Amor Mortal.

Tema en 'Relatos' iniciado por Cygnus, 8 Marzo 2012.

  1.  
    Cygnus

    Cygnus Maestre Usuario VIP Comentarista destacado

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    Escritor
    Título:
    Amor Mortal.
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Tragedia
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    4060
    Buenas noches. Les presento otro cuento de mi autoría, en donde doy a traslucir en lo que la obsesión romántica puede transformarse, casi hasta una enfermedad mental. Es el único capítulo; los que conocen mis escritos anteriores comprenderán mi estilo depresivo de narración.

    __


    —¡Si no vienes ahora mismo, juro que me voy a matar! —gritaba con desesperación—. Y sabes que soy capaz, ¿no es cierto?
    Del otro lado, con angustia infinita, Arnold se mordía los nudillos de la mano izquierda; la derecha, aunque sumamente temblorosa, continuaba sujetando el teléfono en su oído.
    —Somos tan jóvenes, Candice —murmuraba, como si temiera que lo oyera del otro lado—. Creo que nos queda larga vida por delante. ¿Por qué te afanas en hacerme daño de esta manera?
    —¡Tú eres el que me ha llevado hasta esto! ¡Y no te das cuenta! —una voz que parecía que pendía de un hilo reclamaba comprensión.
    Arnold suspiró.
    —¿Qué es lo que quieres?
    —¡Te quiero a ti! ¡A ti de vuelta! ¡Al hombre que alguna vez me amó, y del que yo quedé prendada! —exclamaba la frágil voz, casi en tono mortuorio—. ¡Eso es lo que quiero!
    El joven, un chico de unos dieciséis años, de pálida tez y miembros tremulantes, no conseguía sosiego en sus incesantes paseos circulares por su recámara. Tomó aire, porque aquello no iba a ser fácil.
    —Candice, vamos a reconocer que aquí hay un problema… —comenzó.
    Creyó que la joven iba a interrumpirlo de inmediato, pero quedó sorprendido por el silencio que tuvo lugar enseguida. Dio un respingo.
    —¿Candice? ¿Sigues ahí?
    —Sí, por desgracia —respondió ella al fin.
    La mano izquierda del muchacho tomó el teléfono, reemplazando en esta tarea a la derecha, que no paraba de temblar.
    —¿Sí comprendes que tenemos un problema? —dijo Arnold; luego, suavizó sus palabras, y como si le estuviera hablando a algún enfermo mental, repitió—. ¿Detectamos ambos el mismo problema?
    La respiración de la joven sonaba desquebrajada.
    —No me importa ver el problema. Sólo me interesa la solución. Ya lo ves, Arnold, te lo he repetido hasta cansarme: mi vida quedó ligada a la tuya desde que nos conocimos, desde que te vi por vez primera. Sólo supe que serías para mí, y jamás concebí las atrocidades que haces ahora en mi contra.
    Arnold se preguntaba qué actitud tomar. ¿Enojo por una necia? ¿Respeto y admiración por una enamorada empedernida? ¿O lástima por una idiota?
    —¡Por supuesto que no es nada contra ti! ¿Por qué lo haría?
    —¡Porque tú me odias! —estalló la voz de la muchacha tras la llamada telefónica. Arnold no creía que aquella voz flaqueada pudiera cobrar tanto vigor repentinamente.
    —Lo nuestro terminó, nada más —aclaró el muchacho—. Eso no significa nada. ¿O qué? Si me amas, ¿acaso no te interesa mi felicidad?
    —¿Y a ti no te interesa mi dolor?
    El asió el teléfono con más fuerza.
    —¡Me interesa, claro que sí! ¡Por eso es que te intento ayudar! Nada ganas con tratar de volver a lo que fue, ahora las cosas son distintas. Ya veo que a ti no te importa que esté feliz de mi relación con Madeline. ¡Tu aprecio por mí no es genuino!
    A ella se le agrietó la voz.
    —Ya veo, ya veo. Puedo notar que no soy nada para ti. No valgo nada, a fin de cuentas. Tanto así, que prefieres a esa pérfida. ¡Sí, la he visto! Blanca gata de cabellos rojizos y mirada dulce, aunque trastabille al hablar y no pueda estar quieta un solo momento, vaya estúpida. ¡Y me has cambiado por esa escoria! Toda tu vida está en contra mía, Arnold, y yo nunca pensé en otro hombre más que tú. Siempre fuiste todo para mí.
    —¡Te estás excediendo! —gritó Arnold, ahora furioso—. ¡Nadie puede darte derecho de hablar así de ella!
    —¿Lo ves? ¡Me odias! ¡Me odias! —y lo utilizaba como arma común cada vez que el otro se enojaba, para provocar compasión o lástima.
    —¡Odio que te metas en mi vida de esa forma, que es otra cosa!
    —Ya sabes que tu vida fue siempre mi vida también —contestó la voz—, y así será también en el otro mundo. Te lo advierto, Arnold. Si no vienes en este momento a mi casa, te juro que me mato. Y quedará por siempre en tu conciencia, que una mujer murió por ti, por tu amor que no correspondiste, y no hiciste nada por impedirlo. ¡Ay, no puedo más!
    El joven tragó saliva. Su vista tremoló un segundo.
    —Ya sé que no lo harías.
    —Tonto. Claro que lo haré, y será tu culpa.
    —Deja de hablar así. ¡Candice!
    —¿Te asusta? Justo ahora reconoces el error que has cometido todos estos meses, ¿no? Ahora que ya no hay nada por hacer. Siempre fuiste un ingenuo, querido.
    —Olvídalo. Olvídalo todo, voy a colgar. No me interesa seguirte escuchando. Adiós, y por favor, no cometas una tontería, ni lo pienses.
    Una risa desabrida dejó escuchar la bocina del teléfono.
    —Ya has visto mi navaja, ¿no es así? Hmm… sí, linda navaja. La guardaba bajo mi cama, y ahora créeme que la tengo en mi mano. Y es que no solamente lo he pensado, mi amor; esta vez estoy resuelta a morir. Tú decides. ¿Querrías venir a hacerme feliz durante los últimos segundos de mi existencia?
    Arnold estaba boquiabierto, en indescriptible shock emocional.
    —Es imposible que llegues a este extremo.
    —Es real. Tú no sabes nada de amor. Y comprendo tu disidencia. Esta repugnante mujer morirá en completo anonimato, como debe ser. Hasta nunca, Arnold, amor de mis amores, mi codiciado tesoro que nunca poseeré. Hasta nunca.
    —¡Candice! —exclamó con vigor el joven.
    Demasiado tarde. La trastornada chica había colgado, y probablemente se disponía a llevar a cabo su triste plan.




    Estaba arreglado y peinado, pero con su rostro desencajado, y con sus brazos siempre temblorosos. Su mirada evidenciaba preocupación.
    La puerta de entrada estaba abierta.
    —¿Puedo pasar? —exclamó, aunque en realidad ya lo había hecho.
    Titubeaba. Estaba en casa de Candice, que no quedaba muy lejos de la suya. En sólo tres minutos, corriendo, había arribado.
    La oscuridad reinaba en aquel lugar. Ni un indicio de luz, más que la que se colaba por las avariciosas persianas.
    —¿Candice? ¿Dónde estás?
    Dio unos pasos, indeciso. ¿Habría alguien más en casa? Su padre siempre trabajaba hasta tarde, de modo que era probable que la pobre enferma se hallara sola y encerrada en su habitación. Todo estaba tan silencioso a su alrededor, en la penumbra. La escena era tan escalofriante, que ni siquiera se decidía a prender el foco.
    —¡Candice! ¡Responde, por favor!
    De pronto, un lloriqueo se hizo presente al fondo de la estancia, ni siquiera en la recámara, sino ahí mismo en la sala de entrada.
    —Anda, prende la luz… No seas cobarde, Arnold…
    Por el contrario, él cerró los ojos, incapaz de imaginarse siquiera la escena que ocultaba la umbría soledad de la casa.
    —Dime que no…

    —¡Préndela, tonto!
    A pasos tambaleantes, él obedeció, aun contra su voluntad. Lo que vio a continuación lo dejó más que perplejo, inconsciente, trémulo, con los ojos desorbitados. En un instante, se había puesto lívido, y sus brazos siempre tensos y nerviosos se agitaban con un vigor involuntario.
    Una empequeñecida muchachita se hallaba casi moribunda en la esquina que dictaminaban los dos sillones de la sala. Parecía que su cabello enmarañado y rubio había perdido completamente su color, así como la calidez de sus mejillas, que se teñían de un color ceniciento, no así sus ojitos oscuros que brillaban con más intensidad que nunca. Su respiración era inconstante, aunque vigorosa hasta cierto punto, y su complexión anémica le hacía parecer la persona más frágil del mundo. Las mangas de su blusa estaban pintadas en sus extremos de un carmesí intenso, así como su falda que en otra ocasión había sido de color claro; por sus pantorrillas circulaban gotas de sangre que, inequívocamente, manaban de sus manos, que habían estado apoyadas en sus rodillas momentos antes de casi desplomarse. A su lado izquierdo, una roja navaja brillaba aún con la escasa luz de las ventanas.

    Los labios de la niña temblaban.
    —¿Qué esperabas?
    —Pero… pero… —sólo atinó a decir él.
    Y sin más dudas, corrió hacia ella para intentar reanimarla.
    —¡No me toques! —ordenó ella con más energías de las que suponía su condición.
    Arnold le había levantado suavemente la espalda, separándola del suelo, y recargándola contra uno de los sillones.
    —No te muevas nada, espera.
    —¡He dicho que no me toques! ¡No, salvaje, en esta condición ya no! ¡Ah! Pero en tu mente quedará la imagen de un amor que murió por ti, y mi fantasma te perseguirá por siempre, toda la vida. ¿Qué haces? No seas ridículo, suelta ese teléfono, que a nadie podrás llamar.
    —¿Qué le has hecho a tu teléfono? —preguntó Arnold al borde del colapso. Sus dedos apretaban todas las teclas a la vez.
    —Preví la situación, así como tu maldita estupidez… ¿No lo ves? No tiene batería…
    Arnold la miró estupefacto por un segundo. Se preguntaba aún si el cuerpo demacrado y sanguinolento de la que alguna vez fue su novia no sería una visión, un sueño.
    —Ahora que todo está perdido, que te fuiste con tu gata, que me dejaste muerta y abandonada, que no te importaron mis penas y sufrimientos, y me estuviste hiriendo por meses, ¡ahora quieres remediar las cosas y salvarme! ¿No? Tonto —hizo una pausa y luego añadió, adelantando hacia él sus manos—. ¿Ves la sangre, ves las heridas? No son más que la representación física de lo que por tanto tiempo me hiciste. Las heridas del corazón se han exteriorizado para que las veas, y dejar de ser un fantasma para ti. No, Arnold, yo no me estoy suicidando: tú me matas.

    El joven abrió y cerró los ojos un par de veces, luego reaccionó.
    —Vas a esperar aquí. Voy a pedir ayuda o solicitar una ambulancia. Y no me importarán tus rencores, tu salud es lo más importante.
    Los ojos brillantes de Candice ardieron de momento en una furia súbita. Su cuerpo recobraba las energías para darle el golpe final a su “enemigo”.
    Cuando Arnold salía, retrocedió sobre sus pasos, como quien olvida algo.
    —Y voy a llevarme esta navaja. Ya no te harás más daño.
    Pero sorpresivamente, la jovencita moribunda casi se incorporó de un salto y se abalanzó enseguida sobre el arma con un vigor sobrenatural para su estado.
    —Ah, no, no —y ahora reía, como si la situación tuviera la mayor de las gracias—. No, pequeño, no.
    Una mano frágil, destilando sangre, alzaba la navaja mientras sus rodillas temblorosas intentaron incorporarla. Dos veces lo intentó: la sangre perdida le robaba sus fuerzas. No había vuelta de hoja para Candice.
    —Ahora dime qué vas a hacer —dijo, mirándolo fijamente a los ojos con furia infinita—. ¿Vas a golpearme para quitármela? ¿Sí? ¿Hasta ese punto llegarás, horrible bestia?
    El muchacho sudaba de preocupación. ¿Qué debía hacer ante una mujer con el juicio completamente perdido?
    —Basta —dijo, primero desganado, luego repitió con mayor convicción—. ¡Basta! ¡Basta, Candice! Suéltala. Y voy por una ambulancia, no discutiré más. Después hablaremos de lo nuestro, y lo primordial es que te ayuden. ¡Por favor!
    Suspiró desesperanzado, y luego añadió.
    —¿Sí puedes entenderme?
    Las pupilas de la herida temblaban. Seguramente se va a desplomar, pensó Arnold.
    —No. No te entiendo. Ninguna mujer podría entender a un monstruo como tú. Creo que eres un completo inmaduro. Si te vas ahora, me cortaré la garganta y, cuando regreses, sólo verás mi cuerpo.
    El suspiró con infinita preocupación. Ahora sí le creía en sus amenazas, ¡y no! ¡No quería que muriera!
    —¿Entonces, qué es lo que quieres ahora? Ya vine, ¿ahora qué?
    —Quiero que sufras, que te arrepientas, que encarnes mi dolor; quiero ser alguien para ti al menos en mis momentos finales. Quiero importarte.
    Hizo una pausa, el dolor la abrumaba, el mundo le daba vueltas, la cabeza le estallaba. Las cortadas en las muñecas continuaban igual de frescas y productivas. Hubo de recargarse en la pared contraria al final para no perder su posición vertical.
    —Alguna vez me sentí importante —agregó, bajando la mirada—. Alguna vez creí que valía algo, que podía adaptarme a este mundo tan voluble… Fue cuando sentía el calor de tus brazos, cuando me sentí digna de ser amada. Pero en fin, todo era un juego, ¿no es así? Después de todo, ¿quién podría amar a una basura como yo?
    Arnold la analizaba. Comenzaba a descuidarse. Ahora podría arrebatarle la navaja, inmovilizarla y pedir ayuda sin mayores riesgos de la suicida. Candice podría estar a punto de derrumbarse desangrada, pero misteriosamente, continuaba en pie, y con tantas energías como para seguir atormentándolo infinitamente.
    —Quisiera un beso tuyo —escuchaba que decía Candice, mientras giraba su rostro hacia otro lado—. Sólo es para despedirme de este mundo. Finge amor, dame un beso. Cumple mi deseo, nada más. Mírame. Me duelen mucho mis heridas, ¿crees que no me duelen? Me duelen mucho aún. ¡Pero mírame, desgraciado! ¡Obsérvalas! ¿No te inspiran lástima? ¿No conmueven tu corazón?
    Y diciendo eso, volvía a adelantar sus manos para que fueran observadas por Arnold.
    ¡Era el momento preciso!


    Con un movimiento rápido y certero, prensó el cuello de la pálida jovencita con su mano derecha, mientras que con la izquierda le tomó la que asía el arma cortante. No había más remedio que quitársela por la fuerza, aun a costa de la pena que le provocaba.
    No esperaba que la pequeña Candice se defendiera tan enérgicamente. Manoteaba intentando zafarse de la estranguladora prensa en su cuello, pero continuaba atenazando la navaja como si en ello se le fuera la vida, como si fuera su mayor tesoro. Con la tensión, la sangre de la muñeca comenzaba a escurrirle nuevamente y con más ímpetus. Sus brillantes ojos querían salirse de sus órbitas, y sus labios alcanzaban a formular palabras apenas coherentes.
    —¡Maldito…! ¡Maldito…! ¡Maldito…! —se ahogaban sus gritos.
    Arnold tuvo que aplicar mayor fuerza sobre el raquítico cuerpo de la jovencita, que se defendía golpeando débilmente con su mano libre. El color rojo goteaba por los azulejos del suelo sin cesar.
    —¡Suéltala, necia! ¡No te haré daño!
    —¡Me odias…! ¡Me odias…! —volvía a escucharse de su exangüe garganta.
    Candice prensaba la navaja en su mano con energía realmente sobrehumana, paranormal. Con esa conducta, ese vigor y esos gritos, parecía como si el mismo Diablo la estuviera poseyendo.
    —¡Me quieres matar! ¡Quieres la navaja para matarme! ¡Quieres acabar con esto! ¡Quieres verme muerta! ¡Oh! ¡Sangre, sangre por todos lados! ¡Mi sangre, tu sangre, nuestra sangre! ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino de inocentes!
    Las palabras de la muchacha retumbaban en las paredes de la estancia con la mayor de las fortalezas. Arnold sintió miedo repentino y se preguntó si no estaría luchando con un espectro.


    De repente, y de forma inexplicable, en el exterior de la casa, justo en la puerta de entrada, una voz femenina y dubitativa se dejó escuchar, con tintes nerviosos.
    —¿Arnold?
    El joven, al oír su nombre y aquella voz, abrió mucho los ojos y se olvidó por completo de lo que acontecía alrededor. ¡No podía ser otra persona la que lo llamaba desde afuera!
    —¡Madeline! —dijo para sí.
    —¡La gata! —exclamó furiosa Candice. Sus ojos se encendieron en viva lumbre, la sangre subió a su cabeza—. ¡Tu gata! ¿Qué hace aquí?
    Un rostro pálido, misterioso, desconocido, se asomó por la puerta etreabierta de la sala para descubrir a su novio. La joven, de increíbles cabellos rojos y sonrisa breve, había divisado a Arnold desde la calle cuando entraba a esa oscura y extraña casa, que supuso que estaría abandonada por lo tétrica, y al final decidió llamarle. Y como no contestaba, optó por ingresar, todo para descubrir la deplorable escena. ¿Pero qué rayos estaba sucediendo ahí? Su novio luchaba por desarmar a una loca, ¿qué se supone que pasaba?
    —¡Arnold! —exclamó Madeline.
    —¡Madeline! —correspondió él, volteando a verla.
    Fue el lapso de negligencia. Candice se soltó de un tirón de las opresoras energías de Arnold, y sin pensarlo dos veces, alzó su puño con la navaja sobre su cabeza para trazar en el aire una mortuoria trayectoria, directo sobre el cuerpo del que alguna vez fue su amado. El grito de ambos fue desgarrador.
    —¡Maldito traidor! —exclamaba.
    Y el arma llegó a su destino final, incrustándose en la parte alta de la espalda de Arnold, con toda la furia que puede contener una persona resuelta a todo.


    El grito que produjo Madeline no fue de espanto, sino de horror. Inmediatamente se llevó las manos a la cara al presenciar aquel ataque de parte de la desgraciada Candice. Sólo gritaba con incontenible desesperación y desgarro, sin poder articular palabra por la impresión que aquello le había causado, y las lágrimas brotaron a raudales. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Quién era esa mujer que tanto mal había causado?

    De pie, con una sonrisa de furia y dolor, y con los ojos casi inyectados en sangre, la jovencita contemplaba su acto. Arnold estaba en el suelo semiinconsciente, herido probablemente de gravedad. Candice alzó la vista: Madeline retrocedía lentamente con el corazón desenfrenado. Pero no había salida para ella: en vez de ir hacia fuera, se encerraba más hacia la cocina.
    Candice levantó la navaja y la limpió con su falda, con toda la frialdad que podría esperarse de una desquiciada. Parecía que, entre más sangre perdía de sus heridas, más energías iba recobrando.
    Madeline lloraba con vivos gritos, entre aullidos de dolor y horror.
    —Cállate, tonta —le ordenó Candice.
    —¿Qué… qué hiciste? —sólo alcanzó a preguntar la otra chiquilla, al tiempo que rompía a llorar nuevamente.
    —Lo que tenía que hacer. Lo que él se merecía —contestó con simpleza.
    La joven pelirroja apartó las manos de su rostro lentamente, y luego volteó a la puerta.
    —Voy a llamar a la policía —dijo, corriendo a la salida.
    —Ah, no, no irás a ningún lado —exclamó con claridad la maniática, abalanzándose entre la puerta y cerrándola al instante. Su rostro lívido por la muerte próxima inspiraba el terror de un cadáver viviente.

    Ambas se vieron frente a frente unos segundos. La bondadosa aunque lerda mirada de Madeline sostenía la de Candice, brillante, furiosa, aguerrida.
    Su corazón le dictó un impulso, y en un intento por quitarla de la puerta, hubo de soltarle una sonora bofetada de odio por la desconocida, e intentó empujarla para salir corriendo.
    Pero con las fuerzas sobrenaturales de Candice, fue como golpear al muro. Ni siquiera borró su sonrisa irónica; por el contrario, sus ojos brillaron con mayor intensidad.
    —Maldita asquerosa, ladrona de sueños, de tesoros… ¡Ladrona de mi hombre, de mi corazón, de mi vida! ¡No mereces perdón!
    Y levantando un brazo ensangrentado, tomó el cuello de Madeline, presionándolo.
    —¡Tú eres la próxima en morir! ¡No quedará huella de un amor frustrado!
    Madeline abrió mucho los ojos, mientras sentía la intensa presión en su garganta, sólo esperando el momento en donde un agudo filo se incrustara violentamente en su ser. Los dientes de Candice rechinaban de furia; sus pupilas eran como dos relámpagos: estaba dispuesta a todo.
    —¡Déjala! —gritó débilmente Arnold, desde el suelo.
    El joven vivía aún, y su herida era de mucha menos consideración de la que supusieron ambas. No perdía detalle de la escena, pero intentaba vanamente incorporarse, al menos reclinarse. Su mirada estaba extraviada.
    Supo que tenía que hacer un esfuerzo por serenarse a pesar de su intenso dolor, ya que con peleas no lograría nada.
    —Déjala —repitió, y cada vez más calmado, continuó de esta forma—. Ahora escúchame, por favor, Candice.
    Tomó aire, el hombro le dolía. La herida estaba latente.
    —Lo que para ti representó tristeza, para algún otro fue la ilusión, es la dicha, la fortuna de poder ocupar un espacio en este mundo al lado de un ser querido. Tú fuiste lo más importante para mí durante gran tiempo, no lo voy a negar. Pero tú misma fuiste también la responsable de tu propia desgracia, A ti te amé, Candice, ¡ah, y cuánto! Fuiste realmente todo. No podía apartar tus ojos de mi mente durante todo el día, eras lo máximo. Pero, ¡ah!, reflejabas tanta inseguridad, tanta pesadumbre, como que nada en esta vida podría complacerte jamás, ni mi cariño, mi mis tiernas palabras hacia ti. Eras una llama envuelta en un cubo de hielo. ¿Cómo penetrar en ese muro? Fue lo que percibí a cada instante, en cada una de tus respiraciones. Realmente nunca pude estar seguro de ti, a pesar del amor inigualable que yo alguna vez sentí. Al contrario, tu tristeza incrementaba, y las lágrimas corrían a raudales por tu rostro, diario con una mayor intensidad. ¿Por qué? ¿No te hice feliz? ¿No era yo lo que esperabas?

    Candice, con sus ojos ahora apagados, había soltado el cuello de Madeline, más por la fatiga que por cualquier otra cosa. Esas palabras la habían debilitado. Sus desmedidas e impresionantes fuerzas comenzaban a abandonarla, a dejarla indefensa. La muerte comenzaba a arribar.
    —Por supuesto que no es así, Arnold. Yo siempre te he amado. ¿No lo notas? ¿Al menos ahora no puedes estar seguro de eso? ¡Mira, hasta me he cortado por ti!
    —¿Ahora? Sólo veo que has enloquecido completamente, y que no entiendes razones, y que me intentaste tratar como si yo fuera de tu propiedad —respondió Arnold—, a la vez que me heriste, e intentaste acabar conmigo de una forma cobarde. ¿Qué haces ahora?
    La joven Madeline se tocaba el cuello con espanto.
    —Ahora estoy… estoy… ¡estoy demostrándote que…!
    —¡Estás demostrando que me odias, que quisiste verme muerto, que intentaste atacar mi luz, a la felicidad de mi vida que ya es Madeline! ¡Te lo dije! ¡No me amas porque no te interesa mi felicidad!

    Candice bajó la mirada. Sus ojos estaban hundidos, sin vida.
    —Qué basura… —murmuró.
    —¿Qué basura qué? —preguntó Arnold.
    —¡Qué basura soy! —exclamó súbitamente, con todas las energías restantes—. ¡Ahora lo comprendo todo! Tú no buscabas más que salir adelante, viviendo feliz, con la pareja con la que eres realmente compatible, y yo sólo te estorbo en tu camino para lograrlo. Estoy segura que podrás superar todo esto y volverte una persona con un gran futuro al lado de una gran mujer.
    Arnold abrió mucho los ojos.
    —¿Qué? —susurró Candice, mientras volteaba a verlo con unas pupilas ya casi grises—. Estuve cegada por el odio. Estuve cegada. No debes verme más, estás enfermándote, te estoy contagiando. Yo nunca entendí, en mi corta vida, la magnitud del amor.
    Luego agregó, despacio.
    —Sé feliz, Arnold.
    —Entonces… ¿ahora dejarás que te lleve al hospital?
    La pequeña Candice sonrió tan débilmente que le causó la mayor de las penas. Luego, sin decir nada más, se desplomó, casi en su totalidad, sobre la extensión del suelo. Sus piernas no pudieron sostenerla por más tiempo.
    Intentó incorporarse, apoyándose en sus manos y rodillas, pero no lo logró. Suspiraba con un quejido extraño.
    —Mira, Arnold. Mira.
    Adelantó nuevamente una de sus manos mientras la otra continuaba en la labor de apoyarla en el suelo.
    —Tú podrías curarme de las heridas que tú me causaste, que son las que ves en mis muñecas. Ésas fueron por tu amor, te lo juro. Pero la verdad es que sería inútil, porque a fin de cuentas no deseo vivir. Esto ha sido todo para mí. Ya te dije que tú serás un hombre feliz, sin mí, con Madeline, y saldrán adelante sin volver a toparse con un problema como yo, que es lo único que represento.
    —Candice, no hables así. Todos juntos vamos a superarlo.
    Incluso Madeline inclinaba su cabeza con lástima por la enferma.
    —Será inútil, te lo juro —exhaló en un susurro Candice, al borde del colapso, de la muerte—, pero no moriré por tus heridas. Tú no me has de matar. Yo habré de hacerlo sola, porque me detesto.


    Se colocó de rodillas, tomando la navaja caída con ambas manos temblorosas. No había más que hacer, ni cómo ayudarla.
    —Adiós, Arnold.
    Él hizo una mueca de espanto. Madeline cerró los ojos, girando su rostro a otro lado. Se tapaba la cara con las manos, gritando por dentro, ahogando una profunda pena por la agresora. Sin ver más, corrió hasta donde se suponía que estaba su novio, y cuando llegó, lo abrazó fuertemente.
    —¿Ya pasó todo?
    Abrió lento los ojos.
    Un cuerpo estaba tendido sobre el suelo. La navaja le había traspasado la garganta.



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    Saludos.
     
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