One-shot Caza | Samurái Sensö

Tema en 'Mesa de Fanfics' iniciado por rapuma, 3 Diciembre 2020.

  1.  
    rapuma

    rapuma Maestre

    Géminis
    Miembro desde:
    17 Marzo 2014
    Mensajes:
    3,877
    Pluma de

    Inventory:

    Escritor
    Título:
    Caza | Samurái Sensö
    Clasificación:
    Para niños. 9 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    2108
    Etiqueto a la creadora del contenido por el cual muchos usuarios estamos desplegando la imaginación para retratar cosas del pasado, presente e incluso futuro de personajes que pertenecen al rol Samurái Sensö. Amelie gracias por darnos la inspiración :]


    Se despertó tiritando de frío, hecho un ovillo y con la espalda pegada a la húmeda pared de piedra de la cueva. A un costado apenas humeaba la improvisada hoguera que había logrado hacer con ramas secas que encontró cerca de un río que atravesaba el bosque. Llevaba en esa cueva más de una semana, o eso creía. Abrazaba la katana como si fuera un talismán de suerte contra los espíritus malignos. Lloró de nuevo y se sorprendió de saber que aún tenía lágrimas en su interior para derramar. No había pasado mucho tiempo desde que tomó su primer vida; desde que asesinó por primera vez. Volvió a llorar al recordarlo, no por la acción en sí, que extrañamente no le quitaba el sueño, lo contrario, soñaba siempre con ese horrible momento y siempre en sus pesadillas volvía a matarlo... pero nunca podía huir o evitar su violación. Y eso lo atormentaba.

    Se levantó con dificultad, sintiendo las articulaciones duras por el horrible frío de otoño. No se los veía pero intuía que sus labios estaban morados del frío. Recordaba lo que su maestro le había dicho: "cuando el frío llegué a tu pecho y pulmones, ya no habrá nada que hacer. Morirás, Kenzo."

    —Y una mierda. —susurró en voz alta y rascó el pecho para darse calor, incluso sus uñas lastimaron su piel pero no le importó. Tomó la katana y salió al exterior.

    La luz del amanecer lo tomó desprevenido y entrecerró los ojos para poder ver bien. El calor lo confortó y respiró profundamente mientras bajaba de la montaña en dirección al río. Habían sido años muy duros, pero, a partir de los dieciséis, Kenzaburô se había ido acostumbrado a disfrutar del mundo. No solía frecuentar pueblos ni villas, y ni pensar ciudades grandes. Aborrecía a la gente, sobre todo a los hombres. Él sabía mejor que nadie de lo que eran capaces. Además aquél hombre que lo acogió como su pupilo le había enseñado a cuidar de sí mismo; a colocar trampas para liebres, a buscar refugio y protegerse del clima. Pensó en él mientras seguía descendiendo, en su maestro. ¿Dónde estaría ahora? ¿Realmente se habría esfumado por su culpa?

    Rememoró fugazmente la noche en que Kenzo decidió separarse de él. Recordar el momento le dió un pequeño dolor de estómago.

    ...
    ...

    He estado en muchos momentos y lugares, y me han dado muchos nombres.

    —A mí me basta con que me digas uno para saber cómo llamarte.

    Esa discusión era normal, aunque no se podía llamar discusión en sí; Kenzo estaba obsesionado con saber la identidad del hombre que le protegía, primero para intentar sentirse más cercano y segundo, aunque no lo admitiera jamás, tenía la necesidad de sentirse querido y estaba convencido que con saber su nombre sería el primer paso.

    Su maestro no respondió, simplemente se limitaba a despellejar la liebre que tenía entre las manos mientras Kenzo preparaba la hoguera tal como él le había enseñado. Llevaban viviendo así durante mucho tiempo, tanto que para el niño pareció una vida. Recordó entonces su pequeño pueblo y a su madre y su padre. Sus ojos se cristalizaron, ¿cómo era posible que su propia sangre lo había abandonado, enviándolo al exilio por una simple travesura? Simplemente había tomado esa katana que cuidaba como lo más preciado de su precario mundo. Su maestro habrá entuido el sentimiento del jóven por lo que le llamó la atención.

    —¿Qué es lo que hace mejor a un samurái, Kenzo?

    La voz repentina hizo olvidar sus nefastos recuerdos y levantó la vista al volver a la realidad. Lo miró serio, como si fuera una de sus pruebas. Aquél hombre nunca se reprimía a la hora de golpearlo, por niño que fuese. Decía que el adiestramiento y el espíritu se formaba de esa forma. Kenzaburô se puso en alerta antes de responder.

    —Los samuráis no nos preocupamos de quién es el mejor. Nuestra virtud se basa en la unión, la disciplina y el respeto.

    —Veo que tienes bien aprendido el discurso. Insisto. ¿Que hace mejor a un samurái?

    Kenzo estudió la respuesta con un mal presagio. No quería ser golpeado sin estar listo para defenderse.

    —Ser más rápido y astuto que el resto.

    Lo dijo sin mucha convicción, solo para llenar el vacío que se había formado luego de la pregunta de su maestro. El hombre terminó de despellejar la liebre y la dejó a un lado, por encima del tronco dónde estaba sentado.

    —No es obligatorio ser el mejor en todo. Si quieres ser el primero de los samuráis deberás aprender a ser el último entre los samuráis.

    El niño no respondió, estaba intentando preparar la hoguera que costaba encender ya de por sí; apenas había logrado encontrar ramas secas de la noche anterior.

    —La fuerza del samurái radica en el grupo, en la cohesión y en la disciplina, pero también en la camaderia. Ahora estás solo en el mundo, Kenzo. Pero luego tendrás camaradas en algún momento. Y también tendrás amigos, si los sabes elegir.

    Tras decir esto, el hombre observó sin inmutarse como la hoguera se caía por su propio peso y se humedecia en el césped. Kenzo se tomó la cabeza con fuerza, sabiendo lo que le esperaba.


    —Ahora, tú que quieres ser el mejor de los samuráis, vas a saber lo que sucede si cometes este error en batalla. Hoy nos podremos quedar sin cenar pero si el escenario fuera otro te quedarías sin cabeza. ¡Quince azotes!

    De niño Kenzo había recibido sus buenas raciones de bofetadas cuando era descubierto robando en mercados, por no hablar de la brutalidad del entrenamiento al que lo sometía su maestro. Pero nada le había resultado tan doloroso como los quince golpes de vergajo que acababa de recibir. Por más que había intentado apretar los dientes para no proferir un sonido, al final había podido gritar del dolor.

    —Cuando seas capaz de soportar esto sin inmutarte, y solo entonces, empezarás a parecerte a un samurái.

    ...
    ...

    Llegó al río y comprobó la red que había hecho, más mal que bien, y que había sujetado de un extremo de la orilla a la otra. Sin despegarse de su katana, la cuál llevaba recelosa siempre encima de él, vió con alegría que había logrado atrapar a tres peces gordos y a una tortuga. Su estómago crujió al imaginarse el sabor asado del pescado y la sopa que podría hacerse en caldo con la tortuga. Estaba tan ensimismado con su logro que no atinó a sentir los pasos de los tres hombres que se acercaban por su retaguardia. Cuando sintió el primer chasquido de una raíz quebrada tras él, se giró.

    —Vaya, parece que el cachorro nos consiguió el almuerzo. —dijo uno, el más alto y fornido del trío.

    —¿Que tienes ahí, niño?

    —Que tiene una katana. —se echó a reír el tercero y el olor a aguardiente llegó al rostro de Kenzo como una bofetada. —¿A quién se la robaste, canalla?

    —Venga, dame eso si no quieres cortarte.

    Toparse frente a frente contra tres adultos que seguramente le triplicaban en fuerza no le daba miedo, pero sí le producía un cosquilleo molesto en el estómago.

    "Miedo, jamás", se repitió para sí mismo. Los impulsos animales, recordó que su maestro le dijo, eran tres. Huir. Esconderse. Atacar.

    Y a él solo se le había enseñado uno de ellos.

    Saltó contra el primero y le propinó una potentisima en la entrepierna. El sujeto se dobló sobre sí mismo y Kenzo desenfundó y le clavó la espada justo a la altura del rostro. Habrá sido por la adrenalina del momento, quizá por el miedo real que le corría por el cuerpo, pero solo atinó a cortarle la oreja derecha. Luego de eso recibió un puño macizo que lo tumbó de espaldas al suelo. Tal vez fuese su imaginación, pero a Kenzo le dio la impresión de que el suelo temblaba bajo aquellos pies enormes que se acercaban hacia él. Recibió una patada en la boca del estómago que lo pilló entre respiraciones y la sandalia del hombre se hundió en su abdomen. Había quedado paralizado de dolor y era incapaz de tomar aire. Notó como el sujeto lo tomaba de los cabellos, que le habían crecido bastante, y le enderazaba la cabeza. Recibió otro golpe en toda la cara, sintiendo como el pómulo recibía el impacto de lleno. El hueso crujió, a punto de romperse.
    Si no se derrumbó en el suelo fue porque lo mantenía agarrado del pelo. El segundo hombre ya estaba sacando su miembro mientras reía.

    ...
    ...

    No quiero que te vayas. —el niño odiaba mostrar su frustración tan palpable. Pero era algo que no entraba a razón en su corazón. El hombre que le habían protegido y enseñado ahora se marchaba sin causa ni motivo. Kenzo pronto comenzó a llorar, histérico.

    —Será la única forma de recuperarte a ti mismo y volver a ser quién eres. Pero queda mucho para eso.

    —¡Podemos quedarnos aquí y cazar! —gritó el niño. —Vendremls aquí a cazar. El próximo otoño. Nos tomaremos unos días. Viviremos de la caza y volveremos al bosque envueltos en pieles de animales.

    —He de hacer un viaje muy largo
    Estaré aquí, pero no estaré.

    —No entiendo nada de lo que estás diciendo.

    —No hace falta que lo entiendas. —sentenció su maestro, levantándose del banco improvisado que había hecho con un tronco. —Trae toda la leña que puedas. No querrás morir de frío.

    Kenzaburô saltó hacia él con afán de retenerlo pero su maestro lo castigó con un bofetón que resonó en la cueva dónde se refugiaban. El chico cayó al suelo, lastimado, no por el golpe, sino en su alma. Si ése hombre le dejaba estaba seguro que algo dentro de él se quebraría por siempre.

    —Eres joven y aún has de sufrir penalidades y peligros para convertirte en lo que puedas llegar a ser. Siempre tendrás un ojo mío sobre ti, porque es necesario que cumplas mi destino.

    —¿Destino? ¿!DESTINO!?

    El niño comenzó a llorar, histérico, furioso, con una rabia asesina que lo invadía cada vez más.

    —¡Pasé por cosas horribles antes de conocerte! ¡No tienes idea de lo que me hicieron o tuve que hacer para sobrevivir! —los mocos se le juntaban en los labios y se limpió con el antebrazo. —¿Dónde estuviste cuando más te necesité? —la mente de Kenzaburô irremediablemente viajó al peor momento de su vida, cuando le arrebataron la inocencia. —¿Dónde estuviste cuando nadie más estuvo? —se aferró a los pantalones de su maestro y pegó el rostro en su cintura. —No te vayas, por favor... no me dejes... ¿Por qué nadie me quiere?

    El rostro de su sensei, lejos de mostrar satisfacción, quedó ensombrecido por una expresión de tristeza. Kenzo nunca lo sabrá, ya que quedó noqueado por un golpe perfecto en su nuca.

    Al despertar, adolorido, ya se encontraría solo, de nuevo.

    ...
    ...



    —¡Quietos!.

    La orden restallo como un látigo en el día, tan sonora que Kenzo la escuchó por encima del zumbido de sus oídos. Conocía bien esa voz, que nadie se atrevía a desobedecer.

    Su maestro.

    Venía vestido solo con su kimono y la katana y el tanto en la cintura, pero andaba con un porte tan marcial que resultaba fácil imaginarselo con coraza, la lanza y el estandarte de un señor feudal. Un hombre fibroso, de mediana estatura, que, por alguna razón, quizá por el aura de seguridad que irradiaba, parecía ocupar el doble de espacio del que correspondía a su tamaño.

    El sujeto que atrapaba los cabellos de Kenzo finalmente lo soltó y éste cayó se lado, con la mirada cada vez más apagada. Los tres hombres rodearon a su maestro y éste se plantó entre ellos, con las manos detrás de la espalda. Era un hombre acostumbrado al poder, lo que significaba que no tenía nque poner las manos delante del cuerpo para protegerse y que cuando necesitaba tomar algo, se lo traían.

    Kenzo perdió momentos del espacio tiempo y lo último que logró recordar fue que era tomado en vilo por unas manos fuertes, como si no pesara más que un recién nacido.

    —Está hecho. —dijo su maestro. —El otoño próximo.

    El niño quiso decir algo pero estaba cansado físicamente como para hablar. Y aunque sabía que esa promesa jamás se haría realidad, le dió consuelo saber que alguien le protegía desde las sombras.








     
    • Sad Sad x 3
  2.  
    Amelie

    Amelie Game Master

    Sagitario
    Miembro desde:
    12 Enero 2005
    Mensajes:
    7,829
    Pluma de
    Escritora
    Ya era triste su historia y me la haces cada vez más triste. La verdad es que me llevo mucho de tu escrito para poder agregarlo a desarrollo de personaje. Pobre Kenzo :( que sea feliz, maldita sea
     
    • De acuerdo De acuerdo x 1
    • Adorable Adorable x 1
Cargando...

Comparte esta página

  1. This site uses cookies to help personalise content, tailor your experience and to keep you logged in if you register.
    By continuing to use this site, you are consenting to our use of cookies.
    Descartar aviso