Otro 6:20, 13 DE OCTUBRE

Tema en 'Relatos' iniciado por Alma Perdida, 15 Mayo 2023.

  1.  
    Alma Perdida

    Alma Perdida Entusiasta

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    Escritor
    Título:
    6:20, 13 DE OCTUBRE
    Clasificación:
    Para adolescentes. 13 años y mayores
    Género:
    Drama
    Total de capítulos:
    1
     
    Palabras:
    1741
    Nada hubo de especial este día, nada que se pueda considerar eso: especial. La manera en que se cuenta una historia o se construye un relato se inclina a los grandes sucesos, donde siempre debe haber una ruptura con un algo (que puede ser cualquier cosa); el rompimiento de un mundo/realidad que al desenmascararse se vuelve delirio o sentencia de una eterna comedia y tragedia. Qué tragedias las tragedias y qué hilarante su realidad; yo no sé de humores, me rio sin pensarlo y a carcajadas, lo mismo con el llanto. Puede que sea nadie me haya enseñado a reír y llorar, o que no aprendiese a hacerlo por lo que normalmente se hace; no lo sé.

    El viento me acaricia y lo sé; qué fugaz es la existencia, qué cortas las respiraciones, qué simple el un instante estar y al siguiente nadar con las corrientes del destino.


    Qué sabré yo de si existe o no, de si hay un plano o mano indulgente que nos mueva como tiesas piezas de dominó; jugamos el juego, piezas para tal o cual, y al finalizar nos formamos unas detrás de otras, impacientes por ver el siguiente aire que nos haga caer.

    Me parece era viernes, porque a la mañana había escuchado a un señor apresurado huirle a un gato negro y salir echando humos de la cabeza: una escalera se había cruzado en su camino y a nada estuvo de pasarla por lo bajo. Qué día de locos y apenas era de mañana (se tambaleaba al caminar), exclamó a las alturas; creyó nadie lo escuchaba, porque a las seis con seis la calle estaba húmeda, fría y sin atisbos de vida. Y yo, calada de frío, apenas dormitando, esperaba impaciente la siguiente brisa llegar. Un perro callejero soltó un alarido que resonó, llegó a mí con violencia y me despertó.

    Desperté y no lo creí; era mejor no creerlo. Ya no había nada más allá de mí, las faldas del tronco admiraban solemnes el funeral de otro temporal más. No quedaba vida, ni siquiera la mía que, casi marchita, se aferraba a la idea de ser eterna; ambiciosa de verle un día de más, de cantarle y bailarle. Deseaba que la promesa arbitraria en la que éramos participes se cumpliera; así como se cumple la de él y la Luna que, arrogante, me decía soy poco menos que un parpadeo.

    Qué triste lo triste, lo efímero del tiempo que se gasta dormitando; qué triste la venda de la ilusión, convencerse de que el tiempo pasará, pero lo que pase con él estático se quedará. No entiendo el tiempo; hace un tiempo ni siquiera era consciente de él. Nací un día de abril que, como aquel 13 de octubre, nada tuvo de interesante o trascendental. Broté y en un parpadear admiraba el grisáceo azul del cielo, muerto, ahogándose en sí, contaminado; detrás mi amado: inmenso, distante, cálido y puntual.

    Hay quienes miden el tiempo en conjuntos de instantes que se vuelven más y más extensos: de segundos a minutos, de minutos a horas, de horas a días, de días a semanas, de semanas a meses, de meses a años, de años a lustros, de lustros a décadas y así por los siglos de los siglos… tanta es su obsesión con el tiempo, que han llegado a medir su tiempo en milenios y milenios de milenios. Yo no podría vivir tanto, caería irremediablemente en la locura. Caí, eso era inevitable, como también lo es la locura.

    Desperté y no lo vi, la noche se había retirado. No había rastro del azul o de él, era todo gris y húmedo; su calidez no me llegaba. Estaba sola, casi muerta y sin poder verle una última vez; sin poder decirle que me disculpara por romper nuestra promesa, esa que no escuchó y que no conté.

    Mis hermanas se fueron casi todas primero, lo mismo nuestro color. Soporté vientos despiadados (jamás subí una torre), torrenciales lluvias, soporté bestias aladas y trepadoras, cobijé a indefensas, me alquilé a plagas y tejedoras; todo por existir, por verlo un ciclo más. Las noches eran todas muy frías y la Luna no me escuchaba; no tiene oídos para voces como la mía, ni palabras que yo entienda. Era reconfortante el hablar con las pocas estrellas que me visitaban, me contaban antes ellas vestían la noche, que todavía lo hacen; sus luces ya no bailan con los ojos de esta triste ciudad. Qué ciudad la mía, tan gris y artificial, con sus colores plásticos y fosforescentes; el viento corre por sus calles y, en medio de su caos, me promete verlo al irse la noche.

    La ciudad no duerme jamás, hay faros por doquier; no se apaga. Veo sus luces, pero no son mi Sol, mi vida y motivo; creí eran nada, porque nada soy a sus ojos. Y para mí nada hay más allá de este cielo gris y este suelo muerto que se transita. Si hubiese despertado antes, si mi anhelo no me hubiera cegado, habría escuchado las tantas historias que aquí se viven; podría yo relatar algo más que esto. Pero no puedo, no sé cómo.

    He vivido muchas eternidades, las suficientes para enterarme que esos seres que caminan y hablan a los pies del tronco (los que lo hacen a dos patas y con prisas) las llaman días. Qué interminables son los días con sus noches, qué brutales y azarosos. Nadie me protege a mí de aires infernales y sequías, de las lluvias acidas y coléricas, de los truenos y serpientes eléctricas, de las bestias y las plagas, de los estruendosos sables que amputan mi hogar; nadie me protege. Nadie. Tal vez nadie deba hacerlo, tal vez sea mi destino.

    Desperté y bailé una eternidad con los vientos violentos que me reclamaban obsoleta, me perdí en el cielo y lo busqué en vano; me encontré con un ejército de nubes que amenazaban tormenta. No había mejor final para mí; yo que no supe lo que fue esto que hice: vivir.

    En un suspiro la eternidad se consumió, la noche caía y yo en vano me resistía a lo inevitable. Lejos, en el horizonte, el cielo se pintó de rosas pasteles y naranjas de ensueño; en medio de dos jocosas nubes, oscilantes e inmensas, el Sol se asomó y acudió a mi último aliento. Lo vi, muy a lo lejos, a nada de extinguirse conmigo, despidiéndome desde la lejanía y sin palabras. Se iba y se iba, tan rápido y al mismo tiempo tan lento; yo me revolví con torpeza y me estiré en su búsqueda, en un intento por abrazar un último rayo de su luz y calor, de su vida.

    El Sol no es para cualquiera, menos con los inmensos hoyos que tiene nuestro manto; quema y calcina. Secó a muchas de por aquí, yo lo soporté con negligencia y romanticismo. Qué cínico él, recordando que no es culpa suya, que hace lo que lleva haciendo hace tantas eternidades: existir. Ojalá fuera como las demás estrellas, de más palabras y actos; más vivas, más efímeras…

    Pero qué sabré yo de vivir.

    Pasó tan repentinamente que creí seguía latente, que aquel vagabundo perro acababa de ladrar estruendoso; creí la noche se terminaba y el día empezaba, como siempre hace, pero el Sol se despedía de occidente y eso jamás cambiaría. Qué delirios porque el mundo no fuese como es, que las reglas se rompieran, que la noche durase un latido, que el Sol no tuviera otros mundos por visitar y arropar; qué delirios por tenerlo para mí y sólo para mí.

    Un penoso aire sopló, con miedo y dudas, sabiendo lo que traería su corriente; yo, víctima de delirios y moribunda, no lo sentí recorrerme y hacerme saltar.

    Al borde de la muerte se hace conciencia de lo relativo del tiempo, la vida se escurre como agua entre los dedos: sin prisas, siguiendo su propia corriente, ajena a las lastimeras manos que se aferran a que no escape.

    Siempre se escapa, es inevitable.


    Mi piel se ha secado; marchita y rígida, me vuelvo polvo con cada caricia del viento. Me voy, puedo sentirlo, la luz se consume y la oscuridad es inminente; ¿detrás me esperará él? Él que no tiene voz, así como yo, él que se volvió mi mayor anhelo, él que se aburre de vidas mundanas como la mía: fugaz y melancólica, estacionaria y casi extinta. Ojalá encontrase palabras en mi final, ojalá no me fuera en silencio e ignorancia; ojalá las primaveras duraran milenos. Ya sólo puedo pensar en lo que hubiera sido, lo que podría haber sido; ya sólo pienso en los finales que no se vieron venir, esos que se pactaron desde un comienzo.

    Y aquí estoy, contemplando mi final.

    Navego sobre la nada; la lluvia se ha dejado caer, vuelta una amorosa brisa que me entierra con cada gota que me golpea sin pena. Estoy seca, hace mucho que no soy más que un intento de vida que, impaciente, espera el Sol le hable y cuente sobre lo que significa vivir.

    La ciudad está atestada de ruido y caos, escucho el barullo de la vida al ir y venir en sus existencias, escucho a los carros gruñir y pitar, escucho a los perros aullar, escucho que no queda una hoja más; escucho y tanto que escucho, pero no lo escucho a él.

    Dime, Sol, o quién sea que se digne a escuchar, dime lo que es vivir y existir; tú que has existido desde que comenzó la existencia, tú que le das vida, tú que tienes en posesión la caducidad de la misma. Dímelo, dímelo antes de que exhale el último suspiro; dímelo antes de que la lluvia me sepulte, antes de que la Tierra me reclame.

    Qué frío eres, Sol, qué frío, te escondes tras mantos gaseosos y me dejas aquí, a la deriva.

    Qué sabré yo de vivir



    Qué sabré yo



    Yo que no soy más que una hoja muerta,

    marchita,

    que se precipita

    al final de lo que sea

    signifique existir.


    Qué frío eres, Sol;

    qué…

    frío.





    Veo la hora en la pantalla de mi celular: son las 6 con 20. El sol se escapa temeroso de que alguien lo vea partir; temeroso de que algo en el horizonte lo vea llegar. El viento sopla con resignación y fuerza, con él se va la última hoja que quedaba en pie.

    Es viernes, 13 de octubre, y el otoño nos ha terminado de alcanzar.
     
    • Creativo Creativo x 1

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