Coincidencia con un toque de milagro.

¡Qué maravilla hace un par de días, cuando tuve la oportunidad nuevamente de poder encontrarte y brindarte mi simple compañía, a cambio de un instante de felicidad! Fue la recompensa a mi esfuerzo, a mi sufrimiento silente y al experimentar el deshonor de la acechanza.
¿Pero qué sucedió, qué pasó, pequeña, que nuestra mustia conversación no conectamos? ¿Qué fue lo que no te gustó, o en qué fallé?

Tú no lo notas, pero desde que el Sol despierta yo sólo puedo pensar en ti, desplazando mis prioridades y urgencias en mi mente para evocar tu magnífica imagen, y tu rarísima sonrisa, para que acaparen mi imaginación y soñar despierto contigo, y así alejar los pesares de mi alma.

¡Definitivamente no sabes lo que provocas con tu existencia! Ignoras, divina mujer, que tu presencia impera sobre un alma desdichada y enferma por tu indiferencia, y contagiada de la locura que ésta le provoca. Y es que tus sonrisas tímidas emulan dardos que vienen a clavarse sobre un corazón marchito para terminar de herirlo, de hacerlo sangrar. ¡Y qué hablar sobre tu mirada de diosa! Experimento temblores corporales de ira, de cólera pura, de celos por el Sol, que a su antojo puede disfrutar del cándido brillo de tus ojitos, mientras que yo debo volver el rostro para no parecer impertinente, para ahorrarte el error de pensar que soy un grosero por verte fijamente, ¡pero es que casi no lo puedo evitar! ¿No te das cuenta? Es una necesidad, más que un gusto, el admirar cada uno de tus movimientos, de ver cómo ondulan tus negros cabellos en el aire, hasta la alegría de descubrir al fin un rastro de tu mirada tras tus oscuros mechones que con discreción la cubren para evitar ser admirada.

Y cada vez que sucede alguna escena graciosa a nuestro alrededor, reprimo mi risa para voltear a verte de primera instancia, con la esperanza de verte sonreír… pero frecuentemente permaneces mustia, con la seriedad reflejada en tu rostro, sin regalarme una hermosa sonrisa, y me haces suspirar.

¿Te cuento? Hace unos días, sentí una tremenda agitación interna, una guerra entre mi conciencia y mi razón, y de pronto supe que te necesitaba, al menos verte de lejos en tu soledad, como siempre.
Era la hora libre, y no te hallabas en el salón. No me sorprendía en lo más mínimo, conocía tus escapes extraños y no era una novedad que fueras a pasear por los jardines. Pero la desesperación me corroía, como si estuviera quemándome por dentro, y al final tuve la convicción. Me levanté y salí del salón con la intención de irte a buscar, costara lo que costara.

¿Y qué obtuve? Una sorpresa inesperada, que me dejó paralizado.
Oculta tras un alto y ancho pilar, te encontrabas sentada sin hacer nada en especial. Oculta, digo, porque fue la impresión que tuve al verte tras de él, sin darle la cara al mundo, esperando que el tiempo se escurriera entre el hielo de tu soledad.

¿Estabas triste de algún modo? Eso no me lo confesaste cuando me acerqué a preguntártelo con una sincera preocupación, temeroso de encontrar alguna lágrima caprichosa en tus ojos. Pero afortunadamente, constaté que sólo fue una mala impresión, porque rebosabas de serenidad. ¿Por qué te ocultabas? Tampoco me lo dijiste en realidad. Todas mis preguntas rebotaban en los muros metálicos que sueles alzar alrededor de ti, y que te apresuras a construirlos cuando me acerco con cualquier motivo.

A pesar de estar solos, no lograba arrancarte más de tres palabras en cada respuesta, y yo comenzaba a sentirme terrible. Pero dicho sentimiento resultaba personal, y no contra ti; sé que es por pena y no por hostilidad; por timidez y no por arrogancia que conversas de esa manera. ¿Pero qué otras muestras de confianza debo darte para que dejes de protegerte de esa forma tan acorazada, siempre a la defensiva, sin revelar ningún detalle de ti?

Hago un comentario dulce sobre tu persona y no lo correspondes. Te pregunto algo básico de tu vida personal y me evades, prefiriendo hundirte en el misterio, optando por hacerme sufrir, porque quiero ser tu amigo, tu mejor amigo, y no puedo saber nada de ti, absolutamente nada, y tus ojos no me murmuran más secretos de los que ya puedo ver.

No he podido conquistarte, ni siquiera llamarte la atención, con la donosura de mi poesía, con mi técnica infalible. ¡Vaya que eres una joven singular! Muy dulce de mirada y de maneras, pero con todos, absolutamente todos tus sentimientos enterrados en abismales profundidades. ¿Seré yo el hombre que pueda evocarlos, que te reviva, que te haga soñar? ¿O acaso hasta este momento me has considerado como un patán impertinente, un estorbo, un entrometido en tu vida, una persona que interfiere en la dulzura de tu soledad? ¡No puedo saberlo, porque no dejas traslucir nada! Por eso, tantas veces me he preguntado si no será más conveniente dejarte tranquila, en paz, feliz contigo misma, olvidarme de ti y que te olvides de mí.

¡Oh, pero eso es imposible! ¡Imposible, porque mi corazón sólo anhela el momento en que pueda tomar tu pequeña mano y sentir tu calidez, tu sonrisa, tu felicidad! ¡De poder vivir el amor y hablar de él sintiéndolo mutuamente, como lo más suave, lo más perfecto, lo más artístico, lo más deseado en el mundo!




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Publicado en CP hace un par de años, bajo el mismo pseudónimo.

Saludos.