Otro Donde hay amor, allí está Dios [Actividad "Forgotten Christmas"]

Tema en 'Fanfics sobre Libros' iniciado por InunoTaisho, 28 Diciembre 2020.

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    InunoTaisho

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    Título:
    Donde hay amor, allí está Dios [Actividad "Forgotten Christmas"]
    Clasificación:
    Para todas las edades
    Género:
    Amistad
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2044
    En donde está el amor, ahí está Dios.




    Nota: este relato participa en la actividad “Forgotten Christmas”, es una adaptación resumida de un relato de León Tolstoi, el gran escritor ruso [también resumido]. Espero les guste.




    ─ ¡Hoy recibiré una gran visita en casa, hoy viene el Señor a posar aquí! ─dijo el zapatero emocionado al levantarse.



    Vivía en la ciudad un zapatero llamado Martín Avdieitch, que habitaba en un sótano, una pieza alumbrada por una ventana que daba a la calle, y por ella veía a la gente pasar; y aunque sólo distinguía los pies de los transeúntes, Martín distinguía por el calzado a cuantos cruzaban por ahí. Viejo y acreditado en su oficio, era raro que no hubiese en la ciudad un par de zapatos que no haya pasado una o dos veces por su casa y, como trabajaba con limpieza, usando buenos materiales y entregando a tiempo, por esa razón era estimado por todos y jamás le faltó trabajo en su taller.



    La vida había sido dura con Martín pues antes de llegar a la vejez había enviudado y perdido a todos sus hijos, el último murió después que su esposa sin alcanzar la edad adulta. El buen zapatero enterró también a ese hijo, y aquella pérdida tan hondo labró en su corazón, que hasta llegó a murmurar de la justicia divina. Se sentía tan desgraciado que con frecuencia le pedía al Señor que le quitara la vida y hasta cesó de frecuentar la iglesia. Afortunadamente, cerca de la Pascua de Pentecostés, llegó a su casa un paisano suyo, quien le recomendó leer la biblia después de que tuvieron una charla sobre el propósito de Dios para la vida de los hombres.



    Desde entonces la vida de Avdieitch cambió por completo, dejó de beber y dedicaba buena parte de la noche, antes de irse a dormir, a leer con entusiasmo la Palabra, y mientras más leía más iba comprendiendo, sintiendo la dulce serenidad que poco a poco invadía su alma. En una de sus lecturas llegó al pasaje del rico fariseo que invitó a Jesús a comer en su casa, en donde una pecadora, derramando su corazón entre lágrimas y perfume para lavar sus pies, fue perdonada de sus pecados, mientras el fariseo tuvo que ser reconvenido por el Señor [Lucas 7:44-47]. Quitándose sus gafas, dejó el libro y se puso a reflexionar:



    “Sin duda ─se decía─ era yo como aquel fariseo, pensando únicamente en mí sin preocuparme por el convidado a mi mesa… Si el Señor hubiera venido a mi casa, ¿hubiera yo procedido de esa manera?”. Y, apoyando los codos sobre la mesa, dejó caer sobre las manos la cabeza y se durmió sin darse cuenta de ello.



    ─ ¡Martín! ─dijo de pronto una voz a su oído.


    ─ ¿Quién está ahí? ─se despabiló levemente sobresaltado.



    Incorporándose se volvió hacia la puerta, pero, al no ver a nadie, volvió a dormirse del cansancio. Pero en el acto oyó nuevamente esa voz que le hablaba:



    ─ ¡Martín! ¡Eh, Martín! Mira mañana a la calle que yo vendré a verte.



    El zapatero, despierto ya de su sopor, se levantó de la silla y se frotó los ojos. Él mismo no sabía si aquellas palabras las había oído en sueños o en realidad. Al fin apagó la lámpara para acostarse.



    Al día siguiente, antes de la aurora, se levantó, rezó su acostumbrada plegaria y, tras tomar su desayuno, se puso el mandil para iniciar la cotidiana tarea. Mientras trabajaba no podía apartar de su imaginación lo que la víspera le ocurriera, y no sabía que pensar: Tanto le parecía que había sido juguete de una ilusión, tanto que en realidad le había hablado.



    ─ Estas son cosas que suceden en la vida ─se dijo tranquilamente para continuar su labor.



    De vez en cuando miraba por la ventana y, cuando pasaba alguno cuyas botas no conocía, se inclinaba para ver, no sólo los pies, sino el rostro del desconocido. Así pasaron las primeras horas del día sin ninguna novedad. Ya cerca del mediodía pudo notar como alguien paleaba la nieve con esfuerzo, asomándose una vez más a la ventana. Era un viejo soldado llamado Stepanitch, a quien un comerciante cercano había contratado para auxiliar al portero en el trabajo de quitar la nieve de la calle, en un acto de consideración a su edad y extrema pobreza.



    ─ Soy un necio por pensar de esa manera ─se dijo el zapatero burlándose de sí mismo─. Es Stepanitch que quita la nieve, y yo me figuro que es Cristo quien viene a verme. En verdad estoy divagando, imbécil de mí.



    Sin embargo, después de unos minutos, pudo notar que el viejo soldado había dejado de palear y se apoyaba en la pared tratando de calentarse. Movido a misericordia pensó que no era justo para un pobre hombre mayor el trabajar quitando nieve con ese temporal, así que, sirviendo una taza de té preparado con antelación, le llamó a través de la ventana.



    ─ Stepanitch, ven a calentarte… seguramente has de tener frío ─le dijo al llamarle.


    ─ ¡Dios nos ampare!, me duelen los huesos ─respondió el aludido haciéndole caso.



    Tuvieron una breve charla bebiendo algunas tazas de la reconfortante bebida caliente, ya que Stepanitch notó que Martín se asomaba a la ventana de vez en cuando.



    ─ ¿Esperas a alguno? ─le preguntó.


    ─ ¿Si espero a alguno? Vergüenza me da decir a quien espero. No sé si tengo o no razón para esperar, pero hay una palabra que me ha llegado al corazón… ─respondió el zapatero, narrándole lo sucedido la noche anterior, y contándole unas cuantas cosas más de lo que había estudiado─… Pienso que nuestro Señor Jesús, cuando andaba por el mundo, no rechazó a nadie, y buscaba, sobre todo, a los humildes. Eligió a sus discípulos entre los de nuestra clase, pescadores, artesanos como nosotros… por eso Él decía “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.”



    Stepanitch, era un anciano sensible; escuchaba atentamente y las lágrimas corrían por sus ojos. Terminado su té se levantó, hizo la señal de la cruz y dio las gracias.



    ─ Te agradezco, Martín ─le dijo más alegre─, que me hayas tratado de este modo, satisfaciendo al mismo tiempo mi alma y mi cuerpo.


    ─ A tu disposición, y hasta otra vez. Ten presente que me alegra mucho que me vengan a ver ─dijo el aludido sintiéndose también agradecido.



    Un poco más tarde, mientras la nieve caía incesantemente, Martín se fijó en una mujer con medias de lana y zapatos de campesina, arrimada a la pared. Ella llevaba un pequeño niño en brazos y trataba de abrigarlo con el escaso ropaje que traía puesto, un traje de verano en mal estado. Martín fue movido a misericordia una vez más al escuchar llorar al niño, yendo a abrir la puerta para llamar a la mujer.



    ─ ¡Eh, buena mujer! ¡Eh, buena mujer!



    La pobre forastera se volvió hacia él en cuanto le escuchó.



    ─ ¿Por qué te quedas en la intemperie con tu hijo? Ven a mi cuarto y podrás cuidarle mejor… ¡Por aquí, por aquí!



    La mujer, momentáneamente sorprendida al ver a un viejo con un mandil, le obedece y va tras él. Juntos bajan unos cuantos escalones y penetran en la habitación caliente.



    ─ Ven acá y siéntate junto a la estufa ─le dijo el anciano arrimándole una silla─. Calientate y da de mamar al pequeño.


    ─ Es que ya no tengo leche ─respondió la mujer reprimiendo un sollozo─. Es más, desde esta mañana no he probado alimento.



    Y, sin embargo, le dio el pecho seco a su pequeñuelo. Martín volvió la cabeza, se acercó a la mesa y, tomando un tazón y un pan, le invitó a degustar el guisado que estaba cocinándose en la estufa.



    ─ Siéntate y come, buena mujer, en tanto yo tendré a tu hijo ─le dijo con amabilidad paternal─. He sido padre y sé cuidar a los pequeñuelos.


    ─ Dios se lo pague, señor ─expresó ella tratando de sonreír.



    Mientras restauraba sus fuerzas, la forastera contó quien era y de donde venía, y toda la larga travesía que había tenido que recorrer.



    ─ Yo ─dijo─ soy esposa de un soldado. Hace ocho meses que han hecho partir a mi marido y no tengo noticias de él. Vivía de mi empleo de cocinera cuando di a luz y, a causa de eso, ya no me quisieron tener en ninguna parte… Afortunadamente encontré un empleo donde nuestra hija mayor está colocada, pero queda muy lejos y mi pequeño y yo estamos extenuados…



    Martín suspiró y le dijo:



    ─ ¿Y no tienes vestidos de abrigo?


    ─ Ayer empeñé por veinte monedas mi último mantón ─dijo ella, acercándosele para tomar al niño.



    El zapatero se levantó y, dirigiéndose al ropero, buscó y halló un viejo abrigo.



    ─ ¡Toma! ─le dijo entregándoselo─, no es nuevo pero sin duda servirá para cubrirte.


    ─ ¡Dios le premie, buen hombre! Él sin duda me ha traído a su ventana ─la mujer rompió a llorar con agradecimiento─. Sin eso el niño se hubiera helado. ¡Qué buena idea te ha inspirado Dios de asomarte a la ventana y tener compasión de nosotros!


    ─ Él ha sido, en efecto, quien me ha inspirado ─dijo Martín al sonreír─. No miré casualmente por la ventana.



    Y le contó su sueño haciendo que se sentara otra vez, diciéndole como había escuchado una voz y cómo el Señor le prometiera venir a su casa aquel mismo día.



    ─ Todo puede ocurrir… nuevamente muchas gracias, tengo que irme para que no se me haga tarde ─repuso la mujer tras ponerse de pie una vez más, sonriendo agradecida. Tomando el abrigo se lo colocó, envolviendo al niño con él.


    ─ Toma en nombre de Dios ─le dijo el zapatero deslizándole en la mano veinte monedas─, toma esto para desempeñar tu mantón.



    Ella se santiguó y Martín hizo lo propio, acompañándola a la puerta para despedirla.



    Muchas otras cosas sucedieron esa tarde, como la llegada de un niño que discutía con una señora por una manzana que le había robado, a los cuales contó la parábola del acreedor que perdonó a sus deudores. Ambos comprendieron el significado de la enseñanza y se fueron juntos tras agradecerle su intervención. Ya entrada la noche, después de recoger sus cosas, se dispuso a retomar su lectura donde se había quedado, pero no abrió el libro en la misma página. Al leer el nuevo texto sintió un calorcito recorrer su espalda, recordando su sueño de la noche anterior, y pudo distinguir, en los rincones de la habitación, las figuras de las personas a quienes había ayudado ese día:



    ─ ¡Eh, Martín! ¿Es que no me conoces? ¡Soy yo! ─era la imagen de Stepanitch, quien le sonrió agradecido antes de desvanecerse en la oscuridad.


    ─ ¡Soy también yo! ─dijo la imagen de la mujer con el niño, y ambos le dedicaron una sonrisa alegre desvaneciéndose de igual manera que Stepanitch.


    ─ ¡Y también soy yo! ─dijeron al unísono la anciana y el muchachito saludándole con la mano y saboreando una manzana, desapareciendo lo mismo que sus antecesoras.



    Martín sintió una suprema alegría en el corazón; hizo la señal de la cruz, se caló las gafas y leyó el evangelio por la página que estaba a la vista: “Tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era forastero y me has acogido.” Y al final de la página: “Lo que habéis hecho por el más pequeño de mis hermanos es a mí a quien lo habéis hecho.” [Mateo 25: 35,40]



    Y Martín comprendió que su ensueño era un aviso del cielo; que, en efecto, el Salvador había estado aquel día en su casa, y que era a Él a quien había acogido.






    Nota final: Desde hace dos años estuve pensando en hacer mi versión de este cuento, y ahora que se presentó la oportunidad espero que lo disfruten tanto como yo. Ciertamente el espíritu de la Navidad, el centro del evangelio, es el amor de Dios reflejado en la caridad, la bondad y la misericordia para los semejantes, y nada mejor que presentar a un humilde zapatero siendo empático con su prójimo a pesar de sus propias carencias.



    Les deseo un muy buen inicio de año esperando lo mejor de ahora en adelante, pues esta pandemia no debe acabar con nuestras esperanzas.
     
    Última edición: 17 Enero 2021
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    A pesar de ser un apóstata consumado (y desde hace varias décadas; lo que me ha hecho ser un hombre más de principios y valores, que de fe), debo admitir que este relato me ha encantado. El estilo (casi que creí hallar ligeros ribetes de Lafontaine y autores similares), los diálogos (concisos y efectivos), el ritmo (ni muy rápido, ni muy lento, el punto justo) y la trama per se, con una moraleja gentil, tan propia de estas épocas navideñas. Felicitaciones, me ha mantenido en vilo y, debo insistir, lo disfruté mucho.
    Un saludo, mi estimada, espero poder leer más obras de ti con este mismo contenido, que se te da bastante bien.
    :)
     
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    InunoTaisho

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    Tus observaciones son apreciada, y me emociona ver que los cortes y arreglos hechos al texto de Tolstoi te hayan parecido adecuados y coherentes con el ritmo.

    Muchas gracias por leer, mis mejores deseos por el nuevo año que comenzaremos pronto.

    P. D. El ser un hombre de principios y valores no te hace apóstata, pero no deberías dejar de lado la utilidad de la fe para vivir en rectitud
     
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