Del mismo engranaje

Tema en 'Relatos' iniciado por hana kotoba, 18 Julio 2010.

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    hana kotoba

    hana kotoba Iniciado

    Aries
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    Del mismo engranaje
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    Del mismo engranaje

    El teléfono suena. No lo vas a agarrar, no, nadie nunca lo agarra. Ni tú, ni nadie parará sus actividades y contestará. Dejas el teléfono sonar. Es lo máximo que puedes hacer. Vuelves a lo tuyo, tratando de dejar el sonido de lado, pero es estruendoso. Miras la luz del teléfono desde el espejo de la sala. Los muebles están llenos de cosas: todo es un desastre a tus ojos. Por la tormenta de afuera, el caico se va llenando de agua. Alguien debería cerrar las ventanas. El teléfono sigue sonando.

    Anoche te llamó aquella señora vieja. Sabías que era ella, no ibas a contestar. Ella piensa que tú no tienes nada que hacer, esa señora molesta, creyendo que necesitas que te llame. No vas a ningún lado. Estás ocupado, muy ocupado, no puedes responder el teléfono. ¿En dónde está Camila? El sonido te resuena en los oídos. Tienes mucho que hacer.

    Vuelves tus ojos a la pantalla del ordenador. Camila grita desde su habitación y sube molesta: "Papá, papá, por qué nunca contestas el bendito teléfono". No respondes, te instalas aún más en tu quehacer. Camila recoge el teléfono, devuelve la llamada: “Hola, tía, lo siento, es que en esta casa nadie hace nada nunca, tú sabes, ajá, dime”.

    Resoplas, todo el mundo cree que no estás ocupado. Lo equivocados que están, están muy equivocados, tú estás muy ocupado. Oyes a Camila charlar un rato, luego cuelga. Te mira con cara de reproche. Abre la nevera y pregunta si hay algo de comer. “No, no hay nada”, le dices. No has despegado la mirada de la pantalla. Camila revuelve las gavetas, saca una bandeja de queso, abre la bolsa de tortillas y se prepara un sándwich. “Camila, prepara la carne que hay en la nevera”, dices; “te va a dar hambre después”. “No importa, no tengo mucha hambre”, responde de mala gana; “oye, papá, necesito un favor”.

    Por fin despegas la mirada del ordenador y la miras directamente a los ojos. Asientes con la cabeza y esperas a que se digne a hablar. Camila nunca entiende las señas, todo debe ser explícito, como si no usara el cerebro. “Cuéntame, hija”, dices. Ella te mira y sonríe. Dispuesta a hablar, fija los ojos en las ventanas abiertas. “¡Carajo, papá, se está mojando el piso! ¡Pero, papá, no puede ser, ahí están las cajas de la mudanza! ¿No te pudiste levantar siquiera a cerrar la ventana? Coño, papá...”, escandaliza Camila, corriendo a cerrar las ventanas. Ah, bueno, que no te diga nada, piensas. Si lo único que hace es quejarse. No entiende lo ocupado que estás, no lo entiende. Desde un momento para acá, nadie entiende lo ocupado que estás.

    Camila agarra el coleto e intenta secar el piso. No le prestas atención, Tu concentración se ha disipado, necesitas volver a poner todo en orden y continuar. Continuar con lo que estabas haciendo. Revisas el escritorio de tu computadora. No pareces recordar tu tarea. Tienes el explorador abierto en la página de inicio. No te has movido ni un poco. El documento sin nombre está vacío, “autoguardado a las 19:53”. Ibas a repasar las noticias de hoy. Te sonríes y abres las noticias.

    Tus dedos se paralizan un momento. Toqueteas el ratón. Lees los títulos. Todo igual. No sabes ya cuántas veces has revisado esa página hoy. Todo igual. Vas a otra página. Sigue igual. Sientes un extraño escalofrío. Estabas ocupado, debes recordar. Estabas muy ocupado. Porque tú sigues ocupado, sigues trabajando por montones. Nadie puede decir lo contrario. Tú mismo lo dijiste, no era necesario tener ese trabajo para trabajar. Puedes seguir trabajando. Claro.

    Tu hija se sienta del otro lado de la mesa. “Papá, necesito un favor”, repite. “Dime, hija, qué necesitas”, respondes. “Estaba armando la base del piano y se me perdió una tuerca...”, dice. “Querrás decir el teclado”, respondes, mirándola suspirar. “Ajá, eso. Necesito una tuerca. ¿Tendrás una? ¿Crees que en la caja de herramientas hayan?”, pide, sonriéndote. Sonríes también, por dentro, te levantas de la silla y asientes: “Sí, mi niña, por supuesto, dame el tornillo y yo te la busco”.

    Nadie te puede decir que no. Que no eres necesario. Tu hija está allí, parada, pidiéndote que por favor te consigas una tuerca. Y de repente nada es tan malo. En otros tiempos, Camila hubiera tenido que esperar que su hermano volviera de putas y la ayudara con la base. Camila hubiera tenido que estar sola en casa, sin que nadie le dijera que había carne en la nevera. Habías pasado tantos años, después de todo, tantos años aferrado a esa obligación que alguna vez creíste tuya, porque te habías ceñido a eso con las dos manos tanto que no te dejaba tiempo con Camila ni con Manuel. Por eso Manuel estaba así. Por eso Manuel te dice que eres un desconsiderado, que no haces nada además de sentarte frente a la computadora.

    Recuerdas el día que llegaste a tu casa temprano y estaba Camila cruzada de piernas en la sala. Cargabas encima las cajas de la mudanza. En esas cajas no había nada que guardar, no hubo nada nunca. Solamente unos ojos que te veían desde el fondo, ojos que te acusaban. Soltaste las cajas junto a las ventanas y por primera vez en nueve años, miraste a Camila.

    Nunca habías medido el tiempo cuando entraste completamente en tu trabajo. Viste a Camila de pies a cabeza. Ya medía igual que tú. Llevaba las uñas largas. Se había cortado el cabello. Cargaba los labios pintados, lo ojos maquillados, una falda corta. Nueve años. Tu hija iba a cumplir dieciocho años. Y tú, y tú la mirabas, sorprendido, avergonzado, desdichado desde el espejo de la sala. El mismo que reflejaba el teléfono sonar.

    Abres la caja de herramientas. Buscas entre el desastre. Todo es un desastre. La caja, el mueble, el suelo, la apariencia de Camila, el futuro de Manuel. Te preguntas cuándo te ocurrió todo. El desastre es una neblina que ya no te deja ver nada. No hay tuerca que calce, las oportunidades se borran a sí mismas cuando las coges entre tus manos. La caja de herramienta es una gran mancha de grasa inútil, y tanto tiempo guardando tornillos, coleccionando periquitos. Pero no hay nada. Te llenas de negro las manos pero no llegas a sacar nada. Agarras la próxima tuerca: no funciona, no es del tamaño. Hay tantas, tantas y ninguna. Metes la mano más adentro, te clavas una aguja en el dedo pulgar. Los cayos amortiguan el pinchón. No te importa. La tuerca, la tuerca.

    Más al fondo, consigues una tuerca. Una tuerca peculiar. Una tuerca con forma de escalera, nunca la habías visto antes. ¿Qué tan importante podía ser una simple tuerca? Era una jodida tuerca. La única tuerca que calzaba, que tenía esa forma tan peculiar y problemática que te impedía devolvérselo a Camila así. Ella suspiraría y diría que “está bien, papá” y se devolvería a su cuarto sin siquiera probarla, lanzándola en el librero. Sujetas la tuerca con la mano cerrada y maldices tu mala suerte.

    “¿Encontraste algo, papá?”, te pregunta. No respondes: le muestras la tuerca y hace una mueca de insatisfacción. “Voy a cortarle una parte para que la puedas usar. Espérate un momento”, dices. En el armario buscas una segueta para cortar el aluminio. Tienes que entregarle a Camila las cosas bien hechas, para que se sonría y pueda montar su teclado. La segueta está en tus manos y comienzas a cortar. El calor hará que el metal se doble, se vuelva endeble y se separe de la otra mitad. Quedará una superficie rugosa que luego tendrás que lijar y así Camila no se corte los deditos haciendo presión contra en tornillo. La segueta pasa una y otra vez, va calentando más y más el pedazo de aluminio. Sentiste, entonces, la ligera sensación de no estar utilizando el instrumento correcto. La tuerca era muy chica y aquella segueta llevaba años sin mantenimiento. Cortarías mejor con un cuchillo de cocina. Cortarías mejor con cualquier otra cosa pero agarraste la segueta. No tienes intenciones de volver al armario y buscar otro instrumento. Si lo haces, Camila le quitará credibilidad a tu trabajo, te dirá que está bien, bajará a la ferretería y pedirá una tuerca allá. Una tuerca mariposa, porque para ella es más fácil trabajar con esas. “Sería hasta mejor”, piensas; “después de todo, qué le puedo dar yo. Sólo una tuerca rota”.

    La segueta sigue en su tarea. Aumentas la velocidad y el metal comienza a ceder. “Papá, le estás dando muy rápido, te vas a cortar...”, advierte Camila, se acerca hacia ti. “Cuidado, hija, no te acerques. Tranquila que yo sé”, respondes. Sabes que debes ser cuidadoso. Bajas un poco la velocidad. Después de todo, ya el aluminio ha flaqueado y sólo falta separarlo con los dedos. Lo tomas, intentas separarlo. Todavía falta un poco más de fuerza. Vuelves a tu tarea. Después de varios intentos logras que el metal se separe.

    En el interior del armario distingues herramientas que llevas años manteniendo allí y pocas veces has usado. Memorizas el porqué, el trabajo vuelve a aparecer en el plano de los recuerdos, la falta de tiempo que debiste haberle dedicado a tus hijos, a su futuro; todo se junta por allí, por acá, hace que te sacudas un momento, bajes la vista y mires de reojo a Camila. Sentada en la cocina, se está preparando otro sándwich con puro queso, pero esta vez le echa alfalfa. Tararea algún ritmo de moda. Sacas el taladro, le cambias la punta, pones la lija. En la enchufe de la cocina desconectas algún trasto que no se esté usando. Presionas el botón de encendido y la lija comienza a rodar.

    Lijas la irregularidad. Con los dedos sosteniendo la esquina contraria, acercas la tuerca. Camila voltea y se escandaliza de nuevo. “Papá, agárralo con el alicate. Te puedes lastimar”, dice. Tomas el alicate que te ofrece, sonríes y le das las gracias. Camila siempre pensando en ti. Vuelves a internarte en tu monólogo mental. Tu hija siempre se preocupa por ti, por supuesto que también tienes que preocuparte por ella.

    Camila inunda cada espacio otra vez. Estás pensando en ella, en cuánto ha crecido, en todo lo que había pasado desde que te llamaron y te dieron ese trabajo. Eran fracciones de tiempo, recuerdos inconclusos. Tenías una imagen borrosa de Camila, que, en tiempos anteriores, se te acercaba poco y te pedía poco. La recuerdas con el cuaderno de Física en las manos pidiéndote ayuda. Papá, pero no entiendo qué rayos es el coseno, en serio, no sé, mañana tengo prueba. Papá, papá, papá; y tú: hija, hija, hija, estoy muy cansado. No era mentira, estabas cansado, pero le dijiste que se acostara al lado tuyo. Le explicaste poco, Camila agarró la delantera, se animó e hizo sus ejercicios. ¡Lo entiendo, papá, lo entiendo! Y de repente te diste cuenta, dijiste: Es mi hija. Es mi hija, hija, hija. Es mi hija, y todo, y no la vi crecer.

    Los nueve años eran horas y horas de trabajo sin sueño, totalmente revocado del descanso. En los nueve años que pasaron, Camila un día tenía once años, otro día eran sus quince, de repente, qué edad tienes, y ella: diecisiete. Había retazos de memoria que no encajaban entre sí, la adolescencia de Camila era solamente imágenes sin cohesión. Pero ella estaba feliz, siempre la habías visto feliz, siempre la saludabas en las mañanas, le dabas un poco de dinero, le comprabas una cámara, un teclado, una computadora, un reproductor de música. A ella qué pena le daba, pero no te importaba; por tu niña, por tu niña todo.

    Y eran tan distintos los recuerdos que venían a tu mente cuando la recordabas pequeña, en aquella navidad en casa de tu madre, vestida con un pijama de su prima, sentada en tus piernas y dándote en la boca galletitas, y luego la intentabas asociar con la mujer madura que mostraba las piernas y regresaba de noche de la universidad, se pintaba la cara y salía con muchachos. Camila reía de tu cara de incertidumbre cuando decía: “Voy a salir con unos amigos. Vuelvo a las ocho”, tú no lo querías creer.

    La niña de tres años, sentadita en tus piernas, acostada en tu hombro, que con su pijama verde agarraba galletas y jugaba con ellas, y te las daba en la boca; luego se bajaba y caminaba torpemente por la sala, saludaba a su abuela, le pedía a Manuel que le diera la videocámara, pero Manuel no le daba nada, porque se te va a caer, Camila: y allí comenzaba la llorantina. De nuevo resonaba en tu cabeza: Papá, papá, papá, papá, Manuel no me da la cámara, yo quiero video, quiero video. No, que la vas a romper.

    Pero la voz estridente continuaba sacudiéndote la memoria, sacando tus miedos, arrugando con fuerza los papeles que concluían una vida dedicada al trabajo, firmada por tu puño y letra, ambos temblorosos, dudando de todo y cayendo al vacío.

    Vuelves la vista a la tuerca. Se te había pasado la mano, ahora la tuerca tiene una forma cóncava, muy incómoda. Retiras la mano de golpe, detallas el pedazo de metal y decides acomodarlo. En aquel mismo instante, Camila comienza a golpetear con los pies. “¿Listo, papi?”, te pregunta. Está impaciente, lo único que te pidió fue una tuerca y la haces esperar. Lo poco que haces, lo dañas, lo destruyes. Lo poco que haces.

    Agarras con más fuerza el alicate, y entonces la imagen del computador inútil regresa a tu memoria. No, no, lo inútil no era el computador, era la esperanza que mantenías en continuar una ocupación que no poseías, el más puro y perverso desespero en acumular tiempo para desperdiciarlo y creer que el trabajo está muy duro; arduo, muy arduo. Pero la página de noticias que mirabas no cambiaba. Pero el documento que escribías aún no llegaba a nada. Pero nada hacías, nada, te sentabas en la computadora y dejabas el tiempo pasar entre tus dedos; porque pasaba, tú lo sabías, mientras las moscas daban vueltas sobre tu cabeza, dejando sus huevos por doquier, la monotonía de quedarte viendo el ordenador y Camila semidesnuda por la casa y Manuel que no va a la universidad y las llamadas de la vieja que sabe que necesitas una ayuda que no quieres aceptar. Todo esto te lo repites una y otra vez, lijando el aluminio.

    El metal ya está casi listo. Camila sonríe abiertamente. Tú sonríes también y te das cuenta que hay una que otra irregularidad: si Camila se preocupó por ti, debes hacer el trabajo completo. Vuelves a colocar el metal en la lija del taladro. “Estoy acomodándole las puntas”, le informas a tu hija. Ella se pasa las manos por las piernas y toma asiento. “Bien, me avisas cuando termines, si quieres no te esfuerces tanto, papá”, responde, con su respiración pesada y los pies golpeteando el piso de caico. Tomas aire y tratas de apurar el paso.

    Todo era cierto. Los logros que cosechaste en los últimos nueve años se desprendían poco a poco. Tembloroso, cerraste los ojos para no ver lo que ocurría, cómo todo tu esfuerzo era solamente una carta de despido con un depósito en el Seguro Social, ver cómo se restregaban todo tu trabajo. Saber que fue poco todo por lo que trabajaste, que no importó cuánto te separaste de tu familia y tu salud, todo era mediocre a los ojos de quien te vio y dio la orden de retirarte. Tu trabajo mediocre no merecía tener un espacio en esa oficina. Insignificante e inútil como la tuerca doblada que la lija intentaba reparar.

    Camila volteó hacia ti, tú desconectaste el taladro y le diste la tuerca ya lista. Ella la recibió, te dio las gracias y bajó corriendo al cuarto. Tú te quedaste parado y bajaste la mirada hacia el ordenador. Abajo, en aquella pantalla negra, cada pixel de luz apagado te revolvía el estómago. Desde el cuarto de Camila, el eco de un Ave María frustrado pero apetecible te llegó al oído. Manuel irrumpió en la sala con un papeleo en la mano: “Papá, adivina. Me aceptaron en la Central”.

    -------

    A falta de un título mejor.

    Escrito para un ejercicio en un taller: teníamos que agarrar nuestro recuerdo más lejano y sacar una historia de eso. Si me disculpan la gramática periodística extrema de las frases cortas, creo que pueden leerlo sin problemas. También me lo han criticado por ser demasiado denso. Por cierto, sí, ordenador es demasiado español, pero no puedo sacarme lo español de la cabeza.

    Por cierto, sí, de nuevo, he estado leyendo demasiado Kafka.

    Ah, la Central es una universidad en Venezuela.

    Gracias por leer.
     
  2.  
    Quelconque

    Quelconque Usuario popular

    Virgo
    Miembro desde:
    8 Febrero 2004
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    790
    Pluma de
    Escritor
    Re: Del mismo engranaje

    Hace tiempo que no leía algo tan estimulante en este foro.

    Es genial cómo la psique de personajes, incluso sus recuerdos, pensamientos y personalidad, es descrita muy sutilmente en medio de ese ambiente de hastío creado.

    Al inicio pensé que sería un cuento de cienciaficcionado: finje estar muy ocupado, buscando lo que se suponía tenía que hacer para salir de un círculo vicioso que se creó en el tiempo y no logra recordarlo, quedando atrapado por siempre. Pero en realidad es más profundo que todo eso; está en su inconciencia y lo deja ser sin muchos cuestionamientos, pero se sorprende de cómo ha llegado hasta ahí, como si fuera impulsado por la costumbre.

    Adoré la relación entre la caja de herramientas y el angst de esa vida a la que le faltó ponerle atención (la suya propia, la de su hija, la de su hijo...), y como rompe con todo el final: parece un clavado a un nuevo sufrimiento.

    Realmente estaré al pendiente de tus escritos.

    Saludos.
     
  3.  
    Vintage Bomb

    Vintage Bomb Usuario popular

    Libra
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    5 Noviembre 2006
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    823
    Pluma de
    Escritor
    Re: Del mismo engranaje

    Creo que la posible "densidad" sólo ayuda al efecto de circuito monótono y a enfatizar el sufrimiento.

    Otro detallecito, me encanta al punto al que llega su desatención, ese cierrecito cuando aparece su hijo -antes descripto como escoria- diciendo que lo aceptaron en la universidad central de Venezuela, es como la frutilla de toda su negligencia. También fueron particularmente buenos los recuerdos y cómo los introdujiste, y esa nueva necesidad que siente de ser útil, de darle sentido a su existencia.

    Nice indeed, missy.
     
  4.  
    Bylen

    Bylen Usuario común

    Cáncer
    Miembro desde:
    11 Agosto 2009
    Mensajes:
    206
    Pluma de
    Escritora
    Re: Del mismo engranaje

    Oh por dios.

    ¡Denso pero de lo mejor!

    Hubo momentos en los que, vagamente, me sentí muy identificada. Pobre hombre, ha de ser horrible darte cuenta de que, lo que pensabas que eran horas, se habían convertido en años y años de un pseudo-esfuerzo inútil. Aunque con la buena nueva de Manuel, podría ser que algo de sentido apareciera en la vida de desempleo, ¿no? Bueno, eso quitando el hecho de que vendrían gastos en colegiatura y útiles escolares...

    Me ha gustado mucho, mucho.
    En definitiva te seguiré leyendo. Mis respetos :).

    Como dato curioso: Yo ignoraba el hecho de que fuera "la enchufe". Siempre creí que era varón x'D

    Saludos, Bylen.
     

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