Absurda realidad.

Tema en 'Historias Abandonadas Originales' iniciado por GianmarcoPerú, 13 Abril 2013.

  1.  
    GianmarcoPerú

    GianmarcoPerú Entusiasta

    Piscis
    Miembro desde:
    27 Julio 2011
    Mensajes:
    89
    Pluma de
    Escritora
    Título:
    Absurda realidad.
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Ciencia Ficción
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    920
    Hola, esta idea nació de un sueño, y quise transformarla en algo tangible, así que acá lo tienen. Espero que sea de su agrado. Si quieren continuación, solo pidanlo y lo tendrán. Gracias.
    Prefacio
    Si existiera una clave para suprimir los recuerdos recopilados a lo largo de tu existencia, ¿lo usarías?
    Claramente no, si tuvieras la capacidad de elegir, es decir, ¿quién cambiaría su vida de la noche a la mañana? Nadie, porque lo quieras o no llegas a aceptar tu sino tal cual es. Tu memoria no es un chip que puede ser reemplazado. Sin embargo, cuando te encuentras atada y silenciada en un lugar desconocido, tu voto no cuenta, tú no cuentas.
    Me llamo Lydia Vargas, y esta es mi historia. O al menos eso fue lo que me dijeron.
    Absurda realidad
    I
    “Es mejor ser el rey de tu silencio que esclavo de tus palabras”, William Shakespeare.
    La orden de mamá no tenía ni ton ni son, no podía ausentarme en mi baile de promoción por asistir a un ensayo de su boda. Aún más cuando el hombre con quien se quería casar era un cristiano mojigato. No tengo nada en contra de la religión, pero ya que llegamos a este punto, debo de confesar que no creo en Dios. Mi fe desapareció cuando mi padre dejó de existir en este mundo.
    A veces despierto en las madrugadas con el corazón galopándome en el pecho y la frente empañada de sudor frío. No me puedo librar del pasado, continúo aferrada a él y a sus detalles.
    La imponente arma del encapuchado… los improperios producto de una alucinación… mi temor y mi intento de huir… el impacto de balas… y sangre, demasiada sangre…
    “¡Lydia, por favor, sal y hablemos!”, gritó mamá, golpeando mi puerta.
    Tomé una bocanada de aire y giré la perilla. Era el momento de afrontarla.
    “Querida, estás pálida, ¿te sientes bien?”, buscó mi pulso y su suspiro reflejó su preocupación aliviada.
    “Estoy bien, mamá, solo me dejé llevar por la histeria”, expliqué recargando mi espalda en la pared, “no puedes quebrar mi paz con un tremendo disparate.”
    Intenté no mirarla directamente, mi determinación perdería al instante.
    “Cariño, es muy importante para mí que estés conmigo, realmente te necesito. Es la antesala a mi día especial.”, musitó con una trémula voz.
    “¿Y mi día especial qué?, ¡mañana será la última vez que vea a mis amigos! Luego tendré que mudarme al oeste junto con ese tipo con el cual vas a casarte. ¡Deja de ser tan egoísta!”, chillé atravesando el pasillo con dirección a las escaleras.
    No podía permanecer un segundo más en esa casa. No con mamá llorando sin cesar y el tipo ese, impasible, soltando risotadas frente al televisor.
    Caminé abatida y enfurruñada por las calles del vecindario. El viento azotaba mi rostro, y no tenía manera de resguardarme. En mi furia había olvidado llevar conmigo una casaca, mañana pagaría las consecuencias con un terrible resfriado. En realidad, me lo merecía, últimamente le provocaba problemas a mamá, ya no conversábamos civilizadamente, prueba de ello era nuestra reciente acalorada discusión.
    La razón siempre era la misma: Juan. Desde que aquel profesor llegó, empezaron las riñas, las exigencias y la falta de empatía.
    Juan impartía clases en la parroquia, citaba textos bíblicos a los niños y sonreía a medio mundo. Tal vez a mamá le gustó eso: su aparente nobleza. Pero con el paso del tiempo esa máscara cayó y nos encontramos con un dipsómano Juan, adicto a los juegos y encerrado las 24 horas del día en la sala con el control remoto.
    Lo desesperante es que mamá ya conocía su verdadera personalidad, mas no hacía nada, ella creía, o quería creer, que el hombre con el cual se comprometió era el indicado.
    Detengo mis pasos súbitamente, mi sentido de la audición no pudo fallarme. Alguien está detrás de mí, escudriñándome con su mirada. Lo sé. Lo siento.
    Siento la garganta seca y me preparo para correr y así, tomar distancia. Sin embargo, un punzante dolor se asienta en mis sienes y caigo de bruces en el pavimento.
    Mañana no podré asistir ni a la fiesta de promoción ni al bendito ensayo de boda de mi madre. Estoy ligeramente segura.
     

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