Culpabilidad

Tema en 'Relatos' iniciado por Arleet, 12 Agosto 2012.

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    Arleet

    Arleet Fanático

    Aries
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    Escritora
    Título:
    Culpabilidad
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
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    ~Culpabilidad~






    Abrió la boca como tantas veces lo hacía en el día, pero como todas las otras ocasiones… ningún sonido salió de ella. Su garganta no profirió ningún mensaje, y nunca lo haría; no porque no pudiera sino porque no se lo permitía.

    Suspiró frustrado y cerró los ojos para volver a su mundo perfecto, en donde nadie lo molestaba con ninguna de sus provocaciones para que hablara de una vez. En donde todos lo respetaban y no les importaba si hablaba o no. Se dirigió a ese pequeño mundo en donde se encontraba él y su pequeña, sólo ellos dos contra el mundo.

    —Aquí está tu comida—. Su hermana entró a su cuarto y una pequeña bandeja se depositó a su costado, al lado de la cama y encima de la mesa de noche. Él sólo asintió y esperó a que lo dejaran solo una vez más. Cuando la puerta se cerró, incorporó su cuerpo y atrajo la comida para comer tranquilamente, como todos los días…

    Se acostó en la cama y suspiró por segunda vez en esa mañana. Giró su cabeza y posó la mirada en su foto, en esa que se encontraba pegada en la pared al lado de su almohada. Miró su rostro y recorrió con cuidado todas las fracciones de su cuerpo y su sonrisa. La extrañaba como un bebé lo hace a la leche de su madre; la necesitaba como las personas al oxígeno. Pero sabía que eso eran tan imposible como decir que en un segundo sonreiría y empezaría a hablar como si su vida dependiera de ello. No todo en la vida era posible, y eso lo sabía ya que nunca más la podría tener en sus brazos como lo había hecho en los últimos cuatro años.

    Alargó su mano y la posó en la fotografía con sumo cuidado. Dejó escapar un pequeño gemido de dolor, iniciado en lo más profundo de su corazón. Se acercó a la imagen y besó lentamente su rostro; casi sin tocarla, rozándola apenas. Procurando que nada la dañará… era lo último que le quedaba de ella. Lo que pudo salvar.



    —¡A que no me encuentras!— Escuchó como le gritaban, justo cuando él terminaba de contar hasta cien. Se dio la vuelta y sonrió, sabía dónde estaba.
    Caminó lentamente por toda la casa, y para crear más suspenso entró a la cocina, al baño y a una de las recamaras. Por fin se dirigió al pequeño cuarto que usaban para guardar algunas cosas viejas. Entró y se dirigió al extremo izquierdo, se agachó y contó hasta tres.
    —¡Te encontré!— Y con un pequeño salto llegó hacía el otro lado de la gran caja llena de adornos de navidad. Calló sobre ella y empezó a hacerle cosquillas, al mismo tiempo que sonreía con su encantadora risa.
    —Ya, ¡Andy! No me dejas respirar—. Empezó a reír descontroladamente, lágrimas salían de sus ojos y rodaban por sus mejillas. Pero había pronunciado la única palabra que nunca debió haber dicho: “Andy”. Si lo llamaba así sabía que no se detendría jamás.
    —Sabes que no me gusta que me digas Andy.
    —¡Pero a vos te encanta Toy Story!— Contraataco la pelirroja.


    Se internó todo lo que pudo en medio de las sabanas. Escondió su cabeza bajo la almohada y dejó que las lágrimas saladas bañaran su rostro y empaparán todo el colchón. Apretó los dientes y se mordió el lado interno de la mejilla derecha para no dejar escapar un sollozo; pero fue imposible… Luego de ese miles se escaparon.



    Dos semanas después…



    Apretó el botón del inodoro y salió del baño con paso rápido. Volvió a su pequeño refugió personal y dejó que todo lo que no fuera él y ella se borrarán de su mente. Miró su muñeca y observó la pequeña pulsera que en esta se encontraba. Hecha de hilos verdes y azules, con la pequeña inicial de su amada en el centro…



    —Cierra los ojos y dame tu mano derecha—. Hizo lo que le pidió y a los pocos segundos sintió como ataba algo en ella. Empezó a abrir lentamente los ojos, la curiosidad lo mataba. —¡No mires!
    Soltó unas pequeñas risas y esta vez fue obediente. Unos pocos minutos después se le permitió observar lo que tanta intriga le causaba. Posó su mirada en su muñeca y encontró en ella una pequeña y delicada pulsera. Sus hilos verdes y azules hacía una extraña pero a la vez perfecta mezcla, y la pequeña pero hermosa letra “A” que se encontraba en el centro fue el adorno que la hizo su más preciado objeto.
    Miró a su acompañante y ella sólo sonreía. Levantó su muñeca izquierda y en ella había otra pulsera igual pero con una pequeña “L” en el centro. Sonrió como un “estúpido enamorado” –como se llamaba antes- y la beso delicadamente.
    —Ahora podremos estar siempre juntos— le susurró en el oído, para luego besar su mentón y acariciar con una mano los castaños mechones que le tapaban la nuca.
    Sonrió levemente y posó su mano izquierda en su cuello, encontrando en este el colgante con el pequeño anillo en medio. Un nudo se formó en su garganta y trató con todas sus fuerzas de no recordar ese momento, más le fue imposible no traerlo a su mente una vez más…



    Estaba más nervioso que en uno de los finales de la universidad a la que asistía, y no era para menos. Tenía miedo de que el plan que había ideado desde hace más de cuatro meces no se cumpliera como él quería. Deseaba con todas sus ansias que ella aceptará, pero siempre había posibilidades de que dijera que no.
    La tomó nuevamente por la cintura y la llevó hacía la terraza de su casa. Era un día de verano por lo que el aire era cálido y no corría mucho viento en esta ocasión. Sonrió al ver que estaba comenzando como él lo planeó. Más feliz que nunca la llevó hacía la mesa y permitió que observara un poco todo lo que había hecho para ella.
    En el centro de la terraza se encontraba una pequeña mesa para dos, con los cubiertos y la comida puesta hace unos minutos. Una velas en el centro que iluminaban todo con una tenue luz, dándole un toque más romántico. Todo bajo la suave luz de la luna y sus compañeras las estrellas.
    —Esto… es hermoso— susurró, mientas dos pequeñas lágrimas escapaban de sus pequeñas orbes verdosas.
    —Y es sólo para vos—.
    La llevó hacía una de las sillas y la ayudo a sentarse. La cena comenzó.
    Cuando terminaron de comer y sólo se miraban a los ojos, supo que era el momento. Se levantó ante la atenta mirada de la pelirroja, caminó lentamente hasta quedar a su costado y se arrodilló quedando una rodilla en el suelo y la otra flexionada.
    —Cuando te conocí, la oscuridad en la que estaba sumergido se esfumó. Mi mundo cobró vida una vez más, dejó de ser negro y los colores lo inundaron. Mi corazón comenzó a latir como si hubiera estado muerto durante mucho tiempo. Mi vida se iluminó. Fuiste el ángel que entró, ese pequeño ser con alas que podía esparcir magia con sólo mover sus dedos. Provocaste en mi miles de sensaciones que creía nunca sentir.
    «Fuiste la persona que me enseño lo que era vivir de verdad… lo que era amar. Fuiste la que hizo que mis días fueran alegres y mis noches llenas de sueños cursis y románticos. Me diste el aliento que nunca tuve. Por eso, luego de cuatro años de estar a tu lado y de protegerte decidí dar este paso—. Tomó sus manos y las besó, luego saco de su bolsillo una pequeña caja de terciopelo azul y la abrió, mostrando un pequeño anillo de oro blanco con incrustaciones de diamantes reales. —Amada mía, luz de mis ojos, aliento de mi alma, motor de mi corazón, razón de mi vida; ¿quisieras hacerme el hombre más feliz del mundo, del universo, y acompañarme durante el resto de nuestras vidas?, ¿quisieras ser mi esposa, Astrid?
    Aún recuerda como ella lloró en su pecho susurrando en todo momento un suave y bello: “sí”. Ese fue el mejor momento de su vida. Y lo seguiría siendo, sino fuera por lo que paso un mes después de eso…



    —Cariño, ¿dónde estás?— preguntó a través del auricular que usaba para cuando conducía el auto.
    —En la casa, salí antes del trabajo y quise hacer la cena—. Respondió del otro lado, al mismo tiempo que se escuchaba el sonido de un cuchillo contra la madera.
    —Está bien, pero recuerda que el horno anda mal y a veces sólo larga el gas pero no se prenden las hornallas.
    —¡Cierto! Lo había olvidado por completo, ya mismo las prendó—. Se escuchó el sonido de la puerta del horno al ser abierta, y entonces reaccionó.
    —¡No vayas a…!
    Y la línea se colgó…
    ¿Por qué no estuvo ahí mismo con ella?, ¿por qué no pudo ser él el que estuviera ahí y no Astrid? Seguía sin encontrar la respuesta a esa pregunta, y por alguna razón no lograba sacarse de la mente que la culpa era suya. Si hubiera estado ahí antes, si no le hubiera recordado el problema, si no le hubiera dicho en la mañana que deseaba comer pato a la naranja nada de eso hubiera ocurrido. Era su culpa, no había dudas de ello.

    Sigue en su memoria el momento en que llegó a casa y esta se encontraba totalmente en llamas. Cuando quiso entrar por la puerta pero ésta estalló a cuatro metros de distancia… ya no había nada que pudiera hacer; su querida Astrid, el amor de su vida, había muerto calcinada en la cocina de su propia casa. Y era sólo su culpa.


    —Por supuesto que acepto, Louis.
    Y lo besó, con las lágrimas cayendo por su rostro y su corazón latiendo como nunca. Lo amaba más que a su propia vida y si algo le llegará a pasar, lo cuidaría desde donde quiera que se encuentre.
    …Hasta el fin de los tiempos…
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    Un pequeño escrito que nació una noche entrada la madrugada. ¿Qué dicen?
     
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