Horror El crescendo perfecto

La habitación nunca fue grande pero ese día sintió como, de a poco, se hacía más y más pequeña.

El eco de las notas que tocaba en su pulcro piano retumbaron en su cabeza como campanadas en una iglesia abandonada, pudo escuchar los latidos de su corazón y su respiración pesada, desesperada, perturbada. Escuchaba la sangre correr por sus venas como un río entre montañas, como un grifo abierto, cómo detestaba los grifos abiertos. El piso de madera rechinaba al menor contacto; sonaba igual que ratas chillando. Con cada ruido su paciencia se agotaba y pudo sentir un ligero sudor frío humedeciendo sus manos y mojando su cien.

Sus notas no le transmitieron nada, carecían de alma, como él. Quería seguir practicando. ¿Quería seguir tocando?

La habitación se encogió tanto que ni él ni sus pensamientos cupieron en ella. Salió.

El ruido de la ciudad era apabullante: la brisa del viento chocó en sus tímpanos e hicieron que cada vello en su cuerpo se erizara, el sonido de los autos penetró directamente en su cerebro, las risas de los niños jugando en…

Niños jugando y riendo dentro de aquel parque de diversiones, risas melodiosas y angelicales que apaciguaron su alma, quería más, necesitaba más. Había algo en esas voces infantíles que le traía calma sin embargo, como un instrumento nuevo, faltaba algo de afinación, algo más de perfección.

Un silencio perpetuo inundó su mente. Sus manos estaban llenas de sangre, quiso limpiarlas en su ropa pero solo consiguió dejar un rastro carmesí, mientras mas lo intentaba más sucio quedaba, se rindió; con la sangre escribió en el aire y tomó la batuta escondida en sus ilusiones.

Las luces rojas y azules se encendieron, el público estaba desesperado y él ansioso. Comenzó a dirigir y el silencio terminó; los gritos de dolor, cual coro de ángeles, se escucharon y volvió a sentir ese hormigueo en su pecho, esa calidez en su cuerpo.

Las risas inocentes de los infantes se convirtieron en llantos desesperados y esos llantos en el crescendo de su composición. Todos los sonidos por fin encontraron una armonía y él llegó al pináculo de su talento.

En la lúgubre celda en la que pasa sus días puede escucharse su risa mientras toca un piano que solo él puede ver, riendo y temblando, encimismado en el extasis del recuerdo de aquel día en el que la sangre inocente cubrió sus manos y lo cubrió de gloria.