¡Por favor, no te vayas!

¡Por favor, no te vayas!​

Estaba arrodillado ante ella, la brisa rozó mi cara y al levantar la vista observé su semblante serio.

Iba a perderla, pues había decidido abandonarme al pensar que no la quería de verdad ya que casi nunca se lo decía y es que me era muy difícil expresarle con palabras cómo se consumía mi corazón de amor. En ese momento sentí un terrible pánico al pensar en la posibilidad de vivir sin ella, porque simplemente no podría hacerlo. Mi cuerpo seguiría vivo, pero todo lo que sustentaba mi espíritu moriría.

—¡No, por favor, no te vayas! —logró exclamar mi garganta sofocada por el nudo de angustia que atosigaba mi pecho.

Pero ella movió la cabeza de un lado a otro e inclinándose, tomó la pequeña maleta que había preparado con poco de sus pertenencias, no obstante, puse mi mano sobre la de ella para evitar que la levantara del suelo, en donde la había depositado cuando le di alcance en este intenso afán de detenerla, así que a mi contacto, la soltó de inmediato y volvió a erguirse.

Levanté el rostro y mis ojos brillantes por las lágrimas que me estaba obligando a detener, buscaron los suyos, así nos miramos a la luz de una hermosa y avanzada tarde que estaba por morir, como moriría nuestro amor si yo no intentaba decir algo, hacerle entender que la amaba con todo mi ser, así que era el momento de combatir mi impotencia de amarla con esas palabras que ella añoraba escuchar.

—Si te vas —le dije aclarando mi voz y parpadeé cuando un par de lágrimas se deslizaron por mis mejillas—, me quedaré en la más completa soledad. Sin ti, andaré errante en un mundo carente de ilusión.

Ella también parpadeó sorprendida. Noté sus lágrimas, como también su duda y la comprendí, porque era la primera vez que pretendía ser compositor para declararle mi amor.

—Sí, ¿no ves que tú eres mi luz? Eres el sol que ilumina mis días, eres la estrella que acompaña mis noches, eres el planeta que alberga mi vida, pero aun más, eres conmigo la súper nova que explota en emocionantes e intensos sentimientos. Mírame, siénteme ahora.

Tomé su mano sin permitirle soltarse cuando quiso hacerlo y la puse en mi pecho para transmitirle el rápido palpitar de mi corazón, pues el dolor, la angustia y el miedo lo hacían bombear frenético.

—¿Lo sientes? —inquirí sin dejar de mirarla, ella un poco inclinada hacia mí—. Es el núcleo del universo que hemos construido juntos, si le falta la energía que lo sustenta, o sea tú, estallará de sufrimiento y morirá.

Mis lágrimas brotaron ya sin control al sentir su mano temblar a la par de mi corazón, pues ese era precisamente el momento en que, por decirlo así, me jugaba el todo por el todo. Perderla o reconquistarla. El nudo en mi garganta se multiplicó lastimándome la mandíbula a pesar de que mi llanto era abundante, pero ni con el lloro encontraba consuelo para mi tormento.

Separé su mano de mi pecho y solo la dejé en libertad cuando puse una pequeña cajita, de esas donde vienen los anillos, entre sus dedos, lo que la sorprendió más, pues ella ya tenía en su dedo anular tanto el anillo de compromiso como el de matrimonio, así que reflejándose la expectativa en sus finas facciones, volvió a enderezarse y destapó la cajita, sus ojos abriéndose al máximo cuando miró el contenido, luego centró sus orbes en los míos, con los que le transmití una súplica nostálgica y desesperada, combinada con la sinceridad de mi amor.

—Ésa no sera ninguna joya fina, pero es la cosa de más valor que poseo de ti —le dije con voz quebrada cuando sacó una corcholata de Pepsi-cola.

—Tú, ¿la has conservado todo este tiempo? —preguntó al fin, su voz semejante a la mía.

Asentí casi sin aliento, a la espera de su última decisión. Esa corcholata era la más grande prueba de mi amor, porque por ésa nos habíamos dirigido la palabra por primera vez cuando nos conocimos al ingresar a la secundaria, unos días después de haber comenzado el ciclo escolar.

Ella se sentaba a mi lado, mas como ambos éramos tímidos, no nos habíamos hablado, pero esa vez, señalando debajo de mi pupitre, me preguntó si el borrador que estaba tirado en el suelo era mío y sonriéndole, lo recogí. No era un borrador, sino esa corcholata y al mostrársela, ambos reímos y así comenzó lo nuestro.

—Cinthia, sé que no te demuestro mi amor con palabras, pero si amo esa corcholata, ¡cuánto más te amaré a ti! ¡Por favor, no te vayas, quédate a mi lado!

Y ya no pudo contenerse. Llorando igual que yo, o más, se lanzó contra mí con fuerza, por lo que ambos caímos al suelo, pero no nos importó, solo la deliciosa sensación que pudimos otorgarnos mutuamente, librándome del temor y la angustia, quedándome clara la lección que de vez en cuando debía recitarle mi amor.

Ahora estoy de pie, a su lado, vuelvo a observar su rostro y observo una sonrisa y una mirada que incita felicidad.