Tiempo OFF

Tema en 'Fate Stay Night' iniciado por Tarsis, 12 Septiembre 2019.

  1.  
    Tarsis

    Tarsis Usuario VIP Comentarista supremo Escritora Modelo

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    ¿Quién es tu personaje en su vida real?
    ¿Cómo se siente ante ésta situación?
    ¿Quién es fuera de la cúpula de batalla?


    Este espacio en realidad es como una pequeña actividad. Yo iré colocando una frase cada vez que comience una nueva ronda y ustedes pueden responderla como sus personajes, obviamente en narración, mostrándonos un poco de su mundo.
     
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    Tarsis

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    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master

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    Joey Wickham

    De alguna forma, Joey sintió cómo la cúpula verde le arrancaba las lágrimas del interior del cuerpo. Quizá solo fueran la confusión y la angustia al presenciar una nube de partículas despegándose de la arena frente a sus pies, abandonando el lugar que les había construido, para elevarse y fusionarse con la que, a sus ojos, representaba la materialidad de su ira, su impotencia, su frustración y su tristeza.

    Una luz lo cegó, y de repente yacía parado en medio de su habitación. Era de noche y todo estaba a oscuras; apenas las luces de la calle dejaban un rastro vago, fantasmal, a los pies de Joey. Contempló el suelo de madera vieja y frunció el ceño: hacía apenas segundos allí, justo frente a él, había una chica, que luego se convirtió en el cuerpo de una chica, y luego... en meras partículas.

    ¿Alguien extrañaría a Mila? ¿Habría conocido el amor durante su vida? ¿Se habría muerto con arrepentimientos? ¿Deseos incumplidos? Jamás lo sabría.

    De alguna forma, recordar su sonrisa le dolía. Era casi un dolor físico, directo en su pecho. Se desplomó en la cama, mortalmente cansado, viendo fijo ese techo blanco que no lo hacía sentir como en casa, y revisó su celular tras oírlo vibrar. Era un mensaje de su hermano, preguntándole si estaba bien y si necesitaba que le llevara algo. Joey sonrió amargo.

    —¿Podrías traerme una máquina del tiempo? —murmuró, tipeando luego que no precisaba nada y se iría a dormir.

    Cuando volvió a la pantalla de los chats, su atención se redirigió a aquel grupo con la graciosa foto del cuervo. Lo abrió, algo reticente, y su sonrisa se ensanchó al leer cómo había agendado a los chicos en su momento: Bellabel, Daichichi. Vaya, cuán lejano parecía ese momento. Pensar que en algún momento creyeron poder salir de esta juntos. ¿Qué sería de ellos ahora? ¿En qué lugar habrían reaparecido? ¿Sería, acaso, una habitación vacía y oscura, como la suya? ¿Un hogar lleno de amor? ¿Una casa atestada de gente, pero aún así infeliz? Deslizó el dedo sobre sus números, dubitativo. No se sentía capaz de compartir toda esta locura con Matty, por lo cual... sólo ellos lo entenderían.

    Observó el número de Jez, cifra por cifra, mientras a sus oídos llegaba el eco de sus llantos. ¿Cómo estaría?

    Las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos mientras pensaba en ello y de repente, en un arranque de enojo, estampó el celular sobre el colchón y se hizo un ovillo sobre su costado, presionando la cabeza contra su pecho. Allí estaba, con veintiún años, solo, de noche, en una sucia habitación de motel. Huyendo de la ley, huyendo de la realidad. Una realidad que no hacía más que empeorar.

    No era estúpido, sabía que, por mucho que odiara admitirlo, este repentino giro de los acontecimientos le brindaba una oportunidad única. Le daba la oportunidad de reparar su vida, los errores que había cometido, de una vez y para siempre. Pero el precio a pagar... era tan jodidamente alto.

    Allí permaneció, echado sobre la cama, sin las energías para moverse ni un centímetro. A pesar del hambre, a pesar del frío. Quedarse y hacerse pequeño, fingir desaparecer, hasta que el cansancio fuera más ruidoso que todos sus demonios y así, por fin, dormirse.
     
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    Zireael

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    Jezebel Vólkov

    Las partículas, oh Dios, las partículas que se habían elevado antes de que se desvanecieran... eso era todo lo que quedaría de Mila.

    Había regresado. Fue recibida por las paredes de su habitación, por el escritorio blanco como el cabello de la chica y el propio, por las paredes pintadas de ese suave tono púrpura y sintió el calor restante que había dejado en su piel la mano de Joey, antes de gritar llamando a los demás para despedirse de la albina, llamada que ninguno atendió.

    ¿Por qué?

    ¿Por qué ellos dos estaban echándose a morir por una jovencita que apenas habían conocido?


    Se dejó caer junto a la cama, apoyando la cabeza en el colchón y volvió a llorar, lo más silenciosamente que pudo. Abajo, en la sala de estar, escuchaba las voces de sus tíos y cómo intentaban convencer a sus primos de irse a la cama de una buena vez, entre risas.

    ¿Había llorado así su tía cuando la llamaron para decirle que su hermana había muerto junto a su esposo? ¿Había llorado alguien más por sus padres, como estaba llorando ella ahora por Mila?

    Escuchó los pasos apresurados de alguien en las escaleras y, con delicadeza, un pequeño puño golpeó a su puerta.

    —Jezzie, ¿quieres dulces? Mamá me dijo que te trajera algunos antes de meterme a la cama. —La vocecilla al otro lado de la puerta aumentó el grosor de sus lágrimas, arrancándole un ruidoso sollozo. La puerta se abrió despacio, dejando que la luz del pasillo se filtrara en la oscura habitación, y lo próximo que escuchó fue algo caer al piso, seguido del ruido de pasos nuevamente—. ¡¿Qué tienes?!


    Negó con la cabeza, incapaz de abrir la boca para responder, pero intentando comunicarle a la niña de diez años que no le pasaba nada. ¿Cómo iba a decirle que acababa de ver morir a alguien y que le habían enterrado en la playa?
    La niña se arrodilló a su lado y le dedicó una cuidadosa caricia en el cabello, que la hizo reaccionar por fin. Se despegó de la cama y a través del cristal de las lágrimas reconoció los ojillos dorados de su prima, rodeados por un velo de cabello castaño ondulado. Calor, su cuerpo necesitaba el calor que había perdido al separarse de su amigo cuando este se dispuso a enterrar el frágil cuerpo de Mila en la arena; rodeó con los brazos a la chiquilla y cerró los ojos con fuerza.


    —¿Jez? —Otra vocecilla se hizo oír desde la puerta, un movimiento del cuerpo entre sus brazos le hizo suponer que la niña le llamaba—. An, ¿qué tiene Jez?


    Siguió llorando en los brazos de la aludida, porque no sentía fuerzas para nada más.


    —Jezzie necesita un abrazo, como ella te abrazó ayer cuando te caíste jugando en el patio. Ven, Isaac.


    No necesitó más explicación. El niño, menor que la castaña, pronto se hizo espacio en el abrazo, trepando al regazo de la albina, que deshizo su agarre en torno a Anne para envolver al niño entre sus brazos, sintiendo la calidez de su cuerpo haciendo retroceder el terrible dolor que sentía.


    —¡Niños, les dije que se fueran a dormir! —chilló su tía desde la cocina minutos más tarde cuando el llanto de la albina había amainado.


    —Están conmigo, nani —respondió alzando la voz, gangosa, ligeramente—. Ya se van.


    Depositó un beso sobre la cabeza de Isaac, en su cabellera castaña como la de su hermana, y se meció suavemente de adelante hacia atrás, mientras se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano.


    >>An, ¿puedo dormir en su habitación esta noche?


    —¡Tengamos una pijamada! —respondió eufórica la castaña, deshaciendo el abrazo en torno a su hermanito y su prima.


    Los ojos dorados de la albina, idénticos a los de la niña y su hermano, volvieron a llenarse de lágrimas porque aquella energía e inocencia le recordaron a la jovencita que acababan de enterrar en una playa en quién sabe dónde. Las contuvo y se levantó, cargando en brazos a Isaac para encaminarse hacia la habitación que ambos compartían.

    Apenas una hora después, sus primos habían caído rendidos y ella, luego de haber tomado una larga ducha nocturna, estaba sentada sobre el colchón en el que dormía a veces cuando pasaba la noche con ellos. Su cabello blanco, aún húmedo porque no había tenido la energía para secarlo completamente, caía, libre de las coletas, sobre su espalda y parte de su rostro.
    A través de la ventana se filtraba la luz de la luna y los postes de alumbrado público, arrancándole destellos a su cabello húmedo y a sus ojos. Sacó de debajo de la almohada su teléfono celular y lo desbloqueó, vio la pantalla principal durante varios segundos y finalmente entró a los contactos.


    "Daichi".

    Recordó cómo le había gritado y siguió avanzando.

    "Joey".

    Acarició la pantalla con el pulgar, mientras se llevaba a la boca uno de los dulces que había subido a llevar Anne antes de verla echada a morir en la oscuridad. Seleccionó el icono de mensajes y empezó a teclear, borrando una y otra vez la frase que acababa de escribir.

    Estaba haciendo todo más difícil, ¿cierto? Claro, pero si debía morir por alguien, como había hecho Mila, lo cierto es que prefería morir por sus amigos que por nadie más... aunque dejara atrás a sus tíos, a Anne e Isaac.
    Volvió a escribir una frase y volvió a borrarla.

    Suspiró con pesadez, tocó el emoji de corazón y le dio enviar por fin, para luego volver a colocar el aparato bajo su almohada.
    No había nada que decir, pero sabía que en esa situación en particular solo se tenían entre sí. Sato, Lena, Daichi y Joey, solo ellos entendían, y aún así, solo uno de ellos se había dedicado a cavar la tumba de la inocente Mila.

    Lo estaba haciendo más difícil, sí, pero aunque fuera con un solo icono algo dentro de ella exigía que le manifestara al moreno que estaba allí, que seguiría allí hasta cuando fuese posible, pero que se negaba a olvidar todo como pretendía Daichi que hicieran. No podía.

    Se levantó del colchón, caminó hacia la cama de Anne, dejó un beso delicado sobre su frente y repitió la acción con Isaac, antes de volver y acostarse, tapándose casi hasta la cabeza con la manta.
    Estaba despidiéndose, esa era la verdad.
     
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    Gigi Blanche

    Gigi Blanche Equipo administrativo Game Master

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    Joey Wickham

    Se despertó de golpe, y cuando intentó moverse sintió la resistencia de sus músculos. En las piernas, en el cuello, en los brazos. Soltó un gruñido bajo, notando cuán seca sentía la garganta, y al abrir los ojos advirtió que aún era de noche. ¿Qué hora sería? ¿Cuánto habría dormido? De cualquier forma, le parecía haber descansado poco y nada.

    Se incorporó con pereza y fue hasta el baño. Era la primera vez que se echaba un vistazo a sí mismo luego de toda esa locura. El reflejo en el espejo le devolvió la imagen que esperaba encontrar; quizás algo más despeinado, quizá con los ojos levemente hinchados, pero jamás habría creído que esa era la cara de alguien que había sido arrojado a una cúpula mágica con desconocidos, forzados a matarse entre sí con la ayuda de criaturas míticas superpoderosas.

    Soltó una risa amarga y abrió el grifo de agua fría, echándose bastante en la cara y bebiendo también de ella. Los picos de flequillo rebelde se habían empapado y comenzaron a gotear una vez Joey se incorporó, mojándole la cara, el cuello, la sudadera. Reparó en ello, entonces, y acercó la nariz a la axila.

    —A la mierda —soltó, retrayendo el rostro casi por reflejo.

    Se metió en la ducha sin más, y se dio un baño rápido. Luego fue hasta su bolso y sacó ropa limpia, pensando que eso debería haber sido lo primero que hiciera al volver. Contra todo pronóstico, sentirse limpio y fresco lo había ayudado a despejar la cabeza.

    Se tumbó sobre la cama, advirtiendo en su celular que aún eran las cinco de la madrugada, y soltó un bufido. ¿Debería intentar seguir durmiendo? Agarró el aparato algo distraído, chequeándolo por si acaso, y abrió un poco más los ojos al ver la notificación de...

    —¿Jez?

    Abrió el chat, vacío, de no ser por un simple emoji de corazón. Una sonrisa involuntaria se dibujó en sus labios y se fijó la hora del mensaje, chasqueando la lengua al notar que ya habían pasado cuatro horas. Se dio cuenta, entonces, que no sabía nada de ella. Quizá vivía super lejos de Inglaterra, y donde ella estaba era de día. No le gustaría, sin embargo, importunarla, por lo que abandonó sus ideas de llamarla y simplemente le respondió el mensaje.

    "Buenos días, Bellabel!", tipeó, fijándose por la ventana que apenas comenzaba a vislumbrarse la luz de la mañana.

    Le dio a enviar y se sintió algo estúpido por fingir que todo estaba bien, pero ¿qué más podía hacer? Dejó el celular a un lado, quitándole el modo silencioso para ponerlo en vibrador, y se recostó sobre su costado. Le daba pereza salir a comprar algo tan temprano, así que apostaría a dormir un rato más y luego arrancar el día. Estaba bastante más relajado, lo sabía. Había notado cómo su pecho se había desinflado al leer el mensaje de Jezebel, pues ese simple corazón le había recordado que, por muy ingenuo que fuera, no era el único en toda esa mierda. Había personas, en Dios sabe dónde, con las cuales no debería callar y tragarse lo que acababa de vivir; aunque fueran las mismas personas destinadas a matarse entre sí, en ese preciso instante le importaba una mierda. Lo único que quería era no sentirse solo.
     
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    Hygge

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    Sé que ya ha abierto la nueva ciudad pero hoy me estaba poniendo al día con los roles y y y im sowwy



    Lena Sallow

    Despertó con brusquedad, conteniendo un sollozo que rasgó su garganta. Su cuerpo arqueado hacia delante, bañado en sudor frío, aún temblaba de forma inconsciente. La pequeña manta azul, destrozada y hecha jirones ante el impasible transcurrir de los años, cayó a un costado de su cuerpo, permitiendo que el frío de la madrugada calase sus huesos. Abrazó sus rodillas casi por instinto, sintiendo su pecho subir y bajar ante la necesidad de recuperar el aire. Se sentía como si hubiese tenido la pesadilla más realista y asfixiante de todas, pero a diferencia de las demás el recuerdo se mantenía vívido en su cabeza. Cada vez que cerraba los ojos las voces de aquellos extraños jóvenes, sus gritos y sollozos, la imagen de aquel hombre aplastado entre los escombros, reverberaban tortuosamente en la oscuridad de la noche.

    Una vez tras otra, sin descanso.

    No necesitó reincorporarse para saber que se encontraba de vuelta en la cabaña del árbol, aquel lugar que se había vuelto tan recurrente cuando no soportaba compartir techo con su propia madre. Paseó la mirada entre sus derruidas paredes de madera, escuchando el repiqueteo de las gotas de lluvia en el exterior difuminarse lentamente hasta perderse en la distancia. La luz de las farolas se filtraba tímidamente a través de la ventana, iluminando retazos de aquellos recuerdos que aún permanecían en su propio santuario personal. En el único lugar que aún conservaba la presencia de su mejor amiga. Los dibujos colgados en las paredes, los pósters con aquellos ídolos que las había mantenido durante noches en vela, fantaseando como las adolescentes normales que habían sido alguna vez. Sus fotos, colgadas sin orden ni concierto por las paredes, porque nunca habían tenido aquello llamado sentido del orden. En algún lugar al fondo de su mente volvió a escuchar sus propias risas, nacidas de una genuina felicidad, y se preguntó cuándo fue la última vez que había reído así. Ya ni siquiera recordaba el sonido de su propia risa.

    El fantasma de su pasado le sonrió en algún punto de la estancia, tortuoso, angustiante. De repente ver sus nombres tallados en la pared hizo que el estómago le diese un vuelco y tuvo que inclinarse con brusquedad al sentir que echaría lo que sea que había consumido durante el día.

    Se reincorporó con esfuerzo tiempo después, cuando su cuerpo dejó de temblar y supo que no cedería ante el peso que recaía sobre sus piernas. Necesitaba algo de beber, la garganta la estaba matando y el horrible sabor metálico de su boca aún se mantenía intacto. Bajó con cuidado de no pisar los tablones de madera semidescolgados sobre el tronco, que hacía las veces de escalera, echando un último vistazo a la pequeña manta tirada al fondo de la estancia. Aquella que habían tejido alguna vez cuando eran niñas, y que hacía mucho que había dejado de cubrir más de la mitad de su cuerpo. La sujetó, abrazándola como si aquella fuese su única fuente de calor y estuviese muriendo de hipotermia. Las gotas de agua se deslizaron sobre su piel cuando volvió a tocar el suelo, pero apenas pareció llegar a sentirlas.

    Hacía tiempo que había dejado de sentir nada que no fuese ira.

    El silencio y la oscuridad reinaba en su hogar. No necesitó cerciorarse de la hora para saber que era de madrugada, y que su madre se encontraría durmiendo, puesto que le tocaba madrugar al día siguiente para sacar a su familia adelante. No encendió las luces en ningún momento, y aún así la tenue iluminación de la nevera hizo que entrecerrase sus ojos enrojecidos por las lágrimas. Tomó una de las botellas de agua, llevándosela hacia sus labios, y cerró la nevera para reclinarse sobre la encimera de la cocina, rindiéndose ante la falsa paz que parecía reinar en aquella casa. Sus orbes se perdieron entre el juego de luces que provenía de la ventana, y una pregunta absurda asoló su embotada mente, comprimiéndole el pecho. ¿Dónde se encontraría ese hijo de puta ahora? ¿Le habría encontrado la policía? ¿Estaría sufriendo al menos la mitad de lo que ella estaba sufriendo por su amiga? Decía estar genuinamente enamorado de ella pero ahora que se había ido, que se había despojado de su vida para ocultar aquel preciado secreto entre ambos, para protegerle, tan solo Lena parecía llorarla en silencio día tras día. Sin darse cuenta había comenzado a apretar con demasiada fuerza la botella, y el agua acabó saliendo a presión, empapándola aún más de lo que ya estaba.

    —¡¡Joder!! —chilló casi sin poder evitarlo, lanzando la botella a un lado, deslizándose hasta quedar de cuclillas junto a la encimera. Sus manos se cerraron sobre su cabello, conteniendo las ganas de gritar, de soltar toda la ira y la rabia que cargaba dentro de sí.

    La luz del pasillo se encendió poco después, y los pasos inseguros y atemorizados de su madre pronto llegaron hasta sus oídos. La luz de la ventana iluminó sus ojos verdes, hinchados debido a las lágrimas, haciendo que una exclamación saliese de los labios de la mujer al arrodillarse junto a ella.

    —¿¡Lena!? Niña, ¿pero qué te ocurre? —el solo escuchar su voz hizo que la joven se tensase aún más. Acercó su mano hasta su cabello, buscando calmar su malestar a pesar de no comprender nada—. ¿Es por Sarah? ¿Quieres que me quede contigo esta...?

    Un brusco golpe fue todo lo que obtuvo como respuesta, apartando de un manotazo su brazo del rostro de la menor. Lena se abrazó a sí misma con más fuerza, fuera de sí.

    —¡¡No me toques!! ¡No te atrevas a tocarme! —gritó entonces, asolada por las voces en su cabeza. Por la impotencia de no poder hacer nada. Por la rabia y el rencor que sentía ante la mujer que se encontraba frente a ella. Aquella que había amenazado a su mejor amiga con contar su secreto si la situación no terminaba. Lena alzó la mirada, chispas centelleando de sus ojos—. Todo esto... Todo esto es por tu culpa. ¿Cómo puedes tener la cara de venir a hacerte la buena ahora? ¿¡Cómo!?

    La mujer se encogió ante el grito, lágrimas acumulándose en sus cuencas. Era incapaz de soportar la profunda mirada de odio que le dirigía su hija. Intentó acercarse, consolarla como cuando era una niña, cuando todo estaba bien entre ambas, pero Lena se zafó. Como si el mero tacto la quemase. Se levantó respirando con dificultad, sin soltar la manta que acunaba entre sus brazos, y comenzó a retroceder lentamente ante la mirada culpable de su progenitora, enmudecida por las lágrimas.

    Apretó los dientes, sin ser capaz de controlar sus acciones. Y pronunció unas palabras que jamás llego a imaginar, y que les pesaría a ambas para siempre.

    —...Deberías haber sido tú la que ocupase su lugar.


    Huyó. Corrió como si el alma le fuese en ello. De repente el aire de aquella casa la asfixiaba. Fue incapaz de escuchar los sollozos de la mujer, los gritos que le suplicaban que se quedase, los orbes verdes siempre amables que le pedían ahora perdón con la mirada. En el fondo, Lena sabía que ella no tenía la culpa de nada. Que su madre solo había querido lo mejor para ambas. Toda la culpa recaía en aquel hijo de puta, pero él ya no estaba allí. Había huido, dejando todo el sufrimiento sobre sus hombros. Y toda la ira, el resentimiento y la frustración que se acumulaban en su cuerpo como una olla a presión a veces se escapaba de aquella forma, usando de objetivo a su pobre madre.

    Se acurrucó una vez más en aquella casa de madera destartalada y podrida, ocultándose bajo la manta, temblando profundamente. En aquel momento la oportunidad que le brindaba aquel juego del horror le parecía la única salida a la tortura que se encontraba viviendo día tras día. No sabía cuánto tiempo más podría soportar viendo los rostros destrozados de los padres de su amiga, conviviendo con la mujer que le había dado a luz, reteniendo todas aquellas emociones dentro de sí.

    Sentía que iba a explotar.

    Lena se durmió aquella noche con la culpabilidad de saber que, si moría aquella vez, lo haría sin haberle pedido perdón a su madre una última vez.
     
    Última edición: 19 Octubre 2019
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  7.  
    El Calabazo

    El Calabazo Y dime, ¿Quién soy yo?

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    Mizuki Satō

    De un segundo a otro, en tan salo un pestañeo, ya la chica no se encontraba en aquel lugar con los desconocidos. Ahora estaba viendo su reflejo, en espejo situado dentro del baño de aquella habitación de mala muerte donde se hospedaba por esa semana. Mizuki no tenia casa, ya no desde hace mucho tiempo atrás, la idea de recuperar su viejo hogar cada vez era mas palpable, inhalar por la nariz rememorando los tiempos donde en aquella cocina hacían galletas cuando era pequeña, recordando aquel olor a dulces recién hechos. Ese pequeño y dulce sabor ahora imaginario que causaba que sus papilas se activaran y se le hiciera agua a la boca.

    Soñar despierta.

    Siempre sonando despierta.

    Abrió el grifo del lavamanos y haciendo un cuenco con las manos se limpio la cara, algo de sangre brotaba junto al agua en aquel lavamanos, le ardía una zona de la mejilla al tocarla. ¿Se había cortado? Nuevamente devolvió la mirada al espejo para verse a sí misma, un pequeño corte debajo de toda la mugre y el polvo. Seguramente del momento cuando volaron los fragmentos por el aire de los edificios golpeados por Berserk.

    Respiro profundamente mientras su mano temblaba mientras limpiaba la pequeña herida.

    Todo era real.

    Una pequeña sonrisa zurcó su rostro, una débil risa rasposa se dejó escapar.

    Todo era real.

    Un par de lagrimas brotaban de sus ojos, ya no tenia aliento, no podía evitar ver a todos lados y la pequeña risa poco a poco fue aumentando de volumen.

    Todo era real.

    Sujetaba aquel lavamanos cada vez con mas fuerza, ya no podían quedar dudas con respecto a lo que pasaba y lo que significaba. Dejó el grifo del agua abierto y corrió a la cama a buscar su mochila, a sacar sus papeles, sus fotografías, sus recuerdos y ordenarlos en el suelo a su alrededor.

    Su acta de nacimiento, el álbum familiar, la carta que le dejó su padre y una foto del aniversario de la compañía cuando su viejo todavía la manejaba, cuando todavía no se la habían arrebatado de las manos. Con delicadeza tomo la foto de aquel lugar y la de su hogar que estaba en el álbum de fotos, camino lentamente al baño y las coloco sobre el espejo. Ahora en verdad era posible, ya no era ilusión ni una locura, la idea de volver a tomar todo lo que le pertenecía por derecho estaba sobre la mesa.

    ¿Cuantas personas no mueren en la guerra? ¿Cuantas personas inocentes no fallecen en un accidente de trafico o un incendio? ¿Cuantos no desaparecen de la noche a la mañana para mas nunca volver a ser vistos por nadie? La lista no era larga, era interminable.

    — No importa... no importa realmente el precio a pagar ¿o sí? ... es decir, de todas formas solo uno de nosotros sobrevivirá a esto... son ellos o yo... pero tampoco merecen nada de esto... ¿Realmente esta bien no? si yo no los asesino... ellos van a matarme de una u otra forma, no hay otro escape. Ganar para recuperar lo que me pertenece, ganar... simplemente debo ganar. — Mencionaba con incertidumbre pero entusiasmada por igual.

    — Vale, ropa, puedo re-aparecer en otro lugar en cualquier momento de cualquier día, ¿Vestido? no, si el lugar es estrecho o es un bosque con arbustos podría enredarse o romperse al andar (o correr)... usar tacones esta fuera de la lista — mencionaba mientras examinaba su armario. — Zapatos deportivos, son cómodos y buenos para cualquier terreno, creo. Uhm... ¿un jean? el negro seria bueno... pero no tengo nada con que combinarlo... excepto... bueno, la camisa caqui le quedara bien, eso y la sudadera gris. Todo completo, todo listo.

    Aquella noche Mizuki se fue a dormir con una extraña mezcla de sentimientos, por un lado la idea de posiblemente morir en una lucha era evidente, por el otro la felicidad de poder tener su meta tan cerca finalmente y por ultimo el remordimiento de saber qué tenia que hacer para lograr su meta... ¿Su padre realmente querría eso? o ¿quizás seria un mejor deseo ser una chica de verdad? solo el tiempo lo dirá.
     
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    Tarsis

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    Zireael

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    Jezebel Volkov

    Verde.

    El verde de los copos de nieve antes de que desapareciéramos, el verde del cielo, del mismo verde reflejándose en todo.
    El verde de los ojos de Lena, la destrozada Lena.

    Yo la había matado, ¿no? Claro que sí. Yo lo había hecho, por mi culpa Daichi se había visto obligado a darle el golpe de gracia, para que dejara de sufrir como pez herido fuera del agua.

    Yo. Que en mi egoísmo había decidido entrometerme para defender a los petrificados Joey y Satō de la furia sin dirección de la castaña.

    El silencio de mi hogar, porque ni mis tíos ni mis primos estaban en casa esta vez, me envolvió por completo; y cuando recuperé el fragmento de conciencia que se había quedado aferrado al cabello húmedo de Lena, a la voz de Daichi y a la sonrisa de Joey, me encontré a mí misma frente al espejo, con los ojos enrojecidos por llanto, el cabello húmedo pegado al cráneo pero con ropa seca y la sensación de calor aún en mi cuerpo.

    ¿Había tomado una ducha? No lo sabía, no recordaba nada de lo que pudiese haber hecho.

    Bajé la mirada a mis manos, donde sostenía con fuerza un cepillo lleno de hebras blancas.
    Con cuidado, lo dejé en la repisa sobre el lavamanos y con movimientos mecánicos, abrí la puerta para ser recibida por los rayos del atardecer filtrándose por la ventana del fondo del pasillo.

    Caminé hacia mi habitación con la misma rigidez.
    La cama arreglada, mi bolso en el escritorio junto a mi teléfono celular, y los dibujos que Anne había pegado sobre la cabecera de la cama esa misma mañana, antes de irse con sus padres y su hermano a la escuela y luego al centro comercial. Todo igual, inmutable, a pesar de que una chica acababa de morir.

    Esta vez no tenía fuerzas para seguir llorando.

    ¿Por qué no había muerto con mis padres? ¿Por qué tuve que permanecer con vida?

    Me senté frente al escritorio, arrojé el bolso y el móvil al suelo, sin cuidado alguno. Tampoco tenía cabeza esta vez para darle alguna señal a mis amigos, aunque una parte de mí, ahora mismo casi incapaz de reaccionar, sentía la necesidad de agradecerle a Daichi su acto. Porque Lena no merecía seguir boqueando por aire porque yo me negara a darle el golpe final.

    Mi conciencia volvió a fragmentarse, aferrándose a distintos pedazos de mi vida que no eran parte de ese preciso momento y, cuando volví a recuperarlos, la luz de un poste de alumbrado público iluminaba las decenas de post-its pegados frente al escritorio, con palabras y frases apenas comprensibles. Sin embargo, por encima de todos los papelillos verde neón, resaltaba uno amarillo, con trazos fuertes, repetitivos de tinta negra. Era el único que se entendía claramente.


    ¿Por qué estabas tan enfadada, cariño?


    Escuché las llaves al entrar en la cerradura, las voces de mi familia, y mi cerebro apenas atinó a reaccionar para levantarme y cerrar la puerta, para luego dejarme caer sobre la cama.


    —¿Jez, estás despierta? —Escuchar la voz de mi tía al otro lado de la puerta me hizo hacerme un ovillo.


    Me había convertido en una asesina, como el monstruo que le había arrebatado su hermana a mi tía.
    Accidentes, ¿qué son realmente? Un desliz, un error, algo evitable.

    No había que ser una mente macabra para matar a alguien, también los idiotas podíamos asesinar a otros.

    Sin respuesta.
    No había abierto la boca desde que había reaparecido allí.

    La mujer dejó una bolsa de regalo frente a la habitación de su sobrina, sin atreverse a invadir su privacidad, a pesar de que había encontrado la cocina intacta, como si no hubiese cenado, y no había respondido sus mensajes. Tenía el corazón inquieto, porque ese comportamiento no era el suyo, ¿pero qué justificaba que se metiera a su habitación si realmente estaba dormida, ahora que ya no era una niña?

    Dirigió sus pasos a la habitación de sus hijos, que la observaban con ojillos atentos, y reconoció en ellos la misma preocupación que le apretaba el pecho.

    Holi, vengo con los tochos y los cambios de persona porque puedo
     
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    Gigi Blanche

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    Joey Wickham

    La escena frente a sus ojos había transcurrido tan apacible y silente, tan quieta y fugaz, a pesar de toda su violencia y su crueldad y su surrealismo. A pesar de todo, de todo eso, la escena frente a sus ojos había ocurrido de forma inquietantemente natural. Una chica había muerto frente a él, y eso era lo que tenía que pasar; en ese mundo, la gente tenía que morir. Era lo normal, hacia lo que la ciudad los empujaba. Nadie los condenaría, la ley no los perseguiría, no existía castigo en la bolsa por acabar con la vida de otro ser humano.

    ¿Cuán arruinado estaba?

    De cierta forma, el cabello, los ojos y las lágrimas de Lena se habían asimilado a las de Mila. La nieve se tornó verde, así como la arena en esa otra ciudad, y Joey supo lo que ocurriría. Su mirada viajó hasta el cielo y, de repente, el sol brillaba fuerte y caluroso justo sobre él. Alzó un brazo para cubrirse del reflejo, y advirtió que nuevamente llevaba la chaqueta puesta. Todo su cuerpo, además, se encontraba seco y sin magulladuras. El único órgano defectuoso parecía ser su cerebro, pues nadie se había tomado la molestia de borrarle también los recuerdos.

    —Buenos días, jovencito. ¿Te encuentras bien?

    La voz lo tomó desprevenido. Se giró hacia la señora que le había hablado, a su izquierda, bajo el techo destartalado del pasillo, y frunció el ceño al no comprender el motivo de su pregunta. Ella entonces señaló el suelo, y Joey advirtió que la bolsa llena de huevos destruidos seguía allí, junto a sus botas. Soltó una risa corta, alzándola por sus manijas, y le sonrió a la señora.

    —Claro que sí, no se preocupe. Sólo me distraje un poco. ¡Qué fuerte está hoy el sol!

    —¡Sí, sí! Ya está llegando el verano. ¡No olvides tomar mucha agua y cuidarte la piel!

    Joey le agradeció por sus consejos mientras buscaba las llaves dentro del bolsillo y abría la puerta de su habitación. La luz se recortó dentro de la oscuridad por apenas un instante, y luego, silencio. Sus dedos apretaron las asas de la bolsa y la soltaron sobre la mesa. Se quitó la chaqueta, aunque afuera hiciera calor pero él tuviera frío, y se echó un vistazo frente al espejo del baño para revisar sus heridas. Como supuso, ni un rasguño. Se miró fijamente a los ojos y soltó un suspiro, afianzando el agarre sobre los costados del lavamanos. La cerámica ajada era fría y le recordaba a la nieve.

    La nieve verde.

    Volvió sobre sus pasos, salió de la habitación y se echó sobre una banca vieja de madera, dispuesta justo afuera de la recepción del motel. El mundo parecía discurrir con naturalidad, bajo el intenso sol del mediodía. Los autos entraban y salían, la radio sintonizaba música ochentosa y el muchacho que atendía salía de vez en cuando a tomar aire, o ayudar con unas maletas o barrer la entrada, junto al sonido pegajoso de sus chancletas de goma. Le palmeó el hombro una vez a la pasada; a la segunda, le ofreció un cigarrillo. A la tercera, le preguntó si no se insolaría así. A la cuarta, ya lo dejó ser. Joey estaba bien, había trabajado desde pequeño bajo el rayo del sol, en la huerta. Estaba acostumbrado, su piel no se irritaba con facilidad.

    Sí, estaba acostumbrado.

    ¿Se había acostumbrado ya? ¿Al sol del mediodía y a las reglas del mundo? ¿Estaba bien que... no sintiera nada en absoluto? Había olvidado su celular en la chaqueta, dentro de la habitación, y no se preocupó por ello durante horas. ¿Jez le habría hablado? ¿Cómo se encontraría Daichi? ¿Quizá su hermano lo habría contactado? Incluso luego de insistir en que debían permanecer distanciados, el tonto de Matty seguía llamándolo para saber cómo estaba, si necesitaba algo, si las cosas seguían tranquilas. Joey siempre había odiado preocuparlo, por lo que siempre acababa mintiéndole.

    Total, una mentira más, una mentira menos.

    No buscó su celular. El muchachito desgarbado de recepción había salido para almorzar y se sentó junto a él. Joey le aceptó una lata de cerveza y se quedaron allí, charlando de la vida, del calor y lo seco del clima, como si nada anduviese mal en el mundo. Intercambiaron un par de anécdotas divertidas y todo estaba bien; como si su padre siguiera con vida, como si no hubiera sido arrojado a una guerra mágica, como si no acabara de ver morir a dos niñas en menos de media semana. Todo estaba bien, y estaba bien que así fuera.

    Al menos hasta que su tiempo de descanso acabara, y fuera arrastrado a una nueva arena de batalla. Pero estaba bien, ¿no? Así funcionaba este nuevo mundo, así eran sus reglas. Nadie los condenaría, la ley no los perseguiría, no existía castigo en la bolsa por acabar con la vida de otro ser humano. ¿Que cuán arruinado estaba? Mucho, seguramente. Pero ¿qué más daba?

    Ya no sentía nada, de todos modos. Huír o no de la ley, escapar o no de la muerte.

    Qué más daba.
     
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    Tarsis

    Tarsis Usuario VIP Comentarista supremo Escritora Modelo

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    Zireael

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    Jezebel Vólkov

    Aloe, esa era la planta, ¿cierto? Parecida al agave, esa cosa gigante con la que hacían el tequila. Sí.
    No era que ella fuese el tipo de chica que sabía de plantas, de hecho hasta tenía mala mano para ellas, podía mantener cosas un poco más duras de roer como cactus, suculentas y, sí, muy probablemente aloe. Plantas que no se resintieran tanto al ser olvidadas alguna semana. Pero lo cierto es que leía bastante y a veces se distraía con cosas de biología.

    Acarició la cabellera castaña de Isaac, acurrucado entre sus brazos, se había quedado dormido apenas unos minutos después de decirle que mirara la tele con él.
    Clavó la vista en la pared frente a ella, sin escuchar siquiera el ruido de los dibujos animados de fondo, y soltó un pesado suspiro.

    Joey. El buen e idiota Joey.

    Habían desaparecido, de nuevo, y aquella voz terrible le había dicho lo que más temía. Daichi y Satō estaban muertos.

    Daichi... Después de lo que había hecho por Lena.

    Y ahora, ahora sólo quedaban ella y Joey, lo que más terror le causaba. Debió saberlo, ¿no? Por supuesto, después de esa maldita conversación, de darse cuenta de cómo eran las cosas, de gritarle, de todo, tendrían que ser ellos quienes lucharan por el maldito grial al final.

    Depositó un beso sobre la cabeza de su primo pequeño, un beso protector, que era a la vez un amuleto contra su propio miedo y una despedida.
    El mismo beso que le había dado a An en la mañana antes de que se fuese a la escuela, y lo mismo que había intentado al abrazar a su tía y a su tío una última vez, intentando grabar el aroma de cada uno en su memoria.
    Todo eran amuletos y despedidas, porque esa familia, que aunque era suya, no había tenido por qué cuidar de ella y lo habían hecho de todas formas... y los amaba profundamente.
    Porque al final, Jez no tenía más que amor para darle a los otros y por ello era lo suficientemente estúpida como para enamorarse del amigo que había hecho en medio de una batalla mágica. Ya era estúpida de por sí solo por el hecho de haber hecho amistad con todos los demás.

    ¿Cuánta gente había muerto para que estuviesen allí?

    El gigante.

    La inocente Mila.

    La gruñona Lena.

    El pícaro Dai.

    La extraña Satō.

    ¿Quién más? ¿Ella? ¿Joey? No es como si los fuesen a dejar irse a casa y punto.
    ¿Todo por qué? Por un deseo egoísta, un único deseo egoísta, pero, ¿no era igual de egoísta su deseo de que Joey viviera?
    Lo era, de una forma extraña todos los deseos relacionados a evitar la muerte de otros aunque signifique la propia terminaban por ser egoístas, porque se quiere evitar la muerte de alguien para evitar nuestro sufrimiento, la simple idea de imaginar el dolor que significaría perder a alguien, porque la muerte es incluso más aterradora cuando le ocurre a terceros.

    No se creía capaz de volver a casa. Por eso se despedía de todos en silencio y por eso pensaba que su deseo de que Joey consiguiera el grial era repentinamente egoísta. Estaba haciéndose a la idea de que acompañaría a sus padres en la tumba.
     
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    Gigi Blanche

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    Joey Wickham


    La tormenta desértica lo tomó desprevenido, mientras aún observaba el cielo nocturno y se esforzaba por recobrar el aliento. Tuvo que incorporarse de golpe para no tragar arena como un desgraciado y avanzó torpemente, protegiéndose el rostro con el antebrazo, en busca de la silueta que no lograba quitarse de la cabeza. La vio, y estiró el brazo gritando su nombre, pero ella no se giró. Una repentina opresión le estrujó el pecho y supo que estaba desesperado por multitud de razones.

    No logró alcanzarla, y apareció frente al motel. El sol era similar, sus heridas habían desaparecido. Ojalá se fuera también todo lo demás. Sintió calor, se llevó una mano al cuello y frunció el ceño. Allí estaba, la bufanda de Jez. Las lágrimas amenazaron con salir mientras sus piernas cedían y se hacía pequeño, muy pequeño, incapaz ya de disimularlo, o de taparlo, o de eliminarlo.

    —No —resolló, jalando de su cabello negro en direcciones contrarias—. No, no, no.

    Jez...


    ¿También quiere mi número, señorita?
    ¡Bellabel! Anda, al fin llegas, rezagada.
    ¿Jez? Jez, levántate, vamos.
    ¡¿Eres imbécil, acaso?! ¡Hazte a un lado, llévate a Sato!

    No tienes la culpa de nada.
    Vamos, Joey, no creo que nadie quiera extender demasiado nuestra estadía en este infierno.

    ¿Hace frío donde vives?
    La bufanda fue un regalo de nani.
    ¿Ahora vas a decirme que eres un romántico?


    Ojalá habernos cruzado en un bar, de esos atestados de gente.
    Soy un romántico, después de todo.
    Eres un buen chico, Joey.
    No deberíamos estar sintiendo nada de esto, cielo.

    Es tu turno, o nani me reprenderá luego si pescas un resfriado.
    ¿Debí dejarla ahogarse?

    ¡Vete! ¡Intentaré distraerlo!
    Deja de ser un bebé, Joey.

    ¡Estoy cansado! De toda esta guerra de mierda, de mi vida de mierda.
    ¿No me escuchaste, idiota?
    ¡¿Quieres que te deje morir para cumplir tu maldito capricho?! ¡¿Es eso?!

    ¡Ya lo tenemos, Bellabel!
    A veces sobrevivir es más fácil si dejas de jugar al héroe, cariño.

    Sólo debes entender que te quiero, y que no dejaré que algo te pase.

    Sólo quedan dos.
    El pecho le quemaba y su espalda se desplomó sobre la pared más cercana, escondiendo el rostro entre las rodillas. Sus lágrimas eran silenciosas y sabían amargas, demasiado amargas. Sabían a resignación, y todo pesaba. Daichi... se había muerto. Y Lena. Y Mila. También Sato, y aquel polaco gigante. Todos muertos. Como su viejo, y su mamá, y los padres de Jez. Sus labios se estiraron en una mueca extraña y sorbió la nariz, secándose el rostro bañado en tristeza con el extremo de la bufanda. No pudo evitar inhalar por entre la congestión y cerrar los ojos.

    Jez.
    ¿Matarla? ¿Matar a Jez?
    Imposible.

    Se incorporó, olvidando el posible estado de su cara, y encontró al recepcionista detrás del mostrador. Se apoyó sobre la mesa con ambos antebrazos y le sonrió. El sujeto lo vio algo extraño, mas no preguntó.

    —Aloe vera —dijo, sonriendo apenas, y se golpeteó la cabeza con un dedo—. Lo recordé. ¿Tienes aloe vera por aquí? Me gustaría llevarle un poco a la chica que me gusta.
    —Eh, sí —respondió el muchacho, sin esforzarse por ocultar su confusión, y señaló hacia la izquierda—. Detrás del edificio, junto al estacionamiento, hay muchas suculentas. Creo que hay algo de aloe creciendo por ahí.
    —Gracias, viejo. Por cierto, gracias por la cerveza de hoy. Pareces una buena persona, y eso es bueno. —Se detuvo un segundo a analizar lo que acababa de decir, y soltó una risa corta—. Como sea, cuídate.

    ¿Qué hacía despidiéndose del recepcionista de un motel? Era triste, joder. Pero era lo que le quedaba. Mientras se dirigía hacia el sitio indicado, tomó un breve desvío para buscar su celular y llamar a su hermano, pero lo mandó al buzón de voz. Revisó la hora. Debía estar en clases, ¿eh? Abrió WhatsApp, entonces, y comenzó a grabar una nota de voz a medida que se acercaba a las plantas.

    —Hey, Matty. ¿Cómo estás, enano? Bueno, de enano te queda poco, en realidad, ¡si hasta ya me pasaste! ¿A ti te parece? ¿Hacerle eso a tu hermano mayor? —Detuvo sus pasos y se agachó frente a la vegetación, soltando una risa corta—. Como sea, quería... decirte muchas cosas, pero creo que ya no importan, ¿sabes? Al final del día, nunca estoy seguro si me odias, o me quieres, o si fuiste capaz de perdonarme. Me gustaría pensar que sí, pero tampoco podría culparte si no. La cuestión es que, sea como sea, te quiero un montón, ¿sabes? Lo suficiente como para hacer cosas incalculablemente estúpidas. —Se estiró cuando encontró la planta adecuada, y buscó el tallo para cortar algunas hojas pequeñas sin pincharse—. Y... no lo sé, hace calor y esto comienza a darme vergüenza, así que mejor dejaré de hablar. Cuida la granja por mí, por favor. Sé que es super egoísta y que siempre quisiste hacer mucho, mucho más de tu vida, pero... me gustaría pedirte sólo eso, sí. Espero poder hablarte mañana, quizá pasado, pero si eso no ocurre... Lo siento, ¿sí? Lo siento muchísimo. Y te quiero. Cuídate, Matty.

    Cortó la grabación al mismo tiempo que lograba robarle una hoja al aloe. Observó el celular un momento, lo bloqueó y guardó en el bolsillo, cubriendo el pequeño retoño con su otra mano. Sabía que las heridas de Jez estarían sanas, que no necesitaría aquel gesto de su parte. Pero no lo hacía por eso.

    Era, quizá, su forma de sentir que podía hacer algo por ella, aunque fuera estúpido. Quizá no pudiera hacerla feliz, o invitarle una cerveza, o llevarla a su casa, o darle cientos de besos. Quizá no pudiera prepararle una cena, quizá no pudieran ver una película juntos. Quizá no pudiera pedirle que saliera con él, ni disfrutar de su simple cercanía en el día a día. Pero podía, al menos, arrancar una estúpida hoja de aloe vera y depositarla entre sus manos, mientras todo su corazón le pedía perdón y se enfrentaban al inevitable destino de mierda. Ese donde no habría miles de quizá juntos, pues sólo uno saldría con vida.

    Sí. Lo que pudiera, aunque fuera minúsculo e insignificante, lo haría. Lo haría todo por ella.
     
    Última edición: 1 Marzo 2020
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    Zireael

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    Jezebel Vólkov


    —Jezzie, ¿cómo es que perdiste la bufanda que hice para ti? —Sintió sus mejillas arder y agradeció que nani no la estuviese mirando, al tener la vista enfocada en los platos que estaba enjuagando—. ¿Se te cayó por ahí?

    ¿Debía decirle la verdad, al menos una parte de la verdad?

    —¿Si te lo digo no te enfadarás conmigo? —preguntó mientras jugaba con un mechón de cabello entre sus dedos.

    —Cielo, los accidentes pasan. No sería la primera vez que uno de ustedes pierde algo, An y Isaac han perdido más cosas que tú en toda tu vida.

    Tragó grueso, ¿cómo se suponía que se hacían esas cosas? No recordaba haberle contado nunca a nani algo así, porque simplemente solía guardarlo para sí misma. Ahora, solo de pensarlo, sentía que se le atoraba algo en la garganta.
    Rizó el mechón de cabello alrededor de su dedo y recordó cuando había sujetado la mano de Joey.

    —Es que no la perdí, nani.

    —¿No? ¿Entonces? —Notó que dejó de enjuagar el plato que tenía en las manos, pero no se volteó—. ¿A quién se la diste, amor?

    Se le escapó una risa al escucharla. Esa mujer la conocía como la palma de su mano, ¿no? Claro, porque al final del día, esa mujer se había transformado en su madre y las buenas madres como nani, conocían a sus hijos de esa forma.
    No estaba molesta siquiera, porque sabía que su sobrina era así y entregaba fragmentos de sí misma a otros si estos los necesitaban.

    —Se la di al chico que me gusta —murmuró y su voz apenas se escuchó por encima del ruido del agua fluyendo—. No parece muy acostumbrado al frío y no quería que pescara un resfriado. Al parecer era de un pueblito por ahí, donde hace calor siempre.

    Su tía volvió a enjuagar el plato, en silencio, y Jez notó en el vidrio del ventanal frente a ella que estaba sonriendo levemente, haciéndola sonreír también a pesar del dolor que sentía en el corazón. Fue consciente, quizás por primera vez, que había sido nani quien la había enseñado a ser tan cálida, a pesar de que podía pasar perfectamente como un muñeco de nieve.

    —¿No quieres conseguirle un suéter, Jezzie? Podríamos ir a comprar algo bonito al centro comercial, porque los suéteres nunca se me dieron muy bien.

    —Dije que me gusta, no que sea mi novio, nani —respondió con cierto dejo de melancolía en la voz—. Estará bien con la bufanda.

    —Como prefieras, cielo. ¿Puedes terminar de lavar esto por mí? Ya es hora de que vaya por An a la escuela, Isaac dijo que quería ir conmigo, ¿sigue dormido?

    —No, despertó hace un rato —respondió mientras tomaba el lugar de su tía en el fregadero.

    —Ah, Jezzie, veré a tu tío luego de pasar por An y traeremos algo para la cena, así que no te preocupes —dijo su tía mientras se colocaba un suéter—. ¡Isaac, vamos por tu hermana!

    Ni lento ni perezoso, el chico bajó por la escalera y se colocó la chaqueta que su madre sostenía para él. Ambos se despidieron de ella, quien continuó con la tarea que le había encargado su tía. Una vez que terminó, subió con paso cansado a su habitación y se quedó de pie a mitad del cuarto.

    Joey.

    La bufanda.

    Joey.

    Un suéter.

    Joey.

    El sol ocultándose tras las nubes.

    Dai y Lena.

    Dai y Lena.

    Mila.

    Satō.

    Le dolía muchísimo el corazón, todo su ser y no era capaz de soportar más ese terrible dolor. Se dejó caer de rodillas sobre la alfombra, llevándose las manos al cabello y tiró con fuerza, dejando salir un grito que le rasgó la garganta, al tiempo que se rendía al llanto por fin. Ya no había tristeza siquiera, solo dolor.
    Lloró por sus padres a quienes apenas recordaba, por Lena a quien prácticamente había asesinado, por Dai que había tenido que hacer el trabajo sucio por ella y había muerto a fin de cuentas, por sí misma que había sobrevivido hasta el final sin siquiera saber por qué, y lloró aún más por Joey.

    ¿Ella, matando a alguien? No le cabía en la cabeza, mucho menos cuando ese alguien era su estúpido y romántico Joey.

    La sola idea reinició su doloroso llanto cuando parecía haber llegado a su fin, haciendo que se encorvara hacia el frente, sintiendo la cabeza a punto de explotar y el estómago a punto de salir por su garganta, pero no podía parar. Deseaba morir allí, ahogada por sus lágrimas, morir de una vez como debió ser hace tanto tiempo y que todos se olvidaran de ella.
    Se llevó la manos al rostro, tratando de secar sus interminables lágrimas, y buscó encontrar en ellas, a través de la congestión, algún vestigio del aroma de Joey, algo que consolara su destrozado corazón, y no encontró más que el aroma del lavaplatos. Porque no había nada más para ella, no lo habría nunca.
    No podría comprarle un suéter, ni invitarlo a conocer a sus tíos y sus dos primos, que eran los ojos de su vida, ni ir al cine con él una tarde y comer palomitas, ni llevarlo a sus lugares favoritos, ni escucharlo parlotear hasta que se quedara sin aire, ni ver su sonrisa cada día y... y mucho menos decirle que lo quería cada vez que lo viese.

    No había nada. No habría nada, porque aunque quisiera pensar otra cosa, la vida era una inmensa injusticia.

    ¿Cuánto tiempo había estado llorando? No lo sabía, pero parecía una eternidad.
    Se levantó a tropezones, apoyándose en la cama, y caminó hasta su estantería para buscar un libro, un pequeño libro al que le tenía demasiado afecto y luego tomó un post-it, para pegarlo al frente y escribir sobre él: "Léeselo a Isaac, An, y léelo para ti misma". Entró a la habitación de los niños, dejó el libro sobre la cama de la mayor y regresó sobre sus pasos, para revolver entre sus cosas una vez más, hasta que topó con otra bufanda tejida por su tía y otro de sus libros favoritos, tomó otro post-it y volvió a escribir: "Perdí una, pero conservo las demás, junto a libro que me dio tío Vic. Gracias por ser haberme amado desde el primer día", repitió el proceso, dejando el libro sobre la bufanda doblada en la cama de sus tíos.
    Al regresar a su habitación, cerró la puerta tras de sí y se derrumbó sobre su cama, rendida a un llanto silencioso que la acompañaría el resto de la noche y quizás, hasta el momento en que la enviaran de regreso con el moreno.


    Era esto o un fic y mira, hay que aprovechar las oportunidades (?)
     
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