En el desierto

Tema en 'Relatos' iniciado por Ruki V, 28 Marzo 2016.

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    Ruki V

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    Escritora
    Título:
    En el desierto
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Ciencia Ficción
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    1308
    NOTA DE LA AUTORA: Hoy no me voy a disculpar por el género, supongo, sino por los tags, porque no sé qué sería adecuado poner en ellos... Cuenta la leyenda que, a mediados de noviembre del 2012, escribí esta historia como una tarea de español, cuando yo estaba cursando el segundo grado de secundaria. Recuerdo que simplemente tomé el título de una historia completamente diferente a esta y, pues, comencé a escribirla; en primera persona, porque así se me pedía. Desde ese entonces, yo tenía cierta afición por las tragedias dramáticas, y recuerdo haberme divertido escribiendo todo esto. Ojalá si alguien lo llega a leer no le parezca una pérdida de su tiempo.
    _______________________________________________________________________________________________________

    Mi nombre es Antonio. Soy un buen hombre, un hombre de familia. Vivo en Chile. Tengo una bella esposa, dos pequeños hijos varones y una mujer. Soy un amante de la navegación y los viajes a diferentes partes del mundo, pero siempre se me ha partido el alma de tener que dejar por cierto tiempo a mi querida familia.

    Recuerdo bien una de las épocas de mayor esplendor en mi vida: yo tenía 33 años, mi esposa 29, el hijo mayor de ocho años, la niña de seis y el menor de cuatro años apenas. Me había ido por interminables seis semanas a explorar la Selva Misionera, en Argentina. Para empeorarlo todo, mi vuelo de regreso a mi ciudad se equivocó: dejándome en el extremo sur de Chile, siendo que mi hogar quedaba más al norte.

    Mis dos compañeros de viaje y yo tuvimos que tomar prestado un pequeño barco y dirigirnos a nuestro destino por medio de un río que unía ambas ciudades. Nos tomó cuatro días de remar y remar y remar y aún no llegábamos; pero llegamos a un bosque que me hacía sentirme más y más cerca. Para el quinto día, nos llovió. No era una lloviznita, aunque tampoco granizaba; era una lluvia que nos garantizaba llegar enfermos para quedarnos en cama una semana.

    Hubo mucho esfuerzo por parte mía y de mis compañeros; y finalmente me sentí orgulloso de decirles —Hemos llegado— cuando significaba que nos faltaba por caminar a nuestras casas. Nos sentimos extremadamente frescos al bajarnos del bote; nos tomó apenas media hora llegar a casa sanos, salvos y felices.

    Cuando llegué a casa, me abrió la puerta mi hijo mayor. En un principio gritó “papá” con una enorme sonrisa en los labios; luego comenzó a golpearme en el pecho furioso, diciendo que por qué tardé tanto. Llegó al borde de las lágrimas entre golpe y golpe y terminamos fundidos en un abrazo.

    Luego ha venido mi hija; y la he cargado, abrazado y llenado de besos. Me dijo que su mamá estaba recostando a su hermanito, y me guió hasta donde se encontraba.

    Allí estaba ella: tan hermosa, como siempre o más que nunca. Se veía como un cálido y bondadoso ángel, recostando a nuestro pequeño niño que dormía pacíficamente como en una nube. Me ha mirado y ha dejado escapar una lágrima. En ese momento, yo era el hombre más feliz del mundo. Hasta que, una semana después, esa felicidad tan pura se convirtió en desgracia.

    Comencé a notar fallas en la memoria de mi esposa: cosa que me preocupaba bastante ya que había estado con su salud intacta durante sus 29 años de vida. La sirvienta de la casa tenía que ir dos o tres veces al supermercado porque “la señora” no sabía decirle lo que faltaba en la alacena. A veces olvidaba al hijo más pequeño en la escuela. Comencé a encargarme de las compras y de llevar y recoger a los niños: mi esposa, gracias a Dios, aún recordaba como cocinar, y la sirvienta se encargaba de limpiar.

    Mis niños y yo jugábamos juntos todo el tiempo. Con el mayor al futbol, con la niña dibujaba, y al menor le enseñaba a leer. A veces, los cuatro juntos nos sentábamos a ver caricaturas, les contaba chistes y en las noches les encantaba que les leyera cuentos o que los inventara. No sé que pasó… El tiempo comenzó a pasar muy rápido.

    Pareciera que fue ayer cuando mi hijo cumplió trece, y dejó de interesarle tanto el futbol que jugábamos casi a diario, igual que la escuela: a veces faltaba a clases, no llevaba tareas, insultaba a los maestros y molestaba a los compañeros. A mis 38 años debería tener el coraje suficiente para enfrentarme a mi hijo y ponerlo en su lugar; pero algo no estaba bien... No sabía como actuar con él ni que decirle para que cambiara.

    Luego mi hija, que cumplió once años: comenzó a obsesionarse con cantantes ingleses y empezó a pedirme que le pagara clases de todo: ballet, pintura, piano, guitarra y costura. Ya no me sentaba con ella a dibujar ni una vez. ¿Qué ocurría? ¿Dejaban de ser mis pequeños?

    Mi hijo más pequeño, ahora con nueve años: empezó a jugar muchos y muy costosos videojuegos. Mis hijos se empezaron a alejar de mí cada vez más y más: cinco años fueron suficientes para que existiera semejante distancia entre mis pequeños y yo.

    Y luego me atrapé entre buenas y malas noticias. Gracias a cinco años de medicamentos, mi esposa había recuperado sus facultades de memoria por completo. Ahora, un año después, la nueva tragedia empieza: mi esposa desarrolló un terrible cáncer de mama.

    He lidiado con estas tragedias que nos llevan a la ruina hasta mis 40 años; pero algo me ha sacado de mis casillas hace poco.

    La sirvienta renunció, no entiendo por qué. Mi hijo de catorce años terminó en la correccional de menores por ser hallado consumiendo drogas; echando por el caño todos los valores que le impusimos desde niño. Mi hija de doce años se fracturó el brazo izquierdo; tirando a la basura cuatro años de todas esas lecciones que le pagué. El pequeño de diez años logró nublar su visión casi por completo debido a que no se despegaba de sus preciados videojuegos; y yo que tanto le enseñé lo maravilloso de los deportes y el mundo exterior.

    Un día, fui con mis hija al hospital. Mi esposa está en cama, devastada por el cáncer. Mi hija desbordándose de lágrimas por tener que ver a su madre en ese estado, y también rabiando por su estúpido hermano mayor que le brindaba más sufrimiento a nuestra familia. A mi más pequeño tesoro, con sus once años recién cumplidos, lo he dejado en casa durmiendo sin dejarlo preocuparse tanto por su madre.

    No han pasado más que tres días para que me dieran la terrible noticia: mi esposa falleció. Mi hija lloró como nunca en el funeral, abrazando fuerte a su hermano pequeño. Me quedé ahí: viendo como enterraban el ataúd, sin la más mínima expresión.

    Cuando el entierro terminó, volteé a mis espaldas y no había ni un alma. No pude encontrar a mis hijos. No pude encontrarme los latidos en mi pecho. Miré mis manos que se tornaban de un rojo pálido, como si me hubiese quemado. Caí de rodillas mirando al suelo.

    Cuando levanté la cara, me percaté que me encontraba en un desierto: no cualquier desierto, era el mismísimo Sahara. Lo sabía porque lo había visitado como tres meses atrás. Recuerdo que hubo unos problemas con el avión y casi caíamos…

    Alto… ¿dije hace tres meses? Imposible: fue hace como 10 años.

    Oh… Pero si traigo las mismas ropas que el día del viaje. No puede ser…

    ¿Será que si hubo un accidente con el avión? Pero mi esposa, y mis… hijos…

    Caí con la cara al suelo… mejor dicho, a la arena: cuando me di cuenta de que todo había sido una “simple” alucinación. El tiempo quizás ni pasó; podría llevar apenas una hora alucinando en este desierto.

    No pasé por ninguna de esas desgracias… pero tampoco estaré para que mis hijos no las sufran.
     
    Última edición: 28 Marzo 2016
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  1. Ruki V
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