Richard Wesley. 8 años. Hijo de madre soltera. Era lunes, un aburrido y nublado lunes de diciembre. Richard había despertado en su cama de autos de carrera [aunque el recordaba haber dormido en el sofá], con ayuda del cálido beso de su madre. —Buenos días cariño~.—Exclamó la mujer, con una enorme sonrisa, que adornaba su cansado rostro treinton. Lo ayudó a cambiarse y abotonarse bien su camiseta rojas con cuadros; cepilló su cabello rubio y acomodó un mechón largo de este con un pasador grueso. El pequeño rió con ternura y le dio un largo abrazo a su madre, que le tomó la mano y le llevó hasta la comedor, donde ambos disfrutaron de unos hotcakes con café y galletas. Lamentablemente, su felicidad no duró demasiado, ya que la mujer recibió una llamada que la hizo saltar de su asiento y ponerse los enormes tacones de color negro carbón. Antes de salir por aquella puerta rayada con crayolas y gises en distintas tonalidades de verde y rojo, lanzó un beso a su hijo, que lo recibió entre risas y cerró la puerta con llave. En cuanto se fue, la aventura del pequeño comenzó: primero, se quedó en silencio durante un rato [para cerciorarse de que mamá no volvía], segundo, corrió hacia la puerta que lo separaba del balcón y jaló de la perilla y lo que esperaba ocurrió: cerrada. Así que, para no perder tiempo, fue a la habitación de mamá y abrió su ventana. —¡Jeffrey, allá voy!—la emoción de notaba en su voz. Sacó una pierna, y extendió su mano, había escapado de casa hacia el departamento de la izquierda tantas veces que su miedo a las alturas de había perdido por completo. Una vez frente a la ventana, la golpeó tres veces y se abrió; fue recibido por un niño en silla de ruedas. Ambos sonrieron. Su día apenas había comenzado y prometía ser bastante divertido.