Colores Opacos

Colores Opacos

Colores opacos, aroma a tabaco y ambiente cargado. Juegos de cartas y alcohol en los vasos de cristal. Hombres jugando al poker y fumando tabaco sucio. Disputas en ocasiones y silencios en otras. La barra estaba vacía, el camarero me servía una cerveza con cuidado de no derramar nada. Agarré la jarra y bebí de ella de un solo trago. Hice una mueca al notar como esa gélida y amarga bebida quemaba mi irritada garganta.
Sentado en aquel taburete de madera, con los pies apoyados en el palo en horizontal entre las otras dos patas verticales de aquella silla. Los hombros caídos, el codo derecho apoyado en la barra sujetando mi cabeza que no hacia más que dar vueltas. Mi mirada perdida, hundida en una miseria profunda. Mi aspecto deprimente. Y mi poca fe en mí mismo. Los rasguños de mi cara, mi ojo morado y mis dilatadas pupilas hacían ver a todos que me había peleado con algún camello por querer recibir más de lo que daba.
Mi presente y futuro derrochado por un único vicio. La droga. Mi cerebro, harto de estar expuesto a tanta destrucción manifestaba su enfado haciendo que mi cuerpo exhibiera lo que de verdad era. Un pobre chiquillo, flaco y consumido por esa mierda.
Los amigos, todos me dieron de lado en su día. La familia, los colegas… la novia. Sin querer ayudarme, culpándome de mi error de por vida. Nunca fue tarde para querer cambiar, el caso era poder hacerlo.
Los vagos recuerdos que mi cerebro conservaba sobre mi infancia, invadieron mi mente.
El cálido calor de mis padres, la felicidad y la inocencia de aquel entonces hizo que mis ojos se empañaran y mi rostro se inundó de lágrimas. Sentía desprecio por mí mismo. Por aquella situación. Todo lo que tuve y todo lo que podría tener se me escapaba de las manos mientras se iba presentando cada ocasión. Me apresuré a dejar el poco dinero que me quedaba para pagar aquella bebida que era igual de dañina como todo lo que me metía. Salí de aquel turbio lugar tambaleándome mientras cubría mi rostro con mis largas y flacas manos. La puerta se cerró tras de mí. Fuera llovía. Caminé como pude por esas calles que parecían estrecharse y encogerse en cuanto yo pasaba.
No podía parar de llorar. De lamentarme. De odiarme… yo tenía la culpa. La culpa era mía. Tropecé con algo en el suelo y caí a cuatro patas a este. Lejos de levantarme me tumbé en él he intente abrazar a aquella húmeda y sólida superficie. Pronto oí algo que se acercaba a gran velocidad. Me levanté con torpeza y casi tropiezo de nuevo. Miré al frente. Una luz venía hacia mí. Al principio, creí que era un ángel que venía a rescatarme de ese infierno. Luego, comprendí que no era más que un coche. Un vehículo que hizo sonar su estruendoso sonido tal vez, para que me apartara. No quise hacerlo. No había nada que me dijera que lo hiciera. Esa voz que antes siempre me hablaba y me decía lo que tenía que hacer, lo que era bueno y lo que era malo para mí, había muerto desde el primer momento en el que la desobedecí.
Volé. Noté como mis pies despegaban del suelo, como mis brazos tocaban el aire y finalmente, noté como mis huesos se quebraban en mil pedazos. Dolor, y a continuación, un silencio eterno.