Microrrelato Condena

Te ves tan pequeño y frágil, incluso con esa tremenda estatura que tienes. Tus manos no pueden estarse quietas y tus ojos van de aquí para allá, buscando una inexistente escapatoria. No sabes que decir o hacer. No sabes nada.

Ella te vuelve a encarar, lanzando pregunta tras pregunta. Sus ojos te miran de la misma manera en que lo hacía tu madre, con decepción y un poco de pena. No puedes evitar no acordarte de todas las que estuvieron ahí antes que ella. Ya sabes cómo terminará todo, pero no quieres que sea así, no de nuevo, no con ella.

Quieres gritar, gritar y gritar hasta quedarte sin voz. Quieres mirarla a los ojos y decirle que tu mundo toma sentido junto a ella, que vale la pena dormir y despertar al saber que mañana ella estará ahí. Quieres decirle que la amas, pero ella ya se cansó de escucharte decir eso.

Lo miras frente a ti, tan perdido y confundido que sientes la necesidad de arroparlo entre tus brazos, pero sabes que esa no es la solución. No es que estés harta o que ya no lo quieras, posiblemente él sea la persona que más emociones te haya despertado, pero ya no puedes seguir así. Ya no quieres seguir así.

Siempre creíste que el tiempo lo puede todo, y aferrada a esa idea has estado ya 3 años con él. Lo has ayudado y apoyado. Mirando hacia atrás, puedes ver lo poco que él ha intentado arreglar las cosas. Pero cuando llegan a este punto, siempre te dice lo mismo, siempre te cautiva con las mismas palabras. Te mira con sus enormes ojos y te dice que lo intentará, que cambiará por ti.

Ya no quieres oír lo mucho que te ama, mucho menos lo mucho que te necesita, pues una parte de ti muere cada vez que lo dice.

El silencio se adueña de la pequeña estancia. Con la tristeza y el anhelo de los días que ya no pasarán ahí. Él la mira y las palabras se le quedan en la garganta, incapaces de salir. Ella no puede evitar preguntarse si debería darle más tiempo. Si hace bien al dejarlo nuevamente en su soledad.

No hay nada más que decir. Con seguridad fingida ella le da la espalda y empieza el andar hacia la salida. Las lágrimas le caen a montones por las mejillas, mientras lucha por no derrumbarse ahí mismo. Él la mira alejarse, sintiéndose más y más pequeño con cada paso que ella da.

Lo inunda la soledad. Comienza a gritar y arañarse por todo el cuerpo, desesperado. Se odia, se odia más que a nada en este mundo. No puede sino sólo sentir asco de sí mismo.

Condenado está a vivir así, incapaz de perdonarse y sin darse la oportunidad de conocer lo que es el amor propio.