El reloj del abuelo Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. El continuo paso de las manecillas del viejo reloj del abuelo era lo único que se oía en aquel salón donde Clarisa, sentada en uno de los sofás blancos de cuero, intentaba perderse en la lectura que aquel nuevo libro le ofrecía. A su lado, una taza de café humeante esperaba su turno sobre la mesita ratonera, junto a un tazón repleto de galletas caseras. Sin embargo, no podía sentirse a gusto allí, sola y con el constante resonar que tanto la inquietaba. Por eso procuraba no despegar sus verdes ojos de las líneas del texto y de meterse dentro de la atmósfera descrita en el relato. Sólo cuando llegaba hasta el final de la hoja dirigía una rápida mirada por las ventanas de la habitación que justo daban hacia el jardín. Emitió un suave suspiro y, con mucho cuidado, cambió la página. Por más que lo deseara (y en verdad que lo hacía) no podría salir ese día a jugar o Miranda se enojaría con ella. Pero, ¿por qué de todos los lugares aquella gran mansión poseía a Miranda se le había ocurrido dejarla en ese? Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. El imperturbable reloj proseguía su marcha. A medida que avanzaba el tiempo, el azul y despejado cielo de la tarde comenzaba a teñirse de malva y densas nubes grises se alzaban sobre el horizonte. Tal parecía que esa noche llovería. El sujeto del pronóstico había vuelto a equivocarse. Sin embargo, Clarisa dejó de lado todo eso y continuó leyendo. Un par de hojas más y por fin habría acabado. Cuando las campanadas de la iglesia llegaron hasta sus oídos, Clarisa suspiró satisfecha. Había acabado y, aunque mucho no le agradaba la idea, debía admitir que la trama no había estado tan mal. Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. Con suavidad dejó el libro sobre la mesa ratonera y, en su lugar, tomó la bandeja de plata para ir rumbo a la cocina. Le sorprendió un poco el encontrar la casa en silencio y a oscuras, donde el susurro de las agujas del reloj del abuelo seguía siendo lo único audible. Clarisa dudó, parada en medio del umbral de la puerta, sin atreverse a dar un paso más. Podía sentir cómo su corazón aceleraba su marcha y cómo sus sentidos se agudizaban. Había pasado toda la tarde en el salón y no recordaba en ningún momento haber abierto las grandes ventanas, llegando hasta ella el gélido viento que le calaba los huesos mientras pensaba. Cerró la puerta tras de sí y con premura se dirigió hasta la cocina. Durante el corto trayecto, la niña rezaba con que Miranda se encontrara allí como siempre, decidiendo qué preparar para la cena de esa noche. Pero no era así y el lugar estaba tan desierto como el resto del hogar. Miró a su alrededor en busca de una salida, mas las demás puertas y ventanas de la habitación se encontraban misteriosamente cerradas con llave. Y lo supo en ese instante, cuando la fría corriente empezaba a envolverla y a encerrarla dentro de la profunda oscuridad. Era su fin, al igual que el constante tic-tac del reloj del abuelo que siempre había odiado y que ahora acompañaba los desesperados latidos de su corazón hasta que ambos dejaran de sonar.