Por siempre, Deila / Saga Geralt de Rivia- The witcher

Tema en 'Long-fics en curso de Libros' iniciado por Sashka, 19 Enero 2019.

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    Sashka

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    19 Enero 2019
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    Título:
    Por siempre, Deila / Saga Geralt de Rivia- The witcher
    Clasificación:
    Para adolescentes maduros. 16 años y mayores
    Género:
    Romance/Amor
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    15889
    POR SIEMPRE, DEILA

    CAPÍTULO 1


    El día que vino al mundo, las campanas de palacio no repicaron alegremente como cuando nació su hermano mayor. En lugar de eso, lúgubres tañidos anunciaron la muerte de la reina. Quizá si su madre hubiera sobrevivido al parto, todo hubiera sido diferente. O quizá no.

    La llamaron Deila. Su nombre significaba flor delicada en idioma antiguo, pero nada más lejos de la realidad. Desde su más tierna infancia, dio muestras de un carácter fuerte y obstinado.

    El rey, su padre, nunca se preocupó demasiado de ella, lo cual aprovechaba para escabullirse de las clases en favor de sus deseos personales. Ya desde que tuvo uso de razón, aparecía con frecuencia en las dependencias del boticario, y pasaba horas enteras observándole mientras preparaba remedios de todo tipo, mientras clasificaba hierbas, mientras trataba heridas de distinta consideración. El boticario, hombre viejo y sabio, le explicaba, divertido, los procesos y los nombres de las hierbas, así como el cometido para el cual se utilizaban. Pronto pasó a ayudarle en sus quehaceres, con una predisposición e interés impropio de su edad. Tenía un don, una facilidad innata para elaborar todo tipo de productos, así como buen ojo para los diagnósticos y los remedios a aplicar según estos.

    Empezó a escapar de palacio, a escondidas, para aprender a buscar las hierbas por sí misma. Sabía que si su padre se enteraba le caería una buena, pero su obsesión era mayor que su miedo. Ignoraba los peligros que moraban los bosques y lo que habitaba allí: solo le importaba ser capaz de encontrar y reconocer las hierbas de su lista.

    Las primeras veces tuvo suerte. No se encontró con nada y nadie reparo en su prolongada ausencia, o en su vestido sucio de broza y lleno de enganchones. Decidió hacerse con unas polainas y una camisa, dada la dificultad de moverse entre la vegetación con sus delicados vestidos de princesa.

    Pero, lógicamente, su suerte no duró siempre.

    Un día se encontró con un jabalí que la persiguió, y tuvo que subir ágilmente a un árbol en el cual pasó horas, hasta que el animal se dio por vencido, dejando su morral tirado descuidadamente durante la huida. Pero otro día se encontró con algo peor, muchísimo peor: un leshy. Hubiera muerto por su mano si no hubiera habido un brujo cerca, casualmente, acechando a la criatura por un contrato.

    El brujo, llamado Eskel, áspero al trato y sin ninguna empatía, la escoltó de vuelta a palacio, simplemente para cobrarse honorarios. A Deila le asustaba el brujo casi tanto como el leshy: sus extraños ojos, su figura vestida en cuero negro, sus espadas afiladas, amenazantes y su actitud hosca y brusca.

    Su padre montó en cólera. Deila fue castigada, confinada en sus aposentos durante un mes entero, con un guardia ineludible permanentemente en su puerta. El encierro hubiera supuesto para ella el peor de los castigos, pero, estoicamente, decidió aprovecharlo para formarse con la espada. Si quería seguir saliendo, cosa innegable, debía saber defenderse mínimamente.

    Así que, cuando su único hermano fue a visitarla, no dudó en pedirle que le enseñara a usarla. Niedamir, que adoraba a su hermanita, no pudo negarse. El joven se divertía en esas clases, viendo a la niña mover una espada casi más grande que ella, pero pronto quedó gratamente sorprendido por su determinación y progresos.

    Desde entonces, Deila alternaba sus clases con los preceptores con las visitas al boticario y las clases con su hermano. No salió de palacio en una temporada, puesto que la vigilancia sobre ella era implacable. Pero cuando su padre murió, el año siguiente, todo cambió.

    Niedamir fue coronado rey, y la feroz vigilancia sobre ella se terminó.

    La primera vez que vio a un elfo se quedó fascinada. Deila observó sus movimientos llenos de gracia, su largo cabello castaño y sus hermosas facciones mientras se acercaba directamente a ella, con un arco en la mano, un carcaj lleno de flechas a la espalda y una hermosa y gran espada en su cadera. Acababa de llegar al bosque y supuso que él había estado esperándola.

    —Princesa Deila —le dijo, para su sorpresa—, me llamo Eniel y vivo en este bosque. Seré vuestra escolta siempre que vengáis por aquí. Este es un bosque muy peligroso, majestad, no estáis segura deambulando sola.

    —No me llames majestad. No me gusta.

    —Pero sois una princesa.

    —Como si no lo fuera. Aquí quiero ser solo Deila. Si me haces ese favor, no pondré objeciones a tu presencia en mis excursiones.

    El elfo se lo pensó.

    —Sea, pues, Deila —resolvió.

    Con el tiempo, Eniel y Deila llegaron a ser muy buenos amigos. Durante aquellas asiduas salidas, las conversaciones eran algo habitual, y ella desnudaba su alma a su único amigo como una válvula de escape que aliviaba la presión a la que estaba sometida. El elfo comprendió que la niña necesitaba esos paseos para respirar, como un paréntesis en la vida rigurosa y cada vez más exigente que llevaba en palacio, pues en el bosque podía ser ella misma. No se adaptaba a las normas de palacio. No soportaba ser una damisela. No iba con su carácter ser lo que se esperaba de ella.

    Eniel, incluso, la llevaba a veces a su poblado y la invitaba al delicioso té propio de los elfos. Se hizo amiga de otros elfos y elfas, e incluso un día, una elfa muy vieja y venerada como adivina, la miró de un modo especial y le vaticinó algunos detalles de su porvenir, en líneas generales y muy poco precisa, evitando algunas respuestas, cosa que extrañó a la princesa.

    Conforme creció y se hizo mujer, la cosa fue a peor. Pero el día que su hermano le habló de su intención de prometerla a un príncipe vecino, todo estalló.

    Fue una disputa sin precedentes. Como su hermano no cedió ante su rechazo y argumentos, Deila acabó arrojando su dorada corona a sus pies y renegó de su condición de princesa.

    —Me voy, hermano, abandono palacio y esta asfixiante vida. No voy a someterme ni un día más.

    —Obstinada cabezota—gruñó el rey. — ¡No harás tal cosa! ¿A dónde ibas a ir tú sola? Eres aún una niña. Y eres la princesa de Caigorn. No lo permitiré.

    —Si me retienes, me arrojaré de la ventana de mi cuarto a la menor ocasión. O cortaré mis muñecas con lo que sea que encuentre, o quizá me halles balanceándome colgada de una soga. Mi muerte pesará sobre tu conciencia, Niedamir.

    Así pues, cogió lo imprescindible y se fue de palacio sin que Niedamir pudiera evitarlo. Su hermano no se atrevió a levantar un dedo, pues la veía de sobra capaz de cumplir sus amenazas, y la dejó marchar pensando que volvería, arrepentida y sumisa, cuando viviera en propia piel la vida fuera de los protectores muros de palacio. No sabía cuán equivocado estaba.

    Sin embargo, hizo llamar a Eniel y volvió a encomendarle una tarea.

    —Sólo tú puedes ayudarme, Eniel. Eres su único amigo, ella confía en ti. Por favor, te ruego que te quedes cerca de ella, que veles por su seguridad y me mantengas informado de todo —le dijo al elfo. — Toma esta bolsa de dinero y dáselo, pues la muy ilusa ni siquiera lleva un oren encima. No dudes es traerla si tiene problemas, tanto si quiere como si no.

    —Lo haré, majestad.

    Así, Deila dejó el reino y se estableció en Kovir, en una pequeña cabaña muy cerca de la frontera, donde el poder de su hermano no pudiera alcanzarla. Y transcurrieron tres maravillosos años durante los cuales las punzadas de añoranza, la decepción que Niedamir le causara y su desconocimiento sobre cuidarse sola quedaron atrás. Tres maravillosos años durante los cuales se afianzó como sanadora entre las gentes del pueblo más próximo, Gynvael y se ganó su confianza y amistad.

    CAPITULO 2

    Deila caminaba mirando atentamente al suelo, buscando las extrañas hierbas medicinales que sólo se daban en aquella montaña. Portaba un zurrón atravesado en el pecho, colgando ante sus caderas, y una pequeña navaja en la mano derecha. Un siseo burbujeante hizo que levantara rápidamente la vista y mirara alrededor, inmóvil, adoptando una postura defensiva, pero no vio nada. Escuchó; volvió a oír el sonido y trató de discernir de dónde venía. Su origen parecía ubicarse en un grupo de árboles, entre el espeso follaje.

    Sacó la espada de su funda sin hacer ruido y avanzó con cautela, pasos cortos y silenciosos, pues era aquél un bosque peligroso donde los hubiera. Quit pro quo: hierbas que ayudaban a preservar la vida y monstruos que la arrebataban.

    Alcanzó unas matas espinosas y miró estirando el cuello: entonces los vio, ambos malheridos, ambos yaciendo en el suelo.

    La mujer saltó con agilidad el arbusto, y se dirigió en primer lugar a la kikimora. El monstruo, parecido a una araña de proporciones grotescas, agonizaba entre estertores; su respiración, ahogada en su propia sangre, producía el sonido que había despertado su cautelosa curiosidad. Levantó la espada por encima de su cabeza y la clavó profundamente en el cuerpo del monstruo, y luego la arrancó. El sonido cesó de inmediato.

    Limpió la hoja de la sangre negra en el suelo y la guardó en la funda en su cadera, mientras se acercaba al hombre que yacía inconsciente. Su mano flácida aún agarraba la empuñadura de una espada de plata, y del cuello de su camisa sobresalía un colgante tallado en forma de cabeza de lobo con las fauces abiertas.

    Un brujo. A Deila no le gustaban los brujos desde su encuentro con Eskel.

    Se arrodilló junto a él y tocó su yugular. Tal como supuso, estaba vivo. Las mutaciones a las que sometían a los brujos les hacía excepcionalmente fuertes, pues su labor consistía en combatir todo tipo de monstruos; Deila también sabía que se curaría más rápido que cualquier humano. El boticario le había explicado todo lo que sabía sobre ellos cuando le sometió a un bombardeo sin tregua de preguntas al respecto, tras ser salvada por Eskel.

    Le examinó buscando heridas, y encontró dos: un fuerte golpe en la cabeza y una mordedura en el muslo. El veneno de la kikimora no sería un problema para el metabolismo alterado del hombre, y Deila apostó, además, a que antes del enfrentamiento el brujo habría tomado algún elixir. Quedaba descartado, por ello, el administrarle cualquier antídoto sin saber la naturaleza del bebedizo que, por supuesto, no iba a conocer, aunque estuviera despierto. Por lo visto, también eran muy celosos de sus fórmulas secretas.

    Tomó su barbilla e hizo girar la cabeza del hombre hacia el otro lado para estudiar la herida. La sangre manchaba los cabellos prematuramente blancos del brujo, y seguía manando del corte en la zona parietal, aunque poco ya. También salía un hilillo de sangre del oído del mismo lado, y eso no era buena señal. A fin de cuentas, la cabeza del brujo no había resultado tan dura como debiera. La kikimora, de un fuerte golpe o a resultas de estrellarlo contra un tronco, había fisurado su cráneo.

    Un relincho llamó su atención, e imaginó que sería el caballo del brujo. Eso ponía las cosas más fáciles. Se levantó y buscó dos ramas largas y suficientemente gruesas, algo que en un bosque no tardó en encontrar, se sacó la capa y la dispuso entre las dos ramas, usó cuerda y pronto tuvo una camilla improvisada. Luego fue en busca del caballo, fijó la camilla y montó en dirección a su cabaña, vigilando al herido.


    Cuando llegaba con la parihuela, Eniel estaba esperándola. Él elfo se acercó intrigado y observó al herido mientras Deila desmontaba.

    —Ayúdame, Eniel. Hay que meterle en la cama y pesa muchísimo.

    —Pero, ¿qué demonios ha pasado?

    —Le encontré en el bosque. Tiene un golpetazo en la cabeza.

    Eniel la ayudó, cogiendo al hombre por las axilas mientras ella lo hacía por los pies. Durante el traslado, el elfo reparó en su medallón y frunció el ceño.

    Le dejaron en la cama y Deila empezó a quitarle las botas.

    — ¿Te has dado cuenta de lo que es este hombre, muchacha? —dijo el elfo, alarmado.

    —Un brujo medio muerto, eso es lo que es, Eniel.

    —Los brujos son peligrosos, antisociales y lujuriosos. Has hecho mal en traerle a tu casa.

    —Mírale, elfo: ¿te parece acaso peligroso? Está muy mal y no omitiré mi ayuda a nadie que la necesite. Cuando se recupere se irá, no voy a quedármelo como mascota. Y ahora ayúdame a quitarle la ropa, anda. Este cuero se pega a su piel como una sanguijuela, y tengo los brazos que ni me los siento ya del esfuerzo.

    El elfo maldijo en su idioma, pero obedeció a la curandera. Cuando estuvo desnudo, Eniel parecía aún más disgustado.

    —¿Has visto su cuerpo? —dijo ella asombrada—. Parece el muñeco en el que practicaba sutura…Nunca he visto a nadie con tantas cicatrices…

    —No me parece correcto, mi señora, esto no está bien. Un hombre desnudo en tu cama…

    —En eso te doy la razón. Es bastante embarazoso. Pero se me ocurre algo… Le pondré un saco de grano, ya verás.

    Deila salió de la casa y al momento volvió con un saco de arpillera. Cogió del costurero unas tijeras bien afiladas y cortó, en la parte frontal del saco, una línea de arriba abajo. Luego cortó tres medias lunas: una en la parte superior y dos a partir de las esquinas. Con la ayuda de Eniel, se lo vistió al brujo.

    —Seguirá teniendo el culo al aire, con tu invento—bufó el elfo.

    —Vamos, hombre, no seas pesado. Ya no está desnudo, y eso es lo que importa. Además, voy a taparle con la manta. —le regañó ella mientras vería agua de un cubo lleno a una palangana.

    —No me gusta la idea de que se quede aquí contigo. A parte del peligro, también tienes una reputación que cuidar.

    —Nadie ha de verlo, descuida —dijo ella mientras seleccionaba unos frascos, cogía paños limpios y material de sutura.

    —Tengo que ausentarme todo el día, pero podría posponerlo. ¿Quieres que me quede?

    —¿Qué? —comenzó a reír ella, sentándose en la cama, junto al cuerpo del brujo—, ¿temes que me salte encima, acaso? No te preocupes, estaré bien.

    —Bueno. Antes de irme, guardaré el caballo.

    —No, déjale suelto que coma hierba, porque no tengo nada que darle. No creo que se escape. Más tarde lo llevaré yo misma al establo.

    —Hasta mañana, Deila —dijo el elfo acercándose y depositando un cariñoso beso en la mejilla de la chica.

    —Duerme tranquilo, querido: no creo que se despierte en muchas horas —le tranquilizó ella besando la cara del elfo, a su vez.

    Eniel se fue y ella comenzó al limpiar la herida de la cabeza. Ya apenas sangraba. Arrastró los restos de sangre hasta que estuvo completamente limpia y entonces cambió de paño. Vertió directamente en el corte un líquido ocre, casi negro, y con el paño limpió el exceso para que no se extendiera más allá de la herida. Entonces enhebró la aguja de sutura.

    —Espero que no te despiertes. Así dolerá menos —le dijo al hombre inconsciente.

    Y comenzó a coser. El brujo no se despertó. Cuando terminó, le vendó la cabeza, desinfectó el mordisco del muslo y recogió el material de encima de la cama.

    Cuando entró en la cabaña acarreando en sus brazos unos troncos para mantener el fuego del hogar esa noche, vio que el brujo tenía los ojos abiertos. Soltó su carga junto a la chimenea y se limpió las manos de broza contra el delantal que cubría su vestido.

    — Vaya, has despertado… No esperaba que pudieras aún—dijo, acercándose a lecho donde estaba acostado el hombre. El hizo amago de incorporarse—. No te muevas. Tienes una fisura en la cabeza, me temo.

    El brujo no dijo nada, pero renuncio a su intento. La miraba desorientado.

    — Soy Deila, curandera, y te encontré herido en el bosque. Junto a una kikimora moribunda.

    — ¿No eres demasiado joven, mi señora, para ser curandera?

    —Uh, hablas como mi hermano, empezamos bien…

    — ¿Dónde estoy?

    — En mi casa… Ah, te refieres a… Estás en Kovir, en las montañas Dragón. ¿Acaso no recuerdas?

    — No, no recuerdo nada.

    — ¿Me dices quién eres o tampoco lo recuerdas?

    — Tampoco, mi señora.

    — Vaya. Menudo golpe te llevaste, amigo. Bueno, pórtate bien y las cosas vendrán solas. Intenta descansar y, sobre todo, no te muevas. Si tienes náuseas avísame, te acercaré el cubo. ¿Cómo te encuentras?

    —Mareado.

    —Ya.

    La mano del brujo se elevó y palpó el vendaje con cuidado.

    —No te toques. Te he dado unos puntos más para tu colección. Estás más zurcido que unos calcetines viejos, brujo.

    El brujo sonrió. Tenía una agradable sonrisa. Burlona y poco definida, eran sus ojos más que su boca lo que parecía sonreír.

    Deila se sentó frente a la mesa y vació el morral sobre ésta. Comenzó a separar las diferentes hierbas que había recogido esa tarde en montoncitos y, cuando terminó, las metió en frascos de cristal que tapó con tapaderas de tela.

    El brujo la miraba hacer, no dormía. Observó sus manos cuidadas, sus movimientos elegantes, su ropa sencilla, pero de calidad, y la seguridad en sí misma que irradiaba. Se sintió intrigado.

    Era menuda y delgada, pero con buenas curvas, su cabello ondulado y muy abundante caía por su espalda como una brillante catarata de oro. Pero su rostro era lo más atractivo en ella. Sus ojos eran de un verde imposible, ribeteados por largas pestañas oscuras, su nariz, deliciosa; sus labios regordetes, jugosos y remarcados, y sus cejas, bien delineadas, eran la guinda del pastel. Una chica muy atractiva, sin duda. Pero extremadamente joven.

    Deila colocó unos troncos en la chimenea y colgó en un gancho una olla para calentar su contenido.

    — Por aquí el verano sólo se nota de día. Las noches son frías, brujo. ¿Tienes hambre?

    — Tengo, mi señora.

    — Enseguida se calentará el cocido. Espera, no trates de levantarte solo, yo te ayudo.

    La curandera ofreció sus hombros al brazo de Geralt para que se sirviera de su apoyo y lo condujo hasta la mesa, donde se sentó en una silla. Luego se afanó en traer platos, cucharas, vasos, servilletas y media hogaza de pan. Y una jarra de agua.

    El brujo reparó entonces en el saco que vestía.

    —¿Qué demonios es esto? —dijo cogiendo la tela.

    —Bueno, digamos que es tu pijama.

    El brujo levantó una ceja y ella se encogió de hombros.

    —Qué quieres que te diga, no tengo ropa de hombre.

    Sirvió dos platos de estofado, uno para cada uno, pero el del brujo contenía poca comida, y llenó los vasos.

    —Come despacio. No estoy segura de que sea buena idea que comas, pero, si tienes hambre, podemos probar a ver qué pasa.

    El brujo tenía hambre. No obstante, obedeció a la muchacha y comió despacio, masticando cada bocado repetidamente. Luego se bebió el vaso de agua entero. Y, a continuación, lo vomitó todo al suelo.

    — Lo siento, mi señora…— dijo el brujo, avergonzado.

    — No importa, ahora lo recojo… Era lo que me temía. Vamos, antes te acuesto de nuevo, no estás bien.

    La mujer le acostó con cuidado, y luego salió a la noche. Regresó con un cubo de agua y una bayeta, y comenzó a recoger el desaguisado. Geralt se sentía aún más abochornado viéndola hacer, arrodillada; sólo la mutación de sus capilares evitaba que su rostro estuviera rojo como la grana. Pero enseguida se durmió.

    Se despertó varias veces, esa noche. La primera, vio a la muchacha sentada frente a la mesa, con un candil encendido y un libro sobre ésta. Leía algo atentamente, tanto que ni siquiera se percató de que él estaba despierto. La segunda, ella removía con una larga cuchara de madera el interior del caldero, que desprendía un olor acre. La tercera, le despertó ella para hacerle beber algo que sabía a rayos. Pero no se resistió y se lo bebió todo, obediente, pues entendió que gran parte de la noche se la había pasado elaborando esa medicina para él.

    — Mi señora, tengo ganas de... Bueno, mi vejiga va a estallar si no la alivio. Debo salir.

    — De eso nada, ahora traigo el cubo. No intentes incorporarte solo, brujo, por lo que más quieras. Solo faltaría que te cayeras y se abrieran los puntos.

    Deila salió y entró casi inmediatamente a la cabaña, ayudó a hombre a ponerse de pie y aguantó el cubo para él ante sus caderas. El brujo la miró, indeciso.

    — ¿Qué? — dijo ella— No voy a mirarte, si es por lo que vacilas. Oh, por todos los demonios, ya me pongo de cara a la pared. No tenéis precisamente fama de mojigatos, los brujos. —dijo riéndose de la incomodidad del hombre.

    —¿Mojigato? —se molestó él—. No serías la primera mujer que me ve desnudo, pero si la primera niña. Sólo trataba de ser considerado, mi señora.

    —¿Niña? ¡Niña! Pues que sepas, mi señor, que ya te he visto antes, cuando te desnudé. Fue inevitable, lo siento. Y no me he desmayado, ni siquiera un aspaviento, como haría una niña. Pero me daré la vuelta, para ahorrarnos esta estúpida conversación, ¿estás seguro de que no te caerás al suelo?

    El brujo gruñó, desconcertado por el modo de ser de la muchacha.

    —Tomaré eso como un sí.

    La mujer cambió de mano el cubo y se volvió hacia la pared, del lado contrario al que encaraba Geralt. Al poco oyó el sonido de un chorro golpeando el fondo del recipiente.

    — Ya está, gracias, mi señora— dijo el brujo cuando hubo terminado.

    Ella dejó el cubo en el suelo y le ayudó a acostarse una vez más. Luego salió fuera, seguramente para aliviar su propia vejiga, y entró de nuevo con el cubo, ahora vacío, que dejó en un rincón. Sacó dos mantas de un arcón e hizo una cama en el suelo. El brujo se sintió avergonzado al ver su sacrificio.

    —Ahora es tu momento de mirar a la pared, mi señor. Me voy a desvestir y a ponerme el camisón.

    —Deila, debo ser yo quien duerma en el suelo —dijo, haciendo amago de levantarse.

    —¡No te muevas! —le regañó ella—. Así está bien, no importa. Estás herido y yo estoy lo bastante sana como para dormir aquí.

    Ella se deslizó entre las mantas y comenzó a desvestirse.

    —Lo siento, mi señora… —dijo el hombre de cabello blanco—. Me refiero al modo en que te he hablado antes. Eres muy amable conmigo, no mucha gente haría por mí lo que estás haciendo. Gracias, mi señora.

    —No importa. Y ya es la última vez que digo “no importa”. Duerme, brujo.

    Y el sueño se llevó todos sus remordimientos.

    Ésta vez, al despertar, ya era de día. La pequeña cabaña estaba bañada por la luz del sol que entraba a raudales por las ventanas, motitas de polvo flotaban visibles a través de los rayos. El fuego del hogar estaba casi apagado, y no había ni rastro de la curandera ni de las mantas en las que había dormido. La mesa estaba recogida y el caldero limpio.

    El brujo se percató de que el dolor de cabeza era más soportable, y se levantó con cuidado. Al no sentir mareo ni debilidad ninguna, se calzó las botas y salió de la cabaña en busca de las letrinas. Oyó a Deila discutir con un hombre, se alivió con prisa y encaminó sus pasos hacia ellos.

    — ¡Dile a tu señor que me deje en paz! — gritaba la curandera enfadada. — ¡No pienso acceder a sus deseos!

    El hombre vio a Geralt y frunció el ceño. Apoyó su mano enguantada en el pomo de su espada. Al brujo, eso no le gustó.

    — ¿Qué ocurre, mi señora?

    La mujer se giró sorprendida.

    — Nada… — enfrentó su mirada de nuevo al desconocido, un esbirro con buenas vestiduras, jactancioso como un pavo—. Eso es todo lo que tengo que decir. Buenos días.

    El hombre seguía mirando al brujo como si intentara recordar de qué le conocía. Dio dos pasos hacia atrás antes de darse la vuelta y montar en su caballo. Lo espoleó y partió al galope, camino abajo.

    — ¿Por qué demonios te has levantado? ¿Es que acaso no te dejé claro que no debías hacerlo? — regañó al brujo sin contemplaciones.

    — Me encuentro mucho mejor. ¿Por qué discutías con ese hombre? — insistió él.

    — Ay, brujo— suspiró ella—, todo el mundo cree que puede aprovecharse de una mujer que vive sola. Pero conmigo han pinchado hueso. Anda, volvamos a la cabaña. He de cambiarte el vendaje. Una vez en la cabaña, ella le sentó en el lecho y le ayudó a quitarse las botas.

    —Mi señora, ¿dónde están mis cosas?

    —Dejé todo aquí, lo entré cuando saqué la silla a tu caballo. Tus espadas, tu ropa, lo que llevabas encima, está bajo la cama.

    El brujo se puso de rodillas y sacó sus cosas, las extendió sobre el suelo. Deila se echó a reír.

    —¿Qué ocurre, mi señora?

    —Tendré que hacerte algo de ropa. Esa abertura trasera del saco es algo perturbadora…

    El brujo se agarró la abertura lo mejor que pudo, tratando de mantener los dos lados unidos.

    La muchacha le trajo todo lo que recuperó de la silla del caballo y también lo puso allí. El hombre tocaba y observaba los objetos como si fuera la primera vez que los veía.

    —Sigues sin recordar…

    —Sí, mi señora.

    —Bueno, pues recojamos y te prepararé una infusión antiinflamatoria en cuanto te cambie el vendaje. Dale tiempo a tu cabeza a curarse, no desesperes. Y vuelve a la cama.

    Mientras ella preparaba la infusión, Eniel apareció por la puerta, aún abierta. Pareció sorprendido al ver al brujo despierto.

    —Buenos días. ¿Todo bien por aquí, Deila?

    —Hola, Eniel. Sí, mi paciente ha despertado, pero no recuerda ni quién es.

    El elfo levantó las cejas, sorprendido. El brujo y él se miraron, evaluándose. Luego carraspeó.

    —¿Puedes venir un momento? —Le dijo a la muchacha.

    Ella puso cara de fastidio, pero acudió.

    —No estoy tranquilo. No, Deila—dijo cuando ella abrió la boca para protestar, silenciándola. — Es un extraño. Un hombre adulto. Y para colmo un brujo. No estoy tranquilo.

    —Puedes estarlo—dijo el brujo desde la cama, que le había oído perfectamente a pesar de la distancia y la voz baja del otro—. Quiero decir que no voy a hacerle daño. En ningún sentido. Tienes mi palabra.

    —Y yo me aseguraré de ello, descuida —le respondió Eniel, aún desconfiado.

    Luego le dio en ligero beso en la mejilla a Deila y se marchó.

    —Es muy considerado contigo ese elfo, mi señora —observó el brujo.

    —Es como un hermano para mí. No sé qué haría sin él. Y ahora, vamos a cambiar la venda.

    Deila observó la herida con detenimiento. Estaba mejor. No se había infectado y no supuraba, los puntos sujetaban bien el corte en vías de cicatrización. Volvió a ponerle el líquido ambarino por encima y vendó de nuevo su cabeza.

    —Ahora bébete esto y luego duerme un rato.

    Y él la obedeció sin rechistar.

    Deila le despertó cuando empezaba a atardecer. La mesa estaba dispuesta, asado con patatas en los dos platos, media hogaza de pan recién hecho y la inevitable jarra de agua.

    —Vamos, brujo. Tienes que comer —le dijo disponiéndose a levantarlo. —¿Necesitas ayuda o puedes tú solo?

    —Creo que puedo.

    A pesar de los pasos vacilantes, llegó a la mesa sin novedad. Deila ocupó su silla y comenzaron a comer en silencio.

    —Sois muy reservados los brujos. No os gusta mucho hablar.

    Él levantó la vista y la miró, dejando el tenedor a medio camino del plato a su boca.

    —¿Acaso conoces a algún otro, mi señora?

    —Hace mucho tiempo, uno de tus compañeros me salvó de un leshy.

    El brujo levantó las cejas.

    —¿Un leshy? Un milagro que vivieras para contarlo, a pesar de haber un brujo allí.

    —Será cosa del destino.

    —¿Quién era el brujo, mi señora? —dijo llevando el tenedor a su boca al fin.

    —Un tal Eskel.

    —Ahá.

    —Le conoces, supongo.

    —Todos nos conocemos.

    —Parecía muy ágil y diestro, muy profesional. Aunque…

    Ahora el hombre frunció el ceño.

    —Aunque, ¿qué?

    —Me asustaba tanto como el monstruo. No fue nada amable conmigo.

    —Así es él, mi señora —dijo con un amago de sonrisa.

    Cuando acabaron de comer, recoger y lavar los utensilios, Deila sacó un gran retal de tela oscura y la dispuso sobre la mesa. También un costurero. Extendió la tela y puso una tiza encima. Luego cogió un cordón y se acercó con él al brujo.

    —Voy a hacerte unos pantalones cómodos. Estás ridículo con ese saco deambulando por aquí, cumplió su función, pero ya no es suficiente. Ponte de pie, te tomaré medidas.

    —¿No eres demasiado joven para ser modista, mi señora?

    —Otra vez hablas como mi hermano, brujo. Creo que nunca os presentaré.

    El brujo sonrió.

    —¿Dónde está él?

    —Lejos, brujo. En Caigorn —dijo mientras envolvía la cintura del hombre con el cordón. Con un dedo sujetó el punto donde el extremo se encontró con el resto del cordel.

    —Ah. ¿Y tus padres?

    —Murieron, mi señor.

    Deila extendió el trozo en la tela y marcó una línea con la tiza.

    —Lo siento.

    Ella se encogió de hombros mientras volvía hacia él. Puso el cordón en su cintura.

    —Sujétalo fuerte —le pidió.

    Él lo hizo y ella extendió el resto hacia el suelo, agachándose. Sujeto la medida y volvió al retal. Marcó otra línea. Luego tomó medidas del tiro, el ancho de pierna, de rodilla y de caderas. Una vez hechos los patrones del delantero y trasero del futuro pantalón, cortó la tela a un dedo de las marcas. Luego fijó con alfileres las dos partes y enhebró la aguja.

    —¿Dónde está mi caballo?

    —Está en mi establo, no te preocupes. Todo el establo para él, lleno de heno limpio y fresco y con un montón grano que me ha traído Eniel, pues yo no tenía.

    —¿No tienes caballo?

    —Tuve uno, pero hace unos meses murió. No he vuelto a comprar otro.

    La aguja entraba y salía de la tela velozmente, dejando a su paso unas puntadas regulares y fuertes.

    La tarde fue discurriendo lentamente mientras Delia cosía y charlaba con su paciente.

    Finalmente, los pantalones estuvieron terminados.

    —Póntelos, brujo.

    El hombre así lo hizo. Se dio la vuelta y acordonó su bragueta, abrochó el cierre de su cintura y se quitó el saco.

    —Muy profesional —dijo, admirando el trabajo de la muchacha.

    —¿Qué creías? —rió ella—. Si te dejas llevar por las apariencias, es que eres un brujo tonto de capirote.

    —A veces tiendo a ser un brujo tonto de capirote, mi señora. Gracias.

    —De nada. Voy a hacer la cena y luego a dormir, estoy cansada—dijo bostezando.



    CAPITULO 3


    El brujo se despertó por el ruido del agua. Abrió los ojos y la vio derramando un cubo en una bañera de madera, mientras los vapores se elevaban a su alrededor. Deila comprobó la temperatura con el dorso de la mano y pareció satisfecha. Entonces le miró y sonrió.

    —Bienvenido al mundo de nuevo, brujo. Este baño es para ti. He decidido que no estoy dispuesta a soportar por más tiempo ese extraño olor que desprendes, así que a adentro. Vamos, no voy a mirarte.

    El brujo se incorporó y se dejó ayudar por la curandera. Junto a la bañera, se quitó impúdicamente los pantalones y luego introdujo un pie primero y después el otro y se sentó. Deila le retiro el vendaje de la cabeza y estudió la herida.

    —Te lavaré la cabeza, primero, y luego continuas tú. La herida se mojará inevitablemente, pero ya la secaré bien después. Inclínate hacia delante y cierra los ojos, por favor.

    Con un cuenco, empezó a tirar agua sobre la cabeza del brujo. Cuando estuvo empapada, frotó el jabón sobre su cabello hasta que apareció suficiente espuma, entonces lo dejó en el suelo y comenzó a frotar suavemente. Notó cómo el hombre se relajaba bajo sus dedos. Le masajeó durante un rato, satisfecha. Cuando le pareció suficiente, volvió a llenar el cuenco y aclaró el jabón abundantemente, luego empujó con cuidado su cabeza hacia atrás y peinó con los dedos el blanco cabello, para apartarlo de su rostro.

    —Ya está. Ahora continúa tú. Cuando termines, ahí tienes la toalla —le dijo.

    —Gracias, mi señora. ¿Me pasas el jabón? No puedo cogerlo.

    —Cierto, brujo, lo dejé en el suelo —admitió ella recogiéndolo y tendiéndoselo.

    ——Geralt… Me llamo Geralt. Geralt de Rivia…

    Deila le miró a los ojos, sorprendida, la pastilla de jabón aguardaba en su mano tendida a ser recogida por el no menos asombrado brujo.

    —Bonito nombre. Vaya, Geralt de Rivia, parece que realmente mejoras. Me alegro.

    El brujo cogió por fin el jabón de su mano. Ella recogió la ropa de cuero del brujo y salió sin decir nada más.

    Cuando Geralt se hubo aseado, salió de la bañera y tomó la toalla para secarse. Miró con curiosidad los rizos de algodón de la ropa, maravillado ante su tacto suave. Era un artículo de lujo, solamente poseían toallas las gentes muy pudientes. Volvió a sentirse extrañado.

    Desnudo, pero con la toalla rodeando sus caderas, se acercó a la cama y se agachó junto a esta, sacó sus cosas y rebuscó hasta encontrar una canana con tiras de cuero que rodeaban y aseguraban unos frascos. Tomó uno y miró el líquido que contenía. Deila apareció entonces por la puerta, llevando la ropa de cuero negro del brujo, ahora limpia, en su brazo.

    —¿Qué estás haciendo, Geralt?

    —Tengo que tomarme esta poción. Me acuerdo de sus efectos.

    —¿Por qué, qué es lo que hace?

    —Curarme, mi señora.

    Ella levantó una ceja, incrédula, mientras el brujo destapaba el frasquito y lo llevaba a su boca, vaciando su contenido. Guardó el frasco vacío donde lo encontró y esperó sin moverse, de rodillas, sobre el suelo de madera.

    Deila le rodeó y abrió su cabello para ver la herida. No pudo creer lo que vio.

    La herida se cerró en un momento, dejando una cicatriz ribeteada por los puntos. El mordisco del muslo también se curó. El asombro casi no le dejaba articular palabra.

    —No… no puedo… creerlo. ¿Cómo es posible?

    —Recetas de brujos, mi señora.

    —Ya veo… Bueno, ahora habrá que quitar esos ridículos puntos que sujetan una cicatriz cerrada por completo. Ven, siéntate en la silla, Geralt, voy a por mis pinzas y las tijeras.

    El brujo aguantó estoicamente los tirones de la muchacha al quitarle las suturas, luego ella recogió el material y lo guardó.

    —Voy a ponerle grano a tu caballo. Ahí tienes tu ropa de brujo, limpia y seca, por si prefieres vestirla.

    —Gracias, mi señora. De momento, prefiero la camisa y los pantalones nuevos.

    Ella sonrió, complacida.

    Deila entró en el establo, el caballo relinchó bajito. Se encaminó al saco que descansaba en un rincón y cogió el balde para llenar de grano el comedero.

    En ese momento, dos hombres entraron. Deila los miró sorprendida. Parecían dos rufianes de poca monta, sonreían enseñando sus mellas.

    —Bueno, bueno, bueno —dijo uno de ellos, el que peor aspecto tenía. — Qué tenemos aquí, la belleza de Gynvael, ni más ni menos… Y sola.

    —¿Qué queréis? —les pregunto ella con voz dura, helada.

    —Vamos a llevarte a la ciudadela, pero antes… Podemos divertirnos un ratito.

    —Don Robert nos advirtió que no la tocáramos —dijo el otro.

    —Ya, pero no es necesario desflorarla teniendo ese precioso culito, ¿verdad?

    El hombre se abalanzó sobre ella, derribándola. Deila gritó y empezó a patalear, a pegarle, a arañarle.

    —¡Sujétala, idiota, antes de que me saque un ojo!

    El otro hombre inmovilizó los brazos de la muchacha, mientras el primero sacaba un cuchillo de su flanco y cortaba los cordones de su corsé. Rasgó su vestido, desnudando sus senos llenos y redondos, mientras frotaba su entrepierna en los muslos de la curandera. Entonces empezó a recorrer su cuerpo con una mano torpe, la otra bajaba sus enaguas de forma brusca. El hombre que la sujetaba reía tontamente, excitado.

    De nada servían los pataleos de la muchacha, pues el peso del rufián inmovilizaba en gran medida sus intentos de zafarse. Se desesperó. Estaba indefensa, a su merced. Le apretó los pechos dolorosamente y ella sintió crecer un pánico primigenio en su interior, comenzó a llorar, a aullar de impotencia y de dolor.

    —Ven aquí, zorrita. Ya es hora de que sepas lo que es un hombre…

    El rufián sintió el frío filo de una espada contra su cuello.

    —Sacadle las manos de encima a la señorita. Ya.

    Los dos hombres la soltaron en el acto. Deila se arrastró a un rincón, donde se acurrucó intentando recomponer con las manos la pechera rasgada de su vestido.

    —Fuera —siseó el brujo.

    Sin decir ni una palabra, los dos hombres salieron del establo como alma que lleva el diablo. Geralt los vio desaparecer por el bosque. Luego se acercó a la muchacha, que temblaba violentamente, guardó su espada en su espalda y la levantó en brazos.

    Entró con ella a la cabaña y se sentó en una silla, con la muchacha en su regazo, frente a las brasas del hogar. Deila lloraba quedamente ahora, turbada, acurrucada contra su pecho y rodeada por sus brazos protectores. Geralt comenzó a acariciar su pelo, quitando la paja prendida en este con delicadeza, calmándola. Acarició suavemente su nuca y su espalda, hasta que, poco a poco, la curandera se fue tranquilizando y su llanto cesó. Se quedó adormilada contra su pecho, relajada ahora, sintiéndose a salvo entre sus brazos. Podía oler el aroma del jabón de baño en su piel, en su cabello, el peso de su cabeza apoyada contra la suya. Sintió el deseo de alzar los brazos y enredar sus dedos en el cabello de su nuca.

    —Geralt... No le digas…no le digas a Eniel lo que ha pasado, por favor.

    —¿Conocías a esos hombres?

    —No.

    De nuevo silencio. La mano del brujo subía y bajaba por su espalda.

    —Geralt…

    —Mmm?

    —Gracias.


    —No hay de qué.

    La mano del hombre cambió de rumbo y volvió a la catarata dorada, acariciándola desde la cabeza hasta la punta.

    —Geralt…

    —¿Si?

    —Me gusta que me acaricies.

    Él la besó en la frente y se levantó con ella en brazos. La llevó a la cama y la arropó.

    —Duerme, Deila. Duerme un rato.

    Ella durmió hasta el día siguiente, ininterrumpidamente.

    La mañana siguiente se despertó muy temprano y vio al brujo durmiendo en el suelo, en las mantas que ella usara los días previos. Estaba boca arriba, sus cabellos blancos descansaban en abanico alrededor de su cabeza, la manta rodeaba su cintura dejando su torso al descubierto. Recordó la sensación de estar entre sus brazos, sus caricias reconfortantes, su beso en la frente. Una oleada de un sentimiento desconocido la inundo, fuerte, contundente, y reprimió el deseo de ir a su lado y tenderse junto a su cuerpo. Se sintió bien, el recuerdo de la agresión se diluyó ante esa nueva sensación que la embargaba. Pero no se atrevió, se levantó e hizo el desayuno. Más tarde, cuando él despertó, no hablaron del tema.

    Por la tarde, Deila quiso bajar a la ciudad, Gynvael, a por varios artículos que andaban escasos. Geralt se ofreció a llevarla en Sardinilla, su caballo. Ella aceptó.

    El mercado de Gynvael era famoso por esos lares. Comerciantes de todo Kovir se daban cita los jueves en la Plaza de Greyden, donde se congregaba un laberinto de puestos ambulantes con productos de todos los Reinos de Norte.

    Deila, montada a la trasera de Geralt, indicó al brujo un establo donde conducir a Sardinilla, pues no faltaban en tales aglomeraciones pícaros aficionados a quedarse con lo ajeno, incluidos los caballos dejados en cualquier poste.

    — ¡Alabados sean los dioses, señorita curandera! — dijo el caballerizo, un hombre al que le faltaban la mitad de los dientes, mientras ambos desmontaban.

    — Alabados sean, Zuan. Me preguntaba si nos guardarías el caballo mientras voy a unos recados…

    — Ya lo creo, y ni un real he de cobraile a vuesa merced. Pos no me se ha de olvidar que cura a mi hijo le disteis, señorita curandera. Vaya, vaya tranquila a esos mandaos, que yo le guardo el caballo y hasta grano le daré.

    — Muchísimas gracias, Zuan. Vamos, Geralt.

    El mercado era un mar de cuerpos moviéndose como tortugas, tenderetes de telas de vivos colores y bullicio, gritos de los vendedores y de algunas mujeres peleándose por las tandas, los géneros o simples ganas de bulla. El brujo dudó un momento si sumergirse en aquella locura o no; Deila tomó su mano, riéndose de sus reservas, y lo arrastró con ella por los pasillos atestados.

    Compró un montón de cosas, desde comestibles a gruesa tela de paño marrón, soportando empujones, vigilando la bolsa del dinero, sudando al sol que caía en la plaza. Geralt cargaba con las mercancías, agobiado y con unas enormes ganas de acabar de una vez. No sabía por qué, pero esa ciudad le ponía de mal humor.

    Deila se detuvo ante dos muchachas con poca pero vistosa ropa que terminaban un número circense con antorchas encendidas. Unas pocas monedas tintinearon al caer dentro de una redoma de metal ya muy maltrecha.

    — Hola, Deila— la saludaron, mientras apagaban los fuegos en el suelo.

    Luego dejaron caer las antorchas y se acercaron a ellos, el corro de gente comenzó a desfilar a paso de tortuga.

    — Azuan, Illea, os presento a Geralt.

    El brujo se inclinó un poco a modo de saludo, intentando disimular el fastidio que sentía por aquella parada cuando estaba deseando salir de aquel maldito mercado. Ellas se acercaron al brujo y le plantaron un beso en cada mejilla, dejándole pasmado. Luego centraron su atención en la curandera.

    — Ándate con cuidado, Deila. No te quieren bien por aquí, y no me refiero a los aldeanos… Ya me entiendes —dijo Azuan.

    — Gracias, precisamente, a los aldeanos, que tienen en gran estima los servicios que les prestas, no han tomado mayores medidas contra ti— añadió Illea—. Si lo hicieran, la turba sería capaz de quemar el castillo con su señor dentro, y lo saben.

    — Con vosotras dos a la cabeza, si se trata de dar candela…— bromeó Deila.

    — Por supuesto. Si hay fuego por medio, abrazamos la causa.

    —Gracias por el aviso, amigas. Debemos irnos ya. Hasta la vista— se despidió la curandera.

    — Adiós, Deila, adiós, Geralt— respondieron ellas. Geralt soportó otro par de besos de las muchachas.

    Se mezclaron de nuevo en la marea humana, lenta, desquiciante, pestilente.

    — ¿Qué es lo que ocurre, Deila? — preguntó el brujo acercándose a su oreja, para hacerse oír por encima de los gritos de los mercaderes. — ¿Quién te quiere mal?

    — Te lo explicaré, brujo, pero no aquí. Vamos, la salida de la plaza está cerca. Y, si eres capaz de cambiar inmediatamente esa expresión de fastidio, te invitaré a una cerveza fresca en la taberna.

    Geralt cambió inmediatamente la expresión de fastidio, deseando trasegar cualquier cosa que refrescara su reseca garganta.


    Bastante avanzados ya en el trayecto hacia la cabaña, Deila vio humo por encima de los árboles. Una sensación de desasosiego la embargó.

    — Geralt, veo humo… ¿Pudieras, tal vez, azuzar a Sardinilla?

    El brujo miró al cielo y no le gustó lo que vio.

    — Puedo— dijo escuetamente mientras golpeaba los flancos del caballo con sus talones.

    Al acercarse a la cabaña, ésta ardía por una esquina, mientras tres elfos del bosque luchaban contra las llamas con cubos de agua y ramas. El brujo saltó del caballo y se acercó a la casa. Las llamas aún no habían alcanzado un tamaño preocupante.

    — Apartaos de aquí —les dijo a los elfos.

    Geralt trazó con su mano derecha la Señal de Aard, y al momento un viento fortísimo asfixió las llamas. Los restos fueron apagados con agua por los elfos del bosque.

    — Gracias, Eniel —dijo estampando un beso en la mejilla del elfo.

    Luego se volvió hacia dos elfas, una de cabellos negros y otra de cabellos tan blancos como los del brujo.

    — Y gracias a vosotras, Wiel, Inia… ¿Qué ha ocurrido?

    — Un sabotaje, sin duda— dijo el elfo—. Ha sido el destino que justo nos pasáramos en busca de tus conocimientos. Un solo jinete vimos salir a la desbandada, sospechosamente. Y luego, el humo…

    — Sabían que no estabas en la cabaña— dijo el brujo—. Luego te vigilan.

    — Eso ya lo sé— dijo Deila—. Pero nunca antes se habían atrevido a actuar más allá de las amenazas…

    — Tendrás que someterte al señor, Deila— dijo Wiel, la elfa del pelo blanco— O pedir ayuda. No tienes porqué pasar por ello, si tú quisieras…

    — Pero no quiero, Wiel. No quiero y punto. Ni lo uno ni lo otro. Ya veremos lo que pasa.

    — La verdad, no te entendemos— insistió Eniel—. Wiel tiene razón, si tu hermano se enterase…

    — Os he dicho que no. Mi hermano y yo nos peleamos, no correré ahora a humillarme pidiendo ayuda. He de solucionar esto yo sola.

    — ¿Estás loca? ¿Cómo vas a hacerlo? — se exclamó Inia, la elfa de negros cabellos.

    Deila suspiró y miró a sus pies, abatida. Luego levantó la mirada hacia el brujo, que la observaba, escuchaba y no decía nada.

    — Creo que empiezo a tener una ligera idea. Y ahora, entrad. Habéis venido en busca de mi saber, no a enmarañar mis pensamientos.

    Y entró en la cabaña con pasos firmes y malhumorados.

    —Ese maldito genio…—susurró Eniel mientras caminaba hacia la puerta.

    Dentro de la cabaña, las elfas le explicaron los síntomas de un compañero. Ella les hizo preguntas al respecto que ellos no supieron responder.

    —Tendré que ir a verle, no puedo diagnosticar sin reunir toda la información posible. Me llevaré algunos remedios, pero necesito hablar con él para saber concretamente el que mejor se ajusta a su dolencia.

    —Bien. Esta noche hay una fiesta en el campamento, Deila. Puedes aprovechar para divertirte un rato.

    —¡Me encantaría! —dijo poniéndose en pie y comenzando a preparar las cosas. —¿Te vienes, brujo?

    —Si no hay objeciones sí, mi señora.

    Eniel lo meditó un momento.

    —Está bien, puedes venir.


    Sólo los elfos sabían construir así, aunque fueran simples casas de madera y ramas. El poblado élfico parecía de cuento de hadas. Cuando llegaron, unos niños abordaron a la muchacha, saltando y riendo, y atropellándose unos a otros tratando de explicarle que habría una fiesta. Deila, para satisfacción de los pequeños, se hizo la sorprendida y lanzó exclamaciones de júbilo.

    Sin embargo, el brujo recibió miradas hostiles.

    Wiel señaló la cabaña del enfermo a Deila, mientras ellos dos se sentaban sobre un tronco seco de considerables proporciones.

    —Ahora vuelvo, Geralt.

    Eniel alzó las cejas, alarmado, al oír el nombre con el cual la muchacha se había dirigido al brujo.

    — ¿Geralt? ¿Geralt de Rivia? ¿El Lobo Blanco?

    El brujo suspiró.

    —Sí.

    Eniel se levantó, maldiciendo en élfico, y corrió en pos de Deila, que ya había entrado en la cabaña con Wiel.

    — ¡Como se entere tu hermano, es capaz de presentarse aquí con un ejército! ¡A mí me cortará la cabeza, pero a ti te encerrará en la torre más alta y tirará la llave! —le gritó, aún utilizando su idioma, tan alterado estaba.

    — ¿De qué hablas, Eniel? ¿Qué te pasa?

    — ¿Sabes quién es ese hombre, Deila? ¿Sabes a quién has metido en tu casa? ¡Es el Carnicero de Blaviken!

    — ¿Tenía una carnicería en Blaviken? Qué bien – se mofó ella. — Cálmate, Eniel. Ya me gustaría a mí saber qué fue lo que pasó realmente allí, porque no se comporta como un hombre peligroso en absoluto. Y ya conoces a la gente. Vamos, déjame trabajar y no me hables más del tema.

    —Pero…

    —Tema zanjado he dicho, Eniel.

    El elfo salió de la cabaña muy enfadado y no volvió junto a Geralt. Se perdió por el poblado.

    Mientras Delia atendía a su paciente, las mujeres elfas pusieron sobre las largas mesas, que habían montado los hombres, platos llenos de viandas y vasos junto a un tonel de cerveza. Los músicos se prepararon y pronto comenzaron a tocar.

    Cuando la curandera salió, los niños la asaltaron para ponerle una bonita corona de flores, igual a las que llevaban en su cabeza las elfas jóvenes.

    Se acercó al brujo.

    —Ven, Geralt, vamos a comer algo.

    Los elfos comían y bebían, algunos bailaban. Deila saludaba aquí y allá, pero no se movió del lado del brujo. Ambos se sirvieron y dieron cuenta con rapidez de la comida, y bebieron la cerveza amarga de los elfos. Luego, los niños se llevaron a la curandera a bailar. Había caído ya la noche, y el poblado se iluminó con decenas de farolillos de colores, festivos y alegres, que hacían las delicias de pequeños y adultos. La música de los elfos era deliciosa en la noche de verano, y Deila bailaba, pasando de mano en mano, mientras Eniel, que por fin había aparecido, la miraba desde la pared en la que se apoyaba con los brazos cruzados.

    Geralt vio que la muchacha se acercó bailando a Eniel.

    —Baila conmigo—le dijo.

    El elfo ni se inmutó, la miraba enfadado.

    —Vamos, Eniel, baila. No te enfades conmigo, sabes que no puedo soportarlo.

    Deila le dio un rápido beso en la mejilla, agarró su mano y lo arrastró al claro. El elfo se dio por vencido y bailó, pero no sonrió ni una vez.

    Geralt la miraba saltar, girar, moverse al ritmo de la música, reír divertida, todo con gracia innata, desde el tronco en el que estaba sentado. La muchacha rebosaba vida por todos sus poros. Poseía una pasión por todo lo que hacía que contagiaba, porque disfrutaba hasta de lo más nimio. Envidió esa pasión. “Es por su extrema juventud”, se dijo. Dio un largo trago a su cerveza.

    Deila apareció de repente frente al brujo.

    —Baila.

    Sonó como una orden.

    —Yo no bailo, mi señora —se negó él.

    — ¿No? ¿Vas a negarme la única cosa que te he pedido?

    El brujo la miró y bufó.

    — ¿Estás chantajeándome, mi señora?

    —Un poco, creo.

    Geralt soltó una carcajada.

    —Está bien, Deila, bailaré contigo.

    Ella lo tomó de la mano y lo arrastró al claro. Comenzaron a moverse en sincronía. Hacía años que el brujo no bailaba, pero sabía hacerlo, para sorpresa de Deila.

    El cabello de la muchacha flotaba a su alrededor a cada salto, sus pechos firmes subían y bajaban sensualmente, la falda de su vestido se ahuecaba. Sus ojos no se separaban de los del brujo, sonriéndole casi provocativamente. Geralt se sentía atraído, sin poderlo evitar, por el magnetismo que irradiaba la curandera.

    Finalmente, la pieza terminó. Ella sudaba y bufaba, cansada. Se sentaron en el tronco.

    —Bailas muy bien, brujo.

    —Gracias, mi señora. Tú también.

    La gente empezaba a estar fatigada y todo el mundo comenzó a buscar asiento al callar la música. Entonces, los niños la vinieron a buscar y se la llevaron tirando de ella, repitiendo en élfico una palabra: cantar.

    Luego fueron a buscar a Eniel. Los elfos comenzaron a aplaudir y vitorear cuando estuvieron los dos reunidos junto a los músicos, y estos se prepararon para tocar.

    El dulce sonido de una flauta se elevó en el aire, rasgando la noche con una melodía melancólica. Pronto la acompañaron los demás instrumentos, y, finalmente, Eniel y Deila cantaron. La canción era tranquila y lenta, las voces de la pareja se entrelazaban en diferentes escalas complementándose, creando una unión hermosa que hacía estremecer. Sus voces eran potentes y claras, dulces y sensuales, hipnóticas. Era una canción de desamor, de letra desgarradora en élfico. La pareja no sólo cantaba, sus expresiones y sus gestos hacían que interpretaran la canción como si en realidad fueran la pareja protagonista. La gente les miraba embelesada, sin pestañear. Geralt se encontró preso, también, de su magia.

    Durante la canción, los ojos de Deila buscaron los del brujo en más de una ocasión, y sus miradas se encontraron. Le inundó una sensación cálida, Delia estaba bellísima a la luz de los farolillos. Sintió ganas de estrecharla contra su pecho. Entonces desvió la mirada y sacudió la cabeza, saliendo del trance.

    Cuando terminó, la noche quedó en silencio por unos momentos, y Geralt vio que Deila se limpiaba una lágrima. Luego estallaron los aplausos, atronadores. El brujo también aplaudió.

    Era ya muy tarde. Deila se despidió de los elfos y se acercó a Eniel.

    —Es hora de que me vaya, Eniel. No hace falta que me acompañes, el brujo será suficiente escolta. Y no te enfades conmigo, mi precioso elfo: confía en mí.

    —Yo sólo quiero protegerte, Delia. Todo esto me tiene muy preocupado.

    —Lo sé, Eniel. Pero no tienes por qué, te lo aseguro. Tengo buen criterio para la gente, y el brujo es buena persona.

    —Está bien, pequeña. Buenas noches.

    —Buenas noches—dijo ella besando su mejilla.

    Geralt esperaba a unos pasos de la pareja.

    —Buenas noches, brujo. Cuida de ella.

    —Siempre, elfo. Buenas noches.

    CAPITULO 4


    Llegaron a la cabaña sin contratiempo. Deila encendió una lámpara de aceite, echó leña al fuego agonizante y llenó una jofaina de agua. Cogió un trapo, lo sumergió y lo escurrió; luego empezó a lavarse los brazos despacio, el cuello, el rostro, el inicio de sus senos… El brujo la miraba mientras se quitaba las botas.

    —Geralt —dijo ella—, Eniel me ha dicho que eres el Carnicero de Blaviken. ¿Es eso cierto?

    —Sí, lo es, mi señora.

    —¿Qué ocurrió en Blaviken?

    Geralt recordó al momento. Córvida. El ultimátum tridamo. Su salida de Blaviken entre piedras que se estrellaban contra el escudo de la Señal que conjuró, lanzadas precisamente por aquéllos idiotas a quienes había salvado de una masacre. Miró a Deila a los ojos, dolido, harto de que su injusta leyenda le precediera allá donde iba.

    — Elegí el mal menor. Por lo visto, fue una mala decisión. No debí haberme inmiscuido, al fin y al cabo, no era mi pellejo el que estaba amenazado. ¿Por qué me preguntas eso? ¿Es que ahora te doy miedo, Deila?

    — Qué tontería… No, no me das ni pizca de miedo. Ya sé cómo es la gente. Sé cómo tergiversan las historias. Pudiera ser que las cosas no fueran como las cuentan, que no seas culpable de lo que te acusan. ¿Eres culpable acaso, Geralt?

    El brujo seguía mirándola ceñudo. Ella dejó el trapo en la jofaina, cogió una toalla y se empezó a secar mientras se sentaba en una silla frente a él.

    — ¿Qué crees tú?

    Ella le miró, turbada y empezando a enrojecer sin aparente motivo. De improviso, como si acabara de tomar una resolución, se impulsó hacia delante y besó torpemente al brujo en los labios. Él, pillado por sorpresa, tardó unos segundos en devolverle el beso.

    — Ahora ya sabes lo que creo— dijo ella al separarse, aún más turbada, sus mejillas ardiendo.

    El brujo no dijo nada, la miraba sin saber muy bien cómo actuar a continuación. Ella era muy hermosa en todos los sentidos, y le gustaba; se sintió tentado por el deseo, pero su conciencia se impuso: era demasiado joven. Aún no era una mujer. No debía.

    Ella le miraba a los ojos, esperando una reacción que no llegaba. Entonces intentó repetir la acción, pero el brujo, levantando los brazos y tomando sus hombros, la retuvo.

    —No, Deila.

    —Sé lo que piensas. Lo veo claro como si tu frente fuera de cristal. Crees que soy una niña. Crees que no sería ético, menos tras tu promesa a Eniel.

    —Y así es, mi señora.

    —No, Geralt. No es así. Soy joven, pero hace mucho que no soy una niña. Y le prometiste a Eniel que no me harías daño, no que no dejarías que te amara. Porque sí, no me vergüenza decirlo, te quiero. Siento algo muy fuerte por ti, y creo que es amor, Geralt… Nunca había sentido nada parecido…

    El brujo pareció azorado y molesto.

    —No sigas hablando. Mañana te despertarás y te odiarás por haberme dicho eso.

    —Nunca me odiaría por decir la verdad.

    —Solo hace unos pocos días que me conoces, no puedes amarme. Es tu edad, esa edad que se deja fascinar por lo desconocido, por lo diferente, lo que te impulsa a creer que me amas.

    —Deja de buscar argumentos para convencerte a ti mismo, Geralt. Yo sé muy bien lo que siento. Y sé que tú sientes algo por mí, lo he visto. Lo he visto en tus ojos, y lo veo ahora.

    —Lo que ves es a un hombre que no es de piedra. Sabes que pienso que eres muy hermosa, porque lo eres. Cualquier hombre se sentiría atraído por ti, Delia. Pero todavía no eres una mujer.

    —Pues hazme mujer. Hazme mujer, Geralt…

    Ella volvió a aproximarse al brujo. Él dudó. Cuando estaba ya muy cerca de su boca, volvió a rechazarla.

    —No.

    Fue como si le hubiera dado una bofetada. Deila pestañeó y se retiró, mientras el rubor volvía a cubrir sus mejillas. Sus ojos dejaban ver su angustia.

    — Perdona, sin duda… sin duda me he pasado de la raya… Me había olvidado de lo mojigato que eres.

    En ese momento la vio vulnerable, como un gorrión bajo la lluvia, como cuando la acariciaba acurrucada en su regazo. Su seguridad se había hecho añicos. El deseo de abrazarla regresó a él como un ciclón.

    “Ahora no te pongas a llorar, por todos los Dioses”. Pensó el brujo.

    Casi al momento, oyó un sollozo. Sintió cómo su determinación se rompía en pedazos.

    Deila se puso en pie, desencajada y con aspecto de no saber dónde meterse, y dio dos pasos hacia la alacena. Pero el brujo también se levantó, la cogió de la muñeca y la atrajo hacia sí de un tirón. La curandera se encontró en sus brazos, pegada a su cuerpo, y al levantar la cabeza halló unos labios buscando los suyos. La besó con fuerza, y Deila sintió que la boca del brujo se abría y que su lengua le acariciaba los dientes cerrados y el interior de sus labios, y sus ojos se abrieron de par en par, con asombro. A la vez, los dedos de Geralt recorrían su espalda, enviando escalofríos a todo su ser. Entonces, una mano viajó hasta su pecho y se ahuecó en él, amasando su tierna carne. Deila jadeo y cerró los ojos, dejando que, por fin, su lengua entrara en su boca.

    El brujo se sintió entonces embargado por un deseo feroz.

    “Ella es demasiado joven, ¿qué me está pasando? No debo… Es demasiado joven…” Pero ya era demasiado tarde.

    En la cabaña, sólo el crepitar de las llamas y el suave roce de las caricias rompía el silencio; y luego unos pasos, arrastrados, hasta la cama de la esquina. Se podía oír el sonido de los besos, de la ropa cayendo descuidadamente al suelo, del roce de las sábanas contra dos cuerpos.

    Ella se dejó llevar por la experiencia del brujo, que la sumergió en un mundo de sensaciones totalmente nuevo. Recorría su cuerpo con manos hábiles y tiernas, la besaba haciendo que su piel se estremeciera, respondía a sus caricias con nuevas caricias que elevaban todavía más el grado de su excitación. Siempre suave, tierno, cuidadoso. Luego se puso sobre ella y se detuvo, dudando en el momento decisivo, pero ella movió las caderas en protesta, animándole. Cuando por fin entró en ella, Deila sintió una punzada de dolor y se revolvió, tensa, y el brujo se detuvo de nuevo. Lamió su cuello, y ella se estremeció, entonces volvió a moverse lentamente, mientras su lengua recorría suavemente la curva de sus hombros, hasta que ya no hubo resistencia ni dolor.

    El silencio quedó roto definitivamente por susurros entrecortados, suspiros y jadeos, ella se aferraba a él y él a ella, juntos, unidos en ese momento tan íntimo con las miradas entrelazadas, las manos entrelazadas y las almas entrelazadas. Y ambos estallaron en un éxtasis enloquecedoramente delicioso.

    Luego regresó la calma.

    El brujo se tendió a su lado, aún jadeante, y ella le miró sabiendo que era él, que siempre sería él, que nunca habría nadie más. Estaba realmente enamorada.

    “He cometido un error”, se torturó el brujo. “Debí contenerme. Todavía no es una mujer”.

    Deila rompió el silencio.

    —¿Qué piensas, Geralt? ¿Ya te estás arrepintiendo? —dijo mientras acariciaba las cicatrices del brujo con un dedo, acurrucada en su abrazo.

    “Maldita niña… ¿Puede realmente leer mi mente?” pensó él.

    —Me estaba preguntando por tus problemas, esos a los que esta tarde hacían alusión los elfos, esos dos hombres de ayer, lo que te dijeron tus amigas en el mercado… todo es parte de lo mismo, ¿no es así? —mintió él. — ¿Qué está pasando, Deila?

    Ella se incorporó un poco y puso su brazo en ángulo recto sobre la almohada, apoyando en él la cabeza.

    — Yo toco unicornios, Geralt. Los unicornios se acercan a mí, e incluso dejan que les arranque algún pelo, si lo necesito para una cura. Hablo con ellos y ellos me escuchan. El señor de Rakverelin, el terrateniente que manda aquí en representación del rey, se enteró. Es un gran cazador, si es que el matar animales a sangre fría puede hacerle a uno grande… Y colecciona sus cabezas, que exhibe colgadas en el gran salón de su alcázar.

    — ¿Quieres decir que intenta obligarte a ayudarle a cazar un unicornio? — le preguntó el brujo, asombrado.

    — Sí, eso pretendía. Por supuesto, siempre me he negado. Nunca me he tomado demasiado en serio sus amenazas. Pero parece que se está impacientando… Estallará de ira cuando se entere de que ya no le sirvo. Ahora, el problema ya no es tal.

    — No te entiendo…

    — Qué corto eres a veces, brujo… ¿Sabes al menos la relación entre los unicornios y las muchachas… hum… vírgenes?

    El brujo asintió con la cabeza.

    — Geralt, ¿te has dado cuenta de… bueno, que yo…?

    — Si, Deila, me he dado cuenta —dijo estrechándola con sentimientos encontrados ante ese detalle.

    — ¡Pues eso, brujo, que ya no volveré a ver unicornios! Ahora, aunque quisiera, no puedo ayudarle. Tendrá que meterse sus amenazas por donde le quepan.

    — Un momento… ¿Acaso me has utilizado? ¿Era esto la ligera idea que tenías para librarte de todo eso, tal como le dijiste al elfo? — se enojó el brujo.

    — No, no te he utilizado. Sí, Geralt, esto era la idea. Pero no para librarme de la amenaza, aunque es un beneficio colateral. Si mi propósito hubiera sido ése en exclusiva, me hubiera servido cualquiera. Y eso precisamente, brujo, era lo que no estaba dispuesta a sacrificar por el capricho de un señoritango. Es mi privilegio. Ese era mi privilegio, al que no quería renunciar. El de todas las mujeres, Geralt, ofrecerlo en el momento en que queramos y a quien queramos. Hoy, y no antes, he elegido; porque hoy, y no antes, he encontrado a alguien… por quien siento algo… y que me pareció digno.

    El brujo fue a decir algo, pero ella le acalló depositando dos dedos sobre sus labios.

    — No digas nada, no ahora. No lo estropees.

    Después, retiró los dedos y acercó sus labios a la boca del brujo, y le besó.

    Geralt se sintió muy confuso. Era casi una niña, pero no hablaba como una niña, ni pensaba como una niña… ni sentía como una niña. Casi sin darse cuenta, empezó a verla como una mujer. Su beso inocente se intensificó.

    Unos golpes en la puerta les sobresaltaron, y Deila se levantó como un resorte y se puso el vestido a una velocidad vertiginosa.

    — ¡Voy! — gritó mientras se terminaba de vestir.

    Abrió la puerta y se encontró cara a cara con una muchacha que se envolvía en una gruesa capa.

    — Buenas noches, Deila— saludó, algo cohibida al ver al brujo en la cama de Deila, con el torso desnudo y las mantas alrededor de su cintura.

    — Buenas noches, Nel. ¿Qué ocurre?

    — ¡Ay, que mi hermana se ha puesto de parto! Mi madre me ha enviado a por ti…

    — Deja que termine de arreglarme. Espera aquí.

    La curandera cerró la puerta y corrió a ordenar mínimamente su cabello rizado, cogió el morral que siempre tenía preparado y se puso una capa. Luego se acercó al brujo, que yacía en la cama observándola.

    — ¿Puedes dejarme a Sardinilla?

    —Claro, cógela. ¿Quieres que te acompañe? —se ofreció.

    — No, no. Seguro que va para largo. No se te ocurra esperarme despierto… Pero, por lo que más quieras, cambia esa sábana llena de sangre…

    Luego salió deprisa y cerró la puerta.


    El bebé berreaba enfadado, llenando de alegría la concurrida casa. Amanecía.

    Después de cortar el cordón umbilical, la curandera limpió al recién nacido con una toalla, lo envolvió con un arrullo y lo entregó a Nel mientras volvía con la madre.

    — Has sido una estupenda enfermera, Nel— le dijo a la atribulada joven, que salía ya por la puerta para enseñar al nuevo miembro al resto de la familia.

    — Bueno, esto ya está. Guarda cama hoy, y no te duermas. Vigila que no sangres mucho, si es así, que me busquen inmediatamente.

    Deila se acercó a la palangana y comenzó a lavarse los brazos. Fuera, en el comedor, se oyó un extraño tumulto, y la puerta del dormitorio se abrió bruscamente. Dos soldados irrumpieron, haciendo caso omiso a los gritos de protesta y empujones de la familia.

    — Acompáñanos, curandera. Órdenes de Don Robert de Rakverelin.

    — ¿Y si me niego? — les preguntó, altiva.

    El soldado levantó el brazo y le asestó una fuerte bofetada con el revés de su mano enguantada. Ella sintió el calor de la sangre deslizándose por su nariz, se la limpió con los dedos y la miró con ira. Luego miró al soldado.

    — Tienes suerte de que ésta no es mi casa, hijo de perra. No vuelvas a tocarme.

    — ¡Ésta vez no hay cuartel, que lo entiendas! — le gritó con malos modos el soldado.

    A empujones, la sacaron de la habitación. Al pasar junto a Nel, que apretaba al bebé contra su cuerpo, Deila la miró con ojos suplicantes.

    — Devuelve el caballo…

    — ¡Calla y camina, mujer!

    Pero Nel había entendido.


    Geralt oyó relinchar a Sardinilla y estiró el cuello para mirar por la ventana frente a la que estaba sentado, desayunando. Una figura encapuchada saltó del caballo y corrió hacia la puerta. No le hizo falta llamar, pues el brujo la abrió antes de que levantara siquiera el puño.

    — Mi señor…— dijo Nel, alterada—. Se la han llevado, los soldados del alcázar, y le pegaron, mi señor…Me mandó a avisarle…

    — ¿Se han llevado a Deila? ¿A dónde?

    — Seguro que al alcázar de Rakverelin…

    Geralt corrió a por su espada de acero, se escondió un puñal en la caña de la bota y salió afuera. Montó de un salto en Sardinilla y tomó las riendas. La muchacha se acercó y las aferró, impidiendo su partida.

    — ¡Mi señor! ¡No vaya usted solo! Debe avisar a los elfos… Los elfos, ellos saben… Por el camino del bosque, unas cuatro millas, veréis a los vigías… Preguntad por Eniel.

    — ¿Los elfos? Bastantes problemas tienen ya con la autoridad como para meterse en más, y en el alcázar…

    — ¡Hacedme caso, por los dioses! Ellos pueden ayudar mucho más de lo que creéis.

    El brujo la miró a los ojos mientras reflexionaba en sus palabras. Decidió hacerle caso, y asintió con la cabeza. La muchacha soltó las riendas y se apartó del caballo, que salió disparado hacia el camino del bosque.


    Los elfos le vieron a él antes. Geralt detuvo el caballo ante la amenaza de los arcos apuntándole directamente al pecho.

    — Busco a Eniel —les dijo—. Decidle que el señor de Rakverelin se ha llevado a la curandera al alcázar.

    Los elfos bajaron los arcos y uno de ellos corrió hacia la espesura. No tardó en volver, acompañado de Eniel y las dos elfas que el brujo había visto con él la tarde anterior. Cuando estuvieron cerca, Geralt bajó del caballo.

    — Bienhallado, brujo— le saludó Eniel.

    — Saludos. Vengo a por ayuda para Deila.

    El elfo se crispó.

    —¿Qué ha ocurrido?

    —Se la han llevado a la fuerza, al alcázar.

    — Al final ha ocurrido. Se lo advertimos, pero es tan terca…— dijo Wiel, la elfa de cabellos blancos.

    — No hay que esperar más —añadió Inia, moviendo sus negros cabellos en una negación—. Avisémosle. Niedamir debe saberlo, sólo él puede pararle los pies a don Robert…

    — Estoy de acuerdo. Aunque, probablemente, cuando ella sepa que le hemos avisado, nos correrá a patadas por todo el bosque— sentenció Eniel.

    — ¿Avisar a quién? ¿De qué diablos hablas? — explotó el brujo.

    — De su hermano, rey de Caingorn. Deila es, en realidad, una princesa. Rebelde de la leche, pero princesa. Niedamir de Caingorn y ella discutieron, y ella dejó el reino.

    A Geralt casi se le cayó la quijada de la sorpresa. Una princesa. Ahora lo entendía todo… Así que había desflorado a una joven princesa casadera. A él sí que iban a correrle por el bosque, pero con espadas. La punzada de arrepentimiento se intensificó, sin duda la había perjudicado con su falta de control.

    — ¿Y estáis seguros de que acudirá, si ni siquiera se hablan? — desconfió el brujo.

    — Pues claro. Es su única hermana, y la adora. Y con gusto le dará de patadas en el culo a don Robert; por lo que sé, le cae fatal— se rió Wiel.

    — Vamos, escribiré unas líneas y mandaré un pájaro— les apremió el hermoso elfo.

    — No llegará a tiempo— afirmó Geralt.

    — Su castillo está muy cerca. Ya no vive en la capital, se mudó con su corte para estar más cerca de ella, para que las noticias fueran frescas. Como estamos en la misma frontera, el rey Niedamir sabrá lo que ocurre en diez minutos, si enviamos al halcón. El rey puede alcanzar el alcázar en un tiempo sorprendentemente rápido— apuntó Wiel.

    El brujo volvió a montar en Sardinilla, estiró de las riendas y el caballo giró hasta encarar el camino en dirección contraria.

    — Sea como fuere, no le esperaré. Me adelanto, por lo que pueda estar pasando en el alcázar.

    — Espera, brujo, te acompaño— dijo el elfo saltando a la trasera.


    CAPÍTULO 5


    Los guardias la metieron en un cuartucho y cerraron la puerta con llave. Deila se sentó en el suelo, contra la pared, y esperó.

    Una hora más tarde, otros guardias vinieron a por ella. La condujeron, agarrándola de los brazos, por pasillos iluminados con antorchas hasta un gran salón. Al fondo, frente a una gran mesa de pulida madera de fresno, una solitaria figura bebía de una copa dorada con incrustaciones de piedras preciosas. Sobre la mesa, un copioso desayuno se extendía ante él con viandas selectas.

    La llevaron frente al hombre. Don Robert de Rakverelin levantó la vista y la miró con altivez, se limpió la boca y las manos con una servilleta y se puso en pie. Era un hombre alto, moreno, con un espeso bigote y barba de color azul de tan negra. Sus ojos eran crueles miradores por donde se asomaba su oscura alma.

    — Bienvenida a mi humilde morada— dijo con recochineo—. Vosotros, fuera de aquí.

    Los guardias hicieron un escueto saludo militar y giraron sobre sus talones, rumbo a la puerta por la que habían entrado.

    — Ven conmigo, curandera— dijo don Robert—. Quiero enseñarte mis trofeos.

    Deila no dijo nada.

    Alineados en las paredes, las cabezas disecadas de unos cien animales de distintas razas colgaban de los altos muros. Sus ojos de cristal reflejaban lóbregamente la luz de las lámparas de aceite, en actitudes fieras los más peligrosos, con serena belleza los inofensivos. El hombre la empujó suavemente por la espalda, obligándola a moverse. Comenzaron un recorrido siguiendo la forma del salón, paralelos a sus paredes, y, de vez en cuando, don Robert se detenía a explicarle la dificultad de la caza de los especímenes más raros.

    La última base estaba vacía. En el rótulo de la base rezaba una palabra: unicornio.

    — Vas a ayudarme por fin, curandera. Lo harás. Porque si no lo haces, te atendrás a las consecuencias —la amenazó.

    Deila comenzó a reír. Las carcajadas retumbaron en el salón, multiplicando la burla.

    — Ya no puedo ayudarte. Ya no puedo. ¿Comprendes lo que quiero decir, o te lo cuento con pelos y señales? — se mofó ella.

    El hombre palideció visiblemente. Sus facciones se contrajeron de pura ira.

    — Comprendo. Qué se le va a hacer, una pena —dijo con una calma que puso los pelos de punta a Deila— Vamos, quiero enseñarte algo más.

    Don Robert se la llevó hasta una pared, donde había escondida con gran pericia una puerta, imposible de ver si no se sabía su localización de antemano. El hombre la abrió y la empujó dentro.

    Siete cabezas de mujeres, apoyadas sobre siete pedestales de piedra, miraban al vacío desde la pared izquierda de la pequeña habitación. Olía a polvo y taxidermia, a química y a muerte. Deila se percató de repente de lo que eran: auténticas cabezas de mujeres, disecadas igual que las de los animales.

    — Ésta es mi mejor colección— dijo don Robert con orgullo, acompañando sus palabras con un gesto que abarcaba los siete atriles—. Las siete mujeres más bellas, curandera, las siete esposas que he tenido. La última casi se me escapa, adivinó lo que les ocurrió a sus antecesoras e intentó huir. La más inteligente. Bellísima, dulce y suave como ninguna. Barba Azul, me llamaba…

    Deila le miraba horrorizada. Comprendió que no saldría viva de esa habitación, por eso el señor de Rakverelin le enseñaba aquello, jactancioso. Disfrutaba de su terror, de su venganza.

    — ¿Por qué me enseñas esto? — dijo ella, intentando aparentar una serenidad que no sentía.

    — Porque voy a tener mi trofeo, a fin de cuentas. En puesto del unicornio, me quedaré con tu cabeza. ¿Acaso creías que ibas a reírte de mí? ¿Acaso creías que iba a permitírtelo?

    Don Robert comenzó a desenvainar lentamente la espada que colgaba de su cadera. Deila sintió un nudo atenazando su garganta, reculó unos pasos y se lanzó a la carrera hacia la puerta cerrada. La abrió justo cuando el hombre se abalanzaba, espada en alto, hacia ella. La tiró al suelo, Deila quedó tendida con medio cuerpo fuera de la habitación, se dio la vuelta y contempló la espada, implacable, bajando en busca de su carne. Aguantó la respiración, esperando el golpe fatal, pero otra espada interceptó el acero de don Robert, deteniendo la estocada.

    — ¡Geralt! — suspiró la curandera con alivio cuando vio al brujo casi sobre ella, sujetando con su filo el hierro del otro.

    — ¡Sal, escapa! — le gritó éste.

    Ella se puso en cuclillas, pero Barba Azul la agarró del vestido en un movimiento muy rápido y tiró hacia sí. La mujer quedó en sus manos por un momento, pero el brujo, aún bloqueando su espada, tiró del brazo de Deila y se la arrancó. Don Robert ardió de ira al ver frustradas sus intenciones.

    — ¿Acaso sea éste el haragán que se te ha beneficiado, zorra? — le espetó a la curandera escupiendo cada una de las ofensivas sílabas. Ella se quedó detrás de Geralt, mirándole con miedo y asco, conteniendo las lágrimas.

    —¡Deila, vete de aquí! ¡Ya! — le gritó de nuevo el brujo.

    Ella se sobresaltó, saliendo de su estupor, y echó a correr hacia la puerta de salida de aquél salón de los horrores, donde la muerte colgaba de las paredes. Al abrir la puerta, otra batalla se libraba tras ésta. Eniel se batía con tres guardias, en el suelo yacían dos más, muertos. Sin pensarlo, Deila recogió una espada y se puso al lado del elfo.

    — ¿Estás bien? — le preguntó Eniel entre mandoble y mandoble.

    — Vaya mierda de suerte la mía— se quejó ella, el elfo casi suelta una carcajada por su inusual taco si no hubiera estado tan ocupado. — Salir de la sartén para caer en las brasas…

    — No desesperes, tu hermano está en camino…

    — ¿Qué? — bramó ella—. Luego ajustaremos cuentas tú y yo, elfo…

    Su modo de lucha cambió a una ofensiva iracunda, contundente, pues ahora estaba enfadada, muy enfadada. El elfo esbozó una sonrisa malévola.


    Barba Azul se zafó del bloqueo de Geralt y lanzó un ataque muy rápido, pero el brujo lo esperaba y levantó la espada; la hoja resbaló por el filo con un sonido chirriante, enervarte. Realizó entonces una rápida media vuelta y pasó al ataque, pero don Robert era buen espadachín y previó la estocada, deteniéndola con pericia. Se sucedieron entonces una serie de golpes rápidos, ora de uno, ora del otro; pero el brujo atacaba con más frecuencia y avanzaba en tanto que el otro reculaba, quedando, como resultado, emplazados dentro del tétrico cuartucho. El caballero dio un amplio mandoble que el brujo esquivó con una pirueta, cruzaron los hierros de nuevo, y, al segundo embate, Geralt levantó la pierna, alcanzó el abdomen de don Robert y lo lanzó contra la pared. En la caída, el maquiavélico señor derribó dos de los atriles, y sus cabezas rodaron macabramente por el suelo. Geralt le puso la punta de la espada en el cuello. Barba Azul soltó su hierro y lanzó una terrible blasfemia, al ver las dos cabezas estropeadas a causa de la caída.

    Eniel y Deila seguían midiéndose furiosamente con los dos soldados que quedaban. De pronto, en el vestíbulo aparecieron unos caballeros con armaduras plateadas y rojas capas a la espalda, portando en su pecho el escudo de armas de Caingorn.

    — ¡Alto en nombre del rey Niedamir! — gritó uno de los caballeros, extendiendo su gran espada ante sí.

    Los soldados del alcázar pararon en seco. Deila ni se detuvo a saludar a los recién llegados; agarró a Eniel de la manga y lo arrastró literalmente de nuevo al salón de las cabezas colgantes. Geralt salía ya del cuartucho, apuntando con su espada a los riñones de don Robert de Rakverelin.

    Detrás de ellos también entraron los cuatro caballeros de las armaduras plateadas, más un quinto; el último portaba una fina corona dorada sobre los cabellos castaños. A grandes zancadas, se situó junto a la curandera.

    — ¿Estás bien, querida mía? — preguntó el rey Niedamir acariciando el rostro de Deila.

    Ella le miró a los ojos y soltó la espada. El sonido del acero contra la piedra retumbó en el silencio que cayó en la estancia tras aquella sencilla pregunta. Sir Jacob, sir Nevail, sir Sansbury y sir Durrell aguantaron la respiración sin apenas darse cuenta, expectantes a la reacción de su princesa, deseosos de que aquél conflicto familiar que duraba tanto ya, terminara. Y entonces, Deila se echó a los brazos de su hermano y sollozó contra su hombro, conmovida y aliviada. Los cuatro caballeros se relajaron visiblemente; dos de ellos bajaron discretamente sus viseras, emocionados.


    Con motivo de la reconciliación de la princesa Deila y su hermano el rey Niedamir, y en honor al brujo que salvó su vida, en el castillo de Creyden se celebró una gran fiesta. Todo aquél que quiso acudir, fue bienvenido. No faltaron bardos, comida ni bebida, no faltaron tampoco ganas de festejar por parte de los invitados.

    El brujo paseaba arriba y abajo en el vestíbulo de palacio, frente a la escalinata. Cuando Deila y él se separaron tres horas antes para arreglarse, ella le citó allí. Geralt vestía su propia ropa, limpia ahora, pues había rechazado las lujosas vestiduras que se le ofrecieron.

    Por fin sonaron unos pasos en lo alto de la escalinata. El brujo alzó la vista y encontró… a una princesa. La curandera portaba un bonito y largo vestido de seda verde. Sobre sus rizos, recogidos en cascada hacia atrás, descansaba una fina corona de oro con tres esmeraldas incrustadas, a juego con su vestido.

    Bajó las escaleras con elegancia, hasta llegar junto al brujo. Geralt la miraba atónito, pues no se parecía en nada a la curandera que conoció.

    — Vaya…— articuló el brujo—, ahora sí pareces una auténtica princesa. Estas muy hermosa con ese vestido, Deila.

    Los ojos de la joven princesa refulgían, reflejando la luz de las antorchas. Ella se sonrió, contenta por la admiración de Geralt, y se cogió a su brazo.

    — No te dejes engañar, brujo. A mí, todo esto, ni frío ni calor. Vamos, tengo una sed espantosa.

    Salieron al patio del castillo, buscando las mesas donde aguardaba la cerveza fresca y el vino de buena añada. La música sonaba y la gente se divertía, unos bailando, otros comiendo y bebiendo.

    —Prométeme que volverás a bailar conmigo, brujo.

    Él la miró con reproche.

    —Vamos, prométemelo. No pienso dejar de atosigarte hasta que lo hagas…

    Los ojos del brujo sonrieron.

    —No puedo negarte nada hoy. Casi te perdemos, Deila. Si llego a demorarme un segundo más…

    — ¡Geralt! ¡Geralt! — gritó alguien avanzando a codazos hacia ellos.

    — Jaskier…— musitó él cuando le vio. Su memoria estaba ya casi completamente restablecida.

    — ¡Que el diablo me lleve si te hacía tan al norte, brujo! — dijo alegre y sorprendido, palmeando el hombro del otro—. ¿Qué haces aquí, en esta fiesta?

    — ¿Es amigo tuyo, Geralt? — preguntó sonriente Deila, que seguía cogida del brazo del brujo.

    — Lo es.

    — Entonces, eres bienvenido… Come y bebe cuanto gustes, diviértete en homenaje a tu amigo, pues hoy salvo mi vida —dijo orgullosa de él, con una evidente mirada de amor que al bardo no le pasó desapercibida.

    Jaskier miró al brujo con picardía, y le guiñó el ojo.

    — Vaya, vaya. O me lo parece a mí o al fin alguien ha conjurado el tercer deseo del djinn…

    — ¿Qué es lo que dices, Jaskier?

    — Me refiero a Yennefer…

    Al salir ese nombre de la boca del bardo, Deila vio claramente un sutil cambio en el semblante del brujo. Notó también tensión en el brazo al que se asía.

    Porque el brujo la recordó. A su mente acudieron los recuerdos del olor a lilas y grosellas; del torbellino de rizos negros sobre su bello rostro, de aquellos ojos violetas que, para él, se convirtieron en todo. Yennefer.

    —Yen… —musitó.

    — Me alegro de que por fin te desvincules de esa hechicera descarada y egoísta. No me caía nada bien. ¡Brindemos por ello! —celebró Jaskier, contento, desfilando hacia la mesa donde aguardaba la bebida—. Ven princesa, y te contaré la terrible lucha contra el djinn y lo tonto que fue Geralt.

    El bardo se lo contó, añadiendo divertidos apuntes al relato, pero Deila no encontró la historia nada graciosa. Comprendió lo que significaba. Lo supo, y sintió una repentina debilidad extendiéndose por su cuerpo. Pues entendió que el brujo había recordado y, con ello, volvía a estar prisionero de ese último deseo.

    —Entonces, ¿todavía la amas, Geralt? —Le susurró al oído.

    Geralt miró a Deila a los ojos, muy serio. Ella le miró a él con esos ojos, de un verde imposible, rezumando esperanza, la esperanza y optimismo propio de la juventud extrema. Pero la mirada del brujo resbaló poco a poco por el rostro de la mujer y cayó al suelo, incapaz de mantenerla.

    Ella no necesitó más. Soltó su brazo y se reculó unos pasos, aún mirándole intensamente, en sus ojos escrita la decepción y el dolor más profundos; y luego se dio la vuelta y se alejó, pasando entre la gente, con pasos firmes y serenos, sin mirar atrás. El brujo la vio marchar con tristes remordimientos, pero no se movió. No pudo hacerlo.

    — ¿A dónde va la princesa, Geralt? No he terminado de contar tus historias…

    — Sí lo has hecho. Y también has terminado nuestra historia, bocazas.


    La tarde dio paso a la noche, una noche en vela para ambos. El castillo estaba silencioso ahora, las risas se habían extinguido, la música se había terminado. Y, aunque cada uno de ellos pensaba en el otro, ninguno salió de su habitación. Él, porque cualquier cosa que dijera sólo conseguiría hacerle más daño; ella, porque esperaba que él diera el paso. Y la noche dio paso a la mañana, una mañana de ojeras y resacas, de oscuras nubes en el pensamiento, de remordimientos y de dolor.

    Deila lo vio desde su ventana, le vio ensillar su caballo, cargar su escaso equipaje. Y corrió escaleras abajo, desbocada. Siguió corriendo en el patio, hasta llegar junto a él. Se detuvo, extendió el brazo, y tocó la espalda del brujo. Suavemente, como sin atreverse.

    Geralt se volvió hacia ella, taciturno, abatido.

    — Así que te vas…— susurró ella.

    El brujo no dijo nada.

    — Geralt… escucha. Escúchame un momento, no te robaré demasiado tiempo.

    El brujo escuchó.

    — Geralt, tu vida… tu vida puede cambiar. Conmigo. Deja de exponerte por unas monedas. Deja de pasar penalidades. Al final de tu vida, cuando la muerte te encuentre, ¿podrás decir que has sido feliz? ¿Podrás decir que todo por lo que has pasado ha merecido la pena? ¿Que sirvió de algo? Y, a fin de cuentas, ¿para qué? Quédate conmigo. Te ofrezco una vida nueva, a mi lado… Sé que no soy esa Yennefer, pero estoy segura de que sabría hacerte feliz…

    El brujo cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna, turbado y nervioso.

    — No puedo, princesa. Soy un brujo, sólo eso. Un brujo a la sombra del destino.

    —Ya veo. Tú eres un brujo, yo una princesa. No es posible. Qué triste excusa. Sigo siendo la curandera que conociste, la misma que te cuidó, brujo. No soy, ni seré, la princesa de Caigorn. Te dije que todo esto no me importa.

    —Sabías que tarde o temprano me iría. Sabías que era un brujo, te advirtieron.

    —No quiero que te vayas… No quiero ser otro corazón roto que dejas atrás.

    —Hay más cosas que nos separan que las que nos unen. No todo es tan fácil, princesa.

    —No me llames princesa.

    —Eres demasiado joven. Crees que estás enamorada, pero un día…

    —No te atrevas a decirlo —dijo ella con voz profunda y quebrada, conteniendo las lágrimas. — No te atrevas a pretender saber sobre mi futuro o lo que encontraré en mi camino. Nunca amaré a otro. Lo sé. La vieja elfa vidente me dijo: solo un hombre en tu vida, hasta que ésta termine… Y ese eres tú, Geralt.

    —Siento todo esto. Siento mi comportamiento. Ojalá me hubieras hecho caso cuando te dije que no siguieras.

    —Me lo dijiste, sí. Pero si te hubiera hecho caso, no hubiera estado en tus brazos. A pesar de lo que pueda suceder hoy, yo no me arrepiento.

    —No quiero hacerte daño, Deila. Pero no puedo quedarme.

    Ella no insitió. De hecho, no dijo nada más.

    Geralt montó en Sardinilla y sacudió las riendas. Ella le miraba estática, clavada en el suelo. Él no pudo mirarla. Le vio salir por la puerta de la muralla, y siguió allí quieta, respirando agitadamente. El rey Niedamir apareció a su lado y siguió la mirada de su hermana, vio al brujo cabalgando en la lejanía. Luego la miró a ella. A Deila le tembló el labio.

    — Es un brujo. ¿Qué esperabas? — le dijo con suavidad.

    Una sola lágrima cruzó el rostro de la princesa, y se rompió contra el suelo dejando una minúscula estrella en el polvo. Niedamir la tomó por la cintura y la acercó a él. En el silencio que mantenían los dos hermanos, mirando la figura ya borrosa por la lejanía del brujo, Deila terminó suspirando, lánguida.

    — Me marcho, Niedamir. No puedo soportar este castillo, y menos ahora.

    — Pero… pero yo pensaba que ibas a quedarte… Eres una princesa, hermana.

    — Lo soy por el simple hecho de llevar sangre real en mis venas. Pero nunca harás de mí una princesa. ¿Lo entiendes?

    — Lo entiendo, lo entiendo…— dijo él apesadumbrado.

    Su hermana depositó un suave beso en su real mejilla, y luego, cogidos fuertemente de la mano, caminaron hacia la puerta de palacio.

    Eniel vio lo ocurrido desde la ventana de sus aposentos, y sintió la tristeza de Deila como si fuera suya. Más tarde le brindó su hombro, y ella lloró sobre este mientras le contaba su efímera historia de amor y el tercer deseo del djinn. Pero él , para su desesperación, poco más podía hacer por ella.


    El hierofante esperaba en medio del claro, frente al gran roble. Tenía los ojos cerrados, como si meditase, pero en realidad no lo hacía: la esperaba.

    Deila avanzó hacia él haciendo todo el ruido posible. Arrastraba los pies haciendo crujir las hojas caídas, golpeaba con sus botas el suelo a cada paso. Quería que el druida abriera los ojos. Le molestaba esa serenidad que irradiaba, porque ella estaba muy nerviosa. Y triste.

    Por fin, llegó hasta él. Sólo entonces abrió el hombre los ojos, mirándola directamente.

    — He venido a hacerte una pregunta, una sola pregunta— le dijo, sin más preámbulos.

    — Hacedla, majestad.

    — Déjate de majestades, Sethedor, no me molestes con esas tonterías.

    — Te escucho— dijo el druida con ojos risueños. Le encantaba pinchar a la voluble princesa con su odiado rango.

    Ella bajó los ojos y se mordió el labio antes de hablar, como si temiera hacer la pregunta por la que había recorrido varias millas a pie por la peligrosa montaña.

    — ¿Volverá a mí?

    — Difícil de ver es, muy difícil.

    — Un sí o un no es suficiente— se impacientó Deila.

    — Podemos ayudar al destino— dijo el hierofante, sacando de su túnica una botellita azul. Con mucho teatro, se la tendió a la mujer.

    — ¿Qué diablos es esto? — preguntó mirando el sello, que contenía unas runas, del tapón del frasco.

    — Una botella.

    — No te hagas el gracioso, druida. Eso puedo verlo yo sola.

    — Eso es una solución a tu problema.

    Ella meditó un momento sus palabras.

    — ¿Qué contiene? — continuó interrogándole.

    — Un djinn.

    — ¿Un qué?

    — Un genio. Te concederá un deseo. Sólo uno.

    Deila frunció el ceño y miró con dolor al druida.

    — Un djinn… ¿Para qué, Sethedor? ¿Para atar mi destino al suyo, como hizo él con la hechicera?

    El hierofante la miró con gravedad ahora, severo.

    —Pero piensa bien lo que haces. No actúes a la ligera, pues la vida de otra persona estará en tus manos. Y también la tuya, Deila. ¿Podrás soportar saber que tu fortuna es sólo producto de algo impuesto?

    Ella miró al druida con intensidad, y luego miró la botella. La metió en su zurrón y fijó sus ojos de nuevo en el hierofante.

    — Gracias, Sethedor.

    El hombre la miró alejarse, sonriendo bonachonamente, sumido en sus pensamientos. Luego suspiró.

    — Apuesto a que hará lo correcto, ¿verdad, Eniel? — dijo, dirigiéndose a un grupo de arbustos que de pronto se movieron en respuesta al druida. Un elfo, que había estado agazapado tras ellos, se puso en pie y bufó con fastidio al haber sido descubierto.

    — Por supuesto— respondió sacudiéndose la hojarasca de su casaca—. Ella siempre hace lo correcto.



    Estaba sentada en el suelo, contra la pared, con las piernas flexionadas y un brazo alrededor de ellas. En la otra mano sujetaba la botellita del djinn. La miraba y la hacía girar en su mano, indecisa. Pensaba, pero no se decidía. Qué fácil sería. Y qué difícil vivir luego con la duda. Ella quería que él estuviera realmente enamorado, no por un deseo, pero la herida en su alma dolía demasiado, tanto que no podía soportarlo. Le extrañaba horriblemente.

    Por fin se levantó, salió de la cabaña y se acercó al bosque. De pronto, levantó el brazo que sujetaba botella y la lanzó lejos, a la oscuridad que se extendía más allá de la luz que salía por la puerta de su cabaña. Observó con el corazón lleno de angustia cómo desaparecía en una parábola, un brillo azul que se extinguió rápido. Luego se dio la vuelta y entró de nuevo, como un alma en pena, como una ilusa que acababa de tirar a las letrinas su propia felicidad.

    No demasiado lejos de allí y no mucho después, un elfo de cabellos castaños se encaminaba a su hogar soplando el interior vacío de una botellita azul, que producía un sonido grave. El elfo parecía taciturno. Nunca le habría de contar a Deila que usó al djinn, que ató su destino al del brujo, pues no soportaba ver a su amada tan triste y deprimida. El brujo es un buen hombre, se dijo, juntos serán felices.


    Apagó el candil de un suave soplido y se metió en la cama. Llevaba dos días sumida en su depresión, sin salir de la cabaña, sin salir de su cama. Sus hermosos ojos estaban hinchados de tanto llorar, no comía, se sentía enferma de melancolía. Ni siquiera Eniel y su paternal ternura la reconfortaban. Después de mucho rato dando vueltas, cayó en una especie de duermevela en la que pensamientos encontrados se sucedían. Debiste usar al djinn, se decía. Hiciste bien en no usarlo, se decía después.

    Quería olvidarle, pero no podía. Y dolía. Oh, cómo dolía.

    Le pareció oír unos cascos, un suave relincho. Unos golpes quedos en la puerta. Se levantó con esfuerzo, una urgencia, pensó. No tengo el cuerpo para urgencias, se dijo, y ánimos, menos. Abrió la puerta con parsimonia, bostezando cansada, muy cansada. Y allí, ante ella, estaba él.

    Se miraron a la luz de la luna, sin poder articular palabra.

    Ella esperaba a que él se decidiera a hablar, y él no sabía por dónde empezar. Pero no le hicieron falta palabras, así que simplemente la abrazó. Eso lo decía todo. La apretó contra sí fuerte, y ella le echó los brazos al cuello, enredó sus dedos en los cabellos blancos como la nieve, sin podérselo creer.

    — Sigo sin ser Yennefer…— le susurró Deila, con algo de miedo, al oído.

    — Yennefer… Ya no me da ni frío ni calor. Sólo puedo pensar en ti. Perdóname, perdona a este brujo tonto de capirote— dijo separándose un poco y mirando sus hermosos ojos de un verde imposible, ahora hinchados.

    —No me dejes nunca, Geralt, no vuelvas a dejarme…

    —Jamás te dejare, Deila.

    Ella no pudo evitar una sonrisa, sintiendo un júbilo como nunca había sentido. El brujo la besó de esa manera que la volvía loca, acariciando con su lengua la boca de la muchacha, derramando en ella su sabor y percibiendo el suyo. No cesaron el beso mientras entraban en la cabaña, mientras cerraban la puerta, mientras buscaban a tientas la cama. Y se amaron sobre aquéllas sábanas que olían aún a melancolía y a lágrimas, lágrimas que se secaron al calor de su amor.


    EPILOGO


    Aquellos fueron los mejores tres años de la vida del brujo. Junto a ella, conoció la estabilidad, el amor correspondido y pleno, la felicidad que hasta entonces le había sido esquiva. Siempre juntos, inseparables, consumidos por una pasión el uno por el otro que emocionaba al mismísimo rey Niedamir.

    Pero él era verdaderamente un brujo a la sombra del destino. Y el destino es ineludible, no se le puede contener, ni engañar.

    Deila contrajo las fiebres tifoideas que azotaron Kovir, y murió en la cabañita junto al bosque, cogida de la mano de Geralt. Fue enterrada en el castillo de Creyden, en el panteón real. Sólo tenía diecinueve años.

    Ese mismo día, el brujo dejó Caingorn rumbo a Cintra con la promesa del rey Niedamir de que siempre sería bienvenido en su reino. Pero Geralt de Rivia nunca regresó allí. Jamás. Tampoco volvió a hablar de ella, porque dolía demasiado.

    Se llevó con él los tiernos recuerdos de aquel amor y se los guardó para sí, para que le reconfortaran en las duras noches de invierno, cuando acampara en soledad en cualquier bosque siniestro.

    Extrañamente, al poco, volvió a pensar en Yennefer como antaño lo hiciera, el tercer deseo volvió a imponerse. Pero nunca olvidó su amor por Deila, pues llegó a ser real. Y, a pesar del dolor, supo que valió la pena.


    * * *
     
    Última edición: 23 Enero 2019

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