Colección Kisetsu [Samurai Sensō]

Tema en 'Mesa de Fanfics' iniciado por Gigi Blanche, 22 Julio 2020.

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  1. Threadmarks: I. El niño del invierno
     
    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master yes, and?

    Piscis
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    Título:
    Kisetsu [Samurai Sensō]
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    2
     
    Palabras:
    1790
    N/A: primer fic del rol AAAA disfruté un montón esto, además hacía un montón que no escribía y fue super terapéutico. Estoy super soft y super sad, y adoro a este niño. Al final del fic dejaré una sorpresa (??




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    冬の子
    Fuyu no Ko

    El niño del invierno

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    Un copo de nieve había recorrido aquellos cielos inmensos, desde la espesura de las nubes grises, como humo denso, hasta alcanzar su palma abierta y derretirse ante el más pequeño contacto con su calor. Se desintegró, perdió su forma, y se convirtió en agua. Kohaku cerró el puño y volvió la vista hacia sus dos hermanos pequeños, quienes correteaban de aquí para allá en los pasillos de la casa. Iban armando un gran alboroto con sus espadas de madera y las coronas de ramas secas a la cabeza, persiguiéndose y arrastrando el largo de los kimonos ajenos que habrían robado de quién sabe dónde. Eran de su padre, creía. Se sonrió, meneando la cabeza, y se bajó del borde de la ventana. Algunas paredes que daban al jardín delantero habían sido construidas en barro y las aberturas eran gruesas y amplias. Kohaku disfrutaba sentarse allí mientras el sol brillara, para leer o beber té. A veces lo acompañaba Chiasa.

    —Bueno, bueno —alzó la voz entre sus hermanos, quienes se detuvieron de inmediato al advertir su presencia, y depositó las manos sobre sus cabecitas—. ¿Qué piensan que dirá padre si los encuentra perturbando la casa?

    Los niños, con apenas un año de diferencia, se miraron entre sí y el mayor tomó la palabra.

    —No nos delatarás, ¿verdad? —balbuceó Itsuki, nervioso, viendo a su hermano con aquellos ojos de conejo que le resultaban tan adorables.

    Kohaku sonrió, enternecido, y se acuclilló para estar a su altura. Alternó la mirada entre ambos; sus ojos eran opacos, de un gris terroso que a la luz de las velas le recordaba el filo de una katana sucia. Era un color triste para un niño, siempre lo había pensado, pero también le resultaba muy hermoso. Como si la inocencia que poseían tuviera el poder de purificar hasta la espada más corrupta.

    —Claro que no —negó, revolviéndoles el cabello—. ¿Alguna vez lo hice? Pero vamos, al menos dejen esos kimonos donde los encontraron. Y dóblenlos apropiadamente, recuerden, con este pliegue hacia adentro y luego a la derecha. De esta forma, nadie notará que faltaron y todos estaremos a salvo.

    Hinata, el menor, hacía apenas un año había comenzado a articular oraciones coherentes. Su sonrisa fue increíblemente brillante y salió correteando a trompicones, espada al aire.

    —¡Gracias, hermano mayor!

    Itsuki le siguió de cerca, y en menos de un suspiro habían desaparecido por el pasillo. El silencio de la nieve volvió a cubrir la estancia, como un manto suave y tímido, del cual poco se conoce y, si te descuidas, olvidas su presencia. Kohaku se irguió y su mirada volvió al exterior a través de la ventana, casi por reflejo. Era un día apacible. Sus padres estaban fuera, preparando la peregrinación de Año Nuevo en el templo. Recorrió la distancia que lo separaba de la puerta y la deslizó con suavidad. Permaneció de pie, bajo el techo de la galería, observando los estanques, las flores de loto y los amplios paredones que lo separaban del resto de la villa. Esa tarde no había personal ni sirvientes. Esa tarde había podido dejar la máscara dentro del fino altar donde pertenecía.

    Sus ojos se sentían desnudos.

    —Hace buen clima, ¿verdad? A pesar del frío. La nieve seguro parará dentro de poco.

    Chiasa había aparecido junto a él. Iba ataviada con su furisode ritual, ese que utilizaba cada vez para danzar en Año Nuevo. Poseía un intrincado patrón floral en tonos rojizos, junto al obi dorado y los accesorios a juego. Kohaku le sonrió y detalló el mechón blanco que enmarcaba su rostro, ese que contrastaba sobre el azul oceánico de su cabello y la acompañaba desde su nacimiento. Usualmente lo pintaba para ceremonias y eventos importantes, pues sus padres lo consideraban un signo de fealdad.

    —¿Lo dejarás así este año? —inquirió, preocupado.

    Chiasa detalló su expresión unos segundos y sonrió, cargada de confianza.

    —¡Claro que sí! ¿No estás cansado de usar esa máscara? Yo estoy cansada de utilizar esos pigmentos que los ancianos consiguen vaya a saber uno dónde. Son espesos, difíciles de manipular, y luego me dejan el cabello reseco. Siento que en el fondo sólo intentan quemarme el pelo para que se caiga de raíz, pero su voluntad para sobrevivir es increíble.

    Había reído, mientras sostenía el cabello de nieve entre dos dedos y lo dejaba caer poco a poco. La preocupación aún no desaparecía del rostro de Kohaku y Chiasa le masajeó el ceño, con dulzura.

    —Relájate, hermano. Lo hablé con madre y accedió. Cualquier cosa le echamos la culpa a ella, ¿qué te parece?

    Sus bromas eran moneda corriente, y la voz que las formulaba tenía el poder de mecerse por el aire junto al vaivén de los copos de nieve, alcanzarlo y bañarlo de frescura. Kohaku acabó por ceder y descansó el hombro contra una columna de madera, de brazos cruzados.

    —¿Harás el dibujo este año?

    —¡Pues claro! —Se la oía casi ofendida—. ¿Tú no?

    —No lo sé, ¿debería?

    —¡Claro que deberías! ¿Qué pensarán Itsuki y Hinata si los dejamos dibujando solos?

    Kohaku se mantuvo en silencio, sopesando las palabras de su hermana. ¿Acaso los enanos pensarían algo si no se les unía? No lo había tenido a consideración.

    —¿Qué pasa, Kohaku? ¿Te crees muy adulto para hacer estas cosas de niños?

    El muchacho la vio por el rabillo del ojo y soltó una risa suave ante su evidente tono provocador. Sólo buscaba molestarlo, pero ya no caería en sus trampas. Llevaba muchos años haciéndolo y, aunque fuera a negarlo, era de hecho prácticamente un adulto. Faltaba poco para la ceremonia de sucesión.

    —Mis dibujos siempre me dieron pena, ¿sabes? —confesó, observando el paisaje nevado—. No he aprendido a reconciliarme con el pincel y la tinta.

    —Siempre puedo darte lecciones, si esa es tu preocupación.

    Kohaku meneó la cabeza y soltó el aire al hablar.

    —No, gracias. Estoy muy bien así.

    Chiasa siempre había poseído un desempeño destacable en las artes. Sus danzas eran impecables, prácticamente mágicas, y también era buena dibujando, escribiendo y tocando el koto. Todo a su corta edad. Poseía un increíble futuro por delante.

    La joven había reído, y junto a su sonido aparecieron los pasos atropellados de los pequeños. Los rebasaron en un suspiro, saltaron las escaleras de la galería y empezaron a jugar y lanzarse bolas de nieve. Los mayores los observaron en silencio durante un rato, y cuando Chiasa habló, su voz le recordó a las cuerdas más gruesas de un jūshichigen.

    —¿No estás cansado? —insistió—. De esa máscara.

    Kohaku reprimió un suspiro. Ese costado testarudo de su hermana era algo que jamás compartiría y, de hecho, le parecía algo grosero. Buscó su mirada para comprobar sus sospechas y sí, allí estaban, los ojos plateados sobre él. No era el gris terroso de los pequeños, era el brillo pálido de la luna en una noche despejada, y Kohaku era el único, el primero en muchas generaciones, que portaba los ojos de Amaterasu. Desconocían su proveniencia y lo habían adjudicado a una bendición de la diosa. El niño puro, decían los ancianos, el más puro sobre la tierra y el mar.

    El digno primogénito.

    El elegido para gobernar.

    Kohaku se removió en su lugar y comenzó a hablar, suave y paciente. Llano, taciturno y fluido, como el río pedregoso que corría junto a la villa.

    —Sabes la historia, ¿verdad? Cómo la máscara fue un regalo de los shichifukujin, los siete dioses de la fortuna, cuando descendieron del cielo en su Takarabune para repartir las bendiciones del año nuevo. Una vez, hace cientos de años, llegaron a las costas de Ishikawa y trajeron consigo esta máscara. Se dice que Ebisu en persona bajó del barco, puso sus pies sobre la tierra infértil, y el césped brotó de inmediato; y que a partir de entonces, en tanto hubiera un primogénito portando esta máscara, las cosechas serían abundantes y las tempestades, clementes. Era su única condición para bendecir la villa. —Hizo una breve pausa y alzó la vista al cielo blanco—. Puede que no comprendas mis razones, pero quiero creer. Quiero creer en esas historias y no pienso arriesgar la buena fortuna de todos los aldeanos por el capricho de un niño que no comprende la relevancia del asunto. Porque no puede hacerlo, es lo normal. Somos sólo niños.

    Las risas histriónicas de Itsuki y Hinata rasgaron la calma de su conversación y Kohaku sonrió, relajando los músculos. Relatar esa historia lo había tensado sin notarlo. Chiasa suspiró a su lado y apoyó la cabeza en el hombro de su hermano mayor.

    —Eres demasiado adulto para ser un niño.

    —¿Qué es eso? —Una risa suave brotó de su garganta y observó los proyectiles de nieve yendo y viniendo con un vigor increíble—. Es lo que me corresponde. Y no te preocupes, Chiasa. Estoy bien con ello.

    La chica dejó el asunto estar y estiró los brazos hacia adelante, preparando sus pulmones para recoger aire y exclamar:

    —¡Itsuki! ¡Hinata! ¡Ya vamos adentro, mira si se enferman el día de la peregrinación! —Los niños parecían no querer obedecer y agregó, astuta—: ¡Si no vuelven no haremos los dibujos de los shichifukujin!

    Fue la clave mágica. Los niños dejaron caer la nieve que llevaban entre manos y se apresuraron dentro de la casa, dejándose caer en el primer futón que encontraron. Estaban llenos de nieve y exhaustos, y los mayores los dejaron estar.

    —Bueno, tengo que prepararme para esta noche. Nos vemos más tarde, Kohaku.

    El muchacho asintió, sonriente, y Chiasa detalló su expresión una última vez antes de marcharse. La nieve, de nueva cuenta, se convirtió en su única compañía, y Kohaku estiró la mano para recibir un pequeño copo del cielo. Aguardó y aguardó, hasta que los músculos se entumecieron y el brazo cedió bajo su propio peso. Soltó un profundo suspiro y salió del resguardo de la galería, alzando el rostro al cielo. No nevaba.

    Un niño. Ya no podría volver a serlo, ¿verdad?



    No conseguí makers para hacer a los niños, pero sí hice a Chiasa y honestamente la amo (?

    Chiasa.png

    Y los niños junticos porque im soft
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    • Ganador Ganador x 4
  2.  
    Kaisa Morinachi

    Kaisa Morinachi Crazy goat

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    AHHHHHH ;WWWWWWW;

    Todo demasiado lindo, en verdad. Una pena pensar en como terminó.

    La narración y la música 10/10, nada que agregar, yo feliz de leer el backstory de este sujeto. Chiasa, Chisa... Dios, que triste XD

    Cuando hablaron en el Dojo, Mao y Kohaku, escribí un dialogo que después descarté, porque se me alargaba como chorrocientas palabras. Pero, basicamente, la enana se ponía a hablar sobre el nombre de Kohaku, tipo:

    "Kohaku... ¿Ámbar?, ¿por tus ojos, tal vez? Bueno, es un lindo nombre de todas formas. Debían quererte bastante"

    Y después se ponía a divagar sola, vinculando el nombre que le dio a la ardilla con el de Kohaku, tipo: Si Chisa es "Mil amaneceres", entonces él sería como el sol de esos amaneceres. Todo hablando metafóricamente, solo a base de sus nombres. Peeero bueno, al final no se dio XD Pero arde o temprano puede que Mao se lo suelte.

    ¿Tiene algo que ver con el escrito? No sé, pero lo veía como la oportunidad de decirlo (?)
     
    • Adorable Adorable x 3
  3. Threadmarks: II. La niña de la primavera
     
    Gigi Blanche

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    2
     
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    N/A: iba a publicar esto en un one-shot aparte, pero al final serían cuatro one-shots por separado y dije pa qué. So, here i am. Llevo unos cuantos días de research intensa y escritura gracias a Fer por darme bola even tho shes extremely busy unu hasta que acabé el fic, y estoy muy satisfecha con el resultado de todo. Kohaku y sus hermanos son cuatro, y cada uno hace alusión a una estación del año, así que dije: bruh, por qué no escribo un fic de cada uno? A saber cuándo acabe este mini proyecto, pero me hace ilu so thats that.

    Al mismo tiempo, planeo/pretendo usar esta colección para mostrar y profundizar respecto a la vida de Kohaku en la Villa, cada capítulo enfocado en una costumbre y/o leyenda distinta.

    Al final del fic voy a dejar un glosario con la definición de las palabras japonesas que usé, para los curiosos más que nada. Intenté que dentro del ficazo la lectura no se perdiera por usar palabras en otro idioma, así que espero haberlo logrado JAJAJA





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    春の少女
    Haru no shōjo

    La niña de la primavera

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    Los cascabeles de los suzu tintinearon al unísono y pensé que sonaban similar a una cascada o a la lluvia de verano. Había cinco niñas dentro de la pérgola, danzando frente a la Villa. Giraron sobre sí mismas lentamente, con tal suavidad que parecían estar flotando bajo la frondosa tela del hakama azul marino, y sus cortinas de cabello azabache relucieron bajo las luces tenues. Detrás de ellas, la música resonaba y hacía eco en nuestros cuerpos, el crepitar del fuego, el cielo amoratado. Chiasa, al centro del grupo, llevaba un tocado de flores y ornamentos dorados muy similar a una corona, que lucía pesado pero le sentaba de maravilla. En la mano restante, un frondoso inau con decenas de tiras de madera tallada. Las otras cuatro niñas portaban abanicos oogi y realizaban movimientos más amplios, fluidos y parsimoniosos a su alrededor. Acompañaban e incentivaban a Chiasa, pues Chiasa agitaba el suzu, el inau también, y con ello buscaba llamar la atención de los dioses. “Mírenme”, les decía, “los estoy llamando”.

    ¿Pueden oírme?

    La danza siguió fluyendo con la serenidad y elegancia del mai, mientras todas las personas a mi alrededor prácticamente contenían el aliento. El Taiyō Matsuri era uno de los festivales más importantes de la Villa. Simbolizaba el advenimiento del abrigo cálido del verano, despedirse de las estaciones cruentas y pedir, otra vez, que el clima fuera amable y las cosechas de arroz, abundantes. Dedicábamos dos días enteros a rezar, meditar y hacer ofrendas en el templo, y culminaba con la danza miko kagura. El Kojiki hablaba de aquella vez, hace mucho tiempo, cuando Amaterasu, la Diosa del sol, se confinó en una cueva y, con ello, le arrebató la luz al mundo. Fue Ame-no-Uzume, del amanecer y el jolgorio, quien comenzó a danzar fuera de la cueva; justo como las cinco niñas frente a mí. Su entusiasmo llamó la atención de los demás dioses y pronto consiguieron captar la curiosidad de Amaterasu. Bastó una pequeña brecha en la piedra, una ligera hendidura por la cual observarlos, para que la luz se desbordara y regresara a la tierra. Chiasa alzó los cascabeles hacia el cielo, los abanicos envolviéndola, la música resonó.

    Y así se disiparon las tinieblas.

    El público permaneció en profundo y respetuoso silencio. Las miko conservaron la posición hasta que la última nota se evaporó en el aire y Chiasa, al bajar los brazos, deslizó su mirada hacia mí. Los Ishikawa estábamos frente a la pérgola, en el corazón de la multitud; padre, madre y los niños me rodeaban. Ella observó la máscara de arcilla, y yo detallé el mechón de cabello que se derramó sobre su hombro. Negro, no blanco.

    Lentamente abandonaron el escenario y los aldeanos de la Villa comenzaron a diseminarse, iniciando un murmullo de conversación moderado. Los Ancianos se aproximaron a mi padre, madre se retiró junto a los niños tras sonreírme y por un breve instante me sentí un completo extraño. Satsuki, mi sensei, fue el único que se acercó a mí. Llevaba las manos escondidas dentro de las mangas de su kimono y el haori negro, y el cabello castaño, como era lo usual, algo desalineado.

    —Si me preguntan, ¿qué les digo esta vez? —indagó, tranquilo.

    —La primavera se está abriendo paso, hay tantas hierbas que recolectar en el bosque —dije con cierta teatralidad, y el hombre me concedió una sonrisa cómplice—. ¿No lo cree, sensei?

    —Oh, desde luego. No se puede desaprovechar la oportunidad.

    Sonreí, pese a que la máscara lo ocultara, pero Satsuki me conocía ya lo suficiente. Su gesto se suavizó al mirarme y señaló el camino con un movimiento de barbilla, sereno. Yo incliné ligeramente la cabeza y no se precisaron más palabras. El sol acariciaba con suavidad los bordes irregulares del Monte Chōkai y tomé mucho aire antes de empezar a caminar. ¿Hacia dónde?

    Bueno, Chiasa y yo teníamos nuestra propia tradición.

    Recorrí la Villa con calma, las casas de madera expuesta, algunas, y otras recubiertas con hojas y paja. Había aldeanos descolgando los bacalaos y los gádidos, otros transportaban agua, algunos charlaban con calma y de muchos techos se perfilaban las columnas de humo hacia el cielo; casi podía oír la madera crepitando. El festival había acabado y con él, la vida regresaba lentamente a la normalidad. La paz de la cual gozábamos en la Villa era algo que jamás había sabido apreciar.

    Todas las personas que repararon en mi presencia detuvieron abruptamente sus actividades para reverenciarme; llevaban catorce años haciéndolo y aún no me habituaba. Caminé, así, hasta alcanzar las inmediaciones de la Villa, y recargué mi peso contra un poste de madera en lo que aguardaba. Chiasa apareció al rato, cuando el monte ya casi engullía el sol. Venía corriendo con la torpeza usual que le causaban las geta, verla desde lejos me dibujó una sonrisa inmensa en el rostro y a la debida distancia alcancé a oírla respirando con dificultad. Quise decirle que se lo tomara con calma, pero pilló mi mano a la carrera y me arrastró sin detenerse ni un instante. La tontería, el sacudón físico me arrancó una risa y simplemente fluí detrás de su energía, frenética y atolondrada como siempre. El campo de girasoles apenas había sido sembrado, atravesamos una enorme extensión de tierra labrada bajo la intensa luz del atardecer y nos hundimos en el bosque Nakajimadai. Su espesor nos rodeó en penumbras hasta que poco a poco acostumbramos la vista.

    Una vez allí, Chiasa desaceleró y nos detuvimos a recuperar el aliento. Se había abrigado con un haori encima de su ropa de miko, el cual llevaba bordado el emblema familiar a la espalda en hilos dorados. Otro símbolo de Amaterasu, la misma que, según los Ancianos, había decorado mis ojos. También se había atado el cabello en una cola baja.

    —Justo a tiempo, ¿eh? —soltó, con la respiración aún algo agitada.

    —Más bien diría que se nos ha hecho un poco tarde. —Alcé la vista, aunque el follaje a duras penas dejaba entrever un trozo de cielo—. No deberíamos quedarnos mucho tiempo.

    —Ah, tonterías.

    Agitó la mano, irguiéndose plenamente, y renovó el aire de un sopetón. Así, entonces, comenzamos a recorrer el bosque con calma. El Nakajimadai se extendía sobre la ladera norte del Monte Chōkai y era donde solía escabullirme cuando buscaba algo de calma, por lo general bajo el pretexto de recolectar hierbas. Lo que había iniciado como una mera excusa acabó captando mi atención de veras, y poco a poco fui convirtiéndolo en una afición real. El lugar estaba compuesto principalmente por hayas y muchísimos riachuelos que serpenteaban entre los arbustos como cintas plateadas. Chiasa y yo ya conocíamos los caminos al dedillo.

    La niña iba cantando una canción mientras saltaba entre las piedras encharcadas; siempre había tenido bonita voz.

    —¿Y qué tal estuvo, Ko? —preguntó poco después, haciendo equilibrio para no acabar pisando en falso.

    Bajé la campanilla para osos, dejando así de agitarla, y la sonrisa me tintó el tono en el cual hablé.

    —Sublime, como siempre —concedí, con plena honestidad.

    Ella, sin embargo, no lució convencida. Frunció el ceño, deteniéndose tras haber alcanzado la otra rivera del río, y la imité; no sabía qué la había frenado pero tampoco me interesaba cuestionarlo. Era, a decir verdad, un hábito que llevaba demasiado arraigado en el cuerpo. Fluía siempre con la corriente y le dejaba a Chiasa todo el trabajo de rebelarse, incluso si en el fondo pensábamos igual. ¿Era cobardía? ¿Egoísmo? No estaba seguro.

    —Dioses, me irrita tanto —masculló, avanzó hacia mí y estiró las manos para alcanzar la parte trasera de mi cabeza—. Sólo estamos nosotros aquí, no pasará nada.

    Había sonado conciliadora, como si pretendiera mitigar por adelantado la tensión que, sabía, iba a sentir. El nudo de la máscara se aflojó y la removió con cuidado, llevándose consigo la piel de lobo albino. El aire crepuscular me silbó contra la piel del rostro y, en efecto, algo bastante agobiante se enredó en mi pecho.

    —Chiasa, no…

    —No pasará nada, Ko —repitió, fue suave y su mirada se estrechó tras detallar mis facciones—. Tú también tienes derecho a gozar de algo de libertad.

    ¿Lo tenía?

    —Además, mírate —agregó, acunando mi mejilla con una mano, y la voz se le permeó de alegría—. Tus ojos brillan como los de un recién nacido. Son preciosos.

    No era información que pudiera corroborar, pero rara vez me encontraba dudando de la palabra de Chiasa. Mis ojos siempre habían causado revuelo entre quienes los vieron, el suficiente para agobiarme, para atar la máscara. Para encerrarme dentro de ese trozo de arcilla.

    La bendición de Amaterasu, decían algunos, extasiados.

    O la chispa de Hoyau, decían otros, recelosos.

    Nunca supe a qué se referían exactamente, nadie me lo explicó y, tras preguntar un par de veces sin recibir respuesta, preferí guardar silencio. La palabra santa era el Kojiki y nuestros templos le rendían culto a Ebisu, Amaterasu, Inari goza. Izanagi e Izanami habían creado el mundo, y de sus descendientes nacían los Emperadores de Japón. Las deidades que nos gobernaban y regían habitaban el Takamagahara. Esa era toda la verdad que conocía, que me habían enseñado. Eran los bordes de mi mundo. Había mucho que no sabía.

    Como, por ejemplo, que ni mi padre ni mis ancestros habían tenido que portar la máscara todas sus vidas.

    No encontré palabras para responderle a Chiasa y, de todos modos, la niña no tardó en alejarse. La vi agacharse junto al río, mojarse los dedos y empezar a cepillarlos en su cabello, sobre un mechón puntual; aquel que caía encima de su rostro y los Ancianos pintaban con carbón triturado antes de cada miko kagura. La niña se seguía resistiendo con todas sus fuerzas la mayoría de las veces. Tampoco sabía que nuestro padre, si andaba cerca, se encargaba de aprehenderla personalmente.

    Las hebras albinas contrastaron con fuerza y la oí suspirar. Sus ojos, del color del plenilunio, lucieron aliviados al volver a verme.

    —¿Ves? Algo de libertad, y sin matar a nadie —argumentó, contenta.

    Chiasa era toda la libertad que conocía, la única que me enseñaba al respecto y se desgarraba el cuerpo con tal de defenderla. Era la persona más valiente, amable y divertida del mundo, incluso teniendo apenas doce años. En ese instante, así como en tantos otros, quise aprender de su sonrisa; esa con la que agitó la máscara en el aire, triunfante, y empezó a corretear de nuevo. Tuve que seguirla, era el único con campana y había muchos osos en el bosque.

    Bordeamos el pantano Shishigahana, cruzamos otro par de riachuelos y acabamos llegando a nuestro destino. Un haya inmenso se abría paso hacia el cielo en un claro del bosque, era el más antiguo de todos y tenía anudada una soga a su tronco con tres serpentinas de papel shide pendiendo de ella. Había, además, algunas torres pequeñas hechas con piedras apiladas a su alrededor. Todo lucía viejo, sin embargo, castigado por las inclemencias del tiempo.

    Abandonado.

    Ine-no-Ki —lo llamó Chiasa, entusiasmada, y ejecutó una profunda reverencia—. Llegamos.

    Era el nombre del árbol, o al menos eso nos habían enseñado en la Villa. Me posicioné junto a la niña y la imité, conservando el silencio mientras rezábamos. Antaño había sido un lugar de reverencia dedicado a Inari goza, las cinco deidades de los zorros, el arroz y la agricultura. Según el Kojiki habían descendido del Cielo, montadas en inmaculados zorros blancos, y en sus bolsas cargaban granos de cereal. Al pisar la tierra, abrieron sus bolsas y vaciaron su contenido en los pantanos que abundaban en Japón. Uno de los pantanos cultivados con sus granos de cereal fue el Shishigahana, lo cual nutrió la tierra y permitió al gran bosque Nakajimadai crecer. Ine-no-Ki fue el primer árbol en brotar gracias a ellos, y desde entonces se lo consideró un lugar sagrado.

    —Sigues tan resistente como siempre —murmuró Chiasa bastante tiempo después, acercándose para apoyar su palma en el tronco—. Me alegra mucho.

    Era un poco inexplicable la conexión que teníamos con el árbol. Había topado con él en una de mis andanzas por el bosque y fue Satsuki quien me habló de su importancia. Cuando le pregunté por qué los Ancianos nunca me habían enseñado al respecto, su sonrisa se desdibujó y se encogió de hombros.

    —El mundo es mucho más grande y complejo de lo que ves —había dicho, en voz baja, aunque el sonido reverberó en el silencio del dojo—. Las personas no siempre piensan igual ni se ponen de acuerdo, y los Ancianos… bueno, ellos creen muy firmemente en sus verdades. Abandonaron el culto al Ine-no-Ki con mucho pesar hace ya varios años, cuando su existencia entró en conflicto con otras verdades.

    Por ese entonces tenía apenas nueve años, no había forma de que lo entendiera. Perseveré, sin embargo, seguí yendo donde él y, cada vez que le recé, mi espíritu sintió una paz que jamás encontré en los templos de la Villa. Eventualmente llevé a Chiasa conmigo y vi el mismo brillo chispear en sus ojos. Desde entonces, cada año comenzamos a escabullirnos una vez finalizado el Taiyō Matsuri. Ame-no-Uzume era una de las cinco deidades que correspondían a Inari goza, al fin y al cabo. Sentíamos la necesidad de acudir a ella, al lugar donde la sintiéramos más cerca.

    —No lo comprendo —murmuré, casi resignado, y solté una risa nasal meneando la cabeza. Mi hermana volteó a verme y yo me senté en el césped, frente al árbol—. ¿Qué es lo que tiene, que lo vuelve tan especial?

    —No creo que debamos comprenderlo —me respondió Chiasa, sentándose a mi lado, y depositó la máscara frente a nosotros—. No creo que debamos ni podamos comprender nada de esto. ¿No te basta con sentirlo, Ko?

    Tenía la vista fija en el árbol y solté el aire lentamente. Junto a la noche, cientos, miles de estrellas tintineaban sobre nosotros, el bosque e Ine-no-Ki.

    —Lo intento —murmuré, algo frustrado—. Lo intento, pero… hay algo en mí que siempre permanece insatisfecho. Como si no me bastara.

    —¿Con lo que te enseñan los Ancianos? —sopesó, y volteé a verla—. ¿O con la Villa en general?

    La luz nocturna le arrancaba un brillo pálido a su mechón albino y los ojos de luna. Era mi niña de la primavera, pero en sus colores no aparecía ni un gramo de calidez. Siempre me pregunté por qué.

    —¿Esa no serías tú? —repliqué, sonriendo ligeramente irónico. Ella se encogió de hombros.

    —Pues sí, y no lo escondo. Dioses, lo que daría por ver el mundo que hay allá afuera. Las diferentes personas, ciudades y creencias. ¿Siquiera puedes imaginarlo? ¿Lo complejo y hermoso que debe ser?

    Mi sonrisa se mantuvo pequeña, aunque adquirió una nota de algo muy parecido a la vergüenza. No tenía forma de competir contra las ambiciones de Chiasa, ambos lo sabíamos. Sin importar cuánto escarbara dentro de mi pecho no había rastro del fuego que ella poseía.

    —Suena… misterioso —concedí, y ella se aproximó a mí.

    —Oye, Ko, deberíamos escaparnos algún día.

    —¿Qué? —Mi sorpresa fue tal que me obligó a levantar la voz y Chiasa me chistó.

    —¡Claro! Cuando seamos más grandes… y cuando uses mejor la katana, claro, que seguro es peligroso. Podemos escaparnos y ver qué hay ahí afuera.

    Era una idea absolutamente descabellada pero no me dio el corazón para desestimarla. No con lo ilusionada que se veía al proponerla. La miré por un tiempo, hasta que confirmé que iba en serio y suspiré, resignándome.

    —¿O sea que sólo planeas usarme de guardia? —bromeé, haciéndola fruncir el ceño.

    —¡Claro que no! Eres mi mejor amigo, Ko, ¿cómo podría huir en busca de una mejor vida sin ti?

    —Cierto, sería muy desconsiderado de tu parte.

    —Exacto.

    —E imprudente también.

    —Exac- ¡Oye!

    Me soltó un golpecito en el brazo y volví a reírme, el eco de nuestras voces replicándose sobre el silencio del bosque. Frente a nosotros, el enorme Ine-no-Ki se mantenía firme, eterno y soberbio, y en cierta forma era como conversar en compañía de Inari. Sensaciones similares me alcanzaban dentro del Nakajimadai de tanto en tanto, había una gran energía espiritual. Podía sentirla.

    —Supongo que estaría bien salir —confesé tras un tiempo en silencio, observando la máscara frente a nosotros con cierto dejo de tristeza—. Antes de tener que hacerlo como jefe de la Villa, quiero decir. La idea de suceder a nuestro padre sin conocer nada del mundo exterior… me asusta un poco.

    Chiasa resopló bajito y me acarició la espalda con vaivenes amplios, después se apoyó en mi hombro y nos quedamos allí, observando el árbol. Yo alcé la mirada al cielo y pestañeé, detallando las estrellas.

    —Lo harás bien, Ko —murmuró, fue suave y se me asemejó a un arrullo—. Eres amable e inteligente, puedes comprender y analizar las cosas. Lo harás bien. Y yo estaré siempre ahí, para apoyarte o pelearme con quien haga falta.

    Reímos en voz baja, hasta que la broma se diluyó y sólo conservamos la paz. Las dudas, las angustias, la tristeza, mucho se disipaba en su eterna compañía.

    —Suena bastante bien, de hecho —concedí, sonriendo, y giré el rostro para dejarle un beso en el cabello.

    Quizás era eso.

    Chiasa siempre sabía darme paz, en formas que nadie más lo hacía.

    .

    .

    .

    Ya poca nieve quedaba del invierno, aunque aún era suficiente para cubrir el césped a mi alrededor de una ligera cortina blanca. Estaba contando las estrellas, o al menos pretendiendo hacerlo; me ayudaba a calmarme. La pequeña ardilla que había encontrado dormía sobre mi pecho, acurrucada en su cola. La acariciaba con movimientos tentativos, el cielo estaba en silencio y a mi lado, echada en el suelo, yacía mi máscara. Una sonrisa triste revoloteó en mis labios; no lograba conciliar el sueño.

    —Al final lo hice —susurré, volutas de vapor danzaron hacia arriba.

    Había cumplido el sueño imprudente de Chiasa, había salido de la Villa y estaba recorriendo el mundo. Había muchísimas personas, ciudades y creencias diferentes. Era tan, tan amplio que por momentos llegaba a marearme. Caótico, también, contradictorio.

    —Tenías razón.

    Y absurdamente hermoso.

    Cerré los ojos, las lágrimas fluyeron y el pelaje de la ardilla era suave entre mis dedos, la cual se despertó apenas y emitió un suave chillido antes de volver a acurrucarse. Estaba por salir el sol.

    —Chiasa. —Mi voz fue apenas un hilillo y, pese a todo, mi semblante se relajó; me había prometido aprender de su sonrisa—. Es un bonito nombre. ¿Te gusta, pequeña?

    ¿Cuántos amaneceres eran ya sin ella?

    —Puedes llamarte como ella, si quieres. No le molestará.

    Había perdido la cuenta.



    • Amaterasu (天照大神): diosa del sol en el sintoísmo. Es uno de los Tres Niños Preciosos, los hijos más importantes de Izanagi.
    • Ame-no-Uzume (天鈿女命): diosa del amanecer, la alegría, la meditación, el jolgorio y las artes en el sintoísmo. Es la esposa de Sarutahiko Ōkami y, acorde a las creencias de la Villa Ishikawa, parte de Inari goza.
    • Geta (下駄): calzado tradicional japonés. Son una especie de sandalia con base de madera y elevadas sobre dos o tres plataformas delgadas.
    • Hakama (袴): ropa tradicional japonesa. Es una especie de pantalón amplio, que se ata a la cintura y cae hasta los tobillos, utilizado principalmente por hombres y miko.
    • Haori (羽織): ropa tradicional japonesa. Es una especie de tapado, similar a un kimono, que se usa como abrigo por encima de éste. Suele atarse al frente con dos cuerdas.
    • Hoyau: dragón malvado y ponzoñoso perteneciente a la mitología ainu. Algunas de sus representaciones lo ilustran como un kamuy (en ainu: カムィ, concepto similar al de los kami japoneses).
    • Inari goza: conjunto de cinco deidades en el sintoísmo. Representa los zorros, la fertilidad, el arroz, la agricultura y la industria. Es una de las muchas concepciones que hay de Inari Ōkami (稲荷大神).
    • Inau (en ainu: イナウ): palillos tallados en madera verde de sauce mediante un cuchillo con el que se rizan un determinado número de tiras. Pertenecen a la cultura ainu y suelen utilizarse en ceremonias religiosos, aunque también se cuelgan fuera de las casas.
    • Ine-no-Ki (稲の木): árbol del arroz. Es el haya más antiguo del bosque Nakajimadai, presuntamente asociado a Inari goza.
    • Izanagi (イザナギ) e Izanami (イザナミ): entidades creadoras del archipiélago de Japón en la religión sintoísta.
    • Kagura suzu (神楽鈴): vara de doce cascabeles utilizada en danzas kagura.
    • Kojiki (古事記): primera crónica semi-histórica japonesa asentada por escrito sobre mitos, leyendas, himnos, genealogías y tradiciones orales. Se publicó en el siglo VIII, presuntamente entre los años 711 y 712.
    • Mai: tipo de movimientos lentos y circulares, llenos de elegancia, presentes en una danza kagura. Representa también una fase del espectáculo, y existe en contraposición al odori.
    • Miko (巫女, sacerdotisa) kagura (神楽, entretenimiento de los dioses): danza ritual de la tradición sintoísta que se realiza en festivales u ocasiones religiosas. Es un tipo específico de kagura, en este caso, protagonizado por sacerdotisas.
    • Shide (紙垂): serpentinas zigzagueantes de papel blanco que suelen utilizarse en rituales sintoístas.
    • Taiyō Matsuri (太陽まつり): festival del sol. Festival que se celebra en la Villa Ishikawa a comienzos de la primavera en honor a Amaterasu y Ame-no-Uzume.
    • Takamagahara (高天原): es la morada de los dioses celestiales. Suele ubicársela en el cielo y se dice que está conectada a la Tierra mediante un puente, Ame-no-Ukihashi.
     
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