Digimon Adventure Tri: El Reclamo del Mar Oscuro

Tema en 'Fanfics de Anime y Manga' iniciado por Mareanegra, 1 Febrero 2018.

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    Adventure Tri: El Reclamo del Mar Oscuro
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    Para adolescentes. 13 años y mayores
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    Misterio/Suspenso
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    Vámonos, vámonos al Mundo Digital

    Vámonos, vámonos al Mundo Digital

    Vámonos, vámonos al Mundo Digital

    Miyako dejó de cantar y miró a sus espaldas. El callejón era largo y oscuro. Si atacaban por un lado, no les quedaría otra que huir en la dirección opuesta. Prácticamente a ciegas y procurando no tropezar con la innumerable cantidad de botellas rotas que se acumulaban en el estrecho paso. Su imaginación añadió otro obstáculo: un segundo malhechor que aparecía de improviso para cortarles el paso como en las películas de gángsters.

    Boom. Dos pobres y atolondrados jóvenes mueren vírgenes a manos de de la yakuza: sus hígados, renegridos por el alcohol, fueron interceptados en el mercado negro. Hicieran lo que hiciesen, al final todo se reducía a una carrera en dirección a la muerte.

    «¿Y acaso la vida no consiste en eso?», inquirió su parte ebria, instándole a seguir bebiendo. «Qué frases tan profundas se te ocurren, Miyako.».Se imaginó soltándola delante de Iori y Hikari; quedaría demostrado que Inoue no era ninguna cabeza hueca después de todo, y que si no hacía expresas sus cavilaciones más a menudo era sin duda porque temía ensombrecer el ambiente desenfadado de sus cada vez más escasas quedadas con su amarga experiencia de vida. Ya estaba transcribiendo la frase en la aplicación del bloc de notas del móvil cuando cayó en la cuenta de que no era suya. Había sido proferida por los labios mal pintados de la señorita Aiko, la dramática profesora de Cultura Clásica, durante un largo paréntesis en medio de lo que debería haber sido una charla motivacional de cara a los exámenes finales:

    —La vida es una carrera directa a la muerte. La vida quiere que corras, quiere dejarte sin fuerzas para que no puedas cambiarla, quiere que pierdas en la distancia todo lo familiar y que te adentres por un páramo desértico sin fin, de espejismo en espejismo. ¡Y cuidado con arrepentirte del camino escogido! La distancia recorrida será tal que te consumirás antes de desandar todos tus pasos.

    Sacudió la cabeza y se recordó el motivo de su inquietud inicial; había oído un ruido sospechoso en la oscuridad. Agarró de la chaqueta a su achispado acompañante, que seguía entonando la canción en solitario, y lo condujo hacia el final del callejón. Cuando salieron a una calle repleta de transeúntes, Miyako pellizcó el brazo de Daisuke para silenciarlo.

    —Maltratadora —murmuró—. Socorro, ¡mi madre me maltrata!

    —Con un hijo como tú no me importaría que me quitaran la custodia.

    Daisuke consiguió zafarse de su agarre, se encaramó a una farola cercana y le sacó la lengua. Mientras lo veía besuquearse con el poste, Miyako pensó en esperar una hora más antes de tomar el tren de vuelta a casa. Prefería ahorrarse el momento de tocar el timbre de la casa de la señora Motomiya. Sabía que, como siempre, estaría acechando en el recibidor, de seguro preocupada porque su hijo se habría olvidado de responder sus mensajes a lo largo de la noche. Luego vendría un juicio silencioso en el que se le acusaría de varios crímenes, como ser un año mayor que Daisuke y no dar ejemplo o hacer gala de un comportamiento propio de una joven de moral ligera, ante lo cual Miyako no podría hacer otra cosa que rendirse en una inclinación prolongada de noventa grados, la equivalente a la del político que se disculpa por poner en riesgo la vida de decenas de civiles en una burda maniobra policial.

    Mientras se entregaba a estos pensamientos, Daisuke daba vueltas cogido al poste, maravillándose con las estelas coloridas de cientos de carteles digitales y luces de neón, gozando de la triunfal fusión entre la efervescencia de la ciudad y la de su propio cuerpo. Miyako sintió tanta envidia que quiso golpearlo.

    —No entiendo por qué se dice que las mujeres tenemos más dificultades que los hombres para metabolizar el alcohol.

    La respuesta vino en forma de vómito.

    —Caramba, Daisuke, ¿te has tragado un tonel de cerveza tú solo o qué?

    —Creo que estoy bien —dijo entre resuellos—. Listo para una segunda ronda.

    —Nos vamos inmediatamente.

    Daisuke quiso protestar, pero de su boca solo salió un chorro de oscuro vómito.

    Juntaron los restos de sus respectivas pagas semanales y compraron dos viajes de ida en el monorrail automatizado de la línea Yurikamome. Examinaron cada vagón hasta decantarse por el menos concurrido. Ninguno quería estar en el lado de la ventana (ella por temor a quedar atrapada en caso de vomitera, él por llevar la contraria), así que a Miyako no le quedó más remedio que hacer uso de la fuerza bruta. Daisuke ofreció una débil resistencia, luego pegó media cara en el cristal y quedó dormido en el acto. Los ronquidos no se hicieron esperar. Varios rostros ceñudos se volvieron hacia ella como si le pidieran cuentas y no pudo evitar preguntarse, algo turbada, si acaso parecían madre e hijo de verdad. El reflejo que le devolvía el cristal era el de una mujer por debajo de la media. Piel sin brillo, facciones un tanto brujiles, ojos secos debido al abuso de lentes de contacto y cabello falto de hidratación. Podía decirse incluso que aparentaba por lo menos quince años más de los que tenía.

    Su ánimo decayó todavía más cuando la maquinaria se abrió paso por Shinjuku y los grises pensamientos sobre los que había estado dando vueltas toda la tarde se hicieron tan negros e inmensos como los rascacielos que se alzaban a ambos lados de la vía. Se imaginó viviendo en un apartamento mugriento. De casa al trabajo y del trabajo a casa. Era improbable que Daisuke se devanara los sesos en tales reflexiones, pero el resto no es que pareciera muy preocupado. Bromeaban sobre jubilaciones anticipadas, hablaban de las profesiones a las que se dedicarían y, sin embargo, no alcanzaban a vislumbrar las implicaciones que traería el futuro. Tenía sentido que, al ser la vieja del grupo, Miyako tuviera especialmente presentes las palabras de la señorita Aiko. Tampoco era descabellado pensar que a nadie le importara realmente la razón escondida tras sus recientes excesos. Iori había dejado de hacerle compañía de camino al instituto, Ken decía estar ocupado hincando los codos (como si un adolescente prodigio como él necesitara repasar) y Hikari y Takeru llevaban todo el fin de semana sin dar señales de vida. Había indicios de sobra para empezar a creer en el resquebrajamiento del grupo.

    El tren tomó una curva pronunciada y Daisuke perdió el apoyo del cristal para terminar con la cabeza en el hombro de Miyako, quien lejos de rehuir del contacto como normalmente haría agradeció un poco de calor humano en aquella fría noche tokiota. Dicha muestra de intimidad no significaba más que los abrazos efusivos y las confidencias cargadas de sentimentalismo que habían compartido en estado de ebriedad y, como tales, habría de ser ignorada con la resaca del nuevo día. Ninguno se atrevería a formular una sola pregunta al respecto, lo cual era un alivio. Miyako creía entender el por qué. Desde hacía dos semanas, la única persona que estaba siempre disponible para una noche de desenfreno era el mismo con el que había discutido en incontables ocasiones. No dejaba de ser incómoda, casi inapropiada la complicidad que se había forjado de repente, así como extraño, por no decir lamentable, el hecho de que el alcohol hubiese terminado uniéndolos más que todas las aventuras vividas en el Mundo Digital.

    Pronto dejaron atrás los ominosos edificios y pudieron verse trazos del cielo nocturno. La familiar visión de la noria de Palette Town junto a la bahía de Tokio puso a Miyako de un mejor ánimo.

    Daisuke abrió los párpados y la miró con perplejidad.

    —¿Has tenido suerte? —preguntó.

    —Había un tipo que no paraba de hacerme ojitos, pero me pareció algo siniestro.

    —¡Al menos alguien te ha hecho caso!

    —Quizá piensan que, como vamos juntos, somos pareja.

    Una línea de preocupación se materializó en la frente del joven.

    —En ese caso debería llevar colgando un cartel que diga que estoy soltero.

    —Solo bromeaba. En realidad dudo que piensen que somos novios. Tienes la soltería escrita en la frente.

    Daisuke rio con amargura. Era consciente de que tenía todas las de perder en un combate de ingenio contra Miyako.

    Permanecieron un rato contemplando el paisaje que se veía a través de la ventana. Fuera de la cabina el viento aullaba y soplaba con fuerza, obligando a los viandantes que caminaban por el puerto a batirse en retirada. Un rayo cayó a lo lejos. Daisuke se inclinó para ver mejor. Desde niño había sentido una conexión especial con las tormentas; con el relámpago que alumbra la oscuridad, el trueno que rompe la silencio y el viento que agita las aguas el mundo interrumpía salvajemente su aburrida ilusión de permanencia. Aquella noche parecía que las luces parpadeantes de la noria se removían inquietas en la superficie encrespada del río como las ultimas brasas encendidas del fuego cruzado de los cañones de Imperialdramon y la llamarada de Armagemon. Sin esfuerzo rememoró la titánica silueta de la criatura emergiendo de la niebla, el terror generalizado que asoló a los que asistieron a su fuerza destructiva desde el puerto y la absoluta desesperanza al comprobar la inutilidad de Omegamon para hacerle frente. Cuando lo asaltaba el recuerdo de aventuras pasadas, Daisuke prefería detenerse en los detalles menos agradables, en un intento de convencerse de lo afortunado que era de vivir un tiempo de paz.

    Fue un consejo del elegido del valor.

    —Probablemente te aburras un poco al cabo de un tiempo —le había dicho a pocos días del incidente en la bahía—. Te aconsejo que, cuando eso pase, recuerdes las ocasiones en las que tú o uno de tus seres queridos estuvo a punto de morir. Se te quitarán las ganas de batallar.

    Sin embargo, su consejo no había surtido el efecto esperado. Con el paso de los años y ante el creciente dominio de la rutina escolar en su vida, incluso una criatura de pesadilla como Armagemon había terminado despojada de gran parte del horror que inspiraba. En la distancia se asemejaba a uno de esos villanos de los cuentos infantiles que su madre solía leerle antes de dormir con la inútil esperanza de inculcarle el hábito de la lectura. Un obstáculo que irrumpe tarde en la narración solo para asegurar una victoria por todo lo alto.

    Últimamente se preguntaba qué habría sido de su vida de no haber sido un niño elegido. En la escuela, cuando un profesor se interesaba por sus aspiraciones de futuro, Daisuke siempre respondía que su sueño era ser cocinero. Tenía muy buena mano para los noodles. Sus padres aplaudían sus fideos de pollo con verduras saona y hasta Jun, reacia bajo ningún concepto a darle la satisfacción de admitir un trabajo bien hecho por su parte, se delataba sola repitiendo plato cada vez que cocinaba. Solía imaginarse repartiendo noodles por todo el mundo en un puesto con su nombre y cara. Ahora no tenía tan claro a lo que quería dedicarse, pero estaba seguro de que ya no sería feliz en el negocio de la comida ambulante; de algún modo, su intenso periplo por el Mundo Digital había dado al traste con sus ambiciones más simples y humildes. Por eso prefería no pensar en el futuro. Siempre había encontrado más divertido pedirle a su madre que leyera el cuento de nuevo para revivir las hazañas de los heroicos protagonistas que imaginar su plácida existencia posterior.

    —Estaba pensando en la noche que derrotamos a Armagemon —dijo.

    Miyako arqueó las cejas con desaprobación. La nostalgia a horas intempestivas sentaba como un trago fuerte de licor después de una pinta: el encantamiento no duraría lo suficiente ni compensaría el mal rato que vendría. Siendo una alcohólica sin remedio, supo que no podría resistirse. Ya se disponía a responder que sí, que adivinaba sus intenciones y que ella también estaba más que dispuesta a hundirse en las pantanosas aguas de la memoria cuando alguien habló desde el fondo del compartimento.

    —Lo recuerdo. —Era una voz dulce y temblorosa—. Los Kuramon se fusionaron en Armagemon, un Digimon de la línea evolutiva de Diaboromon. Solo Imperialdramon en modo paladín fue capaz de hacerle frente.

    Miyako y Daisuke se giraron sobresaltados. La portadora de la voz era una chica joven con gafas de montura cuadrada que ahogó un grito de pánico en cuanto se supo el centro de atención.

    —Lo siento mucho —se disculpó, ocultando el rostro con las manos—. No debería meterme en conversaciones que no me incumben. Especialmente si se trata de conversaciones entre verdaderos... ¡Será mejor que me calle!

    Daisuke y Miyako compartieron una mirada de incredulidad. Era la primera vez que se veían envueltos en una situación similar. Habían sido exhortados para no irse de la lengua, aunque tampoco con demasiada frecuencia. Si revelar su identidad fuera algo que acarrease graves consecuencias, lo habrían hecho con una insistencia proporcional a la imprudencia que habían demostrado tener a lo largo de los años.

    —Sigue —la animó Daisuke, que, sin pensárselo dos veces, ya se había encaminado hacia el fondo del tren.

    —Daisuke —le reprendió Miyako—. Te ruego que no me quites el puesto de bocazas del grupo.

    Los ojos de la chica de gafas se agrandaron a medida que se acercaron a su encuentro. Eran de un negro profundo y brillante, a juego con su larga melena, de una rectitud y finura exquisita. Miyako quería acariciarla, deslizar los dedos entre los delgados cabellos... arrancarlos a mechones y hacerse la peluca perfecta. Claro que, puestos a pedir, ¿por qué no desear unos labios carnosos idénticos a los suyos? Envidiaba también su privilegiada estructura ósea, que le permitiría aparentar juventud por muchos años, al igual que la piel sin impurezas ni sarpullidos que la recubría como un manto de nieve virgen.

    —¿Cómo te llamas? —preguntó Daisuke.

    —Oh, menuda falta de respeto por mi parte. Me llamo Meiko Mochizuki.

    —Encantado de conocerte, Meiko. Nosotros somos...

    —Daisuke Motomiya y Miyako Inoue —se adelantó Meiko—. Sois leyendas.

    Daisuke esbozó una sonrisa socarrona.

    —¿Has oído eso, Miya? Somos famosos.

    Miyako bufó.

    —Vaya, y yo sin enterarme.

    —No todo el mundo es capaz de distinguir a Imperialdramon en modo paladín de Omegamon —la halagó Daisuke, ignorando la burla de su compañera—. Solo por eso me caes bien.

    —Bueno, para que Imperialdramon pueda alcanzar el modo paladín es necesario que Omegamon le transfiera sus poderes —explicó Meiko sin demasiada convicción—. De ahí el parecido. ¿Estoy en lo cierto?

    —¡Estás en lo cierto!

    El tren redujo su velocidad y se detuvo a los pocos segundos en la estación Daiba. Las compuertas laterales se abrieron con un estrépito.

    Daisuke se puso en pie.

    —Ven con nosotros. Seguiremos contándote todo lo que quieras saber.

    —¿De verdad? —balbuceó Meiko.

    —Eso no está bien, Daisuke —terció Miyako—. No puedes cambiar los planes de esta chica a tu antojo. Ni si quiera te ha dicho que esté de acuerdo.

    —Oh, es verdad.

    A continuación, con una nota suplicante, formuló la pregunta:

    —¿Te interesa la idea?

    Meiko temblaba y pareció que estaba al borde del colapso nervioso cuando dijo a voz en grito que aquel era el día más feliz de su vida.

    A insistencia de Daisuke, pasaron por una tienda de comida rápida para comprar tres raciones de patatas fritas que devoraron de camino al embarcadero. A lo largo de la noche relató todo cuanto recordaba de la aventura que había dado comienzo cinco años atrás en un aula desalojada de Informática, poniendo hincapié en todas y cada una de las evoluciones de Veemon y omitiendo a Takeru de la ecuación siempre que se le presentaba la oportunidad.

    Meiko mostró un especial interés por el Emperador de los Digimon.

    —Ah, Ken Ichijouji —dijo Daisuke—. Antes estaba metido en movidas raras pero ahora no, es un tío legal. ¿Sabías que su Digimon, Wormmon, se fusionó con mi Veemon para convertirse en Imperialdramon?

    Aunque era más que evidente que la verdad pasaba por un filtro de egocentrismo, Meiko escuchaba con total atención, se intrigaba cuando tenía que intrigarse y casi nunca pestañeaba. Estaba tan entregada a su rol de entrevistadora pasiva como Daisuke en su intento de impresionarla. Era una conversación a dos bandas con ocasionales intervenciones de Miyako, quien prefería mostrarse inaccesible por el momento. Mantenerse imperturbable estaba siendo todo un rato, ya que por cada logro que admitía, aunque fuese insignificante, Meiko se deshacía en halagos.

    —MaloMyotismon trató de engañarnos con ilusiones de nuestros sueños más profundos. Por desgracia para él, no contaba con que el mío fuera precisamente que Veemon alcanzara el poder suficiente para derrotarlo. Así pude mantener la cabeza fría.

    —Vaya, impresionante. ¿En qué ilusión quedaste atrapada tú, Miyako? —quiso saber Meiko.

    Cierta mañana, en el instante previo al despertar, la imagen había quedado grabada en su retina para siempre: un mundo ruidoso y colorido donde no existía la soledad.

    —Mi fantasía particular era tener toda la comida del mundo solo para mí —mintió Miyako.

    —Muy propio de ti —se burló Daisuke, llevándose un puñado de patatas a la boca—. Ef munfo en pelifro y tú pfoniénfote las fotas.

    —¡No te atrevas a hablarme con la boca llena! Tú eres el que se lo come todo y no deja nada. ¡Eres el culpable de mi obsesión!

    Meiko rompió a reír. Un rosado suave como el de las flores de cerezo tiñó su rostro y, al verla, Miyako también se ruborizó. «Si Blancanieves fuera oriental y miope, seguro que sería esta chica», pensó. «Y yo sería la reina envidiosa cuando se convierte en una bruja fea y vieja después de tomarse la pócima».

    —Sois maravillosos, chicos. —Los ojos de Meiko se iluminaron con lágrimas de dicha—. Sigo sin creer que esté aquí, compartiendo este rato con vosotros.

    Miyako se arrepintió de haber tomado por capciosa una pregunta inocente. Se dio cuenta de que Meiko era, en esencia, una fanática. Tenía la sensación de que sabía mucho más de lo que daba a conocer, pero no podía condenarla por ello. Sabía por experiencia que todo lo que salía de la boca de un ídolo, aun si era la lista de la compra, sonaba tan novedoso y trascendente como los preceptos de una nueva religión. Tampoco podía juzgarla por querer mantener el misterio con respecto a su persona; habría sido como interceptar y señalar con el dedo a su yo de trece años en plena fuga de la tienda de su madre para llegar puntual al ensayo de guitarra con Yamato. Las aficiones estaban para volcarse en ellas y olvidarse de todo lo demás, incluida una misma.

    A Daisuke no le llevó tanto tiempo aceptarla. Le había gustado al instante de aparecer y, por aprendizaje asociativo, deseaba tenerla cerca el resto de su vida.

    —Y gracias a la ayuda de los niños elegidos de todo el mundo, logramos derrotar a MaloMyoismon —continuó el chico, entristecido de no tener mucho más que contar—. Luego siguieron pasándonos cosas de película, como el regreso de Diaboromon o el verano que fuimos a Colorado y conocimos a Willis y Terriermon.

    —Hay algo que todavía no entiendo —dijo Meiko—. La prensa alabó la actuación del ejército y la policía, pero los niños elegidos cayeron en el olvido.

    Esta vez fue Miyako quien tomó la palabra:

    —Es un asunto complicado. Mientras que nadie pone en duda la existencia de los Digimon, la idea de que niños humanos estuviesen implicados en batallas de colosales magnitudes como la que se vivió hace unos años en este lugar era un bulo para muchos. Hay vídeos, fotografías de niños cerca de los puntos de ataque, pero en muchos casos se les dio muy poco importancia y, cuando lo hacían, era siempre para despertar el miedo y la preocupación en la población. Se hablaba de prepúberes que, en su inocencia, creian tener dominio sobre bestias enormes y peligrosas. A esto hay que añadir que por aquel entonces hubo muchos elegidos que salieron del anonimato, lo que hizo más difícil dar con nosotros. Aunque no quiero restarles méritos, ya que sin su ayuda no habría sido posible la victoria...

    —Ninguno se manchó tanto las manos como nosotros —terminó Daisuke—. Y los charlatanes, Miyako, no te olvides de los charlatanes. No me vengas a decir ahora que la niña australiana del canguro boxeador era una de nosotros.

    —Pero el gobierno supo quienes eran los que habían salvado el mundo, ¿no? —repuso Meiko.

    Miyako vaciló antes de continuar. Los recuerdos que vinieran a continuación no serían agradables ni tampoco un remedio amargo para la añoranza.

    —Claro que lo sabían, pero la pregunta es: ¿les convenía darnos visibilidad? ¿Por qué crees que casi toda la prensa nos ignoraba? Nuestra mera existencia era problemática.

    —Armas de guerra —comprendió Meiko—. Hay todo tipo de teorías conspirativas en Internet.

    —Hubiesen dejado de ser solo teorías de habérnoslo pedido, y creo que hablo por todos nosotros cuando digo que habríamos aceptado sin pensar, sabiendo que estábamos en el bando de los buenos. Pero nunca llegó a ocurrir. La gente tenía mucho miedo. Temían que volvieran los ataques y despreciaban a los Digimon inocentes que aún vivían aquí con sus compañeros humanos. Al final se optó por cortar todas las vías de acceso al Mundo Digital.

    Davis apretó los puños.

    —Esos cerdos trajeados nos arrebataron a nuestros compañeros y nos cerraron la puerta en las narices.

    Cundió el silencio en el muelle, salvo por el vaivén de las aguas mecidas por el viento. Por el extremo este del embarcadero se acercaba un barco tradicional cargado de turistas que disfrutaban de un recorrido guiado. Al avistarlos en la cubierta bebiendo cerveza y fotografiando los otros dos barcos atracados en el muelle, Daisuke los odió con tal vehemencia que se asustó. Sin conocerlos, sin apenas vislumbrar sus caras debido a la oscuridad reinante, pudo ver en ellos a los desalmados que lo habían alejado para siempre de Veemon.

    Habían caído presas del miedo y, en su ignorancia, no sabían que el miedo sería lo que los condenara en última instancia.

    Se recordó que también había gente que merecía la pena.

    —Meiko. —Posó una mano en su hombro y la retiró al notar que se convulsionaba descontroladamente—. ¿Te pasa algo?

    Estaba llorando de nuevo.

    —Debe ser cosa del destino que nos hayamos reunido hoy —sollozó—. Ayer me encontré con algo que creo que deberíais ver.
     
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    La biblioteca

    Iori Hida se consideraba una persona por lo general rutinaria y de ideas fijas. Una vez adquirió la costumbre de acudir a la biblioteca del distrito Daiba, nada ni nadie consiguió disuadirlo de hacer otra cosa que no fuera perderse entre los estantes de los clásicos o adelantar las materias que requerían pormenorizados trabajos de documentación valiéndose de investigaciones que solo encontraba en el polvoriento fondo local.

    Era increíble que en plena era de la información, y para más inri en Tokio, la cuna de las exhibiciones de tecnología avanzada, no quedara más remedio que moverse de un lado a otro para consultar ciertos opúsculos y manuscritos antiguos. Quizá un chico de pueblo como él tuviera una concepción errónea de lo que era la vida en la ciudad, pero no dejaba de parecerle algo más propio de tiempos pretéritos. Como dicha concepción de lo urbano no era precisamente positiva, la sorpresa no podía ser sino favorable; encontraba agradable e incluso romántico el freno de la gratificación inmediata que ofrecían las nuevas tecnologías.

    Todos los amigos y familiares de Iori coincidían en que era un tanto chapado a la antigua para su corta edad. Educado bajo la férrea disciplina de su abuelo, desde muy pronto había demostrado ser obediente en sus responsabilidades e inflexible a la hora de condenar la inmoralidad. En el pueblo se decía que sus ojos poseían el inconfundible brillo de la sabiduría divina. Con la pubertad había dado un gran estirón y se le habían alargado las cuerdas vocales, pero nadie ponía en duda que su interior permaneciera inalterable. Era algo que se daba por hecho aunque no resultara ser del todo cierto, como la inmovilidad de las montañas.

    Tampoco es que diera muchos motivos para pensar lo contrario. Debido a su naturaleza reservada prefería no mostrar otras facetas de su ser que las ya conocidas por todos. Su madre y su abuelo, por ejemplo, desconocían que para poner en práctica su nueva rutina vespertina había tenido que renunciar a la mayoría de sus clases de kendo. Y mientras todo su círculo de conocidos le atribuía un carácter marcadamente sedentario, Iori fantaseaba en secreto con visitar las grandes ciudades catedralicias de Europa y perderse en las ruinas de la ciudadela perdida de los incas. No hasta el punto de aspirar a vivir en el extranjero, claro, pero lo suficiente como para verse atraído por el encanto del edificio que acogía la biblioteca del distrito Daiba. Era de estilo modernista, una corriente estética que casaba con su gusto reciente; foráneo pero no demasiado. Sin ser un experto en arquitectura, reconocía la impronta de su cultura en la luminosidad de los colores y en la expresividad de los contornos de las pinturas y tapices.

    Iori atravesó el vestíbulo y subió las escaleras en rotonda que replicaban las del Burban City Hall de Nueva York. Al llegar al primer piso enfiló por el corredor largo y estrecho que conducía a su destino. El suelo enmoquetado amortiguaba sus pasos mientras se movía entre las paredes de yeso desnudo con líneas ondulantes que simulaban corrientes de agua. Un silencio aún más denso lo engulló al poner los pies en la biblioteca. Cruzar el umbral era entrar a un mundo apacible en el que el tiempo fluía a un ritmo distinto al de la ajetreada Tokio. Un remanso de misterio donde su alma cambiante danzaba como los ácaros de polvo prendidos en la luz dorada.

    Ken Ichijouji estaba sentado junto a la caldera, cerca de la estatua de bronce de Dionisio sujetando un racimo de uvas. Hundía la vista en un libro de Aritmética como si pretendiera introducirse de cabeza en las páginas, su media melena azabache ocultando casi la totalidad de su rostro. Iori colgó su mochila en la silla contigua y tosió para avisar de su llegada. Se saludaron de la manera acostumbrada, con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa incompleta, sin mediar palabra.

    Otro indicio que ponía en evidencia el cambio que estaba operando en él era su nueva actitud con respecto a Ken. Si seis años atrás hubiera sabido que acabaría compartiendo mesa de estudio con la persona que se ocultaba bajo el disfraz del Emperador de los Digimon no habría dudado en autoflagelarse con su sable de bambú. Iori, a diferencia de Daisuke y los demás, se había mostrado reticente a admitirlo en el grupo desde el principio. A su juicio, ningún artefacto maligno podía excusar las abominables obras de su alter ego en el Digimundo, si acaso concedía que hubiesen potenciado la maldad inherente en él de la misma forma que el alcohol revela la verdadera cara de las personas. Seguro de que tarde o temprano volvería a las andadas, llegó a tomar la determinación de no quitarle el ojo de encima. En la persecución del mal a menudo se veía obligado a cometer actos reprobables como seguirlo a la salida del instituto, pero logró convencerse de que era una de esas situaciones excepcionales en las que el fin justifica los medios. Sin embargo, las pesquisas acabaron siendo una frustrante pérdida de tiempo. Lejos de incurrir en comportamiento sospechoso, Ichijouji recorría el camino de vuelta a casa sin desviarse y ayudando a cruzar la carretera a toda anciana desvalida con la que se cruzaba.

    Una tarde lo sorprendió atrapando un gorrión. El ave agitaba las alas y trataba de sacar la cabecita por el hueco de entre sus dedos, ensuciados de sangre. Iori no se lo pensó dos veces y salió de su escondrijo para apuntarlo con un dedo acusador. Ichijouji reaccionó exactamente como alguien al que se le descubre con las manos en la masa.

    —Suéltalo ahora mismo —había ordenado Iori.

    Ken se quedó petrificado en la misma posición. Lentamente, sus labios temblorosos profirieron con esfuerzo unas palabras:

    —Tiene un ala herida.

    Y no mentía. Comprendió, sintiéndose idiota al momento, que la sangre que manchaba sus nudillos era humana, que se había expuesto a sufrir varios picotazos al tomar el gorrión con las manos desnudas. Se produjo un silencio largo durante el cual ninguno supo cómo reaccionar. Iori estaba avergonzado y Ken no se atrevía a dar un paso más. Entretanto, el ave seguía acometiendo fieramente las manos que lo apresaban. Iori recordó entonces que traía los guantes acolchados con los que practicaba kendo. Se los puso y, con cuidado, ayudó a trasportar el pájaro a casa de los Ichijouji. Durante el trayecto ambos tomaron el acuerdo tácito de no hablar de lo sucedido. Ken estuvo insistiendo en que no hacía falta que se molestara, que sus manos eran más insensibles al dolor de lo que parecían, pero Iori ya se había visto atrapado de forma irremediable y contra su voluntad en la obligación moral de enmendar su error. Terminó sujetando al gorrión en la deslumbrante cocina de la casa de los Ichijouji mientras Ken aplicaba yodo diluido en agua sobre la herida del ala y luego soplaba muy suavemente en la misma.

    Pensándolo bien, tal vez Ken no fuera una de las consecuencias sino el origen mismo de los cambios. Había despertado en él inquietudes que presagiaban un futuro distinto al que había planeado y, cuanto más tiempo pasaba a su lado, mayor era la sensación de que navegaba en aguas turbias. Por eso trataba de mantenerse a flote con largas horas de estudio intensivo. Aquella tarde, sin embargo, estaba teniendo serias dificultades para dirigir su atención hacia sus ecuaciones de química. Más de una vez se rompió la punta del lápiz, y hasta la tercera no se percató de que lo hacía adrede, que buscaba cualquier distracción. Llevó la vista a Ken mientras afilaba la mina de grafito con parsimonia, envidiando su capacidad de concentración.

    Si hubiese mirado con más detenimiento al otro chico se habría dado cuenta de que sus labios temblaban de un modo notable. Se sabía observado y, aunque había pasado mucho desde que Iori Hida dejara de mirarlo con manifiesta hostlilidad, Ken seguía viendo sus propios fantasmas en aquellos ojos castaños y profundos. Presentía la razón de su compañía. Le habría gustado pensar que estaba bajo vigilancia, pero lo más probable era que Daisuke y el resto hubiesen dado un toque de atención a Iori para que moderara su trato. Se sentía como un bicho raro, un bicho raro al que era preferible pisotear cuanto antes; quería pedirle que lo insultara e incluso golpeara si así lo deseaba. Ambos compartían una preocupación, continuaban atrapados bajo la sombra del Digimon Kaiser, y en esta oscura prisión de la mente donde no existía el consuelo del perdón ninguna justicia brillaba con más fuerza que la ejercida por la víctima que se cobra su venganza contra el viejo opresor. Pero Iori no alzaba el puño ni tampoco la voz, y Ken, sintiéndose en deuda por no creerse merecedor de su compañía, trataba de comportarse de la forma más atenta y servicial posible. Estaba siendo complicado, pues no accedía a que lo invitaran a un mísero café ni parecía necesitar nada salvo que compartiera lo que sabía de culturas extranjeras y estilos arquitectónicos como el art nouvau y el art decó.

    Difícilmente podía considerarse una acción expiatoria, ya que disfrutaba enormemente respondiendo a todas y cada una de sus preguntas.

    Iori restregó el contorno de sus labios resecos con la punta de la lengua. La calefacción de la sala estaba demasiado alta y seguía sin poder mantener la concentración. La paz que creía experimentar en la biblioteca no tardaba en teñirse de una agitación anhelante, de la misma manera que la impresión inicial de silencio absoluto se rompía con un murmullo de hojas de libreta arrugándose y el ruido sordo de los libros al encajar en sus estantes.

    No albergaba esperanzas de llevar su amistad con Ken a otro nivel. Era difícil imaginarse tomándole el pelo como hacía con Daisuke o escuchando sus tribulaciones como hacía con Miyako; todo lo que rebasara la mera cordialidad se sentiría fuera de lugar. Y Ken tampoco parecía muy dispuesto a poner de su parte. El Emperador de los Digimon había perecido junto con sus dominios, pero Ichijouji seguía empeñado en levantar murallas defensivas y excavar hondas fosas a su alrededor para contener a todo aquel que quisiera llegar a él.

    Lo cierto es que estaba acostumbrándose a vivir en esta tensión irresoluta. Por el momento se conformaba con sentarse al borde del abismo que los separaba y admirarlo silenciosamente desde la distancia.

    —Voy a comprar algo de beber en la máquina expendedora —anunció en voz baja.

    Ken se apresuró a rebuscar en su mochila y sacó una botella de agua grande.

    —Puedes beber de la mía si quieres.

    —Gracias.

    Ken se avergonzó al ver que Iori arrimaba su boca al plástico transparente que habían tocado sus labios, y este se avergonzó a su vez de rozarlo los suyos. Dio un par de sorbos exiguos que no calmaron su sed. Luego taponó la botella rápidamente, como si con ello pretendiera embotellar la vergüenza de ambos.

    El zumbido de un móvil en la mesa los sobresaltó. Ken lo tomó y abrió el servicio de mensajería instantánea. El emisor era Daisuke, lo que significaba que tendría que hacer un gran esfuerzo por descifrar un escrito abreviado en exceso.

    —Quiere quedar, ¿verdad?

    —Eso creo que pone.

    —Seguro que van otra vez a ese antro horrible de Shibuya —dijo Iori—. Yo tendré que quedarme aquí estudiando mi examen de Química. Además, no se me ocurre un plan peor que el que proponen últimamente.

    Ken odiaba tener que darle la razón. La última quedada había sido una completa catástrofe, especialmente después de que Daisuke y Miyako se pusieran a cantar borrachos el mismo cántico que Oikawa y los niños secuestrados y controlados por la Semilla de la Oscuridad habían entonado para desencadenar un horror inimaginable. Sin ganas de festejar, Ken había huído a un rincón apartado del garito. A lo largo de la noche una chica tras otra había intentado sacarle a la pista de baile, incluida Miyako, a la que había tenido que negar un beso. Se había tomado con humor el rechazo, pero ¿quién no lo hubiese hecho en su estado? Ante su falta de arresto para afrontar un problema que requería de su inmediata atención se había dedicado a retrasar su próximo encuentro dando largas a los planes de Daisuke.

    —Traed ropa deportiva —siguió leyendo—. Disfrutaremos de un un paño viejo... No, un pequeño viaje. Que disfrutaremos de un pequeño viaje. Vale, y aquí parece que pone la hora y lugar: en el puente a las once.

    —¿Vas a ir? —quiso saber Iori.

    Ken asintió.

    —¿Y tú?

    Iori apoyó la barbilla en la mano con gesto pensativo.

    —Acabo de recordar que el examen no es a la semana que viene sino a la que sigue.
     
    Última edición: 6 Febrero 2018
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  1. Elliot
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