al piso. Kagome no pudo hacer más que mirarla rodar por la ladera, y gritar del horror. Poco a poco se iban desprendiendo las partes. Un brazo quedó enganchado de una rama que sobresalía de un tronco. Sin más la anciana largaba alaridos, desgarrantes gritos que aturdían la mente de la azabache.

Gritó hasta que su garganta se volvió rasposa.
— No puede ser. . .—murmuró apenas, envuelta en lágrimas.

Estaba perdida, sin compañía. ¡Y vaya a saberse si todos habrían muerto! Miroku al menos lo estaba, y Kaede acababa de fallecer enfrente de sus ojos. Atónita, caminó en línea recta hacia el oeste. Ahora no sólo debía enfrentarse a los monstruos comunes de siempre: Inuyasha era la muerte.
El frío corroía su cuerpo. Le sangraban los pies, puesto que hacía más de dos días que no paraba de caminar. Si dormía podría ser devorada por algún demonio embelezado por su carne, y aún despierta podría ocurrirle lo mismo. Muchas partes del terreno estaban quemadas, como si una enorme ráfaga furiosa hubiera atravesado el pastizal. ¿Acaso Inuyasha habría estado por ahí? No quería avergiuarlo, mucho menos saber que eso era cierto. Ahora que era un demonio completo, su mente se había dispersado a una dimensión obscura y diabólica.
Vio algo que la incomodaba, pero no podía descubrir qué era. Entre los arbustos, una cabeza albina se movía con brutal movimiento, como si estuviera arrancando un pescuezo crudo.

¿Quién podría ser?